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San Pedro Claver

Biografía

Pedro Claver, San. Verdú (Lérida), 26.VI.1580 – Cartagena de Indias (Colombia), 8.IX.1654. Religioso jesuita (SI), catequista, santo.

Hijo de un matrimonio de labradores del valle de Urgel, Pedro Claver y Minguella y Ana Corberó y Claver, fue el menor de varios hermanos llamados Juan, Jaime e Isabel. A los doce años perdió a su madre y a su hermano Jaime. Su padre se volvería a casar dos veces más: primero con Ángela Escarrer y, al volver a enviudar, con Juana Grenyó. Tras su primera instrucción con los beneficiados de la parroquia de su pueblo natal, en 1595 recibió la tonsura clerical de manos del obispo de Vic en su pueblo natal. Apadrinado por un tío canónigo, marchó a Barcelona para cursar, como estudiante externo, tres años de Gramática en la Universidad. En 1601 pasó al Colegio de Belén de la Compañía de Jesús y el 7 de agosto de 1602 ingresó en el noviciado jesuita de Tarragona.

Allí formuló sus primeros votos a la edad de veinticinco años y, poco después, completó sus estudios de Latín, Griego y Oratoria en Gerona. En 1605, se trasladó a la isla de Mallorca y continuó su formación teológica en el Colegio de Montesión, donde trabó una profunda amistad espiritual con el hermano portero de la casa, san Alonso Rodríguez, que tenía entonces setenta y tres años. Como otros jóvenes jesuitas, Claver recibió de san Alonso la orientación definitiva para encaminar su vocación misionera hacia las Indias. Muy poco después de que el padre Torres estableciera las primeras casas de la compañía en el Nuevo Reino de Granada, el santo portero habría tenido la premonición de que Claver dirigiría su ministerio pastoral a los esclavos negros de Cartagena de Indias. Así se lo habría transmitido, junto con otras noticias recogidas en un Cuaderno de avisos espirituales, autógrafo, que Claver pudo conservar con licencia de sus superiores y llevó siempre consigo como un preciado tesoro carismático. Aún pasaría dos años más en Barcelona estudiando Teología antes de llegar a Sevilla. En el Colegio sevillano conoció al padre Alonso Mejía y se incorporó a la expedición que partió rumbo a Tierra Firme en los galeones de abril de 1610, cuando Claver estaba a punto de cumplir treinta años. Tras el desembarco en Cartagena, fue destinado a Santafé de Bogotá, donde conoció al padre Antonio Agustín, que sería su director espiritual hasta 1635. Después de oficiar durante más de un año como coadjutor, concluyó al fin sus estudios de Teología en 1613. Sin poder ordenarse por estar vacante la sede arzobispal, hizo su tercera probación en Tunja, en cuyo noviciado pasó todo el año de 1614.

El provincial padre Gonzalo de Lyra lo destinó en 1615 a Cartagena de Indias, cuyo activo puerto daba a la ciudad un carácter bullicioso muy diferente al que había conocido en Tunja. Con una población de unos dos mil españoles y unos cuatro mil esclavos negros, Cartagena era el más importante mercado negrero de las Indias. El ministerio de la Compañía tenía allí, desde 1605, un incuestionable protagonista en el padre Alonso de Sandoval, autor del famoso tratado De instauranda aethiopum salute, que dedicó cuarenta y siete años de su vida al apostolado y bautismo de los numerosos esclavos africanos que llegaban al puerto.

A partir de su llegada, Claver asumió como propio el trabajo de Sandoval, sobre todo, desde 1617, fecha en que éste hubo de viajar a Lima. Aunque quería permanecer como coadjutor, a ejemplo de su maestro de Mallorca, el magisterio que ejerció el padre Sandoval sobre Claver fue esencial y determinó su ordenación sacerdotal, impartida por el obispo dominico fray Pedro de la Vega el 19 de marzo de 1616. Realizó su profesión solemne y formuló los cuatro votos jesuitas el 3 de abril de 1622, firmando el acta como “Petrus Claver, ethiopum semper servus” (“Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre”). En efecto, como Sandoval, dedicó Claver el resto de su vida a evangelizar a los negros que llegaban al puerto de Cartagena, siguiendo el ejemplo y el método de su maestro.

