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Francisco Serrano y Domínguez

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Biografía

Serrano y Domínguez, Francisco. Duque de la Torre (I), conde de San Antonio. San Fernando (Cádiz), 17.X.1810 – Madrid, 26.XI.1885. Regente del Reino, militar y político.

Perteneció a la ilustre familia andaluza de los Serrano de la provincia de Jaén, a cuyo primer antepasado, Íñigo Serrano, caballero de Baeza, el rey Fernando III, el Santo, concedió en el año 1248 tierras en los pueblos de Arjona y Arjonilla (Jaén), por su ayuda en la conquista de aquella zona a los musulmanes.

Su padre, Francisco Serrano Cuenca, militar destacado, participó activamente en la Guerra de la Independencia.

A causa de sus ideas liberales, fue perseguido por Fernando VII y a la muerte de éste, alcanzó el grado de mariscal de campo y ocupó el cargo de ministro del Tribunal Supremo de Guerra y Marina.

Su madre, Isabel Domínguez y Guevara, natural de Marbella (Málaga), descendía de una familia ilustre, cuyo fundador Garci-Pérez de Vargas colaboró también con el rey Fernando III, el Santo en la conquista de Carmona (Sevilla) y otros puntos de la provincia de Sevilla.

Serrano fue ante todo militar. Su Hoja de Servicios es una de las más brillantes de cuantos militares ha tenido España. Ya desde niño sintió especial inclinación hacia la carrera de las armas, por lo que ésta se inició muy tempranamente. Pero antes, por deseo de su padre, a los seis años fue enviado a estudiar Humanidades al prestigioso Colegio de Vergara (Guipúzcoa), de inspiración ilustrada. A los nueve años, ingresó en el Colegio Militar de Valencia donde permaneció tres años hasta que pasó al Regimiento de Lanceros de Castilla, y posteriormente al Regimiento de Caballería de Sagunto, en el que comenzó a recibir su formación militar como cadete, obteniendo el grado de alférez, a los quince años, en diciembre de 1825.

Se distinguió en el cumplimiento de sus deberes y estuvo muy bien considerado por sus jefes. Sin embargo, a causa de las ideas liberales de su padre, recayó sobre él la acusación de ser liberal, pasando a la situación de “indefinido” durante tres años, hasta 1828, y posteriormente a la de “ilimitado” hasta 1830, en que fue “purificado”. Solicitó entonces plaza en el Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras, siendo nombrado subteniente y destinado a Málaga, permaneciendo en este servicio hasta el año 1832.

Deseoso de avanzar en su carrera militar, en 1833 ingresó en el Regimiento de Coraceros de la Guardia Real de Caballería, siendo nombrado portaestandarte de dicho regimiento. Tras la muerte del rey Fernando VII y el comienzo de la Primera Guerra Carlista, se inició la “época de gran soldado” de Serrano, consolidándose su prestigio militar a lo largo de los siete años que duró la guerra, pues la comenzó siendo subteniente y la finalizó ascendiendo a mariscal de campo.

Nada más iniciarse la guerra carlista, Serrano pidió ser destinado al Ejército del Norte del que era general en jefe Francisco Espoz y Mina, quien le nombró su ayudante de campo. También estaba destinado a este mismo ejército el joven capitán de infantería Leopoldo O’Donnell, surgiendo entre ambos una gran amistad que con el paso de los años se haría muy sólida.

Durante el tiempo en que Serrano estuvo a las órdenes de Espoz y Mina en el Ejército del Norte, se distinguió en cuantas acciones le fueron encomendadas, siendo la más destacada la de la Meseta de Larrainzar (Navarra) que le valió el ascenso a capitán en julio de 1835. Al ser nombrado Espoz y Mina general en jefe del Ejército de Cataluña, reclamó a Serrano de nuevo como su ayudante de campo, que en este destino se destacó en varias misiones importantes por las que obtuvo el grado de comandante en agosto de 1836.

A principios del año 1837, Serrano fue destinado al Ejército de Cataluña, con el que logró varias victorias sobre los carlistas, siendo la más destacada la acción de Calaf (Barcelona). En el mes de julio, pasó al Ejército del Centro a las órdenes directas del general Oráa y participó en importantes acciones militares, siendo la de Arcos de la Cantera (Cuenca) la que le valió el ascenso a teniente coronel y la obtención de la Cruz Laureada de San Fernando.

