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Fernando de Leyba Vizcaigaña

Biografía

Leyba Vizcaigaña, Fernando de. Ceuta, 24.VII.1734 – San Luis, Misuri (Estados Unidos de América), 28.VI.1780. Militar, gobernador de la Alta Luisiana.

Nació en el seno de una familia de larga y noble tradición castrense de Antequera (Málaga) por parte de padre y de la hija del notario de la ciudad de Ceuta por parte de madre. Quinto hijo de siete hermanos, Leyba encontró un futuro en las filas del Ejército, que desde la llegada de los Borbones a España había sido objeto de un amplio paquete de reformas en un intento de profesionalizar la carrera acorde a las necesidades de la Monarquía católica. El ceutí entró en el oficio de su padre, Gerónimo de Leyba y Córdova, como cadete en el regimiento de infantería de España a los diecisiete años, permaneciendo allí hasta ascender a subteniente de compañía (1756), luego subteniente de bandera (1763) y cinco años después a capitán. El hecho de que tardara tantos años en entrar en el Ejército, cuando hubiera sido posible que lo hiciera con doce años, y que la fecha de ingreso coincidiera con la muerte de su padre lleva a especular si eligió esta carrera forzado por las circunstancias familiares.

A lo largo de su prolongada trayectoria de casi treinta años, el militar serviría en la guarnición de Orán, Nueva Orleans, Arkansas, San Luis y Cuba.

Se encontraba en el regimiento Aragón defendiendo La Habana de un ataque inglés, en el marco de la guerra de los Seis Años, cuando cayó prisionero de estos durante la defensa del Castillo del Morro en 1762. El conflicto donde la España de Carlos III se había posicionado con Francia se resolvió con graves pérdidas para el Imperio. El rey cedió La Florida a Gran Bretaña a cambio de recuperar La Habana y Manila, perdidas en cuestión de meses. La Francia de Luis XV, por su parte, compensó a su maltrecho aliado con el caramelo envenenado de Luisiana, territorio que los galos no estaban en condiciones de conservar tras años de estéril lucha contra la población indígena y de tensiones fronterizas con españoles y británicos.

Ya reanudado el oficio militar tras su breve prisión, Fernando de Leyba fue destinado al mando de la tercera compañía de fusileros del regimiento fijo de Luisiana, con base en Nueva Orleans, en calidad de capitán. Llegó a este territorio hostil al dominio español en 1769 con la expedición del irlandés Alejandro O'Reilly, al cual el rey ordenó retomar el control de la provincia después de que los colonos franceses se levantaran contra el gobernador Antonio de Ulloa, más científico que administrador, al que lograron expulsar el año anterior. Al capitán ceutí se le asignó el puesto de Nuestra Señora de Arkansas, a ochocientos kilómetros de Nueva Orleans, donde se encontró un fuerte en lamentables condiciones con su estacada y cuartel pendiendo de un hilo, las tropas sin pagar y con falta crónica de harina en sus almacenes.

Además de solventar estas urgencias, el ceutí debió enfrentarse a los mismos inconvenientes que los franceses, que habían cimentado su relación con los indios Quapaw (Arkansas oriental-Alta Luisiana) a base de obsequios diarios a cambio de paz y tranquilidad. El enésimo de los conflictos surgió cuando el jefe Quapaw Cazenonpoint rechazó una medalla española por ser más pequeña que en las que en su día recibió de los franceses.

Leyba tuvo que hacerse con una de mayor tamaño y con nuevos regalos para convencer al jefe indio de que no degollara a la guarnición española. Para evitar este tipo de desaires en el futuro, Bernardo de Gálvez solicitaría a Madrid que se acuñasen nuevas medallas de plata más grandes (cincuenta y cuatro milímetros de diámetro en lugar de los treinta y seis del modelo antiguo). No obstante, las nuevas medallas al mérito de tamaño grande, de las que se conservan muy pocos ejemplares, una de ellas en el Museo Lázaro Galdiano, generaron un nuevo problema por su bella factura. Se hicieron tan demandadas por los jefes indios que el gobernador de la Luisiana tuvo que limitar su reparto a una por jefe y por tribu.

