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Diego Francisco Muñoz-Torrero Ramírez Moyano

Biografía

Muñoz-Torrero y Ramírez Moyano, Diego Francisco. Cabeza del Buey (Badajoz), 21.I.1761 – San Julián de la Barra (Portugal), 16.III.1829. Sacerdote, catedrático y primer presidente del primer Congreso Parlamentario español.

No pocas lagunas presenta la biografía de Muñoz-Torrero, destacado diputado doceañista que se enfrentó a la Inquisición y fue uno de los máximos defensores de la libertad de imprenta. En su trayectoria vital se pueden distinguir las siguientes etapas: la infancia en Extremadura (1761-1775), estudios y adolescencia en la Universidad de Salamanca (1776-1787), rectorado de la misma Universidad (1787-1789), canónigo en la colegiata de Villafranca del Bierzo (1790-1819), parlamentario en Cádiz (1810-1814), encarcelamiento en Madrid (mayo de 1814-diciembre de 1815), destierro en La Coruña (1815-1820), diputado en el Trienio Liberal (1820-1823), segundo destierro en Portugal y triste final (1823-1829). De estas etapas, las mejor documentadas son las que tuvieron mayor proyección pública, es decir, la de la Universidad de Salamanca y las de diputado, tanto en Cádiz como en el Trienio Liberal.

Nació en Cabeza del Buey en el seno de una familia plebeya, pero acomodada y de las más influyentes de dicho pueblo, por parte paterna, si bien la madre procedía de familia con recursos económicos muy modestos. Fue hijo de Diego Antonio Muñoz Torrero, farmacéutico y profesor de Latín, y de María Francisca Ramírez Moyano, ambos vecinos de Cabeza del Buey, que habían contraído matrimonio el 16 de febrero de 1760. Fue el primer vástago del matrimonio, el cual también tuvo una hija, María de San Demetrio (nacida en octubre de 1762). La madre falleció el 9 de enero de 1764 y el padre permaneció viudo hasta su muerte en enero de 1801, gestionando con éxito el patrimonio agropecuario familiar.

El padre, Diego Antonio, que regentaba una acreditada preceptoría de Gramática, enseñó las primeras letras y la latinidad a su hijo en el mismo pueblo Cabeza del Buey. Conseguido el nivel formativo necesario, fue enviado a la prestigiosa Universidad de Salamanca, donde, con los periódicos regresos a Cabeza del Buey coincidiendo con los períodos vacacionales, residió casi quince años de su vida (1776-1790), divididos en dos etapas diferentes: como estudiante (1776-1787) y como rector (1787-1789). El 17 de octubre de 1776, Diego Francisco Muñoz-Torrero, a la edad de quince años, “pasa a la Universidad a oír ciencia”. Después de un corto trimestre de Latín intensivo, ingresó en la Universidad de Salamanca el 10 de enero de 1777 al matricularse en Artes, es decir, en Filosofía. En dos cursillos de tres meses cada uno Diego aprobó Lógica, 19 de abril, y Súmulas, 10 de julio de 1777. El 17 de diciembre se matriculó en Metafísica, que aprobó el 6 de julio de 1778, y el 10 de octubre de ese mismo año sufrió la correspondiente prueba de bachilleramiento en Artes.

Durante los siguientes años orientó su formación hacia los estudios teológicos y filosóficos, aquéllos que habrían de constituir el fundamento de su futura actividad profesional: la carrera eclesiástica. En efecto, matriculado en la Facultad Mayor de Teología, siguió primero un curso de Cánones durante el año académico 1778-1779 y, posteriormente, otros cuatro centrados específicamente en los ámbitos de la Teología y la Filosofía. Concluidos estos últimos, el 11 de junio de 1783 se graduó de bachiller en Teología. Contaba, pues, con veintidós años cuando recibía el primer título que le acreditaba, caso de que así lo decidiera, para el ejercicio profesional fuera de la Universidad.

