Manrique de Zúñiga, Álvaro, marqués de Villamanrique (I). Salamanca, 29.V.1532 – Sevilla, 3.III.1604. VII Virrey de la Nueva España.
Su nombre por nacimiento era Álvaro de Zúñiga y Sotomayor. Fue el sexto hijo —quinto de los varones— de los ocho que tuvieron los duques de Béjar, Alonso Francisco de Sotomayor y Portugal, V conde de Belalcázar y Teresa de Zúñiga y Manrique de Lara, III duquesa de Béjar. Aunque nació en Salamanca, pasó su infancia y juventud en Sevilla, ciudad en la que residía habitualmente su familia y de la que se consideraba natural. Hasta los veinte años siguió un programa de formación junto a sus hermanos y otros jóvenes nobles en la casa paterna, aunando la tradición del caballero —que incluía el arte ecuestre y el dominio de las armas— con la instrucción, a cargo de su tutor Juan Rodríguez, en materias como historia y latín, así como lecturas de variada índole de la biblioteca paterna. Obedeciendo la voluntad expresada por su padre en su testamento, una vez alcanzado el nivel necesario de latín ingresó en la Universidad de Salamanca, donde cursó estudios de cánones entre los años 1553 y 1556, graduándose como bachiller. Allí coincidió con Hernando de Vega, quien más tarde llegaría a ostentar el cargo de presidente del Consejo de Indias y ejercería como su valedor en la Corte. La experiencia universitaria fue determinante para el joven Álvaro. El pensamiento de la Escuela de Salamanca, encabezada por Francisco de Vitoria, ejerció una decisiva influencia en su visión del mundo y del hombre. Sin embargo, su vocación no iba encaminada a la vida eclesiástica y una vez finalizada su etapa universitaria regresó a Sevilla, donde buscó su ascenso en la vida civil.
Debido a su condición de segundón quedaba excluido de la sucesión de los títulos y mayorazgos familiares y, por tanto, carecía de recursos económicos propios. Fue su madre, la duquesa de Béjar, quien puso remedio a esta situación, al instituir tres nuevos mayorazgos para sus hijos menores, especificando que, en caso de fallecimiento de alguno de ellos, sus posesiones pasaran a incrementar los otros dos. Para Álvaro se recuperó el mayorazgo de Gines, que había sido creado por su abuela Leonor Manrique de Lara y llevaba vinculado el apellido por lo que, a partir de 1565, comenzó a llamarse Álvaro Manrique de Zúñiga. Al fallecer su hermano Pedro pasó también a su propiedad el mayorazgo de Mures, localidad cuyo nombre cambió por el de Villamanrique de Zúñiga, donde construyó su palacio de recreo. Sumando ambos mayorazgos, la valoración de sus bienes ascendía a unos 95 000 ducados.
En 1562 contrajo matrimonio con su pariente Blanca Enríquez de Velasco, hija de Diego López de Zúñiga y Velasco, IV conde de Nieva y virrey del Perú (1561-1564) y de María Enríquez de Almansa, hermana de Martín Enríquez de Almansa, que fuera virrey de la Nueva España (1568-1580) y después del Perú (1581-1583). Se fijó una dote de 20 000 ducados y con motivo de la boda se remodelaron y decoraron varias salas del palacio familiar en Sevilla. A raíz de este enlace tuvo un contacto más directo con los asuntos de Indias a través de su suegro, que desde Perú mantenía constantes —y no siempre lícitas— transacciones comerciales y financieras con la Península. En 1564 recibió el hábito de la Orden de Santiago.
Su primera experiencia en el entorno cortesano se produjo en 1568, con motivo del recibimiento de la reina Ana de Austria. Felipe II había encomendado la misión a su tío Gaspar de Zúñiga, arzobispo de Sevilla y a su hermano Francisco, duque de Béjar, quienes encabezaron un cortejo de más de dos mil personas, entre las que se contaba Álvaro. La ocasión fue motivo de fabulosos gastos que endeudaron fuertemente al duque, el cual hubo de vender parte de sus bienes —incluidas las casas principales de Sevilla (hoy palacio de Altamira)— a su hermano Álvaro.