Durante el año 1838, continuó en el Ejército del Centro actuando en numerosas acciones, destacándose entre ellas la Expedición de Tortosa contra el general Cabrera. Por todos los méritos acumulados a lo largo de este año, Serrano fue ascendido a coronel y obtuvo en propiedad el mando del Regimiento de Caballería de Cataluña, Sexto de Ligeros, con el cual logró victorias de gran entidad, por las que se le concedió la Cruz de 1.ª Clase de San Fernando, alcanzándole el final de la guerra carlista mientras mandaba este regimiento.

A pesar de que en agosto de 1839 se firmó el Convenio de Vergara, que puso fin a la Guerra de los Siete Años, la resistencia carlista continuó en el Bajo Aragón al mando del general Cabrera. En febrero de 1840, Serrano pasó al Ejército de Cataluña y por decisión del general Espartero se le confió el mando de la Segunda Brigada de la División Expedicionaria del Ejército del Norte. Al frente de ella obtuvo varias victorias importantes, entre las que destacaron las de Peracamps y Llovera (Lérida), siendo recompensado con la Cruz de Tercera Clase de San Fernando.

Al caer herido el general Azpíroz, que mandaba la División Expedicionaria, se le encargó el mando de esta división, con la que logró derrotar a los carlistas recuperando una vasta zona de la provincia de Lérida y persiguiéndoles hasta hacerles salir de la Península por el Valle de Andorra. Estas acciones le valieron para ser ascendido a brigadier. El año 1840 finalizó para Serrano con su ascenso a mariscal de campo, concedido en diciembre —según consta en su Hoja de Servicios—, en recompensa de los méritos contraídos en las operaciones militares realizadas en Aragón y Cataluña durante ese año.

Finalizada la Guerra Carlista, Serrano entró en la política militando en el Partido Progresista. Una de sus primeras actuaciones como diputado fue votar a favor de la candidatura única del general Espartero como Regente del Reino en mayo de 1841. Sin embargo, entre Espartero y Serrano se fue abriendo una profunda brecha a causa de las tendencias dictatoriales del duque de la Victoria, su personalismo político y la dureza mostrada ante los fusilamientos del general Diego de León y sus compañeros, después del rapto fallido el 7 de octubre de 1841, de la reina Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda, niñas de once y nueve años respectivamente.

Distanciado del Regente, Serrano se unió a otros significativos progresistas que también se habían separado del duque de la Victoria: Joaquín María López, Salustiano Olózaga y Manuel Cortina. Cuando Espartero pidió a Joaquín María López —tras ofrecérselo a Cortina y Olózaga y éstos negarse a ello—, que formara Gobierno, Serrano —a la sazón vicepresidente del Congreso de los Diputados—, ocupó en él la cartera de la Guerra. Con este cargo se asentaba en la política siendo a los treinta y tres años ministro por primera vez.

Pero el bombardeo desde Montjuic de la Ciudad Condal ordenado por Espartero en diciembre de 1842, la disolución de las Cortes por éste en enero de 1843 y su rechazo a todas las propuestas planteadas por el gobierno López en mayo de 1843, causaron la ruptura total de Serrano con Espartero y la de todos los miembros del gobierno López que presentó en pleno su dimisión. Pocos días después, España entera se levantó contra el duque de la Victoria.

Serrano, apoyado por algunos progresistas —sobre todo por Manuel Cortina—, que querían que el Partido Progresista capitanease el movimiento revolucionario antes de que llegasen de Francia los militares moderados emigrados, se puso al frente de la revolución que liquidó la Regencia de Espartero. Investido ministro universal en junio de 1843, reinstaló al gobierno López —que gobernó como Gobierno Provisional—, y lanzó un Manifiesto al país por el que se destituía al Regente (Barcelona, junio de 1843).

Tras el “encuentro” de Torrejón de Ardoz (Madrid, 22 de julio de 1843), entre las tropas leales a Espartero, mandadas por el general Seoane, y las de los sublevados, que mandaba el general Narváez, finalmente el duque de la Victoria tuvo que abandonar España el 30 de julio de 1843.

