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Leopoldo O'Donnell y Joris

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Biografía

O’Donnell y Joris, Leopoldo. Duque de Tetuán (I), conde de Lucena (I). Santa Cruz de Tenerife, 12.I.1809 – Biarritz (Francia), 5.XI.1867. Militar, fundador y jefe de la Unión Liberal, presidente del Consejo de Ministros.

Descendiente de irlandeses jacobitas desterrados, y vinculados siempre a la carrera de las armas y a la facción realista (fue sobrino del famoso conde de La Bisbal), hijo de un teniente general de los Ejércitos y director general de Artillería, él mismo militó casi adolescente —apenas cumplidos los catorce años— con el grado de subteniente, en el Ejército absolutista (Regimiento de Infantería Imperial Alejandro), que se sumó a la operación desplegada por los Cien Mil Hijos de San Luis, para poner fin al llamado Trienio Liberal. Y a durante la llamada Década Ominosa, y como teniente de granaderos de la Guardia Real, acompañó a Fernando VII, dándole escolta en la expedición a Cataluña de 1828, que puso fin a la revuelta de los malcontents (agraviados), siendo ascendido a capitán. Con este grado le sorprendería la gran crisis nacional de 1833. Entonces, mostrando una decisión política que recuerda mucho la de Luis Fernández de Córdoba, al separarse radicalmente de la línea ideológica seguida por los O’Donnell, ofreció su espada a la Reina para luchar por la libertad frente al carlismo. Como los otros generales políticos del reinado de Isabel II, fue la Guerra Carlista la que le promocionó a los primeros rangos del Ejército, pero con la diferencia, respecto a Espartero y a Narváez, de que era un joven prácticamente sin experiencia militar en 1833, pese a su graduación de capitán, mientras que aquéllos tenían ya a sus espaldas una larga trayectoria al servicio de las armas. Sin embargo, con una hoja de servicios asombrosa, terminaría la guerra, siete años después, como teniente general, con la Cruz Laureada de San Fernando y un título de Castilla, el de conde de Lucena, aunque la concesión efectiva se retrasase algunos años (los de su exilio a partir de 1840).

Herido dos veces, la segunda —cuando ya había alcanzado el grado de brigadier— en la acción de Unzá, desalojando a las huestes de don Carlos de las alturas de Gabarreta (mayo de 1836), difícil empresa que coronó con éxito, y por la que fue premiado con la Cruz de San Fernando de 3.ª Clase. Reincorporado a la lucha en mayo de 1837, siguió tomando parte en la campaña del norte (Oriamendi, Hernani y toma de Fuenterrabía); la eficaz actuación que le permitió superar la sublevación de Hernani (16 de junio), tuvo como premio su ascenso a mariscal de campo. Defendió brillantemente San Sebastián y su zona (líneas de San Sebastián), venciendo de nuevo a los carlistas en las inmediaciones de Oyarzun, y en 1839 le fue asignado el mando del Ejército del Centro, como capitán general de Aragón, Valencia y Murcia. En esta situación llevó a cabo el brillantísimo hecho de armas que le valió el condado de Lucena, donde se hallaba cercado el general Aznar, y corría riesgo inminente el general Amor, en su intento de socorrerle. La batalla de Lucena, o de las Hileras (17 de julio de 1839), puso de manifiesto una vez más las grandes virtudes militares de O’Donnell: valor a toda prueba, intuición táctica y precisión extraordinaria en los planteamientos. Después de firmado el Convenio de Vergara, colaboró eficazmente con Espartero en las últimas campañas que culminaron en Morella y la subsiguiente expulsión de Cabrera.

En esta época de brillante juventud, le retrató Galdós —cuyas simpatías por O’Donnell se reflejan siempre en sus Episodios Nacionales— en estos términos: “Era un chicarrón de alta estatura y los cabellos de oro, bigote escaso, azules ojos de mirar sereno y dulce; fisonomía impasible, estatuaria, a prueba de emociones; para todos los casos alegres o adversos, tenía la misma sonrisa tenue, delicada, como de finísima burla o estilo anglosajón”.

