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Miguel Mateo Maldonado Cabrera

Biografía

Maldonado Cabrera, Miguel Mateo. ¿Oaxaca (México)?, 1695 – México, 1768. Pintor.

De los muchos y buenos artistas que trabajaron en la capital del virreinato de la Nueva España en el siglo XVIII, sin duda, la personalidad más completa, prolífica y polifacética es Miguel Cabrera, pues su actividad abarca tanto la misma producción pictórica, en sus múltiples y más variadas manifestaciones, como el diseño de retablos o túmulos funerarios, así como sus incursiones en el campo teórico, como lo muestra su obra titulada La maravilla americana y conjunto de raras maravillas observadas [...] en la prodigiosa imagen de Nuestra Sr.ª de Guadalupe (México, 1756).

Activo durante gran parte de los dos primeros tercios del siglo XVIII —falleció en 1768—, de su taller salieron numerosas e interesantes series de cuadros para templos parroquiales —la de santa Prisca de la localidad de Taxco es de la más emblemática—, para las órdenes religiosas —franciscanos, dominicos y sobre todo para los jesuitas, etc.—, así como cuadros sueltos —especialmente sus numerosos lienzos sobre la Virgen de Guadalupe, por los que es considerado como el pintor guadalupano por excelencia—. Junto a su pintura de tema religioso, mucho más novedosa y atractiva resulta su faceta como retratista, posando para él lo más representativo de la sociedad criolla de su momento —con cuyos más conspicuos representantes, comenzando por el arzobispo Rubio y Salinas, su protector, tuvo una buena amistad— y finalmente, por su gran valor como documento histórico, costumbrista, etnográfico y social, destacan sus series de cuadros de castas, donde se ofrece, a manera de un corto cinematográfico, la diversidad de tipos humanos existentes en el virreinato, fruto del mestizaje local, por lo cual es el artista más conocido y estudiado por la historiografía mexicana de los últimos tiempos.

De los maestros que conforman la denominada Gran Generación del Barroco final o Rococó —los hermanos Nicolás y Antonio Rodríguez Xuárez, Miguel Cabrera, José de Ibarra, su maestro, José de Alzíbar, etc.—, sin duda Cabrera es la figura más sobresaliente y la que mejor define y representa este momento estético, aunque se desconoce, tanto sus orígenes, que aún están por aclarar, como su lugar de nacimiento y la fecha exacta. Tradicionalmente se viene afirmando que debió ser en Oaxaca —antaño Antequera— hacia 1695, acaso de padres indígenas que le abandonaron al nacer, siendo adoptado por una pareja de mulatos.

Sus comienzos profesionales se documentan a partir de 1740, es decir ya con cuarenta y cinco años, edad muy tardía, por lo que se pone en duda que viniera al mundo en la fecha señalada.

Según el cronista Luis González Obregón, hacia 1719, con veinticuatro años, se avecindó en México, donde casó, en 1740, y fue padre de una amplia descendencia.

Su agradable carácter, que le facilitaron en gran medida las relaciones sociales, sus indudables dotes artísticas, aparte de una sana ambición, le posibilitaron mantener excelentes relaciones tanto con la Iglesia —el arzobispo Miguel Rubio Salinas, su protector, lo nombró su pintor particular—, con la Compañía de Jesús, para la que trabajó en múltiples ocasiones y casi en exclusiva, con la administración del gobierno virreinal, así como la nobleza y próspera burguesía, que le hicieron grandes encargos, bien de tipo religioso para sus fundaciones piadosas —pinturas, retablos, imágenes, todo realizado en su amplio taller de tipo empresarial— o retratos, bodegones, series de castas, etc.

Prueba de su reconocimiento social es que él, junto a otros pintores, examinó el cuadro de la Virgen de Guadalupe, en 1751 —causa y origen de su trabajo ya citado la Maravilla Americana [...], si bien se aprovechó del dictamen de algunos de sus compañeros—.

Hombre profundamente piadoso y de una gran cultura, pues, aparte de conocer el latín, poseía una basta biblioteca, donde, junto a libros religiosos, los había de historia e incluso de arte, como Los cuatro libros de la simetría [...] de Alberto Durero o el Museo Pictórico de Antonio A. Palomino y Velasco. Asimismo, tuvo parte muy activa en la fundación de la frustrada academia de pintores, germen de la futura y actual Academia de Bellas Artes de San Carlos.

Discípulo, probablemente, de José de Ibarra, el primer gran representante, en el Setecientos, de esa pintura, básicamente religiosa, de tono agradable —de ascendencia murillesca—, y de rico colorido y generosas formas —de origen rubensiano—, analizar su producción resulta, cuanto menos, bastante complejo y arriesgado, pues no parece fácil deslindar lo que es suyo personal, de lo generado en su gran taller —gran parte de su producción—, que, aunque controló personalmente, en muchos casos hace palidecer el trabajo en cuestión. Incluso, tradicionalmente, se le han adjudicado algunas series de cuadros o telas sueltas, que ahora ya se ha comprobado que tienen otra paternidad, pues usualmente el hecho de tener una obra de Cabrera era un símbolo de prestancia social.