El reconstruido gabinete López —en el que Serrano continuó siendo ministro de la Guerra—, siguió gobernando hasta que en octubre se convocaron Cortes.

Éstas decidieron adelantar la mayoría de edad de la reina Isabel II que comenzó su reinado personal a los trece años el 8 de noviembre de 1843. Ese mismo día terminó el Gobierno Provisional que presidía Joaquín María López, cesando también Serrano en su cargo de ministro de la Guerra. Por los servicios prestados durante el Ministerio Universal, Serrano fue ascendido a teniente general y se le concedió la Gran Cruz de la Real Orden de San Fernando.

Instalados los moderados en el poder, Serrano militó en el Partido Puritano —ala izquierda del moderantismo—, tras su ruptura con los progresistas a causa de graves diferencias con Olózaga. Es la época de la “privanza” de Serrano con la Reina: situación que él mismo renunció a utilizar como instrumento de poder, cuando entendió necesario dar paso a Narváez en momentos de grave crisis institucional, actitud no comprendida por los puritanos que le aplicaron el ofensivo apelativo de “Judas de Arjonilla”.

En octubre de 1847 fue nombrado capitán general de Granada, ocupando este cargo hasta agosto de 1848. Durante este tiempo, se le encargó mandar una expedición a las Islas Chafarinas. En ellas, Serrano obtuvo un gran éxito militar que le fue recompensado con la Gran Cruz de Carlos III. Tras cesar en la Capitanía General de Granada, solicitó permiso para retirarse a sus tierras de Arjona, en Jaén, apartándose por un tiempo de la política. Meses después, viajó a Moscú y a Berlín para estudiar la organización militar rusa y prusiana.

Ante la descomposición de la Década Moderada, Serrano se unió a O’Donnell en 1854. Suscribió el Manifiesto de Manzanares, redactado por Cánovas, haciendo la propuesta —finalmente aceptada por O´Donnell y Cánovas— de que figurase en él la reaparición de la Milicia Nacional como forma de obtener el apoyo de los progresistas al pronunciamiento de O´Donnell. Durante el “Bienio Progresista” —los dos años de forzada convivencia entre el conde de Lucena y el duque de la Victoria—, Serrano ocupó el cargo de director general de Artillería, y se afilió a la Unión Liberal de O’Donnell en septiembre de 1854. Ascendido a capitán general, O’Donnell le nombró capitán general de Madrid y miembro de la Junta de Defensa Permanente del Reino. Desde estos cargos, Serrano colaboró estrechamente con O’Donnell sofocando los violentos sucesos de julio de 1856, que pusieron fin al Bienio Progresista.

En agosto de 1856, el general Serrano fue nombrado embajador de España en París. Se inició así una difícil gestión diplomática que tuvo que resolver con habilidad y tacto, al enfrentarse a negocios de Estado muy delicados relacionados con la ambiciosa política exterior de Napoleón III, empeñado en ejercer un papel hegemónico en la Europa de la época y en injerir en los asuntos de España. Por ello, llegó a proponer a Serrano que gestionase con el Gobierno español —cuyo presidente era entonces el duque de Valencia—, por un lado, la cesión de las islas de Mallorca o Menorca a Francia a cambio de la ayuda de ésta en la conquista para España de todo el imperio marroquí y, por otro, la venta de Cuba a los Estados Unidos. Finalizada su gestión como embajador en junio de 1857, fue felicitado por la reina Isabel II por las cualidades demostradas como embajador, que habían evitado un grave problema diplomático y logrado mantener las buenas relaciones entre ambos países.

Durante el “Gobierno largo” de la Unión Liberal (denominado Quinquenio Unionista, 1858-1863), Serrano continuó colaborando muy de cerca con O’Donnell, quien en septiembre de 1859 le nombró gobernador-capitán general de la isla de Cuba.

Gobernar Cuba no era empresa fácil, para lo que se necesitaba un tacto especial, tanto por los incipientes gérmenes separatistas que iban en aumento cada día en la isla, como por el desbarajuste administrativo que existía en ella. Por ello, O’Donnell pensó que Serrano era la persona más adecuada para gobernarla.

