Corrientes Mateos, Diego. Utrera (Sevilla), 20.VIII.1757 – Sevilla, 30.III.1781. Bandolero y salteador de caminos.
En la historia del bandolerismo español, Diego Corrientes ocupa un lugar destacado. De hecho, a pesar de que sus correrías apenas duraron unos cinco años y que fue ajusticiado con sólo veintitrés, la imaginación popular y la leyenda han llenado su vida de episodios novelescos que destacan su rebeldía y su generosidad, presentándolo como una injusta víctima empujada por diversas circunstancias a delinquir, pero que compartía con los más pobres el producto de sus robos, lo que le ganó el respeto del pueblo, que lo apreciaba y colaboraba en el encubrimiento de sus delitos. Aunque nada se ha podido comprobar de manera fehaciente, limitándose a la tradición oral, es cierto que no se le pudo probar el haber causado muerte alguna.
Diego Corrientes nació en Utrera (Sevilla), en el seno de una humilde familia de jornaleros agrícolas, siendo el cuarto hijo del matrimonio formado por Diego Corrientes e Isabel Mateos. De su infancia, nada más se sabe, ignorándose las causas que lo hicieron ponerse al margen de la ley. Fue alrededor de 1776 cuando comenzó su vida delictiva, convirtiéndose en salteador de caminos y contrabandista de caballos, a los cuales, después de robarlos, los hacía llegar, por la ruta de la Sierra Norte de Sevilla, al vecino reino de Portugal, donde contaba con cómplices para venderlos. Para ello reunió una partida compuesta de Bartolomé Gutiérrez, El Chato de Mairena, Luis el del Viso, El Gallego, El Negrillo de la Puente, Ramón Osorio, Francisco Machuca, Pedro Ventín, Ramón Ardila, Joaquín el de Las Cabezas, fray Antonio Cabezón —religioso huido de la Orden de San Juan de Dios—, el utrerano Joaquín de Flores, Juan García y Francisco Mateos Tenazas, estos dos últimos sobrinos del propio Corrientes.
Pronto trajeron en jaque a las autoridades de la época, especialmente a Francisco de Bruna y Ahumada, oidor de la Real Audiencia y conocido popularmente en Sevilla como El Señor del Gran Poder, con el que sostuvo una dura pugna que sólo acabó con la muerte del bandido que, según su encarnizado enemigo, “tenía dos varas de cuerpo, y era blanco, rubio, ojos pardos, grandes patillas de pelo, algo picado de viruelas y una señal de corte en el lado derecho de la nariz”. De ahí surgió el tan conocido episodio, rigurosamente cierto, que señala cómo Diego Corrientes se presentó en plena plaza de la villa de Mairena del Alcor (Sevilla) para arrancar, a la vista de todos, el edicto dictado por la Sala del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla el 22 de diciembre de 1780, que ponía precio a su cabeza. Esta insolencia fue causa, según la tradición, de intensificar aún más su captura por “salteamientos en caminos, asociado con otros, con uso de armas de fuego y blancas, insultos a las haciendas y los cortijos y otros graves excesos, por los que se ha constituido en clase de ladrón famoso”.
El mismo Bruna escribió que estaba “con un desvelo continuo en perseguir la cuadrilla de bandidos que tiene intimidada toda esta provincia, robando a los pasajeros y todas las heredades del campo, de que es Capitán Diego Corrientes, pregonado por esta Sala del Crimen”. Sin embargo, según la leyenda, la osadía de Diego Corrientes fue aún más lejos: habiendo coincidido en Las Alcantarillas —zona del término de Utrera donde se alza una torre que aún es conocida como “de Diego Corrientes”— con Bruna, y teniéndolo a su merced, lo humilló hasta el extremo de obligarlo a abrocharle los cordones de la bota.
La ayuda de personas influyentes con que contaba Diego Corrientes en Portugal —que regentaba en Barrancos una posada bajo el nombre falso de Antonio Ramírez— complicaron su persecución, hasta que fue detenido en Millán (Portugal), el 27 de enero de 1781, siendo recluido en la cárcel de dicha villa, de la que consiguió fugarse con la complicidad de las autoridades portuguesas. Estrechado el cerco por parte de Bruna, que había enviado al teniente José de Puértolas al frente de la partida de escopeteros de la Compañía de Sevilla en su busca, Diego Corrientes fue traicionado por uno de los suyos, que delató a las autoridades su paradero, siendo dos semanas después nuevamente detenido mientras dormía en un huerto de Cuvillán, en las inmediaciones de la portuguesa sierra de La Estrella. En el momento de su captura le acompañaba su sobrino Juan García y Francisca Monje —mujer casada con dos hijos, que había dejado su casa en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) para seguirlo en sus correrías, hallándosele una partida falsa de matrimonio con esta última—, quienes fueron también apresados.
Para sacar al bandolero de Portugal hubo de intervenir el conde de Floridablanca, que solicitó su extradición para llevarlo a la cárcel de Badajoz, lo que le fue concedido. Posteriormente, fue trasladado a la cárcel de los Oidores de Sevilla, donde entró el 25 de marzo y, por estar pregonado, se le sentenció a la pena de muerte en la horca. El Viernes Santo de 1781, tras ser asistido en sus últimas horas por los hermanos de la Santa Caridad, Diego Corrientes era ajusticiado públicamente en la plaza de San Francisco y, posteriormente, su cadáver descuartizado, para que sus despojos pudieran ser expuestos en diversos puntos, como escarmiento.
Días más tarde, sus restos recibían sepultura en la parroquia de San Roque, de Sevilla, y se decían misas en el convento de Nuestra Señora de Consolación, de Utrera, cumpliendo la última voluntad del bandido, a la vez que se entregaban a su madre quinientos reales, limosna recogida por la Santa Caridad. Con ello se cerraba un capítulo del bandolerismo andaluz que tuvo por protagonista a Diego Corrientes, que fue, en palabras de Gutiérrez de Alba, “El bandido generoso / el ladrón de Andalucía / el que a los ricos robaba / y a los pobres socorría”.
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Eduardo González de la Peña y de la Peña