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Gonzalo del Campo

Biografía

Campo, Gonzalo del. Madrid, 1572 – Lima (Perú), 20.XII.1626. Arzobispo de Lima.

El 12 de enero de 1622 moría Lobo Guerrero, y fue nombrado Gonzalo del Campo, a la sazón electo de Guadix. Natural de Madrid, hijo mayorazgo de Fernando López del Campo (de la Casa de Castrojeriz, Burgos), y de María Pérez de Santa Gadea, estudió ambos derechos en Salamanca. Habiendo heredado un mayorazgo de 7.000 ducados de renta, pasó a Roma, donde sirvió siete años como camarero de Clemente VIII.

Vuelto a España alcanzó diversos empleos eclesiásticos: fue canónigo en Sevilla, arcediano de Niebla, juez de la Iglesia, provisor del arzobispo don Pedro de Castro, vicario general y ordinario de la Inquisición, subdelegado de la Santa Cruzada. Fundó en Sevilla un colegio “para estudiantes pobres y virtuosos”, con título de Concepción, que puso bajo el gobierno de los jesuitas, cuyo edificio le costó unos 100.000 ducados.

El Rey lo propuso como arzobispo de Lima el 13 de julio de 1623, fue preconizado en Roma el 2 de octubre de 1624, y consagrado en la Descalzas Reales de Madrid por Luis Fernández de Córdoba, arzobispo de Sevilla. Partió de esta ciudad el 11 de marzo de 1624 a fin de embarcarse en Cádiz. El viaje fue fatigoso, “con trabajos y accidentes de mar y tierra”, y estuvo dos meses enfermo en Panamá, donde tuvo que componer las viejas disidencias entre el obispo y la Audiencia: “materias menudas y sin ninguna importancia”. Entró oficialmente en la Ciudad de los Reyes el 20 de abril de 1625, pues había ido visitando y confirmando, porque hacía muchos años que no se visitaba.

Hallando Campo casi acabada la construcción de la iglesia catedral, la consagró con gran solemnidad el 19 de octubre de 1625 y, además, ordenó construir una sillería de cien asientos, que le costó 48.000 pesos y dirigió el arquitecto Pedro Noguera.

Fue un gobierno breve; su obra destacada fue la visita pastoral. Salió el prelado el 27 de mayo de 1626; le acompañaban ocho padres de la Compañía de Jesús y el cura Hernando de Avendaño como secretario.

Empezó por Carabayllo, donde encontró un doctrinero inepto, y en la doctrina de Bombóm, abundancia de idolatrías. De camino hacia Huánuco halló una conspiración de frailes doctrineros, que habían recibido de sus respectivos prelados normas sobre el modo de proceder con el arzobispo: tan sólo serían visitados en su labor de curas, y con reservas. Llegó a Huánuco el 15 de julio; los jesuitas, que le habían precedido, lograron atraer a los indios panataguas y carapachos. Preparó otras entradas por el oriente de Huánuco y la provincia de Huamalies, donde mandó hacer un auto de fe, quemando ídolos y castigando a los dogmatistas. Llegó hasta la provincia de Conchucos, colindante con el obispado de Trujillo. Confirmó en la visita 25.000 indios, previamente catequizados.

En la visita detectó los problemas que pedían remedio urgente. En primer lugar, la idolatría, que fue la razón primera de su visita; la experiencia fue tremenda: había muchas idolatrías, y los indios estaban firmes en su gentilidad y ritos… Gonzalo del Campo apuntó soluciones; una, radical: que la Inquisición entienda con los indios; otra, más lógica, fueron las reducciones de indios, que lamentablemente aún no se habían hecho realidad. Sabe que hay mucha resistencia; los indios prefieren vivir en lugares donde tienen sus huacas y los adoratorios para permanecer en sus idolatrías. La Audiencia no avala la opinión del prelado; ni el fiscal; el prelado era muy riguroso.