En efecto, durante los tres años que Serrano estuvo al frente de Cuba, su gestión fue muy positiva —enturbiada sólo por el asunto de la intervención de España en México, error que le llevó a enfrentarse abiertamente con la acertada decisión de no intervenir del general Prim—, pues supo conjugar la autoridad de su cargo con un trato humano y cortés, que hasta entonces nunca había sido utilizado por los capitanes generales que le habían precedido. Serrano llevó a cabo en la isla una política conciliadora, escuchó atentamente a todos en sus planteamientos y fomentó la participación, por vez primera, de los cubanos en la Administración de Cuba. Al finalizar su mandato, por su positiva gestión fue recompensado por la reina Isabel II con el título de duque de la Torre con Grandeza de España.

A su regreso a España en enero de 1863, no olvidó Serrano los problemas y las inquietudes de Cuba. Influyó decisivamente en la creación del Ministerio de Ultramar independiente del Ministerio de la Guerra, al contrario de como hasta entonces había funcionado.

Durante los años siguientes, desde su escaño de senador intentó resolver los dos temas de Cuba que él juzgaba prioritarios: las concesiones a los cubanos y acabar con la trata de negros. Y finalmente, presentó un Informe al Ministro de Ultramar, en el que analizaba en profundidad todos los problemas cubanos insistiendo en que resolverlos no era una cuestión de partido sino una cuestión de “decoro nacional”.

En enero de 1863, Serrano fue nombrado por O’Donnell ministro de Estado, cargo que ocupó pocos meses, a causa de la última crisis del “Gobierno largo” del duque de Tetuán, quien presentó su dimisión a la Reina en marzo. La caída de O’Donnell y la Unión Liberal supuso el inicio del ocaso del reinado de Isabel II, en significativo contraste con el Quinquenio Unionista que habían marcado el cénit de su reinado, tanto a nivel político como económico y social.

Tras los Gobiernos moderados del marqués de Miraflores, Lorenzo Arrazola y Alejandro Mon, el duque de Valencia, fue llamado de nuevo a gobernar. La cadena de errores de los gobiernos moderados culminada con los sangrientos sucesos de la Noche de San Daniel el 10 de abril de 1865, precipitaron la caída de Narváez.

La Reina entonces volvió a contar con O’Donnell.

Pero a partir del otoño de 1865 la situación pre-revolucionaria era palpable y en plano inclinado conduciría a la Revolución de 1868. El punto de partida lo había marcado la Noche de San Daniel, seguida por varias intentonas progresistas, siendo la más importante la sublevación del general Prim en Villarejo de Salvanés el 3 de enero de 1866, desembocando finalmente en la sublevación de los sargentos del Cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866. En esta jornada, Serrano nombrado por O’Donnell capitán general de Castilla la Nueva, volvió a dar prueba de su valor y resolución, pues a riesgo de su propia vida contribuyó muy eficazmente a vencer la insurrección de los sargentos sublevados, siendo recompensado por ello con la concesión del Toisón de Oro.

A pesar de haberse sofocado con éxito la sublevación del 22 de junio de 1866, la Reina volvió a prescindir de O’Donnell llamando a gobernar de nuevo a Narváez. Esta ingratitud mostrada hacia el duque de Tetuán, fue la causa de que en el verano de 1866, éste se exiliase voluntariamente a Francia y de que a partir de ese momento Serrano quebrantase su adhesión a Isabel II.

Muerto O’Donnell el 5 de noviembre de 1867, Serrano pasó a ser el jefe de la Unión Liberal. Fue la época de sus grandes decisiones: se sumó al Pacto de Ostende para terminar con los “obstáculos tradicionales”, entró en la conspiración contra el trono de Isabel II —lo que le valió el destierro a Canarias junto a otros militares unionistas—, y finalmente tomó parte con el general Prim y el almirante Topete en el gran pronunciamiento antiisabelino de 1868, iniciado en la bahía de Cádiz y materializado en el Manifiesto ¡Viva España con honra! Vencedor del ejército fiel a Isabel II —mandado por el general Manuel Pavía y Lacy, marqués de Novaliches—, en la batalla de Alcolea el 28 de septiembre de 1868, fue investido jefe del Gobierno Provisional el 9 de octubre de 1868 y finalmente elegido regente del Reino con tratamiento de Alteza, por votación de las Cortes Constituyentes el 15 de junio de 1869, cargo que ocupó hasta el 2 de enero de 1871, mientras se buscaba un nuevo rey para los españoles. A los cincuenta y ocho años, Serrano llegó a la cumbre de su carrera política convirtiéndose —como jefe del Estado— en uno de los protagonistas básicos del Sexenio Revolucionario (1868-1874).

