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Hernando de Aragón y Gurrea

Biografía

Aragón y Gurrea, Hernando de. Zaragoza, 25.VII.1498 – 29.I.1575. Monje cisterciense (OCist.), abad de Veruela, arzobispo de Zaragoza, reformador de las órdenes religiosas, historiador, virrey de Aragón.

Descendía del infante Alonso, hijo bastardo de Fernando el Católico —antes de que éste contrajera matrimonio con Isabel la Católica—, y de Ana de Gurrea.

Era primo hermano de Carlos V y tío de san Francisco de Borja. Desde la infancia acumuló honores y prebendas de toda clase, pero hacia los veinticuatro años, hallándose insatisfecho entre tantas cosas de la tierra, renunció a sus cargos y dignidades, repartió la mayor parte de sus bienes a los pobres y entre los criados, e ingresó en 1522 en Santa María de Piedra.

Terminado el noviciado y verificada la profesión religiosa en 1524, recibió las órdenes sagradas poco después, continuando su formación monástica y ahondando en las ciencias sagradas.

Pronto dio una prueba de lo que iba a ser la tónica destacada de su vida, el interés por solucionar todos los problemas que se le presentaran. Al tiempo de ingresar Hernando, la abadía de Piedra sufría el peso de un censo de 1.500 ducados, y no teniendo los monjes medios de poder redimirlo, se encargó él de saldarlo con el fruto de las rentas que se había reservado. Notando que los monjes no recibían ropa interior, sino de dos en dos años, juzgando que la limpieza no estaba reñida con la virtud, fundó un legado de quinientos sueldos para que esa entrega se les hiciera cada año. No fueron éstos los únicos beneficios reportados al monasterio. Los trece años que pasó en el monasterio no pudieron ser más fecundos en bendiciones económicas para la casa, sin perder de vista las obligaciones primordiales de los monjes, de aspirar a la santidad.

Su probada virtud, unida a un dinamismo incansable y celo por la gloria de Dios y por el bien de los monjes, fue causa de que los superiores lo tuvieran en cuenta y al quedar vacante la abadía de Veruela en 1535, pusieran los ojos en él y le sublimaran al régimen de la misma. “Le dieron la abadía de Veruela —escribe un cronista del siglo xvii— para que fuera el reparador y como nuevo fundador de esta casa; por lo que hizo siendo abad y por lo que obró después, en virtud suya, el sucesor.” Si el siglo xii había sido el de la fundación del monasterio, el xvi sería el de su resurgimiento y ampliación de los edificios y del patrimonio, gracias a su celo y entrega desplegados, y a la cooperación que prestó siempre en tiempos de su sucesor, el abad Lope Marco, persona de toda su confianza, que le tendría a su lado durante toda su vida, completándose mutuamente, porque también era persona emprendedora como Hernando Aragón.

Desde 1539 que le sucedió en el cargo y continuó hasta 1560, fueron días del gran despliegue monumental y económico del monasterio verolano.

Su excelente preparación —unido a su ascendencia regia, que pesaba mucho en Roma en aquellos tiempos— además de las grandes obras llevadas a cabo en aquellos años, dio pie para que Carlos V le presentara a la santa Sede para la mitra zaragozana. Pablo III aceptó la propuesta y le nombró arzobispo de Zaragoza el 20 de mayo de 1539. La nueva dignidad no alteró en nada su género de vida sencilla, ni el espíritu monástico, aunque, por otra parte, dejó fama de que se daba cuenta de sus ascendientes, y el palacio arzobispal cambió de aspecto a su llegada. Nunca en el exterior quiso variar la indumentaria, apareciendo muchas veces con el hábito monástico, y se conocen algunos cuadros en que da prueba de ello.

El celo y la actividad que mostró en los monasterios siendo abad los manifestó también como arzobispo.

