Flores y Oddouz, Juan. Granada, 1724 – 9.VIII.1789. Presbítero, prebendado de la catedral de Granada, miembro del Santo Oficio, “anticuario” y famoso falsario.
Hijo de Juan de Fleur y Oddouz, teniente de una compañía francesa venida a España para combatir en favor de Felipe V, Flores fue acólito en la catedral, clérigo desde los diecisiete años, beneficiado (medio racionero) desde febrero de 1758 y ordenado de mayores pocos meses después. Perteneció al claustro y gremio de la Real Imperial Universidad de Granada y ostentó, además, los siguientes títulos: graduado en Filosofía y Cánones, beneficiado de la iglesia de San Marcos, de Jerez de la Frontera, académico honorario de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, ministro titular del Santo Oficio de la Inquisición, examinador sinodal del Arzobispado y Obispado de Granada, Guadix y Baza, abogado de Cámara del obispo de Guadix, comisionado por su Majestad Católica para el descubrimiento de antigüedades del reino y primer intérprete de caracteres antiguos e idiomas exóticos en la Real Junta de las excavaciones de Granada.
Desde sus primeros años había mostrado “especial gusto a las monedas, medallas y antigüedades”, hasta llegar a poseer en su casa “un exquisito museo de toda Antigüedad, monedas de todas clases y módulos, anillos, sellos, talismanes, camafeos, lápidas, ídolos y muy selectas inscripciones en varios metales y piedras”. Su mayor deseo llegó a ser realizar excavaciones en una zona de la Alcazaba Cadima (en el Albaicín de Granada), donde habían sido halladas en los siglos XVI y XVII importantes inscripciones y otras piezas de época romana. La ocasión de hacerlo se la ofreció, en 1752, una Real Orden de Fernando VI, que mandaba a todos los intendentes y corregidores dar noticia a la Casa de Geografía, establecida en Madrid, de los edificios de antigüedad, mármoles, estatuas de piedra o bronce, pavimentos, monedas, camafeos, herramientas, armas y demás que pareciera de antigüedad, remitiendo a dicha casa las que fuesen de fácil conducción, con razón individual de lugar y circunstancias de su hallazgo, y poniendo en seguro depósito las pesadas y de difícil transporte. Las autoridades locales recurrieron a Flores, reconocido perito en la materia. Al amplio informe con que respondió a tal requerimiento añadió éste su particular solicitud de licencia para emprender excavaciones en la Alcazaba granadina. Obtenido el placer regio, el 24 de enero de 1754 dio comienzo la primera campaña de una larga serie de intervenciones arqueológicas que se prolongarían durante diez años. Los comienzos fueron fructíferos para la historia urbana de Granada y para Flores: halló varias inscripciones romanas y amplios restos del que pudo ser el foro de la ciudad iberoromana de Iliberri, éxitos por los que Fernando VI le recompensó con las dos piezas eclesiásticas, antes mencionadas, en la catedral granadina y en la iglesia de San Marcos, de Jerez. Sin embargo, Flores no se contentó con sus hallazgos auténticos. Muy pronto reunió un equipo de colaboradores con los que fabricó muchos documentos falsos (inscripciones en piedra y en plomo, estatuas, diversos objetos), que hacía esconder en las excavaciones durante la noche para que los hallaran los obreros durante los trabajos del día siguiente, ante el asombro de los numerosos curiosos que los presenciaban. Aunque fabricó también documentos profanos para hacer más verosímiles los eclesiásticos, estos últimos fueron los más numerosos y más directamente pretendidos. Con ellos quería dar lustre y antigüedad a la Iglesia granadina, corroborar las invenciones, del mismo signo, de los siglos XVI-XVII (libros plúmbeos y láminas martiriales del Sacromonte) y hacer crecer su propio prestigio.
Flores envió a los más diversos lugares informes e ilustraciones de sus hazañas. La noticia se extendió por toda España, provocando encendidas controversias entre defensores y detractores de los hallazgos. Entre los defensores se distinguieron Cristóbal de Medina Conde, Manuel Quintano Bonifaz, arzobispo de Farsalia e inquisidor general, José A. Porcel y Salablanca, y Francisco A. Bocanegra, obispo de Guadix y Baza.
Entre los oponentes destacaron personalidades como el padre Enrique Flórez, fray Martín Sarmiento, Francisco Pérez Bayer o Tomás Andrés de Guseme, todos los cuales fueron capaces de detectar desde el primer momento la burda falsificación de los documentos de la Alcazaba granadina.
Cansado por las críticas, abrumado por los altos costes, desanimado por el fallecimiento de algunos de sus colaboradores y defensores y, acuciado, cada vez más, por su conciencia, Flores, desde 1664, fue haciéndose a la idea de abandonar definitivamente las excavaciones.
No obstante su sincero arrepentimiento, del que dejó constancia por escrito en 1669, sólo tres años después volvió de nuevo al fraude. En 1771, el duque de Arcos publicaba en Madrid el libro Representación contra el pretendido Voto de Santiago, alegato demoledor contra el legendario voto de Ramiro I, que tan pingües beneficios estaba todavía proporcionando a la Iglesia de Santiago de Compostela. La conmoción producida por el libro del duque fue notable, especialmente en el canónigo de Santiago que residía en Granada como administrador de las rentas del Voto.
