Carranque de Ríos, Andrés. Madrid, 25.IV.1902 – 6.X.1936. Periodista, cuentista y novelista.
Andrés Carranque de Ríos fue el mayor de los catorce hijos que tuvo un humilde matrimonio afincado en el madrileño barrio de La Latina. Lejos del estudio, sus primeros años se dirigieron hacia la supervivencia económica, lograda gracias a diversos trabajos y oficios —recogió carbón, fue aprendiz de ebanista, vendió revistas a comisión y trabajó como albañil— con los que ayudaba en casa. El trabajo duro y el contacto con radicales grupos de izquierda le incitaron a la lucha social, que llevó a cabo en su adolescencia por medio de la organización de manifestaciones y la escritura de panfletos revolucionarios. En una de esas revueltas callejeras, fue detenido y conducido a prisión. Esa experiencia, al fin y al cabo, le resultó positiva, porque le sirvió para descubrir el placer de la lectura, a la que además pudo dedicarle tiempo. En efecto, se convirtió en un lector voraz y se aficionó tanto a la letra escrita, que se lanzó a la tarea de romper él mismo el blanco del papel. Cuando hubo cumplido su condena como preso político, hizo el primero de los cuatro viajes a Francia que realizó a lo largo de su vida, para probar suerte en un escenario diferente. Sin embargo, a inicios de la década de 1920, la vida seguía siendo complicada para un joven sin recursos ni influencias, así que tuvo que regresar a España. Volvía igual de pobre, pero con un poemario bajo el brazo: Nómada (1923), un libro de poemas de tinte ácrata que le publicó en Madrid un huevero anarquista. El volumen no tuvo repercusión alguna —se vendieron cinco ejemplares en todo el país—, pero eso no le desmoralizó y continuó escribiendo. Al año siguiente, La Voz le publicó su primer cuento Un astrónomo (1924). Estaba realmente emocionado, pero el dinero cobrado apenas le daba para comprarse unos zapatos nuevos, como declaró años después en una entrevista concedida a la prensa, de modo que combinó los oficios que había venido ejerciendo —a los mencionados, cabe añadir los de marino, mánager de boxeo de uno de sus hermanos y modelo de desnudos en la Escuela de Bellas Artes— con el intento de participar como actor en alguna película. Al principio, se le dio bien gracias a su físico de moreno espigado con ojos penetrantes y su nombre se encuentra en los créditos de cinco cintas, rodados entre 1927 y 1933. Zalacaín el aventurero (1931), adaptación de la novela homónima, es su interpretación más valiosa. No estaba hecho para el cine, pero este último proyecto le sirvió para conocer a su admirado Pío Baroja. Con la excusa de que habían coincidido en el rodaje, fue a verlo en Madrid con el manuscrito de su primera novela, Uno, para que le diera su opinión y, si al maestro le apetecía, le escribiera un prólogo. Una página, no excesivamente elogiosa, acredita la confianza que el escritor consagrado depositó en el novel. En definitiva, Uno apareció publicada en la editorial Espasa Calpe (1934) con un prólogo de Pío Baroja. El realismo, el estilo sintético y la desesperanza de los personajes, que escondían bajo el relato la autobiografía, gustaron a la editorial que, al año siguiente, le ofreció otro contrato por la novela La vida difícil (1935), obra que continuaba en la línea de explicar las desventuras de un personaje anarquista enfrentado con el mundo. Como si se tratara de una trilogía, al año siguiente apareció Cinematógrafo (1936), la última y más trabajada de sus obras. Si en la primera un alter ego narraba sus experiencias en Madrid y en la segunda en Francia, la tercera relata con detalle su sórdida experiencia en el mundo del cine español. Los novelistas rusos que había leído con fruición —Chéjov, Gorki, Dostoievski, Kuprin— se apreciaban en los relatos realistas y descorazonados, y gracias a ese estilo directo y nihilista vivió un espectacular éxito literario. Siguió trabajando con entusiasmo en una cuarta obra y en una recopilación de cuentos, pero le llegó la muerte temprano. Enfermó de un cáncer irreversible y el 6 de un octubre bélico, el de 1936, falleció. Fue enterrado en el cementerio de la Almudena de Madrid, donde hoy todavía reposan sus restos. Al final de su corta vida había escrito poemas, cuentos y artículos —destacan las crónicas que envió a El Heraldo de Madrid desde París en 1935, como enviado especial al I Congreso de Escritores Antifascistas— para La Voz, Ahora, Estampa, Nuevo Mundo, Ciudad y Tensor y había publicado tres novelas.
Una carrera prometedora quedaba truncada. Sus novelas son un claro precedente del tremendismo de posguerra y por ellas puede situarse al autor junto al grupo de narradores sociales que integraban también Ramón J. Sender, José Díaz Fernández, Joaquín Arderíus, Alicio Garcitoral, Ángel Samblancat y Rosa Arciniega, entre otros. Fue una generación perdida tras el ruido de las bombas y sus textos murieron con sus autores o se fueron al exilio al final de la Guerra Civil. Hoy las obras de Carranque pueden leerse como el testimonio de un hombre que intentó cambiar la visión del mundo por medio de la escritura; sin embargo, le faltó tiempo.
Obras de ~: Nómada, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1923; Uno, pról. de P. Baroja, Madrid, Espasa Calpe, 1934; La vida difícil, Madrid, Espasa Calpe, 1935; Cinematógrafo, Madrid, Espasa Calpe, 1936; De la vida del señor Etcétera y otras historias, pról. y notas de J. L. Fortea, Madrid, Helios, 1970; Obra completa de ~, ed., intr., cronología y bibliografía de J. L. Fortea, Madrid, Ediciones del Imán, 1998.
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Blanca Bravo Cela