Así le vemos ya el 25 de octubre de 1543 emprender la pesada carga de la visita pastoral de los pueblos, no regresando a Zaragoza hasta el 2 julio del siguiente año. Eran aquellos años de suma decadencia religiosa, sobre todo entre los consagrados, que vegetaban en sus monasterios sin espíritu religioso. Los escándalos eran tan notorios, que los mismos seglares recurrieron a Roma pidiendo que se pusiera coto a tanto desmán.

La Santa Sede escuchó benignamente las quejas del pueblo fiel y nombró a Hernando reformador de los regulares, particularmente de la orden del Císter, consiguiendo ser nombrado vicario general de la diócesis y comisario general del Reino. Se formaba un dúo incomparable de dos antiguos cohermanos monjes del Císter, que llevarían a cabo una serie de obras que darían pie para una obra voluminosa. Sólo cabe recordar unas palabras de Pedro Cerbuna —futuro obispo de Tarazona—, que pronunció en la oración fúnebre de Hernando de Aragón, y en las que decía que él solo había realizado más obras pías que casi todos sus antecesores juntos. En la mayoría de estas obras estuvo presente la iniciativa y la cooperación de Lope Marco. Se calcula que gastó en monasterios, iglesias y capillas la cifra respetable de 500.000 escudos de plata, eso sin contar la gran cantidad de limosnas públicas y privadas, así como los muchos socorros dispensados sin que nadie se diera cuenta.

Como todos los de su estirpe, realizó numerosas construcciones, tanto en la ciudad como en la diócesis.

Entre ellas destacan la prolongación de las cinco naves góticas de la seo, obra monumental que encontró demasiado pequeña y desproporcionada. A las dos bóvedas añadidas, que vienen a ser un tercio de la iglesia, sumó la primorosa capilla dedicada al melifluo doctor San Bernardo, con altar de piedra de alabastro de hermosa escultura, y algunas raciones, misas y aniversarios perpetuos. Restauró el palacio arzobispal, los castillos pertenecientes a la mitra que se hallaban muy derruidos; las obras realizadas por doquier fueron incontables, de manera que “quedó tan impresa su memoria en todos los lugares de aquella dilatada diócesis, que no hay alguno que en su iglesia, sacristía o casas de la décima no tengan alguna obra hija de su real piedad y celo”.

Aquel amor al Císter demostrado a través de su vida, se enfrió no poco en 1560, con motivo del fallecimiento de fray Lope Marco, abad de Veruela que le sucedió en el cargo, y que siempre había tenido a su lado como vicario general. El hecho fue que le desagradó sobremanera que los monjes del monasterio hicieran una acogida fría a sus restos mortales, no tributándole los honores merecidos a un hombre que había hecho tanto por el monasterio y había dado tanto prestigio a la casa. Tal fue la edificación y la dotación necesaria de la cartuja de Aula Dei, “que es una casa de las buenas de España, con muy buena renta y propiedades, y es el edificio muy costoso y rico”.

Después de haber regido con gran prudencia y celo incansable la archidiócesis zaragozana por espacio de treinta y seis años, “y compuesto muchas cosas del reino y servido fidelísimamente al Emperador Carlos V y al rey Felipe II, y habiendo sido muy obediente a la Sede Apostólica, murió santamente a 29 de enero del año 1575”. Como toda su vida se mostró buen hijo del Císter, teniendo a su lado como colaborador asiduo al abad de Veruela, Dios quiso que en los últimos momento permaneciera a su lado fray Antonio García, monje y abad que había sido de Piedra, a la sazón obispo de Útica. No pudo poner mejor colofón a su vida de constante servicio a la Iglesia y a la orden del Císter, a la que tanto debía. Fue sepultado en la capilla de san Bernardo que él mismo había mandado construir en el sepulcro propio y al lado de su madre, Ana de Gurrea.

