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Juan Fernández Franco

Biografía

Fernández Franco, Juan. ¿Pozoblanco (Córdoba)?, c. 1520-1525 – Bujalance (Córdoba) – 24.VI.1601 o 25.IX.1601. Epigrafista y arqueólogo.

Figura clave del siglo xvi en el estudio de la epigrafía de la Bética romana, los datos que se conocen sobre Juan Fernández Franco no sólo pecan de escasos, sino que, además, son imprecisos e incluso contradictorios entre sus biógrafos. Hijo de Juan Alfonso Fernández Franco y de Isabel Rodríguez, parece haber recibido parte de su formación jurídica junto a su hermano, Pedro Fernando, en Granada. En la segunda mitad de la década de 1530 o principios de la de 1540 estudió Retórica en la Universidad de Alcalá, donde tuvo como profesor al cronista Ambrosio de Morales.

Completó su formación en Salamanca, donde, en 1550, ya era bachiller en Jurisprudencia y más tarde licenciado. De vuelta a Andalucía, residió en Montoro, donde contrajo matrimonio con Juana Pedrique, del que nació su hijo Diego Fernández Franco que sintió, como su padre, una gran afición por las antigüedades. Su dedicación a la epigrafía siempre fue una actividad paralela a los cargos que ocupó por su formación en Leyes: recién creado el marquesado de El Carpio en 1549, entró al servicio de los marqueses, que le nombraron gobernador de sus estados, cargo que le obligó a establecerse en la villa de El Carpio (Córdoba). En 1597 otorgó posesión jurídica de dichos estados a Luis de Haro, quien le confirmó en el gobierno de Los Pedroches, donde ejerció como juez de apelaciones por lo que se trasladó a Pozoblanco; también ejerció la justicia en Espejo, Chillón, Montilla, Fuente Obejuna, Baza y Bujalance. En 1593 tenía en proyecto partir a Indias, para lo que solicitaba en una carta consejo a Garcilaso de la Vega, con quien, además de vínculos de amistad, mantenía correspondencia sobre asuntos histórico-arqueológicos; pero el viaje no se llevó a cabo. En 1599 contrajo matrimonio con Marina de León, en Bujalance, ciudad en la que residió hasta su muerte acaecida dos años después.

Siendo Juan Fernández Franco un autor bien conocido por los anticuarios que le sucedieron, sin embargo, las dudas sobre él se han cernido desde muy temprano tanto en lo que se refiere a su identidad como a su vida y, en parte, a sus obras. Se disputaba ya su mismo lugar de nacimiento entre dos localidades cordobesas: Montoro, a partir de que Ambrosio de Morales le atribuyera esa patria en las Antigüedades, o Pozoblanco, de donde era natural sin duda alguna, ya que él mismo, en una de sus obras corrige a Morales por haberle atribuido Montoro como patria: “[...] y tambien porq[ue] el Chronista Ambr[osio] de Morales me dio esta villa por patria natural; que puesto caso q[ue] fue por yerro porque mi naturaleza es del mismo lugar que el doctor Juan Ginés de Sepúlveda (Itinerario, fol. 62)”, el cual había nacido en Pozoblanco. Los datos de sus biógrafos tampoco concuerdan en el número de matrimonios, dos o quizá tres, aunque sí están de acuerdo en que enviudó, en 1573, de su primera mujer.

Sobre su propia identidad también se han sembrado dudas: algunos eruditos posteriores que manejaron sus obras consideraron que existieron dos personas distintas, debido a la doble nomenclatura que presentaba su nombre, unas veces escrito Juan Alfonso Franco y otras, Juan Fernández Franco. A esta duplicidad onomástica se sumó el hecho de que su hijo, Diego, de profesión médico, hubiera tratado con diversos eruditos las inscripciones recogidas por su padre Juan, e incluso, él mismo hubiera copiado algunas directamente de los originales. Por otra parte, el padre de Juan Fernández Franco se llamaba Juan Alfonso Franco y tenía un hijo —hermano, por tanto, de Juan—, de nombre Pedro Fernando que fallecieron en 1540 y 1545, respectivamente (Ramírez de las Casas- Deza, 1855: 305), lejos de su patria (oris extincti remotis), como consta en el epitafio que les dedicó Juan en 1547. Así, los documentos que provocaron la confusión, unas cartas autógrafas de Fernández Franco en las que firma como el Bachiller Alfonso Franco dirigidas al inquisidor Martín Pérez de Oliván, a la sazón en Córdoba, que se conservan en el Codex Valentinus (Madrid, Biblioteca Nacional, ms. 3610, fols. 113-116), fechadas en torno a 1545-1549, son posteriores a la fecha de la muerte de su padre, Juan Alfonso Fernández Franco (Iohan Alfonsus Francus).

