Fernández Cid, Antonio. Villaobispo (Zamora), s. xx – Abadía Cisterciense de Viaceli (Cantabria), 1993. Jesuita (SI), monje del Císter (OCist.), constructor.
Nacido en un hogar eminentemente cristiano, mostró pronto deseos de abrazar el estado eclesiástico, por lo que su padre le llevó a Astorga, donde cursó estudios con tal aprovechamiento que ganó beca para poder ingresar en la Universidad de Comillas, en aquellos tiempos —comienzos del siglo XX— emporio de la cultura eclesiástica española, en la cual adquirió una formación que le permitió triunfar en todos los puestos que le fueron confiando. Al poco de ordenarse, su primer destino apostólico fue durante algún tiempo atender la parroquia de Pozuelo de Tábara, al que le siguió la dirección de una preceptoría en Puebla de Sanabria, pero el roce constante con los jesuitas en Comillas le movió a dejar el apostolado en el mundo y consagrarse a Dios en la vida religiosa.
Unos veinticinco años pasó entre los hijos de San Ignacio de Loyola, entregado a la enseñanza y ocupando puestos de responsabilidad. Cuando en 1931 fueron arrojados de España por las inicuas leyes de la República, se trasladó a Portugal al frente de los alumnos que frecuentaban su magisterio. De esos discípulos que se formaron a su sombra salieron excelentes personalidades en el campo de las ciencias o de la política. Al regresar a España a raíz del levantamiento de 1936, le destinaron a Valladolid. Entre las grandes obras realizadas por su intervención se pueden mencionar las famosas Escuelas de Cristo Rey, que le dieron gran celebridad, por la facilidad que hallaban para lograr una instrucción elevada muchos niños y muchachos de familias campesinas.
Pero la vida de excesivo activismo impuesta a los miembros de la Compañía, se le hacía cada día más pesada, por lo que deseaba sin cesar hacer un cambio, ir a otra orden donde pudiera desarrollar sus aspiraciones contemplativas, hacia las cuales se sentía arrastrado con fuerza. Solicitó de la Santa Sede el tránsito a la Orden del Císter, concretamente a la abadía de Viaceli, donde ya había ingresado otro miembro de la misma Compañía, que luego llegó a ser abad. Hizo de nuevo el noviciado, según normas de los cánones, y al profesar en la nueva Orden, como la fama del padre Cid —según se le llamaba en la intimidad— no podía permanecer bajo el celemín, sobre todo a partir de las Escuelas de Cristo Rey que inmortalizaron su nombre, bien pronto le expusieron la necesidad de que pusiera la mano en el propio monasterio de Viaceli que, a consecuencia de haber pasado la guerra por él, había sufrido notables desperfectos y no tenían los monjes medios de poderlo restaurar. El nuevo monje ex jesuita no pudo negarse ante la necesidad que le ponían delante, y logró restaurar todo el monasterio, recabando ayudas pecuniarias de sus antiguos discípulos de los colegios jesuitas, que a esas alturas se hallaban al frente de los principales organismos del nuevo Estado y siempre se le mostraron agradecidos.
Cuando se hallaba comprometido en esta tarea, o al final de ella, personajes de la alta política andaban buscando una persona adecuada para la restauración del grandioso monasterio de Sobrado, completamente en ruinas, a excepción del templo y poco más. Alguien sugirió que únicamente podía llevarse a cabo la restauración si la ponían en manos de fray Antonio Fernández Cid. Así lo hicieron, él aceptó y puso manos a la obra. Las ruinas eran tan gigantescas y extensas que se necesita una fuerza de voluntad superior a toda ponderación. Nada extraña que, a la vista de ellas, las personas que presenciaban aquellos intentos de restauración quedaran sobrecogidas y se mostraran escépticas de que aquello pudiera llevarlo a cabo aquel hombre tan menudo físicamente.
Así lo pensaba una ilustre dama que pasó por allí al comienzo de las obras. En una de las visitas al padre Cid realizadas por el general Franco, acompañado de su esposa, Carmen Polo, como manifestara ésta la imposibilidad de restaurar aquellas ruinas, la atajó diciéndole: “¿Qué se apuesta S. E. que en menos de veinte años me comprometo yo a reedificarlo?”. Franco, que escuchaba la conversación, terció con esta salida: “Carmen, no apuestes nada al padre Cid, porque si gana te cobra, y si pierde, no te paga”. Todos celebraron con una sonora carcajada aquella salida ingeniosa que definía muy bien al pequeño monje. Ganó efectivamente la apuesta. En veinte años fue capaz de poner en pie aquella mole deshecha, con su sala capitular gótica, de la que sólo quedaban unos muros informes, sus tres patios enormes, y hasta una de las torres gemelas que había derribado un rayo hacía siglos.
Terminada la restauración en líneas generales, cuando ya el padre Cid pasaba de los ochenta, lo normal era que se retirara de las obras a su casa de Cóbreces a prepararse a bien morir, pero no: tuvo noticias de que la comunidad de Gradefes estaba pasando apuros en un edificio viejo, sin medios para restaurarlo y allí se personó y buscó medios para hacer contiguo al edificio antiguo un pabellón nuevo con todas las comodidades exigidas por la vida moderna, al cual se trasladó la comunidad bendiciendo a Dios por haberles enviado a aquel monje providencial. Al terminar esta tarea, como las comunidades religiosas se hallaban la mayoría necesitadas de que hicieran algo por ellas, el padre Cid optó por dirigir el nuevo monasterio del Salvador de Benavente (Zamora). Las religiosas contaban con fondos procedentes del monasterio viejo, que habían tenido que vender a causa de una invasión de termitas que lo llevó al borde de la ruina. El padre Cid se encargó de dirigir el nuevo monasterio según los planos aprobados por la comunidad.
Se acercaba a los noventa años cuando terminó de poner en pie el nuevo monasterio del Salvador, y ya lo estaban esperando en la ciudad misionera de la Bañeza para construir dos pabellones para albergar convenientemente a las mujeres asiladas en él. Todo lo llevó a cabo en pocos meses, y culminó la obra con un monumento coronado por una estatua en honor del Sagrado Corazón de Jesús. Asombra a cuantos conocen la labor gigantesca de este hombre que logró hacer tantas obras por todas partes —sólo se han señalado las principales—, casi siempre sirviéndose de fondos puestos por él, que no tenía un céntimo.
En repetidas ocasiones contaba el secreto que tenía a su disposición para poder salir siempre triunfante con aquellas obras: al lado de una confianza sin límites en la divina Providencia, añadía siempre la intercesión de san José que no le falló nunca, como había afirmado Santa Teresa de Jesús. El padre Cid lo confirmaba a cada paso. Hubo muchas ocasiones en que se veía agobiado por las deudas, sin contar con medios para hacer frente a las continuas letras que le llegaban de una parte y de otra. Recurría a la oración, a su protector san José y al punto le llegaba el remedio por los cauces más inverosímiles, con medios no sólo para pagar las deudas, sino que además le quedaba un remanente para continuar haciendo el bien.
Obras de ~: Memorias personales escritas de fray Antonio Fernández Cid, 1971 (escritas por sugerencia del padre D. Yáñez).
Bibl.: E. Carro Celada, Arquitecto de Sueños, Recuerdos del P. Antonio Fernández Cid, Zamora, Editorial Montecasino, 1977, pág. 477; D. Yáñez Neira, “Ha muerto el padre Fray Antonio Fernández Cid”, en El Correo de Zamora, 9 de marzo de 1983, pág. 17.
Damián Yáñez Neira, OCSO