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Manuel Ignacio Santa Cruz Loidi

Biografía

Santa Cruz Loidi, Manuel Ignacio. El cura Santa Cruz. Elduayen (Guipúzcoa), 23.III.1842 – Pasto (Colombia), 10.VIII.1926. Sacerdote guerrillero carlista y misionero jesuita (SI).

Nació en un pequeño pueblo próximo a Tolosa en el seno de una familia humilde. Al morir sus padres, fue recogido por un tío suyo, fraile exclaustrado, que se encargó de adoctrinarle en el catolicismo y de enseñarle los rudimentos de latín y humanidades que le permitieron ingresar en el Seminario de Vitoria en 1861, año en que su cuidador se hizo cargo de la parroquia de Elduayen. El estudiante Santa Cruz llegó a la capital vasca en una época en que las ideas neocatólicas presidían el ambiente intelectual de la ciudad, en el que destacaba el canónigo Manterola por su dogmatismo en los sermones y escritos de adhesión a los principios papales de condena del liberalismo y de rechazo al reconocimiento del Reino de Italia por parte de España. Tras realizar dos cursos de Filosofía como alumno interno, Santa Cruz cursó como externo la carrera eclesiástica abreviada. Ordenado presbítero en 1866, siguió asistiendo a clase como oyente hasta que fue destinado de coadjutor a la parroquia de Hernialde, no muy distante de su pueblo natal, el 25 de enero de 1868, siendo cura párroco interino de la misma al año siguiente.

Al producirse la Revolución de 1868, el triunfo de los principios liberales y laicistas, plasmados en la política secularizadora de los gobiernos de Serrano y Prim, llevó a la Iglesia y a las fuerzas neocatólicas, que habían conocido una época dorada en las postrimerías del reinado de Isabel II, a condenar con rotundidad el nuevo régimen político y a centrar sus esfuerzos contrarrevolucionarios en la defensa de la tradicional unidad católica de España. Cuando el pretendiente al Trono, don Carlos, tomó como bandera política la defensa a ultranza de la intolerancia religiosa, parte del clero y la mayoría de los neocatólicos optaron por abrazar la causa carlista, representada entonces por el Partido “Monárquico-Católico”. La inveterada práctica absolutista de curas conspiradores y guerrilleros se manifestó ya con fuerza en el alzamiento carlista de 1869, que fue una protesta clerical contra la aprobación de la libertad de cultos por las Cortes Constituyentes.

La participación del sacerdote Santa Cruz, cuyas simpatías por el carlismo eran notorias, en la campaña de deslegitimación del régimen liberal, mediante sermones que unían la defensa de “la causa de Dios” a la legitimista del Pretendiente, y las sospechas de que estaba implicado en las conspiraciones que llevaron al levantamiento carlista conocido por “La Escodada”, hizo que la represión gubernamental le alcanzase al dictarse una orden de prisión contra él.

Aunque fue detenido por una pareja de la Guardia Civil cuando salía de celebrar misa en su parroquia el 6 de octubre de 1870, logró burlar a sus guardianes y escapar, ganando en su huida la frontera francesa.

La elección de Amadeo de Saboya como Rey de España, al que los clericales llamaron el “hijo del carcelero del Papa”, permitió a los carlistas sumarse con fuerza a la más amplia oposición contra el “rey extranjero”; presentando a don Carlos como el verdadero “rey español”, el único capaz de garantizar la tradición española católica, apostólica y romana. De esta manera, para muchos fieles, luchar contra la Monarquía liberal de Amadeo I (1871-1873) y a favor del intitulado Carlos (VII), equivalía a una defensa de la fe católica y de la causa del papado y de la Iglesia.

También para clérigos como Santa Cruz, el alzarse en armas por el rey carlista era, antes que la consecuencia por una preferencia dinástica, la mejor forma de poder defender —como él mismo expresó— la causa sagrada “de la Religión”, de hacer “la guerra santa”.

