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Luis Fernández de Córdoba

Biografía

Fernández de Córdoba, Luis. Duque de Sessa (II). ¿Córdoba?, f. s. XV – Roma (Italia), 18.VIII.1526. Embajador de Carlos V en Roma, yerno y heredero del Gran Capitán.

Luis Fernández de Córdoba, cuya fecha de nacimiento a finales del siglo XV no se conoce con seguridad, llegó a ser uno de los agentes más destacados de Carlos V en Italia cuando, al principio de su reinado, canalizó las relaciones entre el Pontificado y el Imperio en los años turbulentos, marcados por la batalla de Pavía, que precedieron al Saco de Roma. Su actuación se inscribe en una trama de intereses aristocráticos asentados en el escenario feudal del reino de Nápoles durante el período de consolidación del sistema de gobierno virreinal en ausencia, así como en la constelación nobiliaria y cardenalicia de la Corte romana. Segundo duque de Sessa por su matrimonio con la hija y heredera del Gran Capitán, Elvira, Luis Fernández de Córdoba, que fue además IV conde de Cabra, se convirtió en uno de los intérpretes y actores principales del entramado italiano del Imperio de Carlos V en su doble condición de gran feudatario napolitano, heredero del prestigio y de gran parte de la trama clientelar del conquistador del reino, y embajador en Roma, cuya cercanía privilegiada al Pontífