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Pedro Antonio Cano

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Biografía

Cano, Pedro Antonio. El Gigante Cano. Guadalupe (Nuevo Reino de Granada, hoy Colombia) 1770 – Madrid, 17.VIII.1804. Gigante acromegálico.

Nació en el seno de una familia campesina indígena; fue el penúltimo de diez hermanos, ninguno de los cuales destacó por su estatura.

Su proyección pública arrancó el 19 de abril de 1792, cuando el Mercurio Peruano publicó una noticia que informa de su “hallazgo” y “envío” a la Península con el objeto de ser presentado al rey. El responsable de poner en práctica tan singular proyecto fue el virrey del Nuevo Reino de Granada (o Nueva Granada), José Manuel de Ezpeleta y Galeano (o Galdeano) (1739-1823).

Cano se embarcó en el puerto de Cartagena de Indias el 26 de abril de 1792. Partió acompañado de su hermano y tutor, Miguel Antonio, que tendría un relevante papel en futuros acontecimientos. El “envío” se completó con un “loro amarillo”, que se suponía agradará al rey, un retrato al temple del gigante y un informe redactado por Ezpeleta. Pese a su brevedad, el escrito del virrey es de gran interés, pues valora de forma mesurada las informaciones disponibles sobre presuntos gigantes antiguos en América. También se anota que Cano medía entonces siete pies, cinco pulgadas y tres líneas de Burgos, que equivalen a 2,072 metros, y que su desmesurado crecimiento se inició a los 15 años.

Cano fue recibido por Carlos IV en el Palacio de La Granja el 26 de agosto de 1792. Tan complacido debió de quedar el monarca con su contemplación, que en febrero de 1793 firmó una Real orden por la que se le concedía (en comunión con su hermano) una pensión vitalicia muy generosa: 12.000 reales de vellón anuales, pagaderos a razón de mil reales al mes. Según documentación conservada en el Archivo General de Palacio, en Madrid, el pago se realizó de forma puntual hasta la muerte de Cano.

Aunque no volvemos a tener noticias suyas hasta el momento de su muerte, las circunstancias que rodearon al fallecimiento y lo que seguidamente aconteció fueron ciertamente extraordinarias. Sabemos que Miguel Antonio y su esposa, vecina de Madrid, habían hecho sendas “declaraciones de pobre de solemnidad” ante un escribano real. Esta era una singular modalidad de testamento que, entre otras ventajas, garantizaba al testador un entierro “de limosna” y le ahorraba el pago de derechos eclesiásticos. Como es evidente que no eran pobres, se puede concluir que se trata una artimaña de Miguel Antonio, encaminada a rentabilizar al máximo la pensión recibida por su hermano, a quien convenció para que también otorgase esa declaración unos días antes de fallecer.

Habiendo hecho la citada declaración de pobreza, Pedro Antonio debería haber sido inhumado “de limosna” en la parroquia de San Martín, a la que pertenecía. De hecho, eso es lo que se indica en el libro de difuntos de aquel año, conservado en el Archivo Diocesano de Madrid. Sin embargo, lo que realmente aconteció fue que los religiosos de San Martín comunicaron de forma inmediata la muerte de Cano al Real Colegio de Cirugía de San Carlos, donde se trasladó el cadáver esa misma noche. Actuaron en cumplimiento de una Real Orden, promulgada el 31 de julio de 1802, que ordenaba el traslado del cuerpo de Pedro Cano (entonces ingresado en un hospital de Madrid) al citado Real Colegio en cuanto se produjera su fallecimiento. Por qué falsearon los religiosos el certificado de defunción, asegurando que habían enterrado al gigante en su parroquia, es algo que se desconoce.

El objetivo de Antonio Gimbernat, director del Colegio de Cirugía, era conservar todo lo que fuera posible del cadáver para enriquecer el Gabinete Anatómico de la institución. Los cirujanos fracasaron en su intento por preservar la piel, pero conservaron el estómago y los intestinos. Además, limpiaron y montaron el esqueleto. También redactaron una “historia del cadáver”, hoy perdida, aunque de acuerdo con la información ofrecida por Salcedo y Ginestal se sabe que en el momento de su muerte Pedro Antonio Cano había alcanzado la muy notable estatura de ocho pies menos una pulgada, esto es, 2,206 metros.

El esqueleto de Cano sobrevivió a su traslado inicial a la antigua Facultad de Medicina de la calle de Atocha y a su definitiva instalación en la Ciudad Universitaria madrileña. Hoy se integra en las colecciones del Museo de Anatomía Javier Puerta, en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense. Durante décadas se perdió todo recuerdo sobre a quién correspondía, hasta el extremo de ser etiquetado como perteneciente a Agustín Luengo Capilla, “El Gigante Extremeño”. Hoy está correctamente identificado.

Aunque no existe información sobre las circunstancias que explican su enorme talla, todo hace suponer que inicialmente padeció gigantismo, enfermedad que tras el cierre de las epífisis se conoce como acromegalia. El alargamiento de la mandíbula y el enorme tamaño de los huesos de los pies, de las manos y de las extremidades apuntan en esa dirección. La enfermedad tiene su origen en la aparición de un adenoma (tumor benigno) en la hipófisis, o glándula pituitaria, que causa una sobreproducción de somatotropina, la hormona del crecimiento, y también da origen a numerosas y graves comorbilidades. En época de Cano la enfermedad era desconocida.

 

Bibl.: E. Salcedo y Ginestal, Obras de Don Antonio de Gimbernat precedidas de un estudio biobibliográfico del mismo, tomo primero, Madrid, Imprenta de Julio Cosano, 1926, págs. 278-279; R. Gutiérrez, “Exportaciones no tradicionales en Nueva Granada. El caso del gigante Cano (1792)”, en Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 34, nº 46 (1997), págs. 152-154; L. L. Vargas Murcia, “Dos regalos para Carlos IV y María Luisa de Parma: un hermoso loro y un mozo gigante, la historia de dos pinturas neogranadinas en el Archivo General de Simancas”, en I. Rodríguez, M. A. Fernández y C. López (eds.), Arte y patrimonio en Iberoamérica. Tráficos transoceánicos, Castellón, Universidad Jaume I, págs. 255-267; L. A. Sánchez Gómez, “Un gigante americano en palacio (y su esqueleto en un museo)”, en Colonial Latin American Review, 27 (2) (2018), págs. 261-279, https://doi.org/10.1080/10609164.2018.1481276.

 

Luis Ángel Sánchez Gómez

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