Cerdán Gurrea, Carlos. Calatayud (Zaragoza), p. m. s. xvi – Veruela (Zaragoza), 4.IX.1586. Monje del Císter (OCist.), capellán de Carlos V, abad de Veruela.
Hijo de familia aristócrata, su padre fue Juan de Cerdán, señor de Castellar y gobernador de Aragón, y su madre Isabel de Gurrea, hija de Pedro, señor de Argavieso. Estudió la carrera sacerdotal, y como su padre gozaba de gran ascendiente en la Corte, bien pronto comenzó el hijo a figurar en puestos de relieve.
Acompañó a Carlos V como capellán en las campañas de Italia, Alemania y Flandes, recibiendo a cambio varias mercedes en el arzobispado de Palermo y obispado de Seo de Urgel, así como la encomienda del monasterio de la Oliva, que disfrutó por espacio de cuatro años. Sin embargo, le ilusionaba la abadía de Veruela, y no paró hasta conseguirla. Acababa de transcurrir el Concilio de Trento, en el cual se impuso a los abades profesar la regla que debían imponer a sus súbditos, y como Cerdán era secular se vio en la precisión de tomar el hábito monástico y hacer el noviciado canónico. Sólo así le fue dado el poder disfrutar de la abadía verolense, no por elección canónica, sino por la presentación que de ella hizo Felipe II al Papa, habiendo sido aceptado por Pío IV.
Acababa de fallecer el abad Lope Marco, y los monjes hubieran pasado a elegir sucesor, pero prevalecieron las intrigas de su padre, gobernador de Aragón, quien no paró hasta ver a su hijo al frente de la abadía.
Tan pronto se enteraron los monjes del nombramiento, una comisión de cuatro de ellos se destacó para darle la enhorabuena y acompañarle en el viaje hasta la abadía. Llegados a Veruela, presentó las bulas a la comunidad en las que constaba el nombramiento real como abad de la casa, y los monjes le prestaron obediencia. Poco después pasó a Zaragoza para recibir la bendición abacial de manos de Hernando de Aragón, antiguo monje y abad de Veruela. De regreso al monasterio se entregó a continuar la tarea de ampliación y embellecimiento de la casa iniciada por su antecesor.
Para hacer una valoración objetiva de las obras emprendidas, hay que tener presente el ambiente de la época, y la particularidad de una persona descendiente de la aristocracia que no debía haber profundizado mucho en los caminos de la contemplación trazados por una regla que acababa de abrazar. Así quedan explicadas muchas cosas poco conformes con el espíritu de sencillez y austeridad cistercienses.
Desde los primeros tiempos del monasterio, era corriente que el abad viviera un tanto alejado de los monjes, con residencia algo llamativa. Al llegar el abad Cerdán, tuvo un gesto honroso, mejorar la austeridad en que vivían los monjes. Según cierto autor de la época, “ordenó el trato de sus religiosos en el dalles lo necesario de comida y vestido con mucha pulicía y limpieza, que antes se trataban muy groseramente”. Es muy digno de alabanza tal proceder, pero no deja de descubrir un pequeño fallo, de no haber comprendido bien el espíritu benedictino-cisterciense en que ordena que los monjes se sirvan unos a otros. Una vez remediada esta necesidad de los monjes, “se dio a construir un palacio verdaderamente colosal, capaz para albergar cómodamente hasta cincuenta personas”, según frase de relación manuscrita. Puso los ojos en una zona a la derecha del atrio, y constaría de un patio abierto y dos plantas, en la primera o entresuelo se hallaban las habitaciones de invierno, y en la superior las de verano. No faltaba allí el salón o cumplido de Reyes, adornado con multitud de cuadros que fueron a parar al museo de Bellas Artes de Zaragoza. Fuera de esta obra en la que no faltaba detalle y dio prestancia al monasterio, llevó a cabo la construcción de la capilla de la Piedad con fondos llegados a la comunidad por medio del monje Bernardo Lapuente.
Asistió el padre Cerdán a las Cortes de Monzón en 1564, siendo comisionado por el Rey para realizar la vista regular a la comunidad de Escarpe: “Trabajó mucho con Felipe II porque se plantease la provincia cisterciense de Aragón y Navarra y que los abades fueran trienales, pero se opuso por entonces el abad de Poblet”. Tal modalidad introducida siglo y medio antes por la congregación de Castilla, considerada como desviación cismática, se impuso luego en toda la orden como algo exigido por el cambio de los tiempos.
Resumiendo, fue un excelente monje, aunque, al decir de Lafuente, “hubiera sido mejor sin el gran boato que desplegó por realzar la dignidad abacial”. Según Argáiz, exhibía un aspecto autoritario al estilo de los abades alemanes más poderosos de su tiempo. No hay que olvidar sus orígenes y el haberse criado en un ambiente palaciego. No obstante, su paso por la abadía no pudo ser más benéfico, y su comportamiento con los monjes estuvo lleno de caridad y cortesía, por más que no fuera del todo acertado su modo de proceder con ellos. No quería que se divirtieran en otra cosa que no fuera el recogimiento, clausura, silencio y asistencia al coro, es decir, una parte del binomio, “ora et labora”. Pero si a ello hubiera añadido el despertar en ellos el afán por el trabajo, como era impedir que tuvieran criados para atender sus propias necesidades ordinarias, aunque los tuvieran para las más absorbentes, hubiera resultado la obra perfecta.
Cuando notó que le flaqueaban las fuerzas, obtuvo de Felipe II que nombrara sucesor suyo a fray Pedro Sebastián, precisamente el mismo candidato que el Monarca había pensado poner al frente de la abadía, pero que su padre había obstaculizado consiguiéndosela para él. Prueba palmaria de que fue persona muy querida dentro y fuera del monasterio se manifestó en sus funerales, por la concurrencia abigarrada de personas de todas las clases sociales de toda la comarca que acudieron a darle el último adiós. Sobre su tumba colocaron una inscripción sencilla en caracteres latinos en que se consignaban los principales alusivos a su persona.
Bibl .: V. de la Fuente, España Sagrada, t. L [Madrid], [1866], págs. 225-226; J. López Landa, Estudio arquitectónico del Real Monasterio de Veruela, Lérida, imprenta Mariana, 1918, pág. 48; P. Blanco Trías, El Real Monasterio de Veruela, Palma de Mallorca, 1946, págs. 178-171; A. Masoliver, Origen y primeros años (1616-1634) de la Congregación Cisterciense de la Corona de Aragón, Poblet (Tarragona), Abadía, 1973, págs. 194 y 207; D. Yáñez Neira, Órdenes religiosas zaragozanas, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1987, págs. 271-274.
Damián Yáñez Neira, OCSO