Con la retirada de la minoría carlista de las Cortes y los preparativos del nuevo alzamiento fijado por don Carlos para el 21 de abril de 1872, el prófugo Santa Cruz regresó a su tierra para unirse como capellán a las fuerzas guipuzcoanas. La pronta derrota carlista en la batalla de Oroquieta (4 de mayo), que obligó al Pretendiente a regresar a Francia, y el Convenio de Amorebieta, acabaron con el levantamiento en el Norte. Sin embargo, Santa Cruz, que había traspasado la frontera junto a las tropas carlistas en su retirada, reapareció en Guipúzcoa en el inmediato mes de junio para proseguir la lucha al frente de una pequeña partida. Ésta se dio a conocer, cerca de Mondragón, asaltando un convoy de armas en San Prudencio el 9 de agosto y después la aduana del puerto de Campazar que vigilaban los miqueletes. Esta primera campaña fue breve, pues el cura guerrillero fue detenido por las fuerzas del ejército en las proximidades de Arrazola (Vizcaya) y conducido prisionero a Aramayona (Álava), de cuya casa ayuntamiento de Ibarra logró fugarse el 11 de agosto, librándose así de una más que probable ejecución, hasta ponerse a salvo en Francia. Días después, sus hombres hacían lo mismo tras haber escondido las armas en Peña de Aya, lugar próximo al collado vasco-navarro de Arichulegui, que fueron los dos refugios montañosos, cercanos a la frontera, más utilizados por El Cura y su partida.

El 1 de diciembre de 1872, Santa Cruz reunió a sus treinta y siete hombres en el lado francés del Bidasoa para emprender al día siguiente la que sería su más importante campaña guerrillera, iniciada dos semanas antes del levantamiento general que dio lugar a la última Guerra Civil Carlista (1872-1876). Las labores de reclutamiento de jóvenes y de recogida de fondos en los pueblos, favorecidas por las redes que formaban las familias carlistas y el clero parroquial, dieron muy pronto su fruto. Para primeros de enero de 1873, la partida santacrucista, que integraba a otras más pequeñas, la formaban ya doscientos hombres (entre seiscientos y mil en el momento de mayor apogeo), divididos en compañías que sólo en las grandes acciones actuaban juntas. Para entonces el cura Santa Cruz, que portaba un palo grueso por toda defensa, se había dotado de una guardia personal, la “guardia negra”, que alcanzaría fama de terrible. La partida del Cura se convirtió en el principal enemigo de las fuerzas liberales en la provincia de Guipúzcoa, poniendo el diputado general, Manuel Maximino Aguirre, precio a su cabeza el día 4. En los siguientes días, los santacrucistas cortaron la vía férrea e incendiaron la estación de Hernani y salieron victoriosos del choque con las tropas liberales en Usúrbil. Sin embargo, las acciones de Iturrioz, lugar que tuvieron que abandonar, tras producirse pérdidas por ambos lados, el día 26, y la de Aya, cuya defensa fue abandonada por su partida y por la del Cura de Orio, Juan Antonio Macazaga, ante las superiores fuerzas del coronel José María de Loma, que hizo a su entrada, el 31 de enero, quinientos prisioneros, llevó a Santa Cruz a variar su táctica y a un creciente enfrentamiento con la jefatura del ejército carlista.

Santa Cruz culpó del revés sufrido en Aya al general Antonio Lizárraga, a la sazón comandante general carlista de Guipúzcoa, por no haberle enviado refuerzos desde la cercana población de Zarauz. Desde entonces el Cura realizó su campaña sin subordinarse al Estado Mayor de don Carlos y utilizando exclusivamente tácticas guerrilleras, que no buscaban la ocupación permanente de las poblaciones y que evitaban el enfrentamiento directo con el ejército liberal. Valiéndose de la sorpresa, su partida dañó infraestructuras y comunicaciones, obtuvo armas, provisiones y dinero y mantuvo frecuentes escaramuzas con pequeñas guarniciones liberales, pero sus acciones más impactantes fueron aquellas que llegaron a inspirar terror entre sus enemigos, tanto liberales como más tarde carlistas. Entre estas últimas se encuentran las vejaciones, palizas, secuestros y ejecuciones de liberales significados, colaboracionistas y espías. Entre los casos más célebres está el fusilamiento de una mujer en Arechavaleta que fue acusada de ser confidente de los liberales y que, al parecer, estaba embarazada. Varias fueron las represalias por venganza y entre las más sonadas está el secuestro y asesinato de dos milicianos para vengar la muerte del párroco de Anoeta, que había sido detenido por los voluntarios de Tolosa en relación con el anterior asesinato del alcalde liberal de Anoeta a manos de los santacrucistas. Caso semejante fue la entrada de Santa Cruz y de dos acompañantes en Tolosa para asesinar, en un día de mercado, a dos milicianos en venganza por la muerte de uno de sus hombres.

