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Agustina (luego Carolina) Otero Iglesias

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Biografía

Otero Iglesias, Agustina (luego Carolina). La Bella Otero, La sirena de los suicidios. Valga (Pontevedra), 4.XI.1868 – Niza (Francia), 13.IV.1965. Bailarina y actriz.

En un ambiente miserable, nació en Valga (Pontevedra) el 4 de noviembre de 1868 (según carta personal al alcalde en 1955), siendo desconocido su padre, aunque pudiera ser hija del cura del lugar, Manuel Vicente Cousiño, o Padre Carrandán. A los once años fue violada por un zapatero de su pueblo conocido por el Conainas. Rechazada por su madre, abandonó la localidad y, tras pasar un tiempo en Portugal donde sufriría un aborto, llegó a Barcelona y, desde locales dudosos en que exhibía su capacidad intuitiva para el baile, consiguió engatusar a un hombre de fortuna. De su brazo marchó a Montecarlo y a Marsella. Allí se inició en la pasión del juego, que no la abandonaría nunca. Los archivos de policía de la segunda ciudad registran el suicidio de un joven francés que no asumió su rechazó amoroso. Con el tiempo, otros hombres tendrían el mismo final y la artista acabaría por merecer el apodo de la sirena de los suicidios.

En 1889, coincidiendo con la Exposición Universal, tanteó su suerte en París. Cantó y bailó en L’Eldorado y actuó en una memorable cena de fin de año en le Grand Véfour. Era el comienzo de su fulgurante carrera. Un grupo de empresarios americanos que buscaban en Europa la competencia de la estrella española del momento en Nueva York, Carmenciata, apostó por Carolina Otero. La contrataron para bailar en el Eden Museum, music hall neoyorkino, pero antes de dejar la capital gala, convenció a los parisienses con una actuación sonada en Le Cirque d’Été el 17 de mayo de 1890. En América le esperaba un éxito fuera de lo imaginable. Los periódicos gastaron todos los adjetivos para alabar a la joven y Carolina no dejó de ser ya la Bella Otero. Trabajó sin dejar de seducir oportunamente a los hombres más pudientes de Nueva York y en apenas un año volvió aureolada de fama a ese París que la encumbró definitivamente. Todos los teatros de la capital francesa querían entonces contratarla y el gran music hall Les Folies Bergère anunció durante diez años “tous les soirs” a la actriz más importante del género. Sus aventuras amorosas fueron sucesivas y distiguidas, pero Carolina no escatimó su presencia en los escenarios. “Je suis une Grande Actrice”, repetía incansable ante los periodistas. Ninguna otra colega alcanzó su cotización y se la vio actuar, desde Londres hasta Buenos Aires, en compañía de los más grandes actores del mimodrama o la pantomima: Paul Franck, Georges Wague... Se creó para ella y los espectáculos se sucedían: Une Fête à Séville, de Jean Richepin en l’Olympia; Rêve d’Opium, de Paul Franck en le Théâtre des Mathurins... Sus giras eran sinónimo de triunfo, pero no cesó de acudir en febrero a la joven Costa Azul, embriagada por sus fiestas de Carnaval y la cercanía de los casinos. Allí acudían los grandes del mundo, el Zar de Rusia, reyes y príncipes. Es lo que Leopoldo II, el rey de los belgas, calificó de “atasco de soberanos”, que soñaban compartir algo con la Bella. Lo conseguían previo pago. Enamoradísimo, el Káiser le escribió una pantomima, Le Mannequin, que sólo le prohibió exhibir en Francia. Política obliga... Carolina recibió de esos hombres joyas y dinero en cantidades impresionantes que la transformaron en la mujer más rica de Francia, pero las riquezas quedaron en los tapetes verdes de los casinos. Frígida, quizá a consecuencia de la temprana violación y de aquel antiguo aborto, tenía clara la naturaleza de su dicha. “Sólo conozco dos placeres en la vida: ganar en el juego y perder en el juego”, confesó públicamente. Tampoco se recataba en manifestar la pobre opinión que le merecían los hombres a los que manipulaba como muñecos para el logro de sus satisfacciones. En parte porque no compartía sus juegos sáficos, se enemistó con las famosas demi mondaine de la época, Liane de Pougy y Emilienne d’Alençon, pero resistió los embates de análoga naturaleza de la gran escritora Colette sin menguar la admiración que sentía por ella. A la Bella Otero no hubo varón ni hembra que se le resistiera, quizá porque en las relaciones personales no apostaba el sentimiento. Sólo se le conoció un gran amor: el presidente del Consejo de Ministros de Francia, Aristide Briant. Seducida por la inteligencia y la conversación del tribuno, se encontraron con frecuencia entre 1900 y 1932, fecha de su muerte. Para entonces, antes de abandonar los escenarios, Carolina había consumado el sueño artístico de su juventud: en 1912 interpretó a la Carmen de Bizet. No era buena cantante, pero en París, Rouen y Londres alabaron sus dotes para el personaje. Estimulada por los Servicios Secretos, en junio de 1914 puso a disposición de Francia sus grandes secretos sobre las monarquías de la Belle Epoque. Por entonces, salió de París para “hacer turismo”, según confió a un periodista. Pero no volvió, sabía que el paso del tiempo le había quitado la corona de una época irrepetible y frívola. Sus fechas de gloria coincidieron con el período 1890-1914.