Que un oficial militar prestara tanta atención a las alianzas con las tribus locales tenía una razón de ser más allá de la buena vecindad. Leyba había recibido instrucciones claras de Luis de Unzaga y Amézaga, sustituto de Alejandro O'Reilly como gobernador de la Luisiana, reclamando mejorar las relaciones con los Osages y otros pueblos amerindios próximos al río Mississippi. Este general malagueño, que fue el artífice del primer sistema educativo público bilingüe del mundo en Nueva Orleans, se ganó el apodo del Conciliateur por mantener la paz social con los criollos franceses de la Luisiana y permitir la libertad de comercio en una iniciativa que disparó la economía de Nueva Orleans y San Luis. Cuando empezaron a escucharse gritos de revolución en Boston, Unzaga y el capitán general de Cuba, Antonio María de Bucareli y Ursúa, fueron los primeros en intuir la magnitud del levantamiento que se estaba cocinando en territorio británico. Ordenaron reforzar las defensas de la provincia y buscar el modo de atraer al mayor número de nativos aliados al resguardo de la extensa y casi deshabitada Luisiana.

Fernando de Leyba no solo se situó como punta de lanza de sus planes en la frontera norte, sino como el oído más afilado de Unzaga y de Bucareli, quienes desde 1770 se dedicaron a crear una amplia red de espías, reclutados entre pescadores, comerciantes y clérigos, para conocer lo que ocurría en las Trece Colonias. Sin saber hasta dónde llegaban los planes de sus superiores, el capitán ceutí entregó armas a varias tribus y ayudó secretamente a los rebeldes americanos, que en 1775 apuntaron con sus mosquetes hacia Londres. Lo que había empezado unos años antes como una protesta contra el régimen fiscal se transformó, a base de represión y falta de tacto por parte de las autoridades reales, en una lucha desigual entre milicias norteamericanas mal equipadas y sin adiestrar contra el poderoso ejército de Jorge III, que, eso sí, contaba con el enorme lastre de dirigir las operaciones desde el otro lado del Atlántico, a cinco mil kilómetros de distancia. Una guerra que se prolongaría durante ocho años de combates en los que España hizo algo más que suministrar clandestinamente mantas, munición, telas para uniformes y quinina (un demandado remedio contra las fiebres altas) a los revolucionarios.

Problemas de salud alejaron a Leyba de la frontera y de la acción durante tres años, que vivió en Nueva Orleans. Con la Guerra de Independencia ya en curso, el capitán pasó a ejercer el puesto de vicegobernador de la Alta Luisiana desde el 14 de julio de 1778 hasta su muerte. Guardián y administrador de un territorio hostil que se extendía desde la desembocadura del río Ohio hasta el Canadá y desde las orillas del río Mississippi hasta las Montañas Rocosas, y donde se requería una mezcla idónea de mano dura y mano izquierda para mantener la paz con los territorios fronterizos sin perder el respeto de las tribus. En medio del fuego cruzado, más al norte aún que en Arkansas, la Corona arrojó premeditadamente a un militar con experiencia y mordiente.

La pequeña villa de San Luis de Ilinueses, su base, había sido fundada al calor del lucrativo negocio del comercio de pieles en 1764 y su población, de apenas 700 vecinos, estaba formada en su mayoría por criollos franceses. En general, el porcentaje de población española era muy bajo en toda la provincia y nunca superó el 15% del total, lo cual complicaba todavía más el margen de maniobra. No eran los aliados más fiables para ir a la guerra en un lugar tan remoto y tan enclavado en un punto estratégico, y menos cuando hace pocos años toda la Luisiana había mostrado sus propias ansias revolucionarias, pero era lo único con lo que España podía contar para protegerse ante lo que estaba por venir.

Cuando Francia y España, aunque a diferentes ritmos, entraron en la Guerra de Independencia americana para resarcirse de los golpes anteriores y debilitar a los británicos, Leyba quedó más expuesto que nadie, en medio de las líneas enemigas con sus hombres y con su mujer y sus dos hijas de corta edad, que le acompañaron a su peligroso destino en un viaje de noventa y tres días remontando el río hasta San Luis. Atrincherado, sin refuerzos, en su particular paso de las Termópilas, las órdenes desde Nueva Orleans le reclamaron mantener izada la bandera de San Andrés, aspas rojas sobre fondo blanco, a toda costa.

El sustituto de Unzaga, su cuñado Don Bernardo de Gálvez y Madrid, gobernador interino de la Luisiana en Nueva Orleans, ordenó al capitán Fernando de Leyba que le mantuviera informado de «cuantas noticias ocurran en la parte inglesa concerniente a la guerra de esta potencia con los colonos» y, además, le encargó la correspondencia secreta con un destacado jefe rebelde, George Rogers Clark, al que debía ayudar en todo lo posible y facilitar pólvora y armas a crédito. El que fuera oficial estadounidense de mayor rango en la frontera del noroeste comenzó su cruzada contra los británicos al frente de la milicia de Kentucky (entonces parte de Virginia) y se ganó la fama en las célebres capturas de los fuertes Kaskaskia (1778) y Vincennes (1779), que debilitaron de una manera decisiva la influencia británica en el Territorio del Noroeste. La munición española transportada por el río tuvo mucho que ver con el éxito de Clark, que llegaría a ser el caudillo militar más fuerte en el lado este del Mississippi y a tener bajo su responsabilidad los actuales estados de Illinois, Indiana y Kentucky.

