Sáez Martínez, Vitoriana. Agustina de la Consolación. Valladolid, 12.IV.1847 – 27.X.1910. Reformadora y benefactora agustina (OSA).
Hija de Vicente Sáez Herrero y de Dionisia Martínez, que vivían en el n.º 4 del Corral de la Copera, fue bautizada tres días después de su nacimiento, con el nombre de Victoriana. Pasó sus primeros años en el hogar paterno, muy escaso de recursos, lo que no impidió que compartiese lo poco que tenía, incluso tomándolo del peculio familiar, con los menesterosos, hacia los que sentía un gran afecto, hasta que su confesor le prohibió tomar nada de la casa, ni para tales fines. Deseando entrar en religión, pese a su débil constitución y delicada salud, carecía de recursos para el pago de la dote exigida. Aprovechando su excelente disposición para la música, obtuvo el título de organista a los quince años, siéndole así permutada la dote por el ejercicio del este oficio. En 1863 tomaba el hábito de la Orden de Santo Domingo, en la comunidad de San Felipe de su ciudad natal. Pocos meses después enfermó gravemente —al parecer tuvo algunas visiones—, por lo que los facultativos le aconsejaron que dejara el Convento, cosa que tanto ella como la comunidad sintieron mucho. Pasó algún tiempo en el hogar paterno, hasta restablecerse —nunca del todo—, e ingresó, tras vencer la no muy tenaz oposición paterna, en el Convento de las Comendadoras, de Sancti Spíritus, perteneciente a la Orden de San Agustín, el 4 de noviembre de 1864, situado en el actual paseo de Zorrilla, con el nombre de Agustina de la Consolación, y mientras se preparaba para su futura profesión religiosa, alternaba sus obligaciones de novicia con su oficio de organista.
Poco antes de profesar tuvo, al parecer, una nueva visión que sirvió para acrecer sus deseos de emitir sus votos (conservados en el archivo conventual), lo que hizo el 9 de septiembre de 1865. Además de organista, sor Agustina desempeñó, por algún tiempo, el menester de enfermera “con toda solicitud y cariño, sin acepción de personas”, consolando y animando a sus pacientes, y ejecutando puntualmente las prescripciones médicas, todo ello con gran corazón, lleno de caridad y compasión. Con todo, su vida ejemplar y sus bien probadas virtudes no la libraron de envidias y calumnias, que soportó estoicamente, haciendo el bien incluso a los murmuradores. El padre Tirso López, que fuera su confesor durante veintitrés años, escribió: “Nunca cometió falta deliberada, sino sólo imperfecciones que no llegan a pecado venial. Así que se puede decir con toda verdad que conservó toda su vida la inocencia bautismal”.
Llevó una vida de grandes penitencias, a las que se unieron los padecimientos propios de su mala salud, llegando, en 1877, a estar a las puertas de la muerte. En 1881 se celebró en el Convento un capítulo para elegir nueva superiora, siendo nombrada subcomendadora y, por tanto, la segunda autoridad del monasterio. Desde hacía algún tiempo, secundada por varias hermanas, venía esforzándose en reformar la Comunidad.
El 6 de junio de 1887, fue elegida unánimemente superiora, dándole el título de “Doña”, dignidad que —pese a su insistencia, al no creerse capaz de cumplir con sus obligaciones— hubo de asumir. Inició su difícil tarea, debiendo —por razones económicas— partir casi de cero. El edificio del convento, casi ruinoso, hubo de ser reparado, lo mismo que la iglesia, y las monjas fueron provistas de ropas y otros menesteres. Posteriormente, emprendió —con la inestimable ayuda del padre Tirso López— la reforma moral y espiritual, basada en las Constituciones del padre Juan Domingo de Amezti, aprobadas por el obispo de Vitoria, basadas en las de la Orden de San Agustín, no aceptadas, al principio, por la mayoría de las religiosas; pero poco después cambiaron de opinión, llenas de entusiasmo (1890). Lo primero que hicieron fue cambiar el hábito blanco por el menos suntuoso negro de agustinos y agustinas de todo el mundo, siguiendo las observancias relativas a la asistencia al coro y actos comunes; la guarda del silencio, y el recorte y mesura en las visitas.
Pese a su cada vez más deteriorada salud, no desdeñó ejercer los más humildes oficios, desde cocinera a lavandera. Favorecía incluso a sus detractores. En cierta ocasión, envió discretamente algo de dinero a dos señoras muy necesitadas que la habían calumniado, y, en otra, dio sus propios zapatos, en pleno invierno, a un pobre “que los necesitaba más que ella”. Agotada por las enfermedades, la debilidad y el exceso de trabajo, expiró a las ocho de la noche del jueves, 27 de octubre de 1910, tras cuarenta y seis años de vida religiosa. Fue sepultada junto a la puerta de entrada del coro bajo del Monasterio de Sancti Spiritus, siendo exhumada el 8 de mayo de 1964 y trasladados sus restos a la nueva iglesia del barrio de la Farola, en el lado de la Epístola, en la capilla de la Encarnación, siete días después. Recientemente, se ha abierto la causa de su beatificación y canonización en la Curia Eclesiástica de Valladolid.
Fuentes y bibl.: Informaciones aportadas por A. P. Muñoz (Madrid), arqueólogo, y J. Á. Recio Díez (Valladolid), escritor e investigador.
J. Ezquerra del Bayo y L. Pérez Bueno, Retratos de mujeres españolas del siglo xix, Madrid, Junta de Iconografía Nacional, 1924; A. Rodríguez de Prada, Una gloria vallisoletana. Resumen de la vida y virtudes de la Sierva de Dios R. M. Agustina de la Consolación, El Escorial, 1929; A. Manrique, “Consolación, Agustina de la”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 609; T. Aparicio López, Sor Agustina de la Consolación. Un regalo de Dios para la Iglesia, Valladolid, Sever-Cuesta, 1999.
Fernando Gómez del Val