Al llegar a España, el rey Amadeo I llamó a gobernar a Serrano dos veces: en enero de 1871, tras el asesinato del general Prim, y en mayo de 1872, después de la dimisión de Sagasta. Sin embargo, Amadeo de Saboya y el general Serrano no llegaron a entenderse, pues Amadeo I había sido la gran solución política de Prim, pero no la de los unionistas con el duque de la Torre a la cabeza.

Ante el incremento tomado por el carlismo, Serrano fue nombrado en abril de 1872, general en jefe de todo el Ejército del Norte (distritos militares de Vascongadas, Navarra, Aragón y Burgos), partiendo en esa fecha a luchar contra las tropas del Pretendiente (el autoproclamado Carlos VII), derrotando a sus fuerzas en Oroquieta (Navarra) y firmando el Convenio de Amorebieta (Vizcaya) el 24 de mayo de 1872, que aunque fue muy combatido en las Cortes por Ruiz Zorrilla y Martos, y criticado por la prensa de oposición al Gobierno de Sagasta, fue firmado por el general Serrano con la intención de contribuir al proceso de pacificación de las provincias del Norte, frustrado proceso de pacificación que no pudo paralizar la guerra carlista.

Tras la abdicación de Amadeo I y la proclamación de la I República en febrero de 1873, el puesto relevante que ocupó el duque de la Torre desde la Revolución de 1868, le hizo mantener su prestigio como un último y posible recurso de cualquier movimiento restaurador. La propia reina destronada, Isabel II, ya desde junio de 1872, había iniciado un acercamiento a Serrano para lograr los planes restauradores alfonsinos.

Pero, así como durante el reinado de Amadeo I, Serrano no logró jugar el papel de centro estabilizador que hubiera podido consolidar el trono de Amadeo, tampoco dio paso a la Restauración de Alfonso XII, influido sobre todo por su ambiciosa esposa la duquesa de la Torre y por su círculo más íntimo del que formaban parte su ayudante el marqués de Ahumada y su sobrino el general López Domínguez, todos opuestos a la restauración de Alfonso XII.

Después de tomar parte con Martos, Becerra, el marqués del Duero, Topete y otros militares y políticos en la conspiración contra la República, en abril de 1873, Serrano tuvo que salir de España y refugiarse en Biarritz (Francia), que se convirtió en uno de los centros de conspiración de antirrepublicanos y alfonsinos. El fracaso de la Primera República y el golpe del general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, colocaron a Serrano en la Presidencia del Poder Ejecutivo de la República en enero de 1874, iniciándose un régimen presidencialista indefinido y sin representación parlamentaria que precipitó el éxito de la causa alfonsina.

A comienzos de diciembre de 1874, con motivo del nuevo recrudecimiento del carlismo, Serrano, jefe del Estado y presidente del Gobierno, decidió desgajar ambos cargos y designó al general Zabala presidente del Gobierno para poder incorporarse él al frente del Norte y luchar contra los carlistas. La marcha de Serrano al frente del Norte impidió que se llevase a cabo el plebiscito que estaba proyectado y la convocatoria de Cortes necesaria tras la disolución de las Constituyentes.

Intentando liberar Pamplona —que había quedado sitiada por las tropas del Pretendiente—, le sorprendió en Tudela (Navarra) el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto (Valencia) y la Restauración de Alfonso XII. El 31 de diciembre de 1874, Serrano cesó como presidente del Poder Ejecutivo de la República y como general en jefe de los Ejércitos de operaciones del Norte, pasando al día siguiente a Francia. Fue el final de su protagonismo político.