Con la Gran Guerra, el mundo le mostró su peor cara y hasta vio deshacerse entre sus manos los préstamos rusos que Aristide Briant le aconsejó comprar. Eligió el retiro de la Costa Azul. En plena contienda, se alojó en el mítico Hôtel de Paris de Mónaco, donde paulatinamente comenzó su descenso a los infiernos del juego y de la edad. Compró casa en Niza, que pronto hipotecó y vendió para pagar deudas del juego, y ese fue también el destino de sus fabulosas joyas. En 1926 publicó unas memorias descabelladas cuyos beneficios malgastó, igual que el que obtuvo por su traducción cinematográfica. María Félix interpretó a la Bella Otero y Carolina Otero reconoció su esfuerzo con este comentario: “Eres casi tan hermosa como yo”. Ahorró, sin embargo, para pagarse unos funerales de primera clase y una tumba en el Cimetière de l’Est de Niza. Su testamento, nunca desvelado, se encuentra en el bufete de un notario de la capital de los Alpes Maritimes. Murió sola un Sábado Santo de 1965 en la habitación n.° 11 del modesto hotel Le Novelty, en la rue d’Angleterre de la capital mediterránea. Gracias a la intervención de sus biógrafos, el edificio, hoy copropiedad, lleva el nombre de Résidence Caroline Otero. En la fachada luce una lápida para recordar que ahí vivió sus últimos veinte años la que fue la “reina frívola de la Belle Epoque”.

 

Obras de ~: con Cl. Valmont, Les souvenirs et la vie intime de La Belle Otero, Paris, Le Calame, 1926.

Filmografía: (Guionista) con J. Sauvajon y M. G. Sigurt, en R. Pottier (dir.), La Bella Otero, 1954.

 

Fuentes y bibl.: Archivos de la Bibliothéque Nationale de France, Département des Arts du Spectacle; Archivos de la Bibliothèque Départementale des Alpes Maritimes; Archivo de la Bibliothèque Municipale de Nice; Archivo de la Préfecture de Police de Paris; Archivo de la Préfecture de Police de Nice; Archivo de la Police de la Principauté de Monaco; Archivo de la Société des Bains de Mer de Monaco; Archivo Privado de M° William Caruchet.

S. Gabrielle (seud. Colette), Mes apprentissages: Ce que Claudine n’a pas dit, Paris, Ferenczi, 1936; M.ª L. González Peña, “Bella Otero, La [Agustina Otero Iglesias (Carolina Otero)]”, en E. Casares Rodicio (dir. y coord.), Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana, vol. II, Madrid, Sociedad General de Autores y Editores, 1999, pág. 336; J. Figuero y M.-H. Carbonel, La Véritable biographie de la Belle Otero et de la Belle Epoque, Paris, Fayard, 2003; Arruíname pero no me abandones. La Bella Otero y la Belle Epoque, Madrid, Espasa Calpe, 2003; La Belle Otero sous l’Objectif de Reutlinger, Montecarlo (Monaco), Editions du Compas-Collection le Gant de Velours, 2005; R. Chao, La pasión de La Bella Otero, Barcelona, Seix Barral, 2005.

 

Marie Hélène Carbonel

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