Clark visitó San Luis de Illinois poco después de su victoria en Kaskaskia y fue recibido con salvas de artillería por la guarnición española. El capitán ceutí organizó cenas y festejos para treinta cubiertos, con baile y celebración, tras lo cual alojó en su residencia a los milicianos con «cuanta decencia me es posible». El norteamericano no ahorró elogios por el trato recibido en esta visita de gala: “Como nunca había estado antes en compañía de españoles quedé gratamente sorprendido en mis expectativas; porque en lugar de encontrar esa desconfianza tan peculiar en esta nación, no vi aquí el menor síntoma; gozar de tanta libertad, casi excesiva, daba el mayor placer…”. En Leyba encontró a un hombre inteligente, afable y preocupado por la causa estadounidense, incluso más allá de las instrucciones recibidas. Ante el lamentable estado del equipamiento y ropa del ejército norteamericano, el español permitió que Clark estableciera en San Luis un Continental Store (un Almacén continental) con telas y artículos mandados desde Nueva Orleans, que Leyba garantizó con su propio crédito. «Pero qué había yo de hacer... viendo que ni aun el jefe principal por cuantos papeles americanos traía, hallaba una camisa con que cubrir su desnudez, si no es presentarme a su socorro», se justificaría. “Este caballero se interesa mucho a favor de los Estados, mucho más de lo que habría esperado”, anotó Clark, quien recomendó al español que reforzara sus defensas ante un posible ataque desde Detroit. Ambos eran conscientes, sin embargo, de que mientras España siguiera oficialmente fuera de la contienda, la llegada a cuentagotas de fondos y efectivos iba a hacer imposible una oposición efectiva a los ingleses. Leyba llegó a desesperarse por lo precario de sus medios y la falta de apoyo de los pobladores de San Luis, que no veían la amenaza tan cercana como para invertir en un fuerte. Lo paradójico del asunto es que si España entraba abiertamente en guerra, San Luis y otros fuertes recibirían refuerzos, sí, pero también llegarían los ingleses detrás o, en el peor de los casos, delante de ellos.

La postura española no tardó mucho más en definirse. El último escollo para alcanzar un compromiso formal con el Congreso americano lo sorteó Carlos III en la primavera de 1779, cuando suscribió la Convención de Aranjuez, que ratificaba la alianza con Francia y comprometía al Imperio a apoyar con firmeza a los rebeldes. El fracaso de la mediación ofrecida por España, los beneficios que Francia aseguraba en caso de que entraran los españoles en el conflicto y finalmente una intensa campaña de prensa desde periódicos como El Mercurio en favor de la beligerancia fueron factores claves para decantar la balanza. España declaró la guerra a Inglaterra el 16 de junio.

 

A la entrada de España en el conflicto, Bernardo de Gálvez realizó varias incursiones militares por la orilla izquierda del gran río y destruyó las fortificaciones británicas. En su marcha triunfal logró conectar con las fuerzas rebeldes y cerrar pactos con los indios de la zona, aunque a finales de año quedó atascado frente a Mobile y Pensacola. Su movimiento hizo trizas los planes de Lord Germain, secretario de Estado para América de la Corona británica, que llevaba un tiempo ultimando una doble ofensiva para hacerse con el valle del Mississippi desde el sur, con la conquista de Nueva Orleans desde Pensacola, y desde el norte valiéndose sobre todo de combatientes nativos. Ambos frentes debían encontrarse posteriormente en Natchez, a unos trescientos kilómetros aguas arriba de Nueva Orleans, cerrando así una tenaza sobre los españoles.

Con La Florida amenazada por el torrente malagueño, a los británicos no les quedó más remedio que fiar todo su contraataque al norte, lo que pasaba necesariamente por tomar San Luis y todas las plazas españolas de la Alta Luisiana. La guerra cayó así a principios de 1780 sobre la guarnición del pequeño pueblo, capitaneada por Fernando de Leyba, que sufrió la furia de trescientos soldados ingleses y novecientos guerreros indios procedentes de los fuertes de Michilimackinac y Detroit, en la región de los Grandes Lagos. Los comerciantes de pieles británicos y canadienses contrataron los servicios de estos guerreros, en su mayoría Sioux, Chippewa, Menominee, Winnebago Sauk y Fox, bajo la promesa de que tendrían una buena dosis de saqueo. La conquista del pueblo resultaba una prioridad por su situación fluvial como avituallamiento de las tropas de Washington y su importancia como puesto de avanzada de la Corona española.