Restaurada la monarquía de los Borbones, el duque de la Torre permaneció en Biarritz voluntariamente retirado de la política. En marzo de 1875, regresó a Madrid siendo su primera actuación ponerse al servicio del nuevo Rey reconociendo así la Restauración de Alfonso XII. A finales del verano de 1882, fundó el Partido de la Izquierda Dinástica, cuyo lema fue definido claramente por Serrano: la Constitución de 1869, lo que explicó su ruptura con Sagasta —a pesar de la antigua y sólida amistad de ambos forjada en los días difíciles del destronamiento de Isabel II—, a causa esencialmente del acatamiento de los fusionistas a la Constitución de 1876.

A finales de 1882, fue elegido presidente del Senado y en noviembre de 1883 fue nombrado embajador de España en Francia por segunda vez, cargo que nuevamente desempeñó con gran habilidad, pues tuvo que hacer frente a la conspiración de Ruiz Zorrilla exiliado en París. De vuelta a España, los últimos años del general Serrano fueron tristes a consecuencia de los graves disgustos provocados por el desgraciado matrimonio de su hijo Francisco. Murió en Madrid, el día 26 de noviembre de 1885, al día siguiente de haber fallecido el rey Alfonso XII.

Serrano había casado en 1850, a los cuarenta años, con su prima hermana Antonia Micaela Domínguez y Borrell, bellísima cubana de diecinueve años, hija de los condes de San Antonio, título que ella heredó.

Ambiciosa y frívola, tuvo un ascendiente muy grande sobre su esposo, tanto en lo personal como en lo político.

Del matrimonio nacieron cinco hijos: Concepción, Francisco, Josefa, Ventura y Leopoldo.

Francisco, el primer varón, heredó el título de II duque de la Torre y conde de San Antonio, pero al no tener hijos de su desafortunado matrimonio con Mercedes Martínez de Campos, ambos títulos pasaron a su hermana Concepción, primogénita de Serrano, a través de la cual ha continuado la sucesión al ducado de la Torre. Concepción Serrano se casó con José María Martínez de Campos, segundo conde de Santovenia.

Estos fueron los padres de Carlos Martínez de Campos y Serrano, III duque de la Torre, ilustre militar y académico de la Real Academia de la Historia, quien casó con María Josefa Muñoz y Roca Tallada, hija de los condes de la Viñaza. De este matrimonio nació Leopoldo Martínez de Campos Muñoz, IV duque de la Torre, quien contrajo matrimonio con Mercedes Carulla, y el hijo de ambos, Carlos Martínez de Campos y Carulla es el actual V duque de la Torre, casado con Cristina Montenegro.

El general Serrano, gracias a su acreditado valor personal, estuvo muy considerado en el Ejército, y por su afabilidad y llaneza se granjeó muchas simpatías.

Hombre de talante positivo y conciliador, el importante papel que desarrolló a lo largo de cuarenta y cinco años de actividad militar y política le hizo ser el “hombre de las crisis”, de “las situaciones límite”, siendo requerido en situaciones extremas que supo resolver con gran capacidad política, lo que le llevó a ocupar muchos de los cargos más por razón de su educación castrense —en que prevalecía su sentido del honor, del deber y del servicio— que por la ambición personal que tanto se le ha atribuido.

El general Serrano, además de haber sido regente del Reino, capitán general, presidente del Gobierno Provisional, presidente del Poder Ejecutivo de la República, ministro Universal, presidente del Gobierno, gobernador de Cuba, presidente del Senado, vicepresidente del Congreso de los Diputados, embajador de España en París, ministro de la Guerra, ministro de Estado, director general de Artillería, jefe del Partido de la Unión Liberal desde 1867, y fundador y jefe del Partido de la Izquierda Dinástica, fue Grande de España y estuvo en posesión del Toisón de Oro y de todas las condecoraciones y distinciones tanto civiles como militares españolas y extranjeras de su época.

 

Obras de ~: Informe presentado por el Excmo. Sr. Capitán General Duque de la Torre al Ministro de Ultramar, Madrid, Biblioteca Universal Económica, 1868.

 

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Trinidad Ortuzar Castañer

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