Flores se apresuró a ofrecer sus servicios a los atribulados santiaguistas, asegurándoles que “tenía un gran caudal de antigüedades y testimonios para rechazar el memorial del Excmo. Sr. Duque de Arcos y que, si él emprendiese este asunto con orden del Cabildo, defendería sus derechos con otras pruebas superiores”. La verdad es que Flores no tenía ninguna clase de testimonios antiguos sobre el particular; pero pronto ideó una complicada operación de elaboración e introducción de documentos en los archivos convenientes, a la que siguió la redacción y publicación del “Defensorio”, no sin la ayuda de varios colaboradores necesarios y, especialmente, la del padre Juan Ramón de Echevarría, de los Clérigos Menores.
Esta nueva ficción, sin embargo, supuso la causa de su definitiva ruina. Delatado por uno de sus colaboradores, se inició un proceso el 12 de junio de 1774 que duró hasta finales de 1776. En él se incluían no solamente los dos fraudes mencionados, sino también un tercero: la falsificación de documentos con los que atribuir origen noble a sus antepasados. El proceso tuvo como consecuencia la prisión preventiva desde el primer día y la condena posterior de Flores y de sus dos cómplices, Cristóbal de Medina Conde, canónigo de Málaga en ese momento, y el citado padre Juan Ramón de Echevarría. Flores y Conde fueron obligados a costear la publicación de un amplio resumen de su proceso, la destrucción de todas sus piezas fingidas y el relleno de los espacios excavados. La pena de prisión impuesta a Flores quedó enseguida reducida a cuatro años de “perenne y precisa residencia” en su iglesia, prohibición de escribir, y suspensión a divinis.
En esas condiciones se incorporó Flores a su Cabildo, donde fue recibido desde el principio y hasta el final de su vida con las mayores muestras de rechazo y desafecto.
Afligido por frecuentes ataques de epilepsia, que los canónigos interpretaban como nuevas ficciones del reincidente falsario, hubo de pleitear con el Cabildo para lograr recibir los haberes que le eran debidos.
Gravemente enfermo y casi ciego, despreciado y empobrecido, Flores falleció el 9 de agosto de 1789, a la edad de sesenta y cinco años.
Sus ficciones arqueológicas no le golpearon solamente a él. Tuvieron fatales consecuencias en otros ámbitos. En primer lugar, fue un duro golpe para sus entusiastas partidarios y aun animadores, los canónigos del Sacromonte. La mayoría de éstos, especialmente Luis de Viana, pretendía apoyarse en los explícitos documentos “hallados” por Flores, para reivindicar la autenticidad de los “Libros plúmbeos” y de las fingidas reliquias de san Cecilio y otros muchos supuestos mártires de la persecución de Nerón. El decidido apoyo que le prestaron se volvió en su contra al desenmascararse el engaño. Además del desprestigio inherente, los del Sacromonte sufrieron la confiscación de todos los escritos favorables a la ficción de Flores y hasta la destrucción o modificación obligada de pinturas en las que se representaban escenas inspiradas en las invenciones ya condenadas en el siglo XVII. El tribunal que juzgó a Flores lo dejó muy claro en su sentencia, admitiendo “haberse movido [Flores] a las imposturas de los monumentos de la Alcazaba porque varias personas eruditas, en especial individuos del Sacro Monte, deseosos de que se hallasen confirmaciones de sus antigüedades, le animaban con sus palabras ambiguas, dándole privadamente a leer libros, disertaciones y manuscritos, sin quedar pasaje histórico eclesiástico y profano, versión latina ni castellana de los libros de plomo, sus copias y estampas que no leyera y de que no se enterase”. Razón por la que mandaban “se recojan del archivo secreto del Sacro Monte y demás oficinas y cuartos de dicha casa los defensorios impresos y manuscritos, versiones latinas o castellanas y las estampas de los citados libros o láminas plúmbeas, que proscribe el Sr. Inocencio XI, de feliz memoria, por fingidos, erróneos y mahometanos”.
Las consecuencias de las excavaciones de Flores no fueron menos graves para la arqueología granadina.
Fue tan grande el desengaño y la indignación causada por el fraude que nunca más se quiso oír hablar de investigaciones en una zona que, sin embargo, era y sigue siendo crucial para el conocimiento de la Granada romana. Aun en nuestros días, se sigue confundiendo lo auténtico y lo fingido en las actuaciones de Flores y la zona en cuestión permanece sin ser debidamente investigada.
Bibl.: Razón del juicio seguido en la ciudad de Granada [...] contra varios falsificadores de escrituras públicas, monumentos sagrados y profanos, caracteres, tradiciones, reliquias y libros de supuesta antigüedad, Madrid, 1781; M. Sotomayor, Cultura y picaresca en la Granada de la Ilustración. D. Juan de Flores y Oddouz, Granada, Universidad, 1988.
Manuel Sotomayor Muro