En segundo lugar, el culto en las iglesias andaba muy mal, y los indios, tan ignorantes y rudos como al principio; los templos no lo parecen. La causa de esta situación tan precaria es que no tienen renta de fábrica. El noveno y medio, que de los diezmos se asigna para la fábrica, siempre se ha destinado a los gastos de la metropolitana. Lo mismo ocurre con los hospitales de los indios, todos están en la miseria; su noveno y medio se aplica al de la Ciudad de los Reyes.

Encontró también muy deficiente el culto catedralicio, y aun con ciertas irregularidades. Por lo pronto, el cabildo se llevaba los cuatro novenos beneficiales, sin tener “orden para ello”; de las seis capellanías fundadas, con cargo de asistir al coro y decir veinte misas mensuales cada capellán, sólo está provista una, con lo cual “S. M. está defraudado en cien misas al mes, y el coro sin servicio”. Denuncia el daño de las largas vacancias de las prebendas que, a veces, se alarga hasta cuatro y cinco años, pues entre éstas y las exenciones de coro, por ejemplo de los catedráticos de la Universidad, “el culto divino anda deslucido”. Y aporta soluciones: que una Real Cédula prohíba cualquier tipo de exenciones con toda claridad; y es que él venía de una catedral en la que el culto revestía inusitado esplendor, y lo echaba de menos.

Por último, en tercer lugar, el contencioso en torno a las doctrinas nació con los inicios de la evangelización y perdurará hasta los días de la independencia; los obispos lucharán sin descanso para abatir los grandes privilegios de las órdenes religiosas, y éstas ofrecerán toda la resistencia posible.

Gonzalo del Campo, naturalmente, toma partido: “Cuidadosísimo me tiene esta materia de las doctrinas de frailes”. Denuncia los abusos en la provisión, cambios, exámenes y visitas. Dice que los prelados de las órdenes proveen todo con trampa, fundados en la Bula de Pío V que ellos interpretan a su gusto. La Real Cédula declara que la Bula no les dio tal jurisdicción, tan sólo les hace capaces de tener doctrinas y curatos, aunque sean beneficios seculares, en los que habían de entrar por la vía del patronato.

El 24 de abril de 1624 ya el Rey había firmado una Real Cédula que pretendía poner orden en el problema.

En síntesis, manda que de momento, los religiosos continúen en sus doctrinas; que el nombramiento y remoción de doctrineros corresponde al virrey, como vicepatrono; que los obispos los visiten en lo tocante al ministerio de curas, pero “no más”, pues el examen de vita et moribus pertenece al prelado de la orden correspondiente; ahora bien, si estos prelados no tomaren las medidas oportunas, castigando o removiendo a los indignos, los obispos pueden hacer uso de las facultades que les da Trento.

No le parece correcta esta Real Cédula al arzobispo; es imposible y contradictoria; entiende que para poder denunciar los delitos de un doctrinero al superior correspondiente, debe preceder un sumario secreto para demostrar la culpabilidad del susodicho. De lo contrario “vendría a fluctuar la verdad y autoridad de mi dignidad que afirma un hecho, sin tener información para atestiguarlo”. Se siente impotente y desplazado; pretendía, naturalmente, gobernar bien su diócesis: examinar a los curas, dar la colación canónica, visitar pastoralmente, inquirir sobre modos catequéticos y administración de sacramentos, castigar y remover cuando fuese necesario... Pero nada de esto podía hacer. Él pretendía controlar la vida religiosa de las doctrinas que tenían los frailes dominicos, franciscanos y mercedarios. Y a tal efecto, pidió un informe detallado sobre la doctrina que se les da a los indios, cómo se la enseñan, cómo se administran los sacramentos..., qué vicios y pecados están pidiendo urgente remedio. Pero ninguno ha contestado. “Están duros en sus opiniones falsas, pensando que tienen que depender del Papa solamente y que ni V. M.

ni yo los podemos poner modo ni remedios”.