A la hora de ofrecer un repaso de su extensa producción, lo más didáctico es hacerlo por temáticas, aunque siguiendo, evidentemente, una secuencia cronológica y no sin antes señalar aquellas notas artísticas más sobresalientes de su pintura. El capítulo más importante es el de la pintura religiosa, donde también se incluyen los lienzos de vanitas —representación de objetos hueros con fines moralizantes—. Es el más numeroso, incluso comparativamente con la de sus coetáneos, mas sin olvidar que Cabrera, que tenía todas las cualidades necesarias para ser un gran pintor —gran dibujante y colorista, además de una gran preparación intelectual—, a veces no llegó a serlo, pues su virtuosismo chocaba con la urgencia y rapidez en cumplir sus muchos y amplios compromisos contraídos.

Este dilema fue el que, en definitiva, le obligó a convertirse en un gran artista empresario, en cuyo taller trabajaban algunos de sus compañeros de oficio, aparte de muchos discípulos y aprendices, con el fin de abarcar todos los campos posibles de las artes plásticas.

En líneas generales, en sus telas hay un excesivo número de figuras, sobre todo angelitos de fisonomías anodinas y pobres anatomías, lo que también se advierte en algunos santos y vírgenes. Este mismo condicionante —la existencia de complejos contratos a cumplir en poco espacio de tiempo— hace que en muchos cuadros su dibujo tenga una pobre factura y que, en concreto, el estudio del cuerpo humano quede bastante descuidado. Sus figuras, en especial aquellas que forman grupo, son de una belleza cándida y los modelos se repiten con frecuencia, por lo que se cree que puedan venir de un mismo repertorio iconográfico. En cuanto al color, sobresale por su tono cerúleo —ese azul intenso del cielo despejado de alta mar o de los grandes lagos—, como fondo, aunque emplea una interesante y agradable gama de colores, predominan el rojo, el azul, el blanco y el negro —todos con sus diversas tonalidades.

Ciertamente, no es en sus grandes series donde está lo mejor de su obra, mas, de cuantas hizo para las órdenes religiosas, destacan la de los jesuitas de Tepotzotlán —antiguo noviciado y hoy sede del Museo del Virreinato—, de Querétaro y para los dominicos de la Ciudad de México, consagradas a narrar la vida de san Ignacio y santo Domingo, respectivamente. Gran interés tiene la que comienza, a partir de 1755, para la iglesia y la sacristía de la villa minera de Taxco. Dedicada a la vida de la Virgen, aparte de otros lienzos como San Miguel, protector de las almas, y los Martirios de santa Prisca y san Sebastián, titulares de la iglesia parroquial, lo acreditan como un gran pintor de temas marianos, a veces a partir de modelos rubensianos y dentro de una estética dieciochesca.

Sus dos grandes lienzos de la escalera del antiguo colegio franciscano de la Propaganda Fide de Guadalupe-Zacatecas, dedicados a la Virgen del Apocalipsis —donde para la figura de san Miguel sigue muy de cerca el modelo de Villalpando de la sacristía de la catedral de México— y al Patrocinio de la Virgen de Guadalupe sobre los franciscanos, dan una idea de cómo cambiaba y jugaba con las figuras en función de los encargos. Mas aquí, en Guadalupe-Zacatecas, se conserva una de sus mejores series, dedicada, de nuevo, a la vida de la Virgen, realizada en pequeños óvalos, sin duda, obra personal.

Con una extensa obra suelta, sobresale por su delicadeza la Inmaculada Apocalíptica, de 1760 —en el Museo Nacional, en Ciudad de México—, de clara inspiración rubensiana y punto de referencia para otros muchos pintores, o Nuestra Señora de los Siete Gozos, de 1756, donde combina sabiamente los colores y juega con el dinamismo de las figuras, así como su magnífica serie de santos —San Anselmo o San Bernardo—, considerados como retratos a lo divino. Finalmente, y prueba de maestría en resolver las composiciones más complejas, es el gran lienzo —ocupa una superficie de 25 metros cuadrados— dedicado al Cristo de Burgos como protector de los carmelitas descalzos y de los dominicos, de 1764, existente en la iglesia del Carmen en San Ángel, igualmente en Ciudad de México.