Hubo, pues, un único Fernández Franco epigrafista que debió de ser bautizado con el nombre completo de su padre. Mientras que en un principio, coincidiendo con su graduación de bachiller, firmaba sólo como Juan Alfonso Franco, sustituyó después aquel título por el de licenciado y prescindió del nombre Alfonso firmando, a partir de entonces, sus cartas y sus obras como Juan Fernández Franco, nombre por el que fue conocido entre los humanistas y eruditos españoles y europeos.

Ese desdoblamiento del personaje, que parece haber circulado desde el siglo xvii, pues ya se encuentra en los Progresos de D. J. Dormer (pág. 238), fue aprovechado más tarde por el “pseudo Fernández Franco”, inventor de una colección de cartas epigráficas que se arrogó, con el fin de autentificar sus falsificaciones, el nombre y los títulos del emisor y del destinatario que aparecían en las cartas originales del bachiller Alonso Franco. Esas cartas, inventadas con bastante seguridad hacia mediados del siglo xviii, fueron propiedad de Miguel Espinosa Delgado, conde del Águila, noble erudito del círculo sevillano con particular interés por la epigrafía y la arqueología, poseedor de una espléndida biblioteca de habitual consulta por los anticuarios de la Ilustración. Según una carta del conde fechada en febrero de 1755 y dirigida al biógrafo de J. Fernández Franco, F. López de Cárdenas, esas cartas atribuidas a Fernández Franco las había trasladado Cándido María Trigueros de un original guardado en la Biblioteca Episcopal de Córdoba (Almagro- Gorbea, 2003: 417); sin embargo, el mismo López de Cárdenas en su Franco Ilustrado (pág. 126) afirma que “las cartas de Franco escritas al inquisidor Oliván, de que tiene copias el señor Conde del Águila, sacadas por D. Cándido M.ª Trigueros académico de mi Real Academia de Buenas Letras de Sevilla no existen ya en la Biblioteca de los Señores Obispos de Córdoba. He registrado toda ella [...] y no parecen en los cuarenta libros manuscritos que tiene en aquella librería”. De ellas se conservan varias copias, entre ellas dos en la Real Academia de la Historia, de las cuales una, menos cuidada que la otra, es autógrafa de Trigueros; la discusión sobre su autenticidad o falsedad ha dado lugar a abundante literatura ya desde E. Hübner.

Así pues, no existe más que un Juan Fernández Franco que desarrolló una ingente labor epigráfica desde poco antes de la década de 1540 hasta prácticamente su muerte. Aunque ya “siendo mochacho” asistió, en Córdoba, al descubrimiento, hacia mediados de la década de 1530, en el Patio de los Naranjos de la Mezquita, de varios miliarios (Itinerario, fol. 70; ms. 5577, fol. 161), su verdadero interés y aprendizaje de la epigrafía se desarrolló en Alcalá junto a su maestro Ambrosio de Morales, que inculcaba a los alumnos un nuevo procedimiento metodológico para la reconstrucción histórica, en el cual los testimonios arqueológicos —fundamentalmente inscripciones y monedas— o documentales eran piezas esenciales de la investigación. Es a esta primera etapa, entre la década de 1540 y la de 1550, a la que pertenecen los primeros diseños de epígrafes de J. Fernández Franco, conservados en el Codex Valentinus. De valor extraordinario, ya que muchos de ellos constituyen la primera fuente para estos textos, son el resultado de una etapa de juventud en la que el autor manifiesta gran prudencia y fidelidad, tanto en la copia como en el dibujo de los soportes, así como una cautela no menor en la interpretación de los mismos. Sin embargo, es aún corta su pericia epigráfica, por lo que presentan mayor número de deslices de lectura que sus obras posteriores. A medida que sus conocimientos sobre Literatura e Historia antiguas se incrementaban y tenía a su disposición más recursos bibliográficos como, entre otros, las notas de Valerio Probo para la resolución de abreviaturas, el prurito por entender los textos epigráficos iba también en aumento, lo que a veces le llevó a falsas interpretaciones.