Era sabido en Cartagena que el padre Claver ofrecía misas y penitencias a quien le avisara de la llegada de algún navío negrero y de su procedencia. Llegado a puerto el humano cargamento, Claver descendía a la bodega del navío, donde podían hacinarse hasta cuatrocientos esclavos. Los esclavos que no habían muerto durante la prolongada travesía llegaban enfermos, extenuados y atemorizados por el incierto futuro que les esperaba. A su pavor respondía con abrazos, calmando su espíritu, y con el necesario alimento que reconfortara sus debilitados cuerpos. Se ofrecía a ellos con misericordia y compasión, tratando de dulcificar en lo posible aquel momento crucial, entregándoles las frutas, el pan, el tabaco o el aguardiente que había reunido en su zurrón. Si encontraba a alguno en peligro de muerte, se encargaba de llevarlo al hospital, envuelto en su propio manteo y, desde el primer instante, intentaba que comprendieran el mensaje de amor del Evangelio. Muchas veces le acompañaría su hermano de religión el placentino Nicolás González, confidente y colaborador durante veintidós años y su primer biógrafo, pues su testimonio en el proceso de beatificación ocupa más de ciento ochenta páginas.

Como Claver tan sólo llegó a hablar con dificultad el angoleño, se acompañó de varios intérpretes africanos, esclavos que había comprado el Colegio de Cartagena, pero que trató siempre con gran afecto.

Entre otros, han quedado los nombres de Domingo e Isabel Folupo, Andrés Sacabuche, José Monzola e Ignacio Soso, todos ellos instruidos por los jesuitas para que atenuaran aquel duro trance de desarraigo y desconcierto que debía suponer la llegada de un esclavo al Nuevo Mundo y sirvieran como auxiliares en la evangelización de los africanos. Se han conservado relaciones del propio santo: “De esta manera les estuvimos hablando, no con lengua, sino con manos y obras que como vienen tan persuadidos de que los traen para comerlos, hablarles de otra manera fuera sin provecho. Asentámonos después, o arrodillámonos junto a ellos, y les lavamos los rostros y vientres con vino, y alegrándolos, y acariciando mi compañero a los suyos, y yo a los míos, les comenzamos a poner delante cuantos motivos naturales hay para alegrar un enfermo”.

Tenía Claver una celda junto a la portería del colegio, quizá en recuerdo de san Alonso Rodríguez, y allí impartía sus catequesis. También en esto seguía Claver el método del padre Sandoval, explicando la doctrina con la ayuda de intérpretes y de llamativas ilustraciones.

Platicaba durante horas, de tal manera que era necesario que los intérpretes se turnaran mientras él permanecía completamente ajeno al cansancio. Según relató Nicolás González, a lo largo de sus casi cuarenta años de misión evangelizadora Claver llegó a bautizar a más de trescientos mil esclavos africanos: “Yo le pregunté al padre unos años antes que muriese cuántos negros había bautizado en este tiempo que ejercitaba su ministerio, y me respondió que según su cuenta más de 300.000, y pareciéronme a mí muchos”.

Tras cerciorarse de los cálculos, “vine a conocer con realidad y certeza —continúa— que el padre había dicho la verdad”. Tanto grado de compromiso adquirió que el hermano Nicolás llegó a ver con sus propios ojos un documento en el que Claver se obligaba con Dios por escrito a consagrar su vida al servicio material y espiritual de los negros. De hecho, cuando la trata de esclavos fue suspendida por la Corona entre 1640 y 1650 a causa de la separación de las Coronas de España y Portugal, sopesó la idea de marchar a las costas de África para continuar allí su misión.

Pero la vida de Claver no sólo fue ejemplo de humildad y sacrificio a través de su entrega a los esclavos.

Su total identificación con los desamparados le llevó a extender su asistencia también a los reos, a los enfermos, a los extranjeros y a todos los humildes y desfavorecidos que tanto abundaban en aquella ciudad portuaria. Visitaba con regularidad el Hospital de San Lázaro, atendido por los Hermanos de San Juan de Dios y que acogía a unos setenta leprosos.