La partida santacrucista utilizó una bandera negra con el lema “Guerra sin cuartel”, usada a veces junto a la nacional, que contrastaba con la blanca carlista, y en los gritos que acompañaban a sus acciones, el de “¡Viva la Religión, vivan los fueros!”, no había lugar para otro que exaltase la proclamación del rey Carlos (VII). Santa Cruz luchaba, según escribió al propio don Carlos, por el triunfo de “la restauración de la legitimidad y del catolicismo en España” y sus preferencias las expresó con claridad en una de las cartas que dirigió al comandante general carlista de las provincias vasco-navarras, Antonio Dorregaray, en febrero de 1873: “Soy católico, apostólico y romano. Y que precisamente por eso soy carlista, porque sirviendo la causa de don Carlos sirvo la de Dios”. A pesar de ello, las discrepancias entre el cabecilla y el Estado Mayor carlista no obedecieron a motivos ideológicos, sino a razones de táctica militar, pues el Cura creía que la guerra de guerrillas era más adecuada que la del ejército regular para vencer a las tropas liberales.

La negativa del cura Santa Cruz a disolver su partida en beneficio de los batallones regulares, hizo que fuese considerado como enemigo por la jefatura militar carlista. Desde el 17 de marzo pesó sobre él una sentencia de muerte dictada por Lizárraga, que se hizo extensiva a su colaborador Cruz Ochoa, ex diputado y antiguo director de El Legitimista Español.

Desde abril, con el fusilamiento del comandante Juan Egozcue, sus represalias se dirigieron también contra los rivales carlistas. La acción de Endarlaza (Navarra), contra la casa-fortín que había junto al puente sobre el Bidasoa, en la que remató y fusiló a treinta y seis carabineros prisioneros sin compadecerse de las súplicas de sus esposas e hijos y sin ofrecerles confesión (4 de junio), puso en su contra a la plana mayor del carlismo. Así el diputado general carlista, Miguel Dorronsoro, le consideraba un “miembro podrido de la comunión católico-monárquica” y Lizárraga le negaba los títulos de católico y carlista en un duro escrito donde le llamaba “extraviado”, “corazón de hiena” y “rebelde de sacristía”. Otros actos de Santa Cruz, como el dictar órdenes de alcance provincial del tipo de prohibir circular sin un salvoconducto suyo, ofrecer indulto a los soldados que se pasasen a sus fuerzas o impedir la reunión anual de las juntas forales, si bien la más famosa fue aquella que expulsaba del territorio español a todas las prostitutas y amenazaba con la pena de muerte a las reincidentes que volvieran, no hicieron sino agravar su situación ante el Estado Mayor. Más aún cuando provocó un brutal incendió en la estación de Beasain, saltándose el acuerdo al que había llegado el mando carlista con la Compañía del Norte.

Entre las últimas acciones de la partida santacrucista se encuentran su fracasado intento de apoderarse de la fábrica de municiones carlista de Peñaplata (Navarra) y una entrada en Oyarzun que fue rechazada por los liberales (4 de julio). Pero, finalmente, Santa Cruz tuvo que rendirse con tres compañías ante las fuerzas del general marqués de Valdespina, jefe del Estado Mayor carlista, en Vera de Bidasoa el día 6. El cura guerrillero aceptó inicialmente la conmutación de la pena de muerte por el destierro en el extranjero que le ofreció el general, a cambio de entregar el mando de todas sus fuerzas, pero luego se negó a dar las órdenes pertinentes para rendir Arichulegui, por lo que fue encarcelado, aunque logró fugarse una vez más y cruzar la frontera el día 9. El 15 de julio, don Carlos salía de su mutismo para declarar rebelde a Santa Cruz y a todos aquellos que le sirvieran, pero para entonces el campamento de Arichulegui se había ya entregado y por primera vez Lizárraga reunía el mando de todos los batallones guipuzcoanos.

A primeros de diciembre de 1873, Santa Cruz abandonó su destierro al ser reclamado por sus antiguos partisanos que, encuadrados ya en los batallones regulares del general Lizárraga, participaban en el cerco de Tolosa. El 7 de diciembre, dieciocho compañías sublevadas aclamaron en Berrobi y Villabona al popular cura como su jefe superior, pasando luego a sitiar a las fuerzas de Lizárraga en Asteasu. Esta amenaza y exhibición de fuerza de los santacrucistas no intimidó al general que rechazó toda negociación con el cabecilla rebelde y fusiló a los parlamentarios enviados por éste. Santa Cruz, finalmente, decidió no llegar al enfrentamiento armado entre los propios batallones carlistas, que sólo podía beneficiar al gobierno de la República, y, abandonando súbitamente la guerra y a sus seguidores, volvió a su destierro en Francia.