En cuanto al examen de doctrineros, es exigente y duro. Los frailes ya se examinaban. Lo dice el propio prelado: se va haciendo y con ello despertando el ejercicio de las letras. Pero Gonzalo del Campo pretendía mucho más. No sólo se trataba de examinar a los religiosos presentados para doctrinas y beneficios curados de indios, sino de examinar en la visita canónica a los que ya eran doctrineros, aunque ya estuviesen aprobados por su predecesor o por el cabildo sede vacante. El problema era muy serio, aunque no nuevo. El obispo de Cuzco, Fernando de Mendoza, lo había sugerido como remedio para cortar abusos e incapacidades de doctrineros frailes; pero el virrey le recomendó prudencia, pues no se puede proceder de igual manera con los clérigos que con los regulares; nunca se les ha obligado a volver a examinarse, en consideración a sus muchos méritos; sin olvidar sus grandes privilegios, que no han sido derogados. Y en consecuencia, opina el virrey, “no se debe insistir en la multiplicidad de estos exámenes”.

El arzobispo remite al Consejo un memorial riguroso, fundamentado, primero, en la costumbre de la iglesia que examina y aprueba para el beneficio que va a conferir, y nunca para beneficios futuros e inciertos que aún no han vacado; segundo, en decisiones de la Rota y declaraciones de la Congregación del Concilio, que exige la habilidad en el beneficiado al tiempo de la colación canónica; y, tercero, en reales cédulas, como la del Patronato de 1574. El problema llegó a la Audiencia que, reunida en pleno con oidores tan notables como Solórzano, sentenció: pueden los obispos examinar a los frailes aspirantes a doctrinas, y pueden volver a examinarlos si cambian de doctrina. En cuanto a examinarles en la visita canónica, se dividieron los votos: la mitad, que no, a no ser que hubiese causa justa; otra mitad, que sí, pero no a los puestos por el obispo visitador, sino a los nombrados por sus antecesores, a no ser por causa justa. Su Majestad escribió al virrey pidiendo informes sobre remedios posibles (27 de agosto de 1627). La respuesta del virrey se retrasó, y lo firmó el sucesor —conde de Chinchón— cuando ya había muerto el arzobispo. Opinaba el virrey que el tema era delicado y de solución difícil, porque las doctrinas que tienen los curas están “casi” en el mismo estado, y los corregidores, sometidos a la jurisdicción real, proveídos por los virreyes en su mayoría, “no ha habido traza de impedirles el exceso de granjerías”.

Pero aporta tres soluciones posibles: que los jesuitas se encarguen de las doctrinas; que los visitadores vengan nombrados de España, con autoridad de vicarios o comisarios generales; por último, someter a los doctrineros religiosos a la jurisdicción de los obispos, para que sean castigados de los excesos.

Volviendo al prelado, antes de embarcarse, pidió a S. M. que “en ausencia o vacante del virrey […] quedase y estuviese a su cargo el gobierno del virreinato”.

El Rey accedió; sabe que está ordenado, que en casos semejantes, sea la Audiencia la que mande, pero, dice, prefiere que ésta cumpla con su misión de justicia, sin olvidar el afecto profesado a la persona de Gonzalo del Campo. Para el Consejo no era novedad que un prelado sucediera a un virrey, pero siempre en dos circunstancias: la provisión caía sobre vacante y el secreto, pues la cédula se ocultaba hasta al interesado; condiciones que no se daban en este caso. El Consejo destaca los inconvenientes que pueden derivarse de la ausencia de estas dos circunstancias: primero, como está mandado que suceda la Audiencia en casos semejantes, si ésta supiera anticipadamente que se le priva de tan importante preeminencia, causaría emulación y encuentros; segundo, como las diferencias entre arzobispo y virrey se tratan en la Audiencia y allí se determinan, si los oidores saben que el arzobispo puede ser el sucesor, no tendrán valor suficiente para oponerse al prelado en asuntos de jurisdicción temporal y patronazgo. Sin embargo, el Rey no vio tantos inconvenientes y puso en nota marginal: hágase lo que tengo mandado.