Con ellos extremaba las muestras de afecto, los besaba y abrazaba uno por uno y hasta los confesaba sentándolos sobre sus rodillas para resarcir así el desprecio que causaban entre el común. No dudaba en hacerse cargo de las labores más humildes del hospital, barriendo los suelos, haciendo las camas y fregando las vajillas, resistiendo heroicamente la repugnancia que causaban las afecciones más contagiosas. Con su manteo secaba el sudor de los enfermos y cobijaba a sus confesantes. Aquella misma prenda, que llegó a ser famosa, aparece nombrada más de trescientas veces en los testimonios del proceso y, según relató un intérprete, en un mismo día fue necesario lavarla siete veces. A los prisioneros herejes, sobre todo corsarios, contrabandistas y desertores, les ofrecía alimento y compañía. Visitaba a los presos condenados a muerte, y a éstos y a todos los menesterosos difuntos les procuraba mortaja y ataúd, cirios para el velatorio e, incluso, música para el funeral. Causaba admiración entre sus contemporáneos que muchos de los reos de muerte reclamaran la atención de Claver y, siguiendo sus consejos, encararan el patíbulo ceñidos con cilicios para penitenciar sus pecados antes de entregar sus almas a Dios.

Administrar el sacramento de la confesión era otra de las principales dedicaciones de Claver. También en este ministerio seguía la máxima del Sermón de la Montaña, pues los personajes prominentes de la ciudad debían guardar la vez detrás de los esclavos si querían confesarse con el santo jesuita, cosa que causaba el recelo de los poderosos. De ordinario, entraba en su confesonario a las cinco de la madrugada y pasaba en él toda la mañana, continuando a veces hasta entrada la tarde, en condiciones de oscuridad y extrema humedad, dada la situación y orientación de la iglesia.

También por ello causó admiración, pues muchos no sabían “cómo tenía fuerzas, cuerpo ni espíritu para tanto, y más con una vida austera y rigurosa”. Y es que el mismo Claver seguía una vida de rigurosa penitencia.

Según Nicolás Rodríguez, llevaba “un cilicio por todo el cuerpo de la cintura para arriba, como un hombre armado, y esto aun enfermo”, a lo que añade que “tenía tres clases de disciplinas, un verdadero museo, con cuerdas duras que terminaban en pedazos de hierro. No llevaba camisa; la sotana venía directamente sobre el cilicio, que cubría su cuerpo”. Otros testigos afirmaron que nunca usó colchón, ni sábanas, ni almohada, sino que se contentaba con una simple estera tendida en el suelo y un tablón como cabecera.

Practicaba la abstinencia y, con frecuencia, el ayuno, siendo su comida habitual “al mediodía un plato de arroz, una sopa de pan bañada en agua o vino; a la noche, un poco de arroz; hubo días en que su alimento era sencillamente pan en agua”.

Precisamente, todas las privaciones que a sí mismo se infligía buscaba satisfacerlas en los demás. En los días tranquilos salía con sus colaboradores a pedir limosna en las casas señoriales. Aunque postergara a los ricos en la fila del confesonario, denunciara sus lujos y sacudiera con fuerza sus conciencias, tuvo Claver muchos amigos entre los miembros de la elite cartagenera, como Isabel de Urbina, su principal benefactora, que tenía dos hermanos y dos sobrinos en la Compañía de Jesús. Estas amistades le permitieron allegar gran cantidad de caudales a la bolsa de los pobres. Pero no todo fueron parabienes. El trato tan favorable que dio a los esclavos durante tantos años concitó el recelo entre los dueños de los esclavos, que lo acusaban de envenenar la docilidad de los negros y, en consecuencia, se oponían a su labor y lo recibían mal. Todo esto sufría con humildad, pues de esos mismos amos debía Claver recibir la autorización para enseñar la doctrina a sus esclavos. No obstante, en más de una ocasión su natural sensibilidad a la injusticia desbordó el límite de su paciencia y reaccionó con vehemencia en el trato con los opulentos. Esa misma vehemencia, el celo que ponía en su ministerio y, en definitiva, la heterodoxia con que podía ser calificada entonces su labor fueron los motivos por los que, a veces, sus mismos compañeros jesuitas no comprendieran ni aprobaran sus actos. Así, recibió críticas por acostar en su propia cama a los enfermos desahuciados, por convertir su celda en un almacén de vituallas para los pobres y por atestar la portería del colegio con toda suerte de infelices. Como refiere el padre Andrade, “juzgaban muchos que no procedía según las reglas de la prudencia [...] Muchos, tomando ocasión de su paciencia y mansedumbre, le despreciaron y trataron ignominiosamente, llamándole ignorante, simple, impertinente, sin letras ni prudencia y que no sabía gramática”. Él solía responder a estos chaparrones con el silencio, o a veces poniéndose de rodillas y pidiendo perdón. Sin embargo, fue generalmente estimado como hombre santo y su apostolado cobró fama tiempo antes de su muerte. Claver fue muy estimado por sus superiores y en dos ocasiones el padre general Mucio Vitelleschi escribió al Colegio de Cartagena para ordenar que cesaran los obstáculos que le impedían desarrollar su misión. El rector lo nombró ministro (encargado de asuntos materiales) de la casa y, más tarde, maestro de novicios coadjutores, director espiritual de la casa y prefecto de la iglesia.