Sin embargo, el bachillerato en Teología no colmaba totalmente los deseos y aspiraciones del joven de Cabeza del Buey. Interesado en conseguir la licenciatura y, tal vez, en ejercer como profesor universitario durante algún tiempo, el curso 1783-1784 lo dedicó a asistir a las academias, requisito necesario para la obtención del grado de licenciado. El 7 de diciembre de 1784, y a propuesta del catedrático Martín de Hinojosa, fue nombrado profesor interino o regente en una Cátedra de Artes, tomando posesión de la misma el 17 de enero de 1785. La primera mitad del año 1786 supuso en la vida de Muñoz-Torrero un período de febril actividad y cargado de novedades. Por Real Carta-Orden de Su Majestad, fechada el 10 de enero, era nombrado catedrático de Regencia de Artes, tomando posesión de la cátedra siete días más tarde. Por último, durante aquella primavera de 1786 cuajó definitivamente su orientación hacia la vida religiosa, entendida como opción individual libremente aceptada, y se ordenó de sacerdote. De esta forma, a los veinticinco años daba un paso definitivo en su carrera eclesiástica, estimulada desde niño por su padre, quien le había ido labrando la congrua correspondiente. Luego vendrían las merecidas vacaciones en Cabeza del Buey y, de vuelta otra vez a Salamanca, el comienzo de un nuevo curso.

En junio de 1787 opositó a la Cátedra De locis theologicis, cátedra que ganó el dominico fray José de la Oliva. Previamente, había solicitado un mes de excedencia de su trabajo. Le sustituyeron los que serán dos conocidos filorrevolucionarios: los bachilleres Juan Bautista Picornell y Mariano Luis de Urquijo. El 24 de octubre de 1787 alcanzó su licenciatura en Teología, y veinte días después, el 10 de noviembre de 1787, era elegido rector. Llegó al rectorado, cuando aún no había cumplido los veintisiete años, gracias a sus magníficas cualidades personales y con el apoyo incondicional de su padre en materia económica. Fue un rector joven, pero inteligente y afable, entregado a su trabajo y, sobre todo, hombre profundamente respetuoso con la tradición universitaria, cualidades que no le impidieron apoyar la introducción en ella de algunas novedades importantes, aquéllas que, en su opinión, podrían colaborar a la mejora y el progreso de la docencia en el seno de la Universidad, a pesar de los constantes enfrentamientos de los escolásticos conservadores frente a ilustrados reformistas.

Fueron muchas las actividades que, en medio de intensas luchas académicas, se desarrollaron bajo la “ilustrada dirección” del rector Muñoz-Torrero: mejora de la Biblioteca universitaria; creación del Colegio de Filosofía; impulso a nuevos planes de estudio, etc. Los abundantes informes remitidos al Consejo de Castilla u otras instituciones sobre asuntos muy diversos, así como los numerosos debates por él presididos sobre cuestiones relativas a rentas, salarios, dotaciones o situación y obligaciones de los profesores, constituyen otros tantos indicadores de un bienio particularmente intenso en la vida universitaria salmantina.

En sus momentos de ocio solía acudir a las tertulias organizadas por Ramón de Salas en su casa o en su despacho de abogado, donde trataban, fundamentalmente, cuestiones de política, derecho o filosofía.

A comienzos de 1790 quedó libre de sus obligaciones rectorales y, sorpresivamente, decidió abandonar la Universidad y dedicarse en exclusiva al ejercicio de la vida religiosa. Desde ese año hasta mediados de 1810, la trayectoria vital del religioso extremeño aparece sumida en una casi total oscuridad, pues las noticias de que se dispone acerca de su actividad son extraordinariamente escasas.