Aunque es innegable que J. Fernández Franco fue el epigrafista del siglo xvi que más inscripciones leyó y transcribió de la Bética, utilizó también, para sus colecciones de textos, autores o recopilaciones epigráficas, precedentes al uso en la época, como las Inscriptiones sacrosanctae vetustatis de P. Apianus y B. Amantius (Ingolstadt, 1534), que, por lo general, le llegaban a través de intermediarios. Pero recurrió, sobre todo, a fuentes locales o peninsulares en su búsqueda de epígrafes: quizá en Alcalá tuvo acceso a las inscripciones de los manuscritos del cronista Florián de Ocampo; manejó las obras del arcediano de Ronda, Lorenzo de Padilla —uno de los más activos transmisores directos de inscripciones de Hispania—, especialmente su Geografía, si bien le dedica una severa crítica: “Con el Señor Arcediano de Ronda, que Dios tenga en su gloria, yo tube estrecha amistad y el confió de mi mas de lo que debiera, y aun me entregó sus quadernos mas de quatro meses para que los mirase y le dixese lo que me parecia; y en esto de antigüedades e inscripciones estaban mui depravados, por que le faltava mucha parte de lection en historias latinas, y aun fundamento del latin... (Madrid, Biblioteca Nacional, ms. 5577, fols. 112-113)”. Muy fructífero fue su intercambio con Gaspar de Castro, secretario del cardenal de Santa Cruz, a través del cual Antonio Agustín recibió muchos de los textos de la Bética. El que mantuvo con Ambrosio de Morales le proporcionó, sobre todo, inscripciones de la provincia de Sevilla, aunque el flujo en sentido contrario fue muchísimo mayor. Fue gran amigo del historiador y preceptor del príncipe Juan Ginés de Sepúlveda, del que recibió algunas inscripciones de la provincia de Córdoba. Si bien Jerónimo Zurita recibía sus textos a través de Martín Pérez de Oliván, no es imposible que también los hubiera obtenido personalmente, ya que, por la correspondencia mantenida con Bartolomé Frías de Albornoz, catedrático de “Prima de Leyes e Instituta en Méjico” y autor del Arte de los Contratos (Valencia, 1573), se sabe que, al menos una vez, se entrevistó en Córdoba con el cronista de Aragón, que acompañaba al secretario de los príncipes de Hungría, Miguel Ruiz de Azagra, con ocasión de una visita del presidente de Flandes a dicha ciudad en 1570. Muy fluida fue también su correspondencia con el humanista cordobés Pablo de Céspedes, a quien, pocos meses antes de su muerte, dirigió una densa carta con un memorial de los nombres de los lugares de la antigua Bética (Madrid, Biblioteca Nacional, ms. 7150), que puede considerarse un auténtico tratado sobre la topografía antigua de dicha demarcación. Pero la mayoría de sus textos proceden de la autopsia personal realizada a partir de las informaciones de primera mano, favorecidas tanto por el poder que emanaba de su cargo como por la gran movilidad que requería su ejercicio en el territorio por él administrado, lo que le permitió proseguir —en su entorno más inmediato— con los “viajes arqueológicos”, que ya desde muy joven había practicado como él mismo refiere en el Itinerario (fol. 31): “Y aunque yo siendo muy moço vi mucha tierra en la Mancha, no halle rastro de antigüedad de romanos sino en muy pocas partes y una dellas, que halle, fue en la villa de Almedina tres leguas de Villanueva de los Infantes [...]. En la villa de Alhambra, tres leguas de Villanueva de los Infantes, ay una capilla de templo de edifiçio romano [...] y a la puerta de la iglesia estan dos estatuas de buen marmol blanco y junto a cada una un pedestal con sus inscripciones”. Además de La Mancha, en su etapa de estudiante en Salamanca, visitó Ledesma para copiar inscripciones. En Andalucía realizó autopsias de inscripciones de Córdoba, Jaén, Granada y localidades de sus respectivas provincias, así como de la de Sevilla; de otros lugares, tanto de Andalucía como del resto de la Península, su amplísimo círculo de amistades se ocupó de proporcionárselas. Combinando los datos extraídos de los epígrafes, de las monedas y de las fuentes antiguas, identificó algunos de los lugares antiguos de la Bética romana, y otros que la tradición localizaba erróneamente, los corrigió. Sin embargo, no siempre acertaba, especialmente cuando trataba de zonas alejadas de su ámbito, como en el caso de Grachurris que identificaba con Ágreda. Su infatigable labor epigráfica incrementó en gran manera el número de inscripciones que se conocían de la Península Ibérica a finales del siglo xvi, que aportaban numerosos datos nuevos a los estudiosos de la Antigüedad Clásica, tanto para la Historia Romana como para la Filología.