Hernando de Aragón fue “una de las figuras más brillantes del mundo político español del siglo xvi durante los reinados de su primo Carlos V y de Felipe II, fue diputado en el reino de Aragón, como abad de Veruela y como arzobispo después. Al subir al trono Felipe II, lo nombró virrey de Aragón, cargo que ostentó hasta su muerte. Mención especial merece su actuación como reformador, siguiendo las orientaciones tridentinas. La mayor parte de las casas religiosas de su archidiócesis supieron de su celo, excesivo en algunas ocasiones, lo que le proporcionó no pocos disgustos. Los franciscanos pretendieron llevarle ante la Justicia de Aragón por desafuero. Pero más conocido fue su enfrentamiento con los jesuitas llegados a zaragoza en 1547 por iniciativa de Francisco de Borja, sobrino del arzobispo” (A. Martín).

Por lo general se le ha juzgado como uno de los más grandes prelados que pasaron por la sede cesaraugustana, aunque, según algún historiador, tenía su modo de ser y no había medio de doblegarle. Al verse en la sede episcopal, sin duda se le olvidó un poco la obediencia rendida a los superiores que inculca a sus hijos san Benito, quienes les dice que deben ver en ellos la persona de Cristo. Cuando fue convocado el Concilio de Trento, al recibir las bulas de Julio III en 1551 para la segunda sesión, se excusó ante las grandes dificultades que ofrecía el viaje. Su excesivo aferramiento a la tradición y poca flexibilidad a las normas nuevas introducidas por el concilio de Trento hizo que se mostrara reacio a ellas, y solamente daba luz verde a las que iban acordes con su talante. Con todo, las deficiencias son insignificantes al lado de sus grandes méritos. También tiene en su haber el hecho de haber ahondado en la historia dejando obras inmortales, hasta el punto de que Jerónimo Blancas le llama: “estudiosísimo investigador de las antigüedades de España y en particular de Aragón. A él se debe la creación del cronista del reino aragonés, recayendo el primer nombramiento en el insigne Jerónimo Zurita”.

 

Obras de ~: Consotitutionum Synodalium omnium archiepiscopatus Coesaraustani epilogus, Zaragoza, 1542; Historia de los Reyes de Aragón y Catálogo de los prelados del reino de Aragón Nobiliario de las Casas principales de España, esto es, Castilla, Aragón, Cataluña, Navarra y Vizcaya, en cuatro gruesos volúmenes, s. l., s. f.

 

Bibl.: A. de Yepes, Crónica general de la Orden de San Benito, vol. VII, Valladolid, 1618, f. 374; N. Antonio, Bibliotheca nova, t. I, Roma, Oficina de Nicolai Angeli Tinassi, 1672, pág. 368; G. Argáiz, La Soledad laureada por San Benito y sus hijos en las iglesias de España, vol. V, Madrid, por Bernardo de Herbada a costa de Gabriel de León, 1675, pág. 644; T. de Peralta, Fundación, antigüedad y progresos de [...], Monasterio de Osera, Madrid, 1677, págs. 133-140; R. Muñiz, Biblioteca Cisterciense española, Burgos, Joseph de Navas, 1793, págs. 30- 32; V. la Fuente, Historia Eclesiástica de España, vol. IV, Barcelona, Imprenta de Pablo Riera, 1855; L. Jornet, El Monasterio de Piedra, Su historia, valles, cascadas y grutas. Leyendas monásticas, Madrid, 1876, págs. 22 y 23; F. Latassa, Diccionario bibliográfico biográfico, t. I, Zaragoza, 1884, págs. 120-122; J. López Landa, El Monasterio de Nuestra Señora de Rueda, Calatayud, 1922, pág. 30; J. Finestres, Historia del Real Monasterio de Poblet, vol. II, Barcelona, Talleres Gráficos Rex, 1948, págs. 162-164; P. Blanco Trías, El Real Monasterio de Veruela, Palma de Mallorca, 1949, pág. 149; J. García Oro, “Don Suero de Oca”, en Cuadernos de Estudios Gallegos, XXIII (1968), págs. 45-69; D. Y áñez Neira, “El monasterio de Oseira cumplió ochocientos cincuenta años”, en Archivos Leoneses, 85-86 (1989), págs. 1185-1187; “Monjes pontevedreses en la orden del Císter”, en Museo de Pontevedra, 51 (1997), págs. 544-547.

 

Damián Yáñez Neira, OCSO