Tampoco en el campo del retrato tuvo rival, pues no se reduce sólo a aplicar las recetas tradicionales, sino que proyecta sus individualidades. Buen ejemplo de ello es el de Sor Juana Inés de la Cruz, de 1750, en el Museo Nacional de Historia, en Chapultepec —inspirado en el que, en 1713, le realizara Juan de Miranda, a su vez basado en otro coetáneo a la muerte de la religiosa, en 1695—, o el de Sor Francisca Ana de Neve, en la sacristía de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo, en Querétaro. Ambas obras son maestras en su género, especialmente la primera, donde hace un canto a la belleza femenina, a sus dotes intelectuales y a su rica vida espiritual. Otros retratos serían el de Francisco de Güemes y Orcasitas, de 1755, donde muestra el carácter enérgico del gobernante, a la par que se recrea en el tratamiento de las ricas vestiduras que enaltecen su figura. En varias ocasiones pintó a su protector el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, con gesto arrogante y altivo. Dentro del femenino, la elegancia y la riqueza, que caracterizó a esas jóvenes damas de la alta burguesía criolla del Setecientos, queda muy bien reflejada en el de María de la Luz Padilla Cervantes —en el Museo de Brooklyn—, que puede competir con lo mejor de la Europa de su momento, por la delicadeza y entrega con que trata los brocados, las alhajas y, sobre todo, su rostro, sin falsear en nada su imagen.

Dentro de la pintura que se puede considerar costumbrista, despuntan sus series de castas, destinadas a dar a conocer la gran variedad étnica de la sociedad novohispana, especialmente en la metrópoli, donde el tema era totalmente desconocido —varias de ellas se guardan en el Museo de América de Madrid—, pues es un singular muestrario ya no sólo de los distintos tipos raciales, fruto de las diferentes y posibles uniones étnicas, sino que también ayudan a conocer la moda del momento, las jugosas frutas y ricas carnes del país —por lo que constituyen a veces verdaderos bodegones—, el mobiliario, las costumbres, etc.

Finalmente, no queda aquí su fecunda y prolífica trayectoria profesional, pues abarcó con éxito y originalidad otros campos. Así, por ejemplo, se sabe que diseñó los soberbios retablos de la cabecera de la iglesia jesuítica de Tepotzotlán —tanto el de la capilla mayor como los dos del crucero, aparte de otros muchos más—, que serían materializados por el ensamblador Higinio Chávez, así como algunos túmulos funerarios, sobresaliendo el que se levantó en la catedral metropolitana para las honras fúnebres de su protector, el mencionado arzobispo Rubio y Salinas.

 

Obras de ~: Cuadros con la vida de san Ignacio, noviciado de jesuitas (hoy Museo del Virreinato), Querétaro; Cuadros con la vida de santo Domingo, convento de dominicos, Ciudad de México; Virgen del Apocalipsis y Patrocinio de la Virgen de Guadalupe sobre los franciscanos, antiguo colegio franciscano de la Propaganda Fide, Guadalupe-Zacatecas; Sor Juana Inés de la Cruz, Museo Nacional de Historia, Chapultepec, 1750; Vida de la Virgen, iglesia, Taxco, 1755; Sor Francisca Ana de Neve, sacristía de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo, Querétaro; retrato de Francisco de Güemes y Orcasitas, 1755; Nuestra Señora de los Siete Gozos, 1756; Inmaculada Apocalíptica, Museo Nacional, Ciudad de México, 1760; Cristo de Burgos, iglesia del Carmen en San Ángel, Ciudad de México, 1764; Retrato de María de la Luz Padilla Cervantes, Museo de Brooklyn, Nueva York; Retablos de la cabecera, iglesia jesuítica, Tepotzotlán.

Escritos: La maravilla americana y conjunto de raras maravillas observadas [...] en la prodigiosa imagen de Nuestra Sr.ª de Guadalupe, México, 1756.

 

Bibl.: M. Toussaint, Arte colonial en México, México, Instituto de Investigaciones Estéticas y Universidad Nacional Autónoma, 1962 (2.ª ed.); Pintura Colonial en México, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1965; A. Carrillo y Gariel, El pintor Miguel Cabrera, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1966; E. Vargas Lugo, La iglesia de Santa Prisca de Taxco, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1977; C. García Saiz, Pintura colonial en el Museo de América (II): La Escuela Mexicana, Madrid, Ministerio de Cultura, 1980; Las castas mexicanas: un género pictórico americano, México, Olivetti, 1989; T. Burke, Pintura y escultura en nueva España: el Barroco, México, Azabache, 1992, págs. 158- 174; G. Tovar de Teresa, Miguel Cabrera. Pintor de Cámara de la Reina Celestial, México, Inver-México Grupo Financiero, 1995; M. Martí Cotarelo, Miguel Cabrera. Un pintor de su tiempo, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999; VV. AA., Museo Nacional del Virreinato: Tepotzotlán. La vida y la obra en la Nueva España, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes e Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2003; VV. AA., Ad maiorem Dei gloriam. La Compañía de Jesús promotora del Arte, México, Universidad Iberoamericana, 2003; I. Katzew, La pintura de castas, Madrid, Turner, 2004; L. Gila Medina, “Las artes plásticas en la Nueva España”, en VV. AA., Historia del Arte en Iberoamérica y Filipinas, vol. III, Granada, Universidad, 2005, págs. 45-157.

 

Lázaro Gila Medina

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