En Sevilla construyó su carrera de servicio desde su puesto de alcalde mayor de la ciudad, cargo que ejerció hasta su partida a tierras americanas. Su posición en el cabildo de la ciudad se fue reforzando hasta llegar a poder definir políticas municipales de tipo fiscal y económico, que resultarían de vital interés para la Corona. En 1569 Felipe II se enfrentaba a una precaria situación económica que le obligó a conseguir liquidez a toda costa, por lo que dirigió su mirada a Sevilla que, como puerto de Indias, era la ciudad más grande y próspera. A través de diversos métodos —desde ventas de privilegios de hidalguía hasta encabezamientos de tributos como el almojarifazgo— pretendía conseguir los ingresos necesarios para sanear la maltrecha Hacienda. La actuación de don Álvaro en el cabildo —incluso cambiando en ocasiones el sentido de su voto en favor de los intereses del rey— le hizo merecedor del favor real, que se concretó en 1575 con la concesión del título de marqués de Villamanrique.
Ese mismo año se produjo su primer enfrentamiento con la Inquisición, provocado por su desacuerdo con la celebración de autos de fe y la reclusión en las prisiones del Santo Oficio por delitos distintos de la herejía. Su oposición le costó una investigación en la que se le acusó de llevar a cabo juntas secretas en connivencia con reconciliados y conversos.
Desde 1568 Felipe II había emprendido la creación de una red defensiva costera que resultase eficaz ante la amenaza otomana, los ataques de los piratas o en previsión de una posible invasión desde el norte de África en apoyo de los moriscos peninsulares. La inspección de la costa onubense se llevó a cabo en 1576 por parte de Luis Bravo de Lagunas y el ingeniero italiano Giovanni Battista Antonelli. Villamanrique —que había quedado a cargo de los asuntos de su hermano Antonio, marqués de Ayamonte, ausente de sus estados por prestar sus servicios como gobernador del Estado de Milán (1573-1580)— hubo de ocuparse de las demandas referentes al sector de Ayamonte, reforzando las torres almenaras de la zona que se utilizaban como atalayas de vigilancia y dotándolas de artillería para convertirlas en puntos defensivos. Asimismo, se encargó de las levas y pertrechos de armas para los vecinos en la frontera portuguesa. Cuando en 1580 —con motivo de la crisis sucesoria lusa— se inició la campaña de Portugal, Villamanrique tomó parte activa asistiendo a su sobrino Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, en la ocupación militar del Algarve, un nuevo argumento que añadir al memorial de sus méritos.
La red familiar sería un apoyo definitivo para su carrera, ya que el linaje de los Zúñiga gozaba de una posición privilegiada en el entorno de Felipe II, con experiencia acumulada en el gobierno de Europa (su hermano el marqués de Ayamonte en Milán, y sus primos Juan de Zúñiga en Roma y Luis de Requesens en Milán y Flandes) y en las flotas de la carrera de Indias (su sobrino el duque de Medina Sidonia).
En 1585 Felipe II se vio obligado a nombrar, de forma casi simultánea, nuevos virreyes para Nueva España y Perú, por el fallecimiento de los anteriores titulares en 1583 (Martín Enríquez en Perú y Lorenzo Suárez de Mendoza, conde de Coruña, en Nueva España). El nombre de Villamanrique figuraba en la terna que propuso el Consejo de Indias para cubrir la vacante del Perú, que finalmente fue adjudicada al conde de Villardompardo. Su elección para el cargo de virrey en Nueva España se produjo de forma un tanto anómala, por designación directa del rey y sorteando el trámite de la propuesta del Consejo, cuyo presidente —su condiscípulo Hernando de Vega— se limitó a comunicárselo al interesado. A pesar de los inconvenientes que suponía el traslado aceptó el cargo teniendo en cuenta el honor que suponía ejercer como alter ego del rey en la distancia y con la esperanza de regresar pronto a servir «cerca de la real persona». En el viaje le acompañaron su esposa Blanca y su hija Francisca, de trece años, que fallecería en México en 1589. Sus otros hijos quedaron en Castilla: Francisco, de diecisiete años, bajo la supervisión de su tío el duque de Béjar; Teresa, que falleció en Sevilla durante la estancia de sus padres en México; Beatriz, en el convento de la Madre de Dios en Sevilla; y el pequeño Pedro, de solo cinco años, bajo la tutela del duque de Medina Sidonia (años más tarde profesaría en la orden de San Agustín y moriría mártir en Nagasaki en 1622, siendo beatificado en 1867). En el séquito del virrey —compuesto por 170 personas— se encontraban otros dos hermanos de la marquesa, Luis y Diego de Velasco. La flota salió con algo de retraso sobre lo que se acostumbraba y, tras dos meses de travesía en la que sufrieron «recios vientos», fiebres e incluso la muerte de uno de los hermanos de doña Blanca, llegaron el 7 de septiembre a San Juan de Ulúa, frente a Veracruz. Desde allí iniciaron el camino hacia la capital, que culminó con la entrada del nuevo virrey en México el 18 de noviembre de 1585.
