Ŷahwar b. Muḥammad b. Ŷahwar: Abū-l-Ḥazm Ŷahwar b. Muḥammad b. Ŷahwar b. ‘Ubayd Allāh b. Aḥmad b. Muḥammad b. al-Gamr b. Yaḥyà b. ‘Abd al-Gāfir b. Yūsuf b. Bujṭ b. Abī ‘Abda. Córdoba, 364 H./974 C. – 6 de muḥarram de 435 H./15.VIII.1043 C. Primer gobernante de la taifa de Córdoba.
Luego que una asamblea (ŷamā‘a) de notables depusiera al califa omeya Hišām III al-Mu‘tadd y aboliera el califato cordobés en ḏu-l-ḥiŷŷa de 422/noviembre de 1031. Abū-l-Ḥazm se convirtió en el primer gobernante —que no rey— de la taifa de Córdoba.
A partir de esa fecha, Abū-l-Ḥazm Ŷahwar no abandonó su función de visir ni tampoco su residencia para trasladarse al palacio califal, evitando así suspicacias indeseables por parte de sus paraiguales, y consiguiendo la aceptación de los cordobeses, imprimiendo a su autoridad la apariencia de una república de notables; pues aunque fuera el más importante de los visires, y de hecho el dueño del poder, al principio prefirió formalmente establecer un triunvirato junto con otros dos visires miembros de su familia: Muḥammad b. ‘Abbās y ‘Abd al-‘Azīz b. Ḥasan, a los que no tardó de hecho en reducir a simples consejeros.
Abū-l-Ḥazm Ŷahwar no era más que el último eslabón de una cadena familiar de grandes dignatarios, y el primero en alcanzar el pleno gobierno en la ciudad de Córdoba. Se sabe, en efecto, que su antepasado Bujṭ b. Abī ‘Abda fue cliente del quinto califa omeya de Damasco ‘Abd al-Malik (65/685-86/705), y que Yūsuf b. Bujṭ entró en Al-Andalus poco antes de la venida de ‘Abd al-Raḥmān I; ‘Abd al-Gāfir fue uno de los chambelanes (ḥāŷib) de Hišām I, y canciller o guardián del sello (ṣāḥib al-jātām) de este emir, así como de su sucesor al-Ḥakam I, del que sería también ḥāŷib un hermano de ‘Abd al-Gāfir, llamado ‘Abd al-‘Azīz.
La familia de los Banū Ŷahwar siguió desempeñando los cargos más importantes del estado omeya, pues sus miembros fueron chambelanes, visires y secretarios —el propio padre de Abū-l-Ḥazm fue secretario particular de Almanzor— hasta que estalló la guerra civil que daría al traste con el califato, consiguiendo los Banū Ŷahwar mantenerse al margen de la misma y sin tomar partido públicamente por ninguno de los que aspiraban a ser califas.
Ibn Ḥayyān, el más grande historiador de Al-Andalus, contemporáneo de los hechos acaecidos en Córdoba y a veces testigo ocular, cuenta según Ibn ‘Iḏārī: “Convinieron los principales de entre las gentes de Córdoba en delegar su poder en Abū-l-Ḥazm Ŷahwar y consideraron sus cualidades —respecto a lo cual no discreparon— entonces pusieron el gobierno en sus manos, por ser el más capacitado para ello; confiaron el mando de la comunidad al más fiel de ella. Creó para ellos, desde el comienzo de su mandato, un género de gobierno al que los sometió y en el que tuvieron por excelente la política. Y así descendió la protección sobre las gentes de Córdoba en su tiempo. Logró todo lo que levantaba al país, después de dar con largueza a sus soldados, y hacía eso por mano de personas de confianza de entre sus criados, dominándolos con su poder, y si había algo de favor, lo dejaba en manos de ellos, inteligentemente, como testimonio en su pro, y no se les interponía en nada. Cuando se le pedía algo decía: “No me compete dar o prohibir, ello compete a la comunidad; yo soy su hombre de confianza”. Y si le inquietaba un asunto o resolvía administrar convocaba a los visires y les pedía consejo, y si le dirigían un escrito no lo examinaba, a menos de que estuviera dirigido a nombre de los visires. La suerte le dio el poder por su bondad, mas no dejó, a pesar de eso, de interesarse por sus medios de existencia, hasta el punto de que su riqueza se duplicó y no llegó a encontrar a otro más rico que él. Consiguió todo eso mediante la constante avaricia y la pura abstinencia; si no fuera por estas dos faltas, no se encontraría defecto que achacarle y sería perfecto, si el hombre pudiera ser perfecto”.