Sólo se sabe de manera fidedigna que se trasladó desde Salamanca a Madrid, presumiblemente a finales de 1792, tras pasar un año en Cabeza del Buey, para hacer oposición a una de las capellanías que se encontraban vacantes de las adscritas a la iglesia de San Isidro. A pesar de sus brillantes ejercicios no consiguió la plaza. Injusticia subsanada por el marqués de Villafranca del Bierzo, patrono de una colegiata, quien le ofreció al clérigo extremeño una canonjía en ella, donde pudo colmar sus apetencias espirituales durante casi veinte años, antes de ser absorbido por la vorágine de la Guerra de la Independencia.

Nombrado chantre de la colegiata de Villafranca, allí residía, con absoluta seguridad, a mediados de marzo de 1808. Y en esta situación permaneció hasta su traslado a la isla de León, a finales del verano de 1810, en su nueva condición de diputado por la provincia de Extremadura, cargo para el que había sido elegido entre el 23 y el 29 de julio de ese año.

Muñoz-Torrero se encontraba en la isla de León el 24 de septiembre de 1810, fecha en que la Regencia, después de sucesivos aplazamientos, había decidido, al fin, proceder a la apertura de las Cortes. Correspondió al diputado extremeño el gran honor y la extraordinaria responsabilidad de ser nombrado presidente y alzar por primera vez la voz en aquella magna asamblea, para proclamar, desde el primer párrafo, que “los Diputados que componen este Congreso y representan a la Nación española se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extraordinarias, en las que reside la Soberanía Nacional”.

Enemigo de la populachería, serio pero también querido y respetado, a partir de entonces se dedicó en cuerpo y alma, con extraordinario rigor y exigencia, a sus trabajos de diputado. No fue un orador de discursos largos, pues, de acuerdo con su carácter austero y una ética poco dada al lucimiento personal, prefería la concisión y el razonamiento lógico y clarividente frente al uso de mecanismos retóricos.

Tuvo parte activa en el trabajo de nueve comisiones (libertad de imprenta y restablecimiento del Consejo de la Inquisición, entre otras), interviniendo con mayor intensidad en los debates políticos más transcendentales, aquéllos en que se trataron los asuntos de cuya feliz resolución dependía la marcha del país por la senda del liberalismo, como en la discusión acerca del proyecto de Ley de Libertad de Imprenta, en el largo proceso de redacción y debate del texto constitucional o en el dictamen sobre abolición del Santo Oficio.

En resumen, Muñoz Torrero se dedicó en cuerpo y alma, con extraordinario rigor y exigencias a sus trabajos como parlamentario. Defendió que en las Cortes reside la soberanía nacional y convenía dividir los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Entre sus propuestas destacaron algunas como el Decreto de 24 de Septiembre que se convertiría en el primer texto legislativo de la nueva situación y pilar fundamental de todo el proceso revolucionario; los llamados Principios Generales de la Nación Española o la Ley de Libertad de Imprenta. Defendió el dictamen sobre abolición del Santo Oficio y los Reglamentos del Poder Ejecutivo y del Consejo de Estado; la cuestión de los señoríos, mayorazgos y vinculaciones, etc. Su participación en varias comisiones, su intervención en casi todos los debates, su presidencia de la Comisión Constitucional, le convierten sin duda en uno de los “padres” más señalados de la Pepa. Su defensa del régimen político de la monarquía parlamentaria moderada (un régimen donde estuvieran garantizadas las libertades individuales) y del principio de soberanía nacional, acuñado por él de forma inequívoca, y su defensa a ultranza del proyecto de ley sobre la libertad de imprenta, son un claro exponente de la relevancia histórica del parlamentario ilustrado extremeño.

No fue, además, la actividad parlamentaria su única realización en aquellos tres años de vigencia de las Cortes Extraordinarias, pues ejerció labores periodísticas, escribiendo anónimamente en los periódicos de aquella época, sin abandonar en ningún momento las obligaciones que se derivaban de su condición de religioso.