El primer conflicto que hubo de sortear a su llegada se produjo en su relación con el arzobispo de México, Pedro Moya de Contreras, quien ostentaba también los cargos de presidente del tribunal de la Inquisición y visitador general del reino, además de ejercer como virrey interino, por lo que acumulaba todo el poder temporal y espiritual. Los desencuentros con las autoridades eclesiásticas fueron constantes, debido a su postura regalista al intentar defender el Patronato Regio, su empeño en hacer cumplir las órdenes del rey referentes a la publicación de conclusiones del III Concilio Provincial Mexicano y su apoyo al provincial de la orden franciscana, Pedro de Oroz, en la controversia surgida con el comisario Alonso Ponce. También la visita general que estaba llevando a cabo Moya de Contreras tuvo consecuencias en su gobierno. Los oidores de la Audiencia de México recurrieron al nuevo virrey buscando su apoyo frente a las medidas disciplinarias que había dictado el prelado. Villamanrique estableció un férreo control de las comunicaciones, requisando las cartas que entraban o salían de la Nueva España lo que provocó las protestas de amplios sectores sociales, incluyendo la misma Inquisición. Por otra parte, el reparto de oficios y mercedes entre sus parientes y allegados desencadenó el malestar de los principales de la sociedad novohispana.
El asunto más grave al que hubo de enfrentarse fue la guerra chichimeca, un largo conflicto armado contra los indios nómadas del norte, que llevaba años esquilmando las arcas de la Real Hacienda. El final de la contienda se hizo efectivo gracias a su tan polémica como efectiva estrategia basada en la eliminación de los presidios militares —convertidos en centros de abastecimiento— y en una firme actuación contra la esclavización de los indios. En este mismo sentido orientó sus disposiciones para mitigar las condiciones de trabajo de los indígenas, tanto en las minas como en los obrajes de paños.
Otra materia de gobierno de urgente atención fue la defensa del reino frente a los ataques que los corsarios ingleses efectuaron en las costas de ambos océanos, especialmente graves en el Atlántico con el ataque de Drake a Santo Domingo (1585) y en el Pacífico con la captura que Cavendish llevó a cabo del galeón Santa Ana, que regresaba de Manila cargado de mercancías (1588). Ambos episodios marcaron la política a seguir en la fortificación de plazas costeras y el acompañamiento de naves del Galeón de Manila en su navegación de retorno a Acapulco.
Durante su mandato se sucedieron los conflictos de jurisdicción con los oidores de las audiencias, especialmente en Nueva Galicia, por las ansias de autonomía de una provincia con una situación singular, una pujante economía gracias a la riqueza de sus minas y castigada por una larga guerra de desgaste. El detonante final se produjo con motivo de los matrimonios de varios oidores con hijas de ricos propietarios de la zona, en contra de lo estipulado en las cédulas reales. Cuando Villamanrique quiso hacer valer su autoridad enviando hombres armados para prender a los oidores rebeldes, estos armaron un pequeño ejército que salió al encuentro de las tropas del virrey, al frente del cual se encontraba el obispo Domingo de Alzola quien, mostrando la custodia en alto, hizo un llamamiento a la cordura. A pesar de que la guardia del virrey se retiró para evitar derramamiento de sangre, los oidores enviaron cartas al rey informando de que el reino se encontraba inmerso en una guerra civil. Las noticias alarmaron a Felipe II que, inmediatamente, decretó que Luis de Velasco relevase a Villamanrique y nombró visitador a su émulo Diego Romano, obispo de Puebla.