Se firmó la Real Cédula de 13 de octubre de 1623, para que, en caso de vacante del virrey de Perú, ejerza su oficio el arzobispo de Lima en el ínterin que se manda otra cosa. La posibilidad se dio. Y es interesante la nueva postura adoptada por el Rey. Resulta que el Monarca dio licencia para venir a España al marqués de Guadalcázar, nombrando sucesor al conde de Chinchón; pero claro, si salía Guadalcázar antes de llegar Chinchón, el virreinato quedaba vacante y debía entrar en funciones el arzobispo. El Consejo considera más acertado que el prelado no asuma el gobierno, por inconvenientes “que ya se han comenzado a sentir”. Conviene que el conde salga en los próximos galeones, y que el marqués espere en Lima su llegada, para entregarle el gobierno allí mismo.

Sabe el Consejo que esto supone duplicar los salarios de virrey, pero lo estima “menos considerable” que poner el gobierno [...] en manos del arzobispo, aunque de su persona se tiene satisfacción, porque siendo tan extraordinarias las competencias que suele haber sobre la jurisdicción, por poco tiempo que esté el gobierno en manos de eclesiásticos, se pueden introducir costumbres difíciles de remediar. El Rey puso al margen: “Como parece, pero no es bien declarar la razón contra el prelado”. En realidad, nada tenía el Consejo contra Gonzalo del Campo.

Considerando S. M. todas estas circunstancias, por una Real Cédula de 8 de marzo de 1627, ordenó a Guadalcázar que esperara en Lima la llegada de Chinchón; se evitaban así los inconvenientes; y “no se desgastaba el arzobispo”, ni se anulaba su nombramiento.

Entre tanto, llega la noticia de la muerte de Gonzalo del Campo, solucionando todo el problema.

Había muerto, en efecto, el 20 de diciembre de 1626; y el 9 de enero de 1627, se firmaba una Real Cédula, ordenando al virrey dejar el mando en manos de la Audiencia hasta que llegara el conde de Chinchón.

Fue enterrado en la iglesia de Recuay, que era doctrina de los Padres Mercedarios, y el 16 de julio de 1627 se trasladó a la iglesia Metropolitana de Lima con gran solemnidad.

Mendiburu enjuicia muy desfavorablemente a Gonzalo del Campo, lo cual parece injusto, pues fue competente, activo y pastoral. Alentó con energía el cumplimiento de las leyes eclesiásticas y de las obligaciones pastorales. Quizá con rigor. Su celo no entendía de componendas. Era inflexible y creó problemas. A su muerte, el fiscal ponderaba su fortaleza, pero “aunque el celo sea bueno, conviene el modo, y que se ajuste al tiempo y lugar donde se ejercita”. Quizá tenga razón el fiscal; gobernó poco tiempo y no llegó a conocer bien el medio; y su formación jurídica, quizá le privó de flexibilidad pastoral. Pero tenía grandes virtudes: magnánimo, y generoso… Un dato significativo de su generosidad y amor a Sevilla fue la fundación del Colegio de la Pura y Limpia Concepción, de la Compañía de Jesús, cuyas Constituciones fueron redactadas por su fundador Gonzalo del Campo, arzobispo de Lima. Su finalidad era formar sacerdotes doctos y ejemplares para la instrucción del pueblo.

Además de las obras que se citan, “dispuso una Cartilla en castellano y en quechua e hizo circular por el interior 6.000 ejemplares de ella” (Mendiburu, 1934: 169).

 

Obras de ~: Epistola Pastoral que el Ilustrísimo y Reverendissimo Señor Don Gonçalo de Campo Arçobispo de los Reyes, del Consejo de Su Majestad, en el principio de su govierno (recien llegado de España), escribe a sus amados hijos, los Curas y clerigos de las Iglesias de este arçobispado, a cuyo cargo està la cura de las almas, dotrina y enseñança de los Indios… [in fine: ‘Guarmey, a 16 … de Março de 1625’]; Edicto de diezmos qve se à de leer en esta Ciudad, y arçobispado, y en todas sus Paroquias [sic] todos los años vna vez, y en especial el Primer domingo de Mayo: Nos, Dō Gonzalo de Campo... Suscripto en los Reyes, à 24 de Abril de 1626; El Licenciado Garcia Martinez Cabezas, Provisor y Vicario General de esta Ciudad, y Arçopispado [sic], por el Ilustrísimo Señor Don Gonzalo de Campo, por la gracia de Dios, y de la Santa Sede Apostolica de Roma... [“sobre la misma materia del anterior Edicto y estaba sin duda destinado a enviarse junto con él” (J. T. Medina, 1904, pág. 259)]. Manuscritos: Del gobierno del Reyno de Perú, así civil como eclesiástico, con 52 capítulos [citado por todos los bibliógrafos, sin decir dónde se encuentra, “hemos visto su manuscrito” (N. Antonio, I, 423)]; Compendio de lo que deben guardar los señores colegiales del Colegio de la Pura y Limpia Concepción de la Compañía de Jesús, sacado de las constituciones del mismo Colegio, hechas y ordenadas por su Ilustrisimo fundador, el Señor don Gonzalo del Campo, Arzobispo de Lima, 74 págs., en portada el escudo arzobispal (Biblioteca Nacional, Madrid, sign. Mss/11251).

