Sulaymān al-Musta‘īn. ?, s. m. s. X – Córdoba, 1016. Califa omeya durante el período de la guerra civil (noviembre de 1009-julio de 1016). Bisnieto del califa ‘Abd al-Raḥmān III, y miembro del clan omeya. Quinto califa omeya de Córdoba.
La trayectoria política de Sulaymān se inscribe en el turbulento comienzo del siglo XI en la capital de al-Andalus. El dominio absoluto que consiguió la dinastía ‘āmirí, fundada por Almanzor, sobre los descendientes directos del omeya al-Ḥakam II, causó que los legitimistas tuvieran que buscar candidatos adecuados al Trono entre personajes del clan omeya de ramas secundarias, lo que hizo que la familia de Sulaymān fuera una opción obvia; cuando otra familia del clan omeya alcanzó el poder y entronizó a Muḥammad II b. ‘Abd al-Ŷabbār al-Mahdī, se produjo un enfrentamiento entre las dos ramas, una apoyada por la población cordobesa y otra por los beréberes traídos del norte de África por los ‘āmiríes, a los que el gobierno intentaba arrebatar algunos de los privilegios que detentaban en época ‘āmirí. Cuando el tío de Sulaymān, Hišām, campeón de los omeyas apoyados por los beréberes y que había adoptado el sobrenombre califal de al-Rašīd, fue apresado por los partidarios de al-Mahdī, él se unió en la misma zona del arrabal de Ṣaqunda a los principales jefes beréberes huidos de la matanza perpetrada contra los norteafricanos en Córdoba (junio de 1009). Al llegar a Despeñaperros fue proclamado califa por éstos.
Sulaymān era hijo de una esclava cristiana, Zabya, y accedió al Trono con cincuenta y dos años, tras un largo período de inactividad política forzada por la vigilancia ejercida por los ‘āmiríes sobre los posibles pretendientes omeyas. Gozaba de fama como hombre instruido tanto en literatura como en historia, compuso algunos poemas que han llegado hasta nosotros gracias a Ibn Bassām, y durante su mandato favoreció a muchos poetas y a los secretarios con conocimientos literarios, en lo que se puede advertir un avance de lo que sería el siglo XI en las Cortes de los reyes de taifas.
Su actividad militar comenzó con una campaña en la zona de la Marca Media, derrotando al general al mando de esta frontera, el eslavo Wāḍiḥ, enviado del Califa, en el Jarama, cerca de la actual Alcalá de Henares; éste había intentado apresar al propio Sulaymān. Tras la derrota huyó a Córdoba, adonde lo siguió el ejército beréber. El poder real del pretendiente omeya dentro del Ejército era muy relativo, pues su fuerza dependía del apoyo de los notables de origen norteafricano, que en caso de desacuerdo con él podían optar por utilizar a otro candidato.
Entretanto, las familias de los soldados beréberes que se encontraban aún en la capital andalusí sufrieron sevicias por parte de los partidarios de al-Mahdī, lo que enconó aún más la lucha. Ante la falta de un Ejército regular con el que defenderse, Muḥammad II llamó a filas a los hombres en edad de combatir del pueblo llano, con los que configuró una tropa de muy escaso valor militar. Se encontraron los dos ejércitos en las cercanías de Córdoba, y el ejército del califa al-Mahdī fue barrido en Qantīš; pocos días después, el 5 de noviembre de 1009, la ciudad fue asaltada, el alcázar ocupado y Sulaymān proclamado califa, con el sobrenombre califal de al-Musta‘īn bi-Allāh (El que implora la ayuda de Dios); un destacamento de cien castellanos permaneció en Córdoba junto a Sulaymān. Al-Mahdī había intentado en el último momento que los jefes beréberes reconocieran a Hišām II, al que él había destronado, para llegar a un acuerdo, pero éstos no aceptaron ya componendas, seguros de su triunfo.