Los británicos suponían que San Luis era una posición de interior que ofrecería poca resistencia, porque nadie imaginaba que un capitán español fuera a mostrarse tan testarudo. El 9 de marzo, Leyba prometió a Gálvez que haría que los británicos no olvidaran el nombre de la villa: «...aunque lugar abierto y con poca guarnición ni indios ni ingleses han de tomar posesión del puesto sin que les cueste caro el asunto...».

Leyba no tenía tiempo de cerrar alianza alguna con las tribus vecinas y no podía contar con refuerzos desde Nueva Orleans, a más de dos mil kilómetros de distancia. Para mayor dificultad, su amigo Clark, que incluso mantuvo una relación amorosa con una pariente suya, se encontraba en ese momento involucrado en una escaramuza al otro lado del Mississippi y todos los planes para formar una fuerza conjunta con el comandante estadounidense de la vecina Cahokia nunca llegaron a concretarse. Solo contaba bajo su mando con veintinueve soldados y doscientos ochenta y un civiles armados. Buena parte de esta milicia de voluntarios se nutría de los habitantes de Santa Genoveva, un pueblo agrícola de población similar a San Luis ubicado a cien kilómetros al sur de este, y de los dispersos cazadores que poblaban los bosques de Illinois.

Desde la declaración de guerra, el ceutí había comprendido lo urgente de su situación y lo importante que era la posición para proteger la retaguardia de La Florida y, a su vez, el cruce de caminos de las tropas de George Washington. Los británicos al final tardarían seis semanas en reunir sus fuerzas y marchar a San Luis, aunque eso no lo sabía el vicegobernador cuando le llegaron las noticias de un ataque inminente. Empezó a contrarreloj la construcción por su cuenta y riesgo del Fuerte de San Carlos (en honor a Carlos III) valiéndose de la mano de obra de los soldados y de los criollos franceses, así como de fondos aportados de su propio bolsillo. Quería construir cuatro torres de piedra en una colina al oeste de la ciudad y obtener así la ventaja que proporciona la altura, pero en treinta y nueve días de construcción solo tuvo tiempo de terminar una torre y parte de una segunda antes de que llegaran los británicos deseosos de recuperar el control del Mississippi.

El capitán español hizo traer cinco cañones de bronce de un viejo fuerte en la desembocadura del Misuri. En la torre cilíndrica de unos diez metros de altura colocó los cañones (se supone que tenía algunos más que los cinco traídos) y situó al grueso de sus fuerzas detrás de dos líneas de trincheras levantadas en los extremos de la fortaleza inacabada, que se extendía a lo largo de las fronteras sur y norte de la ciudad, mientras que las mujeres y los niños se hicieron encerrar en la casa del comandante bajo la defensa del teniente Francisco Cartabona y veinte hombres. No así una mujer guerrera llamada Madame Rigauche que, enfundada en la casaca de su marido miliciano y con sus armas, se colocó en la primera línea de batalla.

Las tropas británicas encabezadas por Emanuel Hesse, un antiguo oficial del ejército británico oriundo de Pensilvania, bajaron río abajo y aparecieron precedidas de sus guerreros indios en San Luis el 26 de mayo de 1780. «¡A las armas, a las armas!», gritó un paisano dando la voz de alerta al mediodía de ese día. La primera acometida se produjo en la parte norte del asentamiento, que parecía indefensa, pero pronto descubrieron los británicos que la posición se encontraba bien fortificada. Desde la torre donde se elevó el propio Leyba, los cañones dieron una atronadora bienvenida a los atacantes y tanto la tropa como los paisanos mostraron el «más bizarro espíritu, pidiendo con insistencia que se les permitiese hacer una salida» contra «aquella gruesa partida de hombres inhumanos», como así informó la Gazeta de Madrid el 16 de febrero del año siguiente. Los ciento cincuenta mosquetes colocados en las trincheras repelieron unos ataques que, de haber tenido éxito, podrían haber cambiado el curso de la historia estadounidense. En dos horas se fraguó la derrota británica.