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Indias, Audiencia de Lima, 302.

A. de León Pinelo, Epítome de la Biblioteca Oriental, y Occidental..., vol. II, Madrid, Francisco Martínez, 1738, cols. 779-780; N. Antonio, Bibliotheca Hispana Nova..., Tomus Primus, Matriti, Joachimum de Ibarra, 1783, pág. 423; A. de Alcedo, Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales ó América..., Madrid, vol. II, Imprenta de Manuel González, 1787, pág. 313; J. A. Álvarez de Baena, Hijos de Madrid ilustres..., vol. II, Madrid, Oficina de Benito Cano, 1790, págs. 359-361; M. Ovilo y Otero: “Ocampo, Gonzalo”, en Biografía Eclesiástica Completa..., vol. XV, Madrid, Imprenta de D. Alejandro Gómez Fuentenebro, 1863, págs. 751-742; M. Tovar, Apuntes para la historia eclesiástica del Perú hasta el gobierno del VII arzobispo, Lima, Tipografía de La Sociedad, 1873; J. T. Medina, La Imprenta en Lima (1594-1824), vol. I, Santiago de Chile, Impreso y grabado en casa del Autor, 1904, págs. 252, 256-257, 289, 378, 409- 410 [por “Campo” y por “Ocampo, D. Gonzalo”]; Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana…, vol. XVIII, 2.ª Parte, Madrid, Espasa Calpe, 1915, pág. 1708 [por “Docampo (Gonzalo)”]; M. de Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico de Perú…, 2.ª ed., con adiciones, vol. VIII, Lima, Librería e Imprenta Gil, S.A., 1934, págs. 168-173 [por “Ocampo o Campo, Don Gonzalo de”] y Apéndice, págs. 411-449: “Catedral de Lima” (la 443 con la ceremonia de inauguración]; A. de Palau y Dulcet, Manual del Librero hispanoamericano..., vol. III, Barcelona, Librería Anticuaria de A. Palau, 1950, pág. 84, n.º 41.324 [por “Campo, Gonzalo de”]; A. de Egaña, Historia de la Iglesia en la América Española... Hemisferio Sur, Madrid, La Editorial Católica, S.A., 1966 (Biblioteca de Autores Cristianos, n.º 256), “Gonzalo de Campo, cuarto Arzobispo de Lima”, págs. 286-289; VV. AA., Diccionario Enciclopédico del Perú, ilustrado, vol. II, Lima, Perú, Ed. Mejía Baca, 1966, “Ocampo, Gonzalo de”, págs. 438-439; P. Castañeda Delgado, “Don Gonzalo del Campo, arzobispo de Lima”, en Primeras Jornadas sobre Andalucía y América, vol. II, Huelva, Instituto de Estudios Onubenses, 1981, págs. 52-78; VV. AA., Diccionario Histórico y Biográfico del Perú..., 2.ª ed. revisada, Lima, Ed. Milla Batres, 1986, vol. II, “Campo, Gonzalo de”, en dos artículos, el primero, firmado por L. Guzmán Palomino, págs. 241-243, el segundo, por R. Vargas Ugarte, pág. 243.

 

Paulino Castañeda Delgado y Fernando Rodríguez de la Torre