El desenlace del pronunciamiento progresista de 1840 contra la Reina Gobernadora, que tuvo lugar en Valencia, cuya Capitanía General asumía por entonces O’Donnell, le impulsó a ofrecer su espada a doña Cristina, pero ésta decidió evitar una nueva confrontación y prefirió exiliarse tras abdicar la regencia en la persona de Espartero. O’Donnell la acompañó al exilio con un puñado de fieles. Durante tres años fijó su residencia en Francia, donde se convirtió en motor de las conspiraciones contra Espartero, el nuevo Regente, pronto convertido en auténtico dictador que acabaría dividiendo las filas de su propio Partido Progresista.

Ello favorecería un acuerdo entre progresistas-disidentes de Espartero y moderados, que daría lugar al gran pronunciamiento de octubre de 1843, en el que, junto a generales de filiación progresista —tales como Serrano y Prim—, figuraron moderados como Narváez y como el propio O’Donnell. La ruptura armada, resuelta en dos tiempos —la marcha de Narváez desde Valencia al centro, coronada con su triunfo en la batalla de Torrejón de Ardoz; y la acción de Gutiérrez de la Concha, forzando en Andalucía la marcha de Espartero hacía su exilio en Inglaterra—, permitió el triunfo de los aliados. En cuanto a O’Donnell, verdadero artífice del proceso, no quiso atribuirse los frutos del triunfo, y solicitó simplemente la Capitanía General de Cuba, por entonces amenazada de convertirse en plataforma de un posible “Gobierno en el exilio” de Espartero, dado el hecho de que el Gobierno de Londres respaldaba al duque de la Victoria, de quien había conseguido bases, tanto en Cuba como en la Guinea española, bajo el pretexto de vigilar el recién prohibido tráfico de esclavos: ocasión en la que un tercero en discordia —Estados Unidos— amenazaba con tomar cartas en el asunto, apoderándose de la Gran Antilla si Inglaterra trataba a su vez de ocuparla. La presencia de O’Donnell en la isla conjuró el triple riesgo: el de un “gobierno en el exilio”, el de las ambiciones británicas y el de la peligrosa intervención norteamericana.

Durante cinco años permaneció O’Donnell al frente de la Capitanía General de Cuba, en cuya administración se condujo con absoluta pulcritud (contra lo que sus enemigos políticos tratarían luego de achacarle, esto es, un supuesto enriquecimiento en aquella administración).

A su regreso a España, su posición política —ya evidente en anteriores actuaciones— se inclinaba a un centrismo integrador, capaz de coordinar las ideologías —moderada y progresista— bajo el signo de su común liberalismo. La degeneración de la situación moderada —que, monopolizando el poder, había dado lugar, tras el triunfo de Narváez sobre los brotes en España del 48 europeo, a una escandalosa corrupción administrativa y a una creciente restricción de las libertades públicas, bajo los respectivos gobiernos de Sartorius, conde de San Luis, y de Bravo Murillo, daría paso, en 1854, a un nuevo acuerdo (similar al de la Unión Patriótica de 1843), esta vez entre moderados disidentes y progresistas “excluidos”, que capitanearía O’Donnell en el pronunciamiento de Vicálvaro (1854), cuyo beneficiario, no obstante, fue Espartero, llamado por la Reina y regresando en triunfo de su exilio británico tras la derrota moderada.