Está claro que Abū-l-Ḥazm Ŷahwar inauguró, al iniciar su tardía taifa, un sistema de gobierno de apariencia republicana, cuando en realidad su poder era ilimitado, porque la asamblea de visires nunca se opuso a sus opiniones ni rehusó contradecir o no sancionar sus órdenes. Los visires no fueron más que figuras decorativas de un gobierno democrático sólo de aspecto. Abū-l-Ḥazm tuvo la habilidad de derivar las responsabilidades de gobierno sobre los visires, ya que aparentemente él no tomaba ninguna decisión sin la conformidad unánime de los visires, y éstos, al ser las decisiones colegiadas, fueran erróneas o no, hacían causa común con el ejecutor de los acuerdos del consejo: el propio Abū-l-Ḥazm. Ello conjuraba cualquier disidencia entre esos notables, dando así estabilidad a su gobierno, sin suscitar la envidia de sus iguales al seguir con sus costumbres anteriores, mezclándose con la gente, visitando a los enfermos y asistiendo a los entierros, sin darse jamás aires de príncipe. Esta conducta no sólo le dio popularidad, sino que también reforzaría su autoridad.
Su gobierno paternalista duró doce años y fue sumamente beneficioso para Córdoba. Primero se ocupó del control de su ciudad, para ello expulsó a la mayoría del elemento militar beréber (salvo algunos Banū Īfrān), aborrecido por los cordobeses, reemplazándolo por una milicia urbana, a la que distribuyó armas, reclutada entre los artesanos y gentes de los mercados. Según al-Dabbī, dispuso que sus soldadas fueran la base de su capital, que puesto en sus manos se convertiría en una fuente de beneficios, cuyas rentas cobrarían. Resultaba así que sólo cobraban una renta, mientras que el capital mismo quedaba intacto y se incrementaba, con lo que el nivel económico de Córdoba mejoró. Los saqueos de los palacios acabaron, encargando a la guardia palatina y a las tropas mercenarias su custodia y cuidado, como se hacía en tiempos del califato, sin que Abū-l-Ḥazm se trasladara a vivir en ellos, permaneciendo en su casa como un ciudadano más y desde donde dirigía los asuntos del Estado. Prohibió el consumo de bebidas alcohólicas, mandando derramar su contenido y romper los recipientes que las contenían. Desterró a los delatores que vivían de los pleitos que suscitaban, y nombró un pequeño número de testigos instrumentales con sueldo, al igual que los magistrados. Echó del territorio de la taifa a todos los curanderos y charlatanes que se hacían pasar por médicos, y ordenó a un consejo de expertos que examinara a quien pretendiera ejercer la medicina. Para garantizar la seguridad de los cordobeses, ciertos visires eran responsables de los distintos barrios de la ciudad, teniendo a su disposición una fuerza policial día y noche. Tanto los barrios como los mercados tenían puertas que se cerraban para evitar desórdenes nocturnos y robos, mientras las patrullas de ronda recorrían las calles. Abū-l-Ḥazm, con todo, gracias a su prudencia y prestigio, suavizó las penas más severas de la ley islámica (šarī‘a), considerando que daba mejores frutos una política de moderación, a fin de pacificar una ciudad en exceso levantisca.