Al-Mahdī no fue perseguido e incluso permaneció en Córdoba varios días; finalmente consiguió huir a la Marca Media, donde se mantenían la mayor parte de sus partidarios. Los pocos soldados de caballería del Ejército del depuesto califa fueron degradados en Córdoba, y los que se resistieron a este castigo fueron ejecutados. Posteriormente Sulaymān realizó varias gestiones para conseguir la sumisión de la ciudad de Toledo y la Marca Media, que fueron infructuosas, así como la campaña que realizó hasta las mismas puertas de Medinaceli entre febrero y abril de 1010. En estas fechas adoptó otra medida que resultó impopular: la designación de su hijo Muḥammad, un niño de corta edad, como sucesor al califato, hecho que fue interpretado como poco juicioso por los notables de Córdoba.
Debido a la enemistad existente entre los beréberes recién llegados a al-Andalus, sustentadores de Sulaymān, y la población andalusí —incluso aquella de origen beréber, llegada a la Península Ibérica en la época de la conquista—, consiguió un respaldo amplio para al-Mahdī en su intento de recuperar el Trono. Con el socorro de los condes de Urgel y de Barcelona, y posiblemente de elementos del reino de Castilla, dado que se comprometió la entrega de la plaza de Medinaceli para congraciárselos; se preparó un ejército lo bastante fuerte como para atacar al de Sulaymān en El Vacar, a diez kilómetros de Córdoba, en junio de 1010. Aunque los beréberes derrotaron a los cristianos e incluso mataron al conde de Urgel, Armengod, la desbandada del ejército regular de Sulaymān, que consideró que estaban siendo derrotados, les llevó a retirarse de Córdoba. Los beréberes evacuaron sus cuarteles de Madīnat al-Zahrā’, que fue saqueada por el gentío y huyeron perseguidos de cerca por al-Mahdī, que les alcanzó en el Guadiaro, aunque pudieron rechazarlo y obtener ventajas en su enfrentamiento, que resultó desastroso para el ejército de los condes catalanes; éstos se retiraron de al-Andalus a consecuencia de estas pérdidas. Tras esta victoria, Sulaymān volvió al campo de los beréberes, que seguían reconociéndolo como califa.
Al-Mahdī no pudo disfrutar de su victoria, ya que fue asesinado por los esclavones Wāḍiḥ y Jayrān, que aspiraban a consolidar sus reinos establecidos en el Levante (julio de 1010). El depuesto Hišām II, el califa legítimo, volvió al poder, aunque los beréberes no aceptaron esta restauración proclamada por Wāḍiḥ; el propio Sulaymān condenó el asesinato de su rival e hizo llegar sus condolencias al hijo de éste, ‘Ubayd Allāh, en Toledo.
Las tropas beréberes de Sulaymān volvieron a Madīnat al-Zahrā’, asediando Córdoba, desde noviembre de 1010, un año después de su huida. El asedio duró hasta mayo de 1013, y fue motivo de un gran sufrimiento para la población, que reclamó en varias ocasiones sin éxito la ayuda de las demás regiones de al-Andalus.
Tras la rendición de la ciudad, Hišām II fue asesinado, aunque según algunas versiones pudo huir, y comenzó el segundo califato de Sulaymān, que a la postre consagraría la disgregación territorial de al-Andalus. Las circunstancias en las que fue asesinado el Califa legítimo fueron bastante oscuras y no fueron conocidas por la población andalusí, por lo que las apariciones de impostores que reclamaban ser Hišām II fueron una constante en la política andalusí de los años siguientes, en especial el surgido a iniciativa del reino lajmí de Sevilla.