De acuerdo con lo establecido en la Constitución, su nombramiento como diputado para la nueva reunión de Cortes Ordinarias resultaba incompatible con su condición de parlamentario en las Extraordinarias, por lo que no pudo participar en las elecciones celebradas el 30 de septiembre de 1812, anuladas luego por la comisión de actas de las Cortes y repetidas el 15 de agosto de 1813.

No se tiene información alguna acerca de su situación durante los siete meses que transcurrieron entre octubre de 1813 y los primeros días de mayo del siguiente año. Se ignora, por consiguiente, si permaneció en Cádiz durante algún tiempo o partió para Madrid apenas se instalaron las Cortes Ordinarias. Lo cierto es que la vuelta de Fernando VII y el golpe de Estado que significaba su Decreto de 4 de mayo de 1814, declarando “nulos y de ningún valor ni efecto” la Constitución y los decretos de las Cortes, se produjeron cuando el extremeño tenía fijada ya su residencia en la capital, donde fue arrestado en la noche del 10 de mayo, declarado reo de lesa majestad y, en consecuencia, incurso en pena de muerte. Sin embargo, no mostraba, Muñoz-Torrero arrepentimiento alguno por su pasado político, afirmándose, por el contrario, en la necesidad de sus trabajos parlamentarios y su convicción profunda de que toda la actividad de los diputados gaditanos había estado orientada a la defensa de la nación y del trono.

Después de dos procedimientos fallidos, por falta de pruebas, porque los magistrados fernandinos no encontraran una fórmula idónea para acusar a los diputados doceañistas, como deseaba el Gobierno, el propio Monarca se hizo cargo, personalmente, de emitir el Real Decreto de 15 de diciembre de 1814, por el que se condenaba a todos los prisioneros. Los eclesiásticos permanecerían encerrados en diferentes conventos.

El sacerdote de Cabeza del Buey fue condenado a seis años de reclusión en un Convento de franciscanos en Erbón (municipio de Padrón, La Coruña), adonde probablemente llegó en los primeros días de enero de 1816, provisto sólo de sus hábitos, algún libro y unos cuantos enseres personales. Allí permanecería por espacio de casi un lustro (1816-1820), dedicado al estudio y la oración, sus únicas actividades cotidianas, ajeno a cualesquiera clase de acontecimientos políticos y sin contacto alguno con el mundo exterior.

El 21 de febrero se producía el levantamiento en La Coruña, iniciado en los primeros días de enero de 1820 por Rafael del Riego en Cabezas de San Juan, y quedaba constituida en la capital gallega una Junta Superior de Gobierno con plenitud de poderes en aquellos momentos de efervescencia revolucionaria. Por fin, el día 28, los constitucionales liberaban en Erbón al canónigo de Villafranca del Bierzo, quien inmediatamente después se trasladó a La Coruña, donde inició una intensa y fructífera colaboración con los constitucionalistas gallegos a través de la citada Junta. Allí permanecería algo más de tres meses. En tierras gallegas se encontraba todavía cuando fue elegido diputado por la provincia de Badajoz el 21 de mayo en la iglesia del Convento de San Gabriel.

A su llegada a Madrid, instaló su residencia en un modesto cuarto situado en el n.º 61 de la calle Preciados. La escasez de sus recursos económicos lo obligó a trasladarse desde allí al domicilio de su amigo y paisano Juan Álvarez Guerra, en la calle del Olivo, n.º 16. Más tarde, compartiría una pequeña habitación en el convento de las monjas de Góngora con su amigo Bernardino Miguel Romero, que ejercía de capellán en aquella casa de religiosas.

Su pobreza, agudizada por la costumbre de repartir entre los pobres los limitados ingresos que le proporcionaba su canonjía, lo obligaba a llevar una vida espartana y a vestir, a veces, ropa remendada. Difícil situación económica, que se agravó aún más tras la desaparición de las escasas rentas que hasta entonces había venido percibiendo por su condición de canónigo de la colegiata de Villafranca, a consecuencia de la drástica reducción del diezmo.