A la vez que conseguía la estabilidad y la paz interior, se ocupó de que los dineros del Estado no se malgastaran. Empezó por asignarse una cantidad mensual por sus servicios, haciendo lo mismo con los visires, a los que fijó un estipendio que cobraban del tesoro público, sin tener derecho ni ellos ni él a cantidad suplementaria alguna. Asimismo, como marca de probidad, no quiso hacer de su casa el almacén del erario (jizānaṭ al-māl), como antaño habían hecho los califas de su palacio, cuyos dineros gastaban según su capricho. Abū-l-Ḥazm, por el contrario, consideraba el tesoro público patrimonio de la comunidad y, por tanto, ordenó que se custodiara en otra parte por hombres de confianza, a quienes se les entregaban los dineros del impuesto, obligándolos a llevar una minuciosa contabilidad. Todas estas medidas darían lugar a una ciudad pacificada y segura que, gracias a una política exterior amistosa con las taifas limítrofes llevada a cabo por este gobernante, traería nueva prosperidad para Córdoba, que empezó a recibir nuevos habitantes llegados de lugares inseguros o en guerra. Enseguida esta inmigración activaría la economía, pues los recién llegados compraron terrenos y reedificaron algunos de los barrios arruinados durante la guerra civil, con lo cual aumentó el valor de los bienes y de las casas. Activó el comercio y se llenaron los zocos de géneros y mercancías, bajaron los precios y hubo un bienestar general en la antigua capital califal.
Toda esta labor de saneamiento de la economía y de paz estuvo a punto de no servirle de mucho a Abū-l-Ḥazm Ŷahwar, ya que en 427/1035-1036 Muhammad b. ‘Abbād, rey de Sevilla, suscitó un falso califa Hišām II y pretendió que todos los demás régulos de taifas lo reconocieran, puesto que él había sido nombrado su ḥāŷib. Fue reconocido por el señor de Carmona, por Muŷāhid de Denia, ‘Abd al-‘Azīz de Valencia y por el señor de Tortosa. Abū-l-Ḥazm Yahwar se vio también obligado a reconocerlo por presión de los cordobeses y, en adelante, se hizo mención del pseudo-califa en las oraciones públicas. Abū-l-Ḥazm envió emisarios para que se cerciorasen de la auténtica identidad del reaparecido Califa, pero fueron llevados a una estancia oscura donde estaba el supuesto Hišām II, y allí se les dijo que estaba enfermo de los ojos y no podía aguantar la luz. Los emisarios se volvieron a Córdoba sin estar seguros de su identidad. Cuando el Rey sevillano intentó instalar a su Califa en Córdoba, Abū-l-Ḥazm y la mayoría de los cordobeses, poco o nada convencidos de que aquel individuo fuera el Califa, le negaron la entrada en la ciudad y, por supuesto, no se dijeron más preces en su nombre.
La extensión de la taifa gobernada por Abū-l-Ḥazm Ŷahwar no se extendía más allá del alfoz de la ciudad de Córdoba, si bien su capital seguía siendo la más prestigiosa y populosa de Al-Andalus, tras Sevilla. Después de la abolición del califato y la proclamación de Abū-l-Ḥazm como gobernante independiente de la ciudad, los demás régulos de taifas consideraron que ningún lazo político los unía ya con la capital ni con su nuevo dirigente, un viejo visir que no les superaba en nada a muchos de ellos; de ahí que algunos se creyeran más dignos que él para gobernar sobre la antigua sede califal. Abū-l-Ḥazm intentó, no obstante, unificar el país dividido en taifas en provecho suyo, por ser el gobernante de la antigua capital del califato. Envió entonces cartas a los distintos régulos invitándoles de hecho a que lo reconocieran como señor. Como era de esperar, ninguno de aquellos cabecillas se prestó a sustentar tal pretensión. Abū-l-Ḥazm, por tanto, hubo de implementar una política exterior que alejara el peligro de una absorción de Córdoba por algunas de las taifas limítrofes más poderosas, como las de Sevilla o Toledo, a la vez que reforzaba los medios de defensa, a fin de dar seguridad y prosperidad continuada a sus dominios.