Las tendencias centrífugas se habían manifestado en varias ocasiones a lo largo de la historia de al-Andalus, muy notablemente en la época del emir ‘Abd Allāh, que había estado a punto de presenciar la ruina del país, dividido en multitud de pequeños estados; sin embargo su nieto y sucesor ‘Abd al-Raḥmān III había conseguido atajar la crisis y reunificar el país. Aun así, durante las luchas para acceder al califato, los cabecillas de cada partido habían establecido un núcleo de apoyo en algún territorio concreto, que sirvió posteriormente como punto de partida de algunos de los reinos independientes, como se ha podido observar en el caso de los esclavones del Levante. En este mismo sentido se puede apreciar el hecho de que los distintos jefes del ejército beréber recibieran impuestos recaudados en algunas regiones del país durante la guerra. Al terminar la misma y a partir del año 1014, los distintos jefes militares que habían apoyado a Sulaymān recibieron la investidura del propia Califa para gobernar y recibir las rentas de las distintas provincias: así, al-Munḏir al-Tuŷibī, recibió el gobierno de Zaragoza, que ya detentaba en realidad, los ziríes recibieron el dominio de Elvira-Granada, los Magrāwa el norte de Córdoba, los banū Birzāl y los banū Yafrān Jaén, los banū Dammar y los Azdaŷa, Sidonia y Morón. La forma en que lo recibieron puede hacer pensar en el régimen de iqṭa‘, por el que recibieron unas tierras a cambio de prestar un servicio militar al estado; en la realidad fue el comienzo del fin de la unidad, pues estas concesiones excesivas sirvieron de base en los años siguientes para la creación de las taifas independientes, en la mayoría de los casos en la misma circunscripción territorial, aunque en otras ocasiones los jefes militares cambiaron de lugar, como los birzālíes, que se trasladaron a Carmona. Muchos de los antiguos gobernadores de las provincias en nombre del califato reconocieron a Sulaymān sólo tras esta victoria, hecho que el propio Califa se encargó de reprocharles en algunos escritos que se han conservado (Huesca, Albarracín...), y otros, de incierto origen, aprovecharon la coyuntura para independizarse de Córdoba en los años siguientes. Aun así, varias regiones de gran importancia dentro del califato, como Sevilla, mantuvieron la fidelidad a Sulaymān, que buscaba consolidar su poder en el resto del país.
Las dificultades que encontraba para llevar a cabo un gobierno efectivo en esas circunstancias, unido al hecho de ser considerado “el califa de los beréberes” por la mayor parte de la población andalusí, condujeron a que apenas pudiera llevar a cabo medida de ningún tipo. Sin embargo, en las pocas ocasiones en que pudo efectuarlas tampoco se mostró acertado, como demuestra su concesión del gobierno de Ceuta a ‘Alī b. Ḥammūd, que estaba junto a él en la residencia palatina de Madīnat al-Zahrā’; éste reclamaba para sí la condición de descendiente del profeta Muḥammad a través de los idrisíes del Magreb, y con sus ambiciones causó la ruina final del gobierno de Sulaymān. Sus desaciertos fueron ponderados como decisivos por parte del historiador más destacado de este período, el nada sospechoso de desafección por los omeyas Ibn Ḥayyān.
La incapacidad de Sulaymān al-Musta‘īn para hacer frente a la situación de desorden condujo a algunos intentos de sustituirlo con otro omeya, como ‘Abd Allāh al-Mu‘aṭī, en la taifa de Denia, sostenido por Muŷāhid (enero de 1014). Éste intentaba reproducir en Denia la situación de los ‘āmiríes junto a los omeyas de Córdoba en época de Hišām, por lo que en ningún momento planteó dificultades a Sulaymān en la propia capital. Sin embargo, el golpe final lo recibió Sulaymān de un supuesto aliado. ‘Alī b. Ḥammūd había guardado en secreto sus planes para rebelarse contra el Califa, y había ordenado el asesinato del juez de Ceuta, Muḥammad b. ‘Īsà y del alfaquí Ibn Yarbū’ cuando consideró que conocían sus planes y deseaban comunicárselos a Sulaymān. Una vez en su poder la entrada hacia al-Andalus desde el norte de África, ‘Alī b. Ḥammūd hizo público un escrito que, supuestamente, le había dirigido el califa Hišām II, en que le urgía a liberarle de la usurpación de Sulaymān y, en caso de no encontrarlo con vida, lo nombraba su sucesor en el califato. Desembarcó en Málaga, donde mantuvo conversaciones con Zuhayr al-‘Āmirī y con el régulo beréber Hābūs, y se dirigió contra Córdoba, de donde salió el califa para combatirle. Sulaymān al-Musta’īn fue derrotado y cayó prisionero, junto con sus hombres de confianza. El 1 de julio de 1016 ‘Alī b. Ḥammūd entraba en Córdoba y asesinaba a Sulaymān, a su padre y a su hermano ‘Abd al-Raḥmān, cuyos cuerpos fueron expuestos de forma infamante como castigo, según los ḥammūdíes, por el asesinato de Hišām II. Estos acontecimientos condujeron la crisis del califato omeya a una situación sin salida. El nuevo Califa era el primer soberano no omeya de al-Andalus desde el año 756.
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José Ramírez del Río