A pesar de todo, de nuevo trabajó en algunas de las comisiones que desarrollaron una mayor actividad e influencia en el Trienio (Libertad de Imprenta, Instrucción Pública, Reforma del Reglamento Interior de las Cortes y Diputación Permanente del Congreso) y desempeñó numerosas comisiones de tipo honorífico y protocolario (contestación a los discursos de la Corona, felicitaciones al Rey, etc.). Elegido presidente de la Diputación Permanente de las Cortes a principios de noviembre de 1820, la actuación de Muñoz Torrero estuvo siempre presidida por su notable interés en potenciar la concordia y la tolerancia como norma general de comportamiento y relaciones entre los diputados.

Sus momentos de júbilo en esta nueva etapa constitucional se trocaron en tristeza por la pertinaz negativa del papa Pío VII a preconizarlo como obispo de Guadix, por la participación de Muñoz-Torrero en la aprobación de la Ley sobre Reforma de Regulares. En enero de 1821, el Gobierno, a propuesta de las Cortes, solicitaba a la Santa Sede la concesión de las bulas preceptivas para dicha elevación, pero el Papa no lo preconizó en ninguno de los consistorios celebrados en 1821 y 1822, a pesar de las presiones del Gobierno español y de la amenaza de ruptura de relaciones diplomáticas e, incluso, de un auténtico cisma en la Iglesia española.

En octubre de 1822, hacía ya algún tiempo que el religioso extremeño había abandonado sus trabajos parlamentarios, por cambio de legislatura, pues salió derrotado en las siguientes elecciones a Cortes ordinarias, celebradas en diciembre de 1821, lo cual significaba el final de su carrera política. A mediados de febrero de 1822, volvía, otra vez, al ejercicio exclusivo de su ministerio eclesiástico de canónigo en la colegiata de Villafranca, durante el año en que aún permaneció vigente el régimen constitucional.

En abril de 1823 entraron en territorio español los Cien Mil Hijos de San Luis, por lo que, probablemente en los primeros días de la segunda quincena de junio, el ex rector de Salamanca salía de Madrid con dirección a Badajoz, donde, protegido por sus amigos y correligionarios políticos, permaneció durante algún tiempo. A comienzos del otoño de 1823, ante el peligro que corría, no pudo elegir otro camino que su salida a Portugal, estableciendo su residencia en Campo Maior, una tranquila población cercana a la frontera, donde, desconocido y sin apenas recursos económicos, permaneció casi cinco años, dedicado al estudio, la oración y la puesta a punto para su publicación de ciertos escritos relativos a temas religiosos que su ajetreada vida política había postergado.

La mala suerte, sin embargo, parecía perseguir a Muñoz Torrero. Pocos meses después de su llegada a Campo Maior tenía lugar en tierras portuguesas un levantamiento del infante Miguel, quien, apoyado por los contrarrevolucionarios, suspendía la Constitución a principios de 1824 y creaba a su alrededor un fuerte pánico anticonstitucional. La situación de los emigrados españoles en Portugal se haría mucho más difícil a partir del verano de 1826, cuando, a la muerte de Juan VI, la lucha entre constitucionales y absolutistas se transformó en un conflicto dinástico y en una dura guerra civil. En el último trimestre de 1827, la represión desatada por los realistas portugueses contra los liberales españoles alcanzó cotas desconocidas hasta entonces, cuando el gobierno constitucional fue derribado y se hizo cargo de la regencia el infante Miguel.

En la primavera de 1828, los nuevos mandatarios portugueses propiciaron una política de auténtico exterminio frente a los exiliados españoles, lo que impulsó a Muñoz-Torrero a partir de Campo Maior hacia Lisboa, con objeto de embarcar, después, rumbo a Francia o Inglaterra. Pero esta decisión resultaba ya tardía. Apenas había llegado a la capital portuguesa, en los primeros días de noviembre de 1828, cuando fue arrestado por los miguelistas y conducido, prisionero, a la torre de San Julián de la Barra, una vieja edificación militar situada a las afueras de Lisboa y habilitada entonces para liberales portugueses y españoles.