La rigurosa visita que llevó a cabo el prelado culminó con la confiscación de todos los bienes del marqués, que se vio obligado a huir de Nueva España y del visitador. Valorando su incierta situación decidió evitar la llegada a Sevilla y desembarcó en Lisboa. Una vez en Castilla se centró en su defensa para recuperar su honor y su hacienda, reiterando las recusaciones contra su visitador, a quien acusaba de parcialidad. Desde 1592 se vio condenado cautelarmente a la pena de inhabilitación y destierro de la corte. Su proceso se alargó hasta el año 1596, cuando el Consejo de Indias dictó sentencia condenatoria por 60 de los 341 cargos que se le habían imputado. Villamanrique apeló al anciano y enfermo rey, afirmando ser víctima de la animosidad de sus adversarios, pero no consiguió su propósito. Cambió entonces el objetivo de sus peticiones, centrándose en el marqués de Denia —más tarde duque de Lerma— consciente del gran ascendiente que este tenía sobre el joven príncipe (el futuro Felipe III). En esta ocasión se demostró lo acertado de su intento pues, apenas tres meses después de la muerte de Felipe II — acaecida en septiembre de 1598— consiguió el levantamiento de su condena, recuperando el derecho de ocupar cargos públicos y recuperar sus bienes.
En 1600 el duque de Lerma lo integró en una junta de reciente creación para tratar diferentes asuntos de Indias y en 1603 se vio recompensado con el cargo de caballerizo mayor de la reina Margarita, sustituyendo a Antonio de Toledo. Culminaba así con éxito su carrera política desde su nueva posición como miembro de la casa real.
El 3 de marzo de 1604 falleció en su casa de Sevilla con el consuelo de morir en la cercanía del monarca y viendo restaurada su honra, aunque sin haber conseguido recuperar la totalidad de sus bienes.
Fuentes y bibl.: Archivo General de Indias, Audiencia de México, Legs. 110, 287, 343, 1064; Escribanía de Cámara, Legs. 271, 1010, 1012; Indiferente General, Legs. 741, 742; Archivo General de la Nación de México, Indiferente virreinal, c.734, 4162, 4788, 5590, 6311, 6482; Ordenanzas, vol. 1,2,3; Archivo General de Palacio, Personal, c. 521, 742, 1097; Archivo General de Simancas, Guerra y Marina, Legs. 83, 92, 97; Archivo Histórico Nacional, Inquisición, 1734, 2058; Órdenes Militares-Caballeros de Santiago, exp. 9239; Archivo Histórico de la Nobleza, Osuna, c. 261; Baena, c. 68; Biblioteca Zabálburu, Altamira, Legs. 471, 472, 490, 495, 498, 499; Instituto Valencia de Don Juan, Altamira, Envíos 22, 23, 24, 33, 41, 44.
A. Ciudad Real, Relación breve y verdadera de algunas cosas de las muchas que sucedieron al padre fray Alonso Ponce en las provincias de Nueva España, Madrid, Viuda de Calero 1875, págs. 164 y ss; J. Torquemada, Monarquía Indiana, (c. 1600), México, UNAM, 1975, libro V, cap. XXVI; L. Hanke, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la Casa de Austria, Madrid, Espasa Calpe, 1976; A. Herrera García, “Precisiones sobre la formación de Villamanrique y el origen del señorío de los Zúñiga”, en Minervae Beticae, n.º 14 (1986) págs.71-95; E. Schäffer, El Consejo Real y Supremo de las Indias: su historia, administración y labor administrativa hasta la terminación de la Casa de Austria, Madrid, Marcial Pons, (1 ed.1935), 2003; M. Vicens Hualde, Aristocracia y servicio en la monarquía de Felipe II: el marqués de Villamanrique entre Castilla y la Nueva España (1532-1604), tesis doctoral (inéd.), Universidad Autónoma de Madrid, 2019.
María Vicens Hualde