Por momentos, la mayor preocupación del español fue contener el contragolpe de los defensores, animados por la escabechina y también enaltecidos ante las mutilaciones que estaban sufriendo sus compañeros cuando caían prisioneros a manos de los guerreros indios, que solían valerse de esta estrategia como ardil para sacar a sus oponentes a terreno abierto. La masa de indios atacaba en líneas desordenadas y, a la orden de su caudillo, se dispersaba para reagruparse, como una bandada de pájaros en migración, y lanzarse otra vez contra los flancos enemigos. Sin embargo, los asaltos solían carecer de profundidad y de obstinación, porque los indios eran reticentes a culminar un ataque si no veían clara la victoria. Preferían mejor tender trampas y forzar señuelos. Las mutilaciones eran una parte fundamental de su estrategia de terror. Fernando de Leyba reflejó en uno de los informes a Gálvez la forma salvaje de luchar de los nativos: “¡Ay mi gobernador! Tu corazón paterno habría derramado lágrimas si hubiera sido capaz de ver con tus propios ojos un espectáculo tan emocional. Fue una aflicción y consternación general, para ver estos cadáveres pobres cortados en trozos, sus entrañas (extraídas), sus extremidades, la cabeza, los brazos y las piernas dispersos por todo el campo, fue un horrible espectáculo, mi general al detallar esto a usted, me encuentro muy triste, con gran dolor”.

Los oficiales británicos no esperaban encontrar ninguna oposición más allá de cuatro labriegos mal armados y, cuando no habían hecho más que arrancar, vieron su expedición deshilacharse. Toda la campaña en el valle del Mississippi se disolvió en desorden, y las tropas indias se dirigieron a casa por su cuenta. Una de las consecuencias a largo plazo de este y otros reveses similares fue la pérdida de prestigio de los británicos entre las tribus, cada vez más reacias a cooperar en las operaciones contra los rebeldes y los rocosos españoles.

Antes de retirarse, los británicos y sus aliados arrasaron con frustración las granjas de alrededor en busca de alguna rentabilidad que justificara la ofensiva. El balance final dejó veintiún muertos y decenas de heridos y cautivos en San Luis, especialmente a costa de los aldeanos atrapados fuera del área fortificada. Las epidemias, que siempre van a la zaga de los sitios en la historia, también causaron un reguero indeterminado de fallecidos cuando los disparos habían cesado. Pocas semanas después de que los británicos abandonaran la región, Fernando de Leyba informó el 20 de junio a Gálvez de que padecía probablemente de malaria («la maladie»), y que dejaba a Cartabona a cargo de San Luis ante el previsible empeoramiento de la enfermedad. En una suerte de Cid Campeador moderno, Fernando de Leyba estuvo enfermo desde el principio de los combates y, aunque debió ser trasladado de un lado a otro en una silla de manos, no abandonó la atalaya. El ceutí murió el 28 de junio siendo enterrado el mismo día, frente al altar de la iglesia parroquial de la ciudad por un monje capuchino llamado Bernad: “En el año 1780, el 28 de junio, yo F. Bernad monje capuchino y misionero apostólico, cura de San Luis, condado de Ilinueses, provincia de Luisiana, obispado de Cuba, he enterrado en esta iglesia, inmediatamente opuesto a la balaustrada de la derecha, el cuerpo de don Fernando de Leyba, capitán de infantería del batallón de la Luisiana, y comandante de este puesto, habiendo recibido todos los sacramentos de nuestra Madre, la Santa Iglesia”.

La esposa de Leyba fallecería “de melancolía” en esas mismas fechas y fue también enterrada en esta parroquia. Con más deudas y reconocimientos que dinero contante y sonante, las hijas del matrimonio terminaron acogidas en un convento malagueño, donde fueron sostenidas con limosnas y caridad.

Sin saber aún que había fallecido, el rey concedió en premio de «la vigorosa defensa» que hicieron el capitán Fernando de Leyba, de cuarenta y cinco años, y el teniente Francisco Cartabona al primero el grado de teniente coronel, y al segundo el de capitán. No era para menos, la victoria española sobre una fuerza tan superior fue clave para mantener el suministro de armas, municiones y otros bienes a los rebeldes a través del gran río y para frustrar toda la ofensiva. Primero Gálvez en el sur y luego Leyba en el norte, los españoles habían desbaratado sin grandes esfuerzos los planes que los británicos habían trazado durante años para desalojar a los españoles del Mississippi.

 

Bibl.: C. Cervera Moreno, Fernando de Leyba, El ceutí que cambió la Guerra de Independencia americana, Madrid, Ministerio de Defensa / The Hispanic Council, 2021

 

Ángel Torre-Marín Díaz

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