Para acabar con las veleidades de conquista de la ciudad por otros régulos, distribuyó armas entre la población civil cordobesa, y ordenó tenerlas a mano en las tiendas de los zocos y en las casas particulares, por si un ejército intentaba un ataque de día o de noche contra la ciudad; pero considerando que la fuerza militar de Córdoba no era suficiente para mantener y ganar una guerra, luego de la casi total expulsión de los contingentes militares beréberes, Abū-l-Ḥazm optó por una política de paz y moderación, empleando preferentemente medios diplomáticos. Conseguía así una razonable armonía con los régulos beréberes de distintas taifas y entabló provechosas relaciones económicas con ellos. Abū-l-Ḥazm Ŷahwar hizo de mediador en las disputas guerreras de algunas taifas, tal fue el caso del visir Ahmād b. ‘Abbas, prisionero del rey zīrí de Granada, Bādīs b. Habbūs, pero no pudo salvar la vida del poeta, literato y visir de la taifa de Almería. Medió asimismo en las disputas de Rey de Sevilla y el Rey de Badajoz (pero sólo su sucesor conseguiría que ambos rivales aceptaran la paz), así como en otros casos, con desigual éxito. Abū-l-Ḥazm logró, sin embargo, gracias a esta política, mantener la ciudad de Córdoba apartada de las rivalidades existentes entre los distintos reyes de taifas que deseaban extenderse a costa de sus vecinos. Hizo de ella una ciudad de refugio para los régulos y príncipes destronados por los reyes más poderosos, especialmente el de Sevilla, al-Mu‘taḍid. Esta política de protección a los vencidos fue continuada por su hijo y sucesor Abū-l-Walīd Muhammad b. Ŷahwar. Entre los reyes destronados que se acogieron en la Córdoba Ŷahwarí se hallan los siguientes: ‘Abd al-Malik b. Sābūr, heredero del reino de Badajoz y señor de Lisboa por un tiempo, pero el antiguo visir de su padre, ‘Abd Allāh b. Muḥammad b. Maslama b. al-Afṭas lo desalojó del poder permitiéndole que se fuese a Córdoba, donde Abū-l-Ḥazm Ŷahwar le permitió aposentarse en la mansión que había pertenecido a su padre Sābūr, allí permaneció hasta el fin de sus días. También se refugiaron en Córdoba bajo la égida de los Banū Ŷahwar los príncipes destronados por los abadíes de Sevilla, entre ellos Muḥammad b. Yaḥyà b. Yaḥṣubī, desalojado de Niebla por el rey sevillano al-Mu‘taḍid, buscó refugio en Córdoba en 433/1051-1052; lo mismo ocurrió con su sucesor Fatḥ b. Jalaf b. Yaḥyà que, desalojado de sus posesiones de Niebla y Gibraleón por el sevillano, se refugió en Córdoba en 445/1053-1054. Igual suerte corrieron los bakríes de Huelva y Saltés, tanto su señor, ‘Abd al-‘Azīz al-Bakrī —como su hijo, el famoso geógrafo Abū ‘Ubayd al Bakrī— al ser depuesto por al-Mu‘taḍid se vino a vivir a Córdoba en 443/1051-1052, etc.
Ibn Ḥayyān, historiador y secretario de los Banū Ŷahwar, resume la situación de Córdoba de la siguiente manera: “Era Abū-l-Ḥazm, pese a su excelencia y a lo elevado de su rango, uno de los hombres más dados a la modestia y a la sobriedad… No varió su proceder desde la juventud a la madurez y permaneció en el gobierno de Córdoba, pues tuvo éxito en su esfuerzo […] Alejó a los tiranos reyes de la sedición, hasta el punto de que preservaron su capital y la consideraron cosa inviolable […] Abū-l-Ḥazm murió la noche del viernes, 6 de muḥarram de 435 [15 de agosto de 1043]”.
Abū-l-Ḥazm Ŷahwar, consecuente con la forma de entender el poder, no nombró sucesor alguno; sin embargo los cordobeses entregaron el mando a su hijo Abū-l-Walīd Muḥammad b. Ŷahwar, que supo mantener en sus dominios, así como en política exterior, las directrices de su padre.
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Felipe Maíllo Salgado