En el Gobierno que el duque de la Victoria presidió durante el llamado Bienio Progresista (1854-1856), O’Donnell ocupó la cartera de Guerra. Pero resultó imposible la “cohabitación” entre los dos caudillos, y en 1856 sobrevino la crisis. Fue a partir de este momento cuando, derrocado de nuevo Espartero, O’Donnell consiguió articular su propio partido, la Unión Liberal, bajo la inspiración de Cánovas del Castillo: aunque conviene subrayar que si éste fue el artífice, la inspiración venía de un O’Donnell que, como ya se ha subrayado, había manifestado desde mucho antes su aspiración política integradora. En 1858 el nuevo Partido ocupó por primera vez el poder —tras un paréntesis moderado, de nuevo a cargo de Narváez—, encarnando de hecho la etapa más brillante del reinado de Isabel II. La prosperidad conseguida durante ella, bajo la presidencia de O’Donnell, se basó en la movilización de la riqueza vinculada a los bienes comunales, mediante la desamortización civil, llevada a cabo por Madoz, y la proyección de esa masa capitalista hacia empresas generadoras de renovación y riqueza: así, la construcción, en brevísimo tiempo, de la red ferroviaria. Por lo que se refiere a su acción exterior, O’Donnell sigue el modelo de la política de grandeur francesa, vinculada a empresas de prestigio internacional. En el caso español, la guerra de África (1859-1860), que, si no aportó grandes beneficios territoriales —dada la interposición de Inglaterra—, tuvo la virtud de animar el espíritu de solidaridad nacional; y la expedición a México, tres años después: empresas ambas que, por lo demás, sirvieron de plataforma de lanzamiento al que sería héroe indiscutible de la llamada Revolución Gloriosa, pocos años después, esto es, el general Prim, al que popularizó su arrojo en la guerra de África, y prestigió luego su prudencia en el caso de México —evitando a España caer en la trampa que para los franceses supuso el intento de creación de una Monarquía artificial en el antiguo virreinato, que sirviese de contrapeso a la vocación expansionista de los Estados Unidos—. En cualquier caso, las operaciones militares de 1860 desarrolladas en Marruecos respondieron a la brillante estrategia del general O’Donnell, y en especial, al acertado planteamiento de la batalla de Tetuán, que valdría al conde de Lucena un nuevo título nobiliario, el de duque de Tetuán, con Grandeza de España. De esta campaña, la llamada “guerra romántica”, ha dicho Nelson Durán que “por primera y última vez, desde la invasión francesa hasta nuestros días, el Ejército no luchó contra otros españoles, y paladeó, a su vez, el dulce sabor de la victoria”.

A O’Donnell hay que atribuir también la preocupación por el cuidado y las mejoras del Ejército, en la misma línea que Narváez; a lo que conviene añadir el insólito desarrollo experimentado durante esta época por la Marina de guerra (un aumento del 300 por ciento en el número de buques, tan sólo en una década, que situó a la española en el sexto lugar entre las flotas europeas, y que inmortalizó este desarrollo con la gesta de Casto Méndez Núñez: la vuelta al mundo de la fragata Numancia). Pero a partir de 1863, ya cerrado el lustro esplendoroso de la Unión Liberal, se iniciaría el declive que había de conducir, cinco años después, a la crisis del sistema... y de la Monarquía. Pese a su vocación efectiva de “partido único”, la Unión Liberal se vio pronto —rebrotado el empuje de los dos Partidos tradicionales, Progresista y Moderado— reducida al papel de un tercer partido. Aunque Leopoldo O’Donnell volvió a gobernar con los unionistas — etapa en que repitió, con peores resultados, la política de prestigio (guerra del Pacífico e incorporación de Santo Domingo)—, ya había perdido su virtualidad integradora, y hubo de enfrentarse con la rebelión progresista, orientada ahora contra el trono — pronunciamiento del Cuartel de San Gil—, sin que ello le valiera la plena confianza de la Reina, proclive ahora a soluciones autoritarias, según el modelo Narváez.

Para O’Donnell fue una experiencia descorazonadora que, tras haber aplastado la revolución en Madrid, imponiendo, por presiones de la Corte, durísimo castigo a los sublevados contra su propio criterio, se viera compensado con el desaire de la Reina y la llamada de ésta a Narváez. “Esta señora es imposible”, dijo entonces. Y herido en lo más profundo de su ser, decidió su retirada definitiva de la política, pero con una firmísima resolución en la que se plasmaba una vez más su acrisolada lealtad al Trono, pese a sus experiencias: no sumarse a la gran conspiración que ya se estaba incubando y que triunfaría en la Revolución de 1868 bajo el significativo lema: “Derribar los obstáculos tradicionales”.

Retirado a Biarritz, falleció allí el 5 de noviembre de 1867. Leopoldo había contraído matrimonio por poderes en Barcelona, el 23 de noviembre de 1837, con Manuela Bargés y Petre, de la que no hubo sucesión y que le sobreviviría. Está enterrado en la iglesia madrileña de Las Salesas.

 

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Carlos Seco Serrano

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