Comenzaba una nueva, y última, etapa de castigos y penalidades para el ex diputado de Cabeza del Buey. Su situación, al igual que la del resto de los detenidos, se hizo insostenible desde los primeros días de 1829. En un inmundo calabozo de la citada torre vivió Diego Muñoz-Torrero los cuatro últimos meses de su vida, martirizado por los brutales instintos de los carceleros miguelistas, sufriendo varios ataques apopléticos. Abandonado a su suerte por las instancias gubernamentales españolas y en la más absoluta pobreza, pero sin retroceder un ápice ni en sus principios políticos ni en su fe y profundas convicciones religiosas, pasaba a mejor vida, a los sesenta y ocho años de edad, el amante apasionado de las libertades que fue Muñoz-Torrero.

Indecentemente sepultado junto a la prisión, fue necesario esperar a que se produjera el triunfo definitivo del liberalismo en ambos países para que empezara a hacerse justicia a la figura de Muñoz-Torrero y se restaurara, al menos transitoriamente, su memoria. El 24 de diciembre de 1834 eran desenterrados los restos mortales de Muñoz-Torrero y trasladados al camposanto de Oeiras. Treinta y cinco años después de su muerte, sus restos mortales son trasladados desde Lisboa al cementerio de San Nicolás, de Madrid, siendo aclamado, en esta ciudad, a su llegada, el día 5 de mayo de 1864, como un héroe tanto por la mayoría de la prensa como por el pueblo español no solo en Madrid, sino también por los lugares que pasaron sus cenizas. Por el contrario, los amantes del absolutismo lo recibieron con desprecio y con algunos improperios por parte de la prensa de contenido monárquico.

A diferencia de lo sucedido con otros políticos e intelectuales amigos suyos, de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, ninguna obra ni correspondencia suya ha podido ser encontrada hasta este momento, aunque tradicionalmente se admite que en Cádiz dedicaba su tiempo libre a la elaboración de artículos para la prensa y la redacción de una obra sobre temas religiosos y que, durante su estancia en Campo Maior, escribió un Catecismo Político. En definitiva, hay que lamentar la pérdida de sus trabajos sobre temas políticos y religiosos, con los cuales podríamos profundizar en el conocimiento de un hombre de Iglesia cuya vida giró íntegramente alrededor de dos polos fundamentales: la modernización de las estructuras universitarias españolas y la defensa de la monarquía parlamentaria, en la que siempre estuvieran garantizadas las libertades individuales.

Al valorar la figura de Muñoz-Torrero se encuentran unos rasgos de nítida constancia a lo largo de su trayectoria vital, como su evidente liberalismo, constitucionalismo y clara vocación religiosa. Su aspecto físico era el de un individuo de regular estatura, algo cargado de espaldas, con movimientos reposados y una voz clara y respetuosa. Moralmente, los historiadores, por unanimidad, le reconocen los rasgos propios de una personalidad culta, recia y bien definida. Era un eclesiástico sabio, virtuoso, simpático a cuantos le trataban, laborioso, modesto, bondadoso, puro en sus costumbres, de ilustrada y muy tolerante piedad. Pero, tras el ropaje de una persona noble y caritativa, tolerante, generosa, sencilla y bonachona, se escondía también un hombre reflexivo, austero y recio, de convicciones profundas, e inasequible al desaliento en la defensa de los principios en que creía. La persecución y el martirio marcaron la trayectoria vital de un hombre cuyos planteamientos ideológicos se adelantaron, en muchos aspectos, al tiempo que le tocó vivir, una época caracterizada por la crisis del sistema político y socioeconómico del absolutismo y el nacimiento del liberal burgués.

 

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Antonio Astorgano Abajo

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