En la primera biografía de san Pedro Claver, escrita en 1657, tres años después de su muerte, se le describe como hombre “mediano de cuerpo, el rostro flaco, la barba medianamente poblada, entre negra y cana, los ojos grandes y melancólicos, la nariz afilada, el color trigueño y con las penitencias y malos tratamientos del cuerpo estaba amarillo, como de hombre muy penitente”.

Sin duda, tantos años de esfuerzos y penalidades habrían hecho mella en su salud. A pesar de ello y de que durante los últimos años de su vida fue raro el arribo de barcos negreros al puerto de Cartagena, la actividad de Claver no cesó en tanto que le fue físicamente posible. En 1651, predicando en Cotoca (actual departamento de Córdoba), enfermó a causa de la misma epidemia que acabó con la vida de nueve jesuitas del colegio. Con medio cuerpo paralizado, al igual que su maestro Sandoval, quedó al cuidado de su querido Nicolás González y de un joven esclavo que le atendía con desgana. Sandoval murió al año siguiente, pero la agonía de Claver se prolongó aún durante tres años más, con el único consuelo de escuchar la lectura de la Vida, hechos y doctrina del Venerable Hermano Alonso Rodríguez, escrita en 1652 por el padre Francisco Colín. Sintiéndose morir, el 6 de septiembre de 1654 comulgó por última vez y se le administró la extremaunción. A los dos días, la fiesta de la Natividad de la Virgen, la noticia de su muerte conmocionó a toda la ciudad. La multitud acudió al velatorio proclamando su santidad y las autoridades hubieron de retrasar el entierro para celebrarlo con el orden y solemnidad que merecía. Fue enterrado en la iglesia de los jesuitas, hoy bajo su advocación, en la que se venera su cuerpo incorrupto. Se le atribuyeron numerosos milagros: curaciones inexplicables, resurrecciones, clarividencia y profecía. A los cuatro años, vacante la sede episcopal, el gobernador y el Cabildo de la ciudad solicitaron que se iniciara la encuesta diocesana para su beatificación y el obispado lo solicitó a la Santa Sede en 1690. En 1727 el Concilio tarraconense lo llamó “el segundo Javier” y el 24 de septiembre de 1747 Benedicto XIV declaraba la heroicidad de sus virtudes. Fue beatificado por Pío IX el 21 de septiembre de 1851 y canonizado por León XIII el 15 de enero de 1888, precisamente junto a Alonso Rodríguez y Juan Berchmans. En 1891, fue declarado patrono de las misiones entre negros.

 

Bibl.: J. Fernández, Apostólica y penitente vida de el V. P. Pedro Claver de la Compañía de Jesús: sacada principalmente de informaciones jurídicas hechas ante el Ordinario de la Ciudad de Cartagena de Indias, Zaragoza, 1666; B. G. Fleuriau, Compendio de la apostólica y penitente vida del venerable P. Pedro Claver de la Compañía de Jesús: apóstol de Cartagena y de las Indias Occidentales, escrito en francés por el P. Bertrán Gabriel Fleuriau, traducido y aumentado con algunos documentos interesantes por un sacerdote de esta capital, Barcelona, Imprenta de los Herederos de la Viuda de Pla, 1851; P. A. Brioschi, Vida de San Pedro Claver heroico apóstol de los negros, París, Garnier Hnos. Libreros Editores, 1889; A. Valtierra, El santo que libertó una raza. San Pedro Claver, S.J., esclavo de los esclavos negros: su vida y su época (1580-1654), Bogotá, Imprenta Nacional, 1954; Cuarto centenario del nacimiento de San Pedro Claver, 24 de junio de 1580-24 de junio de 1980. Pedro Claver, S.J., el esclavo de los esclavos. El forjador de una raza. El hombre y la época (1580- 1980), Bogotá, Banco de la República, 1980.

 

Jaime J. Lacueva Muñoz