Si buscados eran sus papeles por los anticuarios españoles, con mayor insistencia eran solicitados por los humanistas europeos. Nunca un epigrafista hispano alcanzó semejante fama en Europa: la calidad de sus trabajos, basados en las autopsias de los epígrafes, lo convirtió en el referente más fiable para las inscripciones de la Bética que, a través, principalmente, de Antonio Agustín o de agentes de las cortes europeas que viajaban por España, fueron conocidos por la mayoría de los historiadores y filólogos europeos, como A. V. Pighius, I. Lipsius, Abraham Bibranus o J. Gruter, y utilizados en sus obras.

Heredero de los papeles de Juan Fernández Franco, su hijo Diego murió a los pocos años de haber fallecido su padre. Sus apuntes originales, al menos los hoy perdidos Cuadernos de Inscripciones Grande y Chico, fueron a parar a manos del erudito Pedro Díaz de Ribas, gracias al cual se conoce su contenido por la copia que realizó de los mismos, que, trasladada por el padre Cattaneo en el siglo xvii a Italia, se conserva en la Biblioteca Estense de Módena. Otros manuscritos, autógrafos suyos, llegaron por vías distintas a otras bibliotecas europeas, entre ellas la Británica, la pública de Turín o la Brera de Milán. En España se conservan autógrafos suyos en la Biblioteca Nacional, en la Real Academia de la Historia y en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla.

Paradójicamente, mientras que sus obras nunca fueron editadas —sólo algunas de ellas parcialmente y parte de su correspondencia mucho después—, siendo así que de sus lecturas no todas fueron recogidas por E. Hübner en el Corpus Inscriptionum Latinarum y sus manuscritos aún producen sorpresas, las copias de sus papeles se prodigaron hasta el mismo siglo xx, consiguiendo con ello una degradación paulatina de los textos originales, indigna de su nombre como denunciara ya López de Cárdenas (pág. 2) en el siglo xviii: “Lo peor es que no se han logrado todas sus obras [...] quedándonos unos manuscritos de los quales unos son copias, y algunas mal sacadas de otros, otros el borrador [...] y otros truncados, y mezclados con otras piezas indignas de Franco por la mano de un Anónimo”.

 

Obras de ~: Antigüedades de Martos, dedicada a su gobernador Dávalos de Segura (1555); Breve Exposición y compendio de Numismas, dedicado a Diego Fernández de Córdoba, marqués de Comares (1564); Suma de las inscripciones y memorias romanas de la Bética (s. a.); Monumento de antigüedades y de inscripciones romanas lapídeas, dedicado a Pedro Fernández de Córdoba, IV marqués de Priego (1565); Demarcación de la Bética Antigua y Tratado de las antigüedades de Estepa (1571) (ed. en parte en F. López de Cárdenas, Franco Ilustrado, Córdoba, s. a.); Sumario y compendio breve de la fundación romana de la villa de Ágreda, dirigido al licenciado Ioan de Fuentemayor del Consejo de su Magestad (1574); Memorial sobre antigüedades del término de Córdoba y marquesado de Priego (1596); Itinerario e Discurso de la vía publica que los romanos dejaron edificada en España para pasar por toda ella desde los montes Pirineos por la Celtiberia hasta la Bética y llegar al mar Océano (1596); Nombres antiguos de las poblaciones de el Andalucía que en tiempo de los Romanos tuvieron (carta a Pablo de Céspedes, 1601); Discurso sobre la situación de Ercavica (s. f.), dedicada a Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego.