Unos meses después, Santa Cruz era detenido en Bayona y puesto en libertad con la condición de que abandonase suelo francés. Sin embargo, en septiembre de 1874, encontró refugio en el Colegio de los Jesuitas de Lille, donde permaneció hasta recibir el perdón papal, por sus irregularidades canónicas durante la guerra, lo que le permitió volver a ejercer su ministerio sacerdotal; celebrando nuevamente misa, después de un paréntesis de más de cuatro años, el 9 de junio de 1875.

Al año siguiente se trasladó a Londres, donde tuvo una entrevista con el derrotado don Carlos, y en noviembre de 1876 partió con los jesuitas ingleses para las misiones de Jamaica, donde se dedicó al apostolado evangélico por espacio de quince años. A finales de 1891, el padre Loidi —que era como se hacía llamar el antiguo guerrillero desde que se inició de misionero en el seno de la Orden ignaciana— fue trasladado a Colombia. Allí trabajó en las misiones españolas que los jesuitas tenían en Pasto, fundando a las afueras de esta ciudad una parroquia misionera que recibió el nombre de San Ignacio. En 1920 fue admitido de novicio y el 31 de julio de 1922 ingresó, tras hacer los votos correspondientes, en la Compañía de Jesús, cuyas reglas venía cumpliendo desde hacía varias décadas. El nuevo jesuita recobró su primer apellido para volver a llamarse padre Santa Cruz. Tras dedicar cincuenta años a propagar la fe católica en América, treinta y cinco de ellos entre los campesinos colombianos, falleció en su misión de San Ignacio cuando contaba ochenta y cuatro años de edad.

Fue pocos meses guerrillero, pero tiempo suficiente para convertirse en una figura legendaria y popular, frecuentemente evocada en la literatura sobre la última Guerra Carlista (Pérez Galdós, Valle-Inclán, Baroja).

Sin embargo, su valoración fue muy negativa hasta su muerte, tanto por parte de autores liberales (Pirala, Nakens) como de sus correligionarios carlistas (Hernando, Brea, Rodezno). A partir de 1928, con la aparición de las biografías de Olazábal y de Bernoville, se produjo una recuperación del personaje desde las corrientes católicas del integrismo y el nacionalismo vasco.

 

Bibl.: [J. Nakens], Crímenes de El Cura Santa Cruz, Madrid, Imprenta de D. Blanco, s. f.; A. Pirala, Historia contemporánea, t. III-VI, Madrid, Tello, 1875-1879 (2.ª ed., 1892-1895); F. M. Hernando, Recuerdos de la guerra civil. La campaña carlista (1872-1876), París, Jouby y Roger, 1877; M. Lafuente, J. Valera, A. Borrego y A. Pirala, Historia General de España, t. VI, Barcelona, Montaner y Simón, 1882, págs. 714-736; A. Brea, Campaña del Norte de 1873 a 1876, Barcelona, Imprenta de la Hormiga de Oro, 1897; P. Baroja, El cura Santa Cruz y su partida, Madrid, R. Caro Raggio, 1918; G. Bernoville, La cruz sangrienta. Historia del cura Santa Cruz, San Sebastián, [Aldus], 1928; J. de Olazábal y Ramery, El cura Santa Cruz guerrillero, Vitoria, Imprenta del Montepío Diocesano, 1928; J. de Urquijo, La cruz de sangre. El cura Santa Cruz, San Sebastián, Nueva Editorial, 1928; C. de Rodezno, Carlos VII, Madrid, Espasa Calpe, 1929; R. Oyarzun, Historia del carlismo, Madrid, FE, 1939 (3.ª ed., 1965); E. Carro Celada, Curas guerrilleros en España, Madrid, Propaganda Popular Católica, 1971; J. A. Ayestarán, “El cura Santa Cruz, mito populista vasco”, en Muga, 2 (1979), págs. 38-49; J. Extramiana, Historia de las guerras carlistas, t. II, San Sebastián, L. Haranburu, 1980, cap. IV; J. J. López Antón, “Significación ideológica en la historia vasca de la guerrilla del cura Santa Cruz (1872-1873)”, en Muga, 80 (1992), págs. 72-89; J. Canal, El carlismo, Madrid, Alianza, 2000.

 

Gregorio de la Fuente Monge

 

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