 

Bibl.: D. J. Dormer, Progresos de la Historia en el Reyno de Aragón y elogios de Gerónimo Zurita su primer cronista, Zaragoza, Dormer Herederos Impresores, 1680, págs. 238 y ss.; F. J. López de Cárdenas, Franco Ilustrado. Notas a las obras manuscriptas de el insigne antiquario Juan Fernández Franco: en las que se corrigen, explican y añaden muchos lugares para instrucción de los aficionados a buenas letras por Don Fernando Joseph Lopez de Cardenas, cura de la villa de Montoro. Parte I Demarcación de la Betica antigua. Parte II Antorcha de la Antigüedad, en la que se trata de las señales y rastros para el conocimiento de ella y en particular de las Antigüedades de Écija y Estepa, Córdoba, en casa de Juan Rodríguez de la Torre, s. f. (siglo xviii); L. M.ª Ramírez y de las Casas-Deza, “El anticuario Juan Fernández Franco”, en Semanario Pintoresco Español (1855), pág. 305 (reed., Boletín de la Real Academia de Córdoba, 26, 1955, págs. 121-128); E. Hübner, Corpus Inscriptionum Latinarum II: Inscriptiones Hispaniae Latinae, Berolini, 1869, pág. XIII, n. 27; R. Ramírez de Arellano, Ensayo de un catálogo biográfico de escritores de la provincia y diócesis de Córdoba con descripción de sus obras, I, Madrid, 1921, págs. 203 y ss.; M. Criado Hoyo, Apuntes para la Historia de la Ciudad de Montoro, Ceuta, Imprenta África, 1932, págs. 257-264; F. J. Sánchez Cantón, “Cartas epigráficas del Licenciado Fernández Franco (1569-1571)”, en Anuario del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos (1935), págs. 273-291; E. Asensio, “Dos cartas desconocidas del inca Garcilaso”, en Nueva Revista de Filología Hispánica VII (1953), págs. 583-593; R. García Serrano y J. L. Valverde López, “Documentos para el estudio de la Arqueología española. I Cartas de Diego y Juan Fernández Franco”, en Boletín del Instituto de Estudios Giennenses (BIEG), 65 (1970), págs. 41-56; R. García Serrano, “Documentos para la historia de la Arqueología española. II: Textos referentes a Martos (Jaén)”, en BIEG, 77 (1973), págs. 23-50; A. M.ª Jiménez Garnica, “La falsa identificación de Ágreda con Gracurris. El origen de una confusión”, en Celtiberia, 63 (1982), págs. 17-26; J. Beltrán Fortes, “Una inscripción falsa de la Hypnerotomachia Poliphili atribuida erróneamente a Teba (Málaga)”, en Faventia, 9/2 (1987), págs. 119-133; H. Gimeno Pascual, Historia de la investigación epigráfica en España en los siglos xvi y xvii a la luz del recuperado manuscrito del Conde de Guimerá, Zaragoza, 1997. Sobre el pseudo Fernández Franco: E. Hübner, “Inschriften von Carmona, Trigueros und Franco, zwei spanische Inschriftensammler”, en Rheinisches Museum für Philologie, 17, 1862, págs. 228-268; Corpus Inscriptionum Latinarum II, 1869, XXII, n. 73; J. Gil, “Epigrafía Antigua y Moderna”, en Habis, 12 (1981), págs. 153-176; F. Aguilar Piñal, Un escritor ilustrado: Cándido María Trigueros, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1987; G. Mora, “Trigueros y Hübner algunas notas sobre el concepto de falsificación”, en Archivo Español de Arqueología, 61 (1988), págs. 344-348; M. Almagro-Gorbea, Epigrafía prerromana: Catálogo del Gabinete de Antigüedades (col. M. Molina Matos), Madrid, Real Academia de la Historia, 2003, págs. 416-420.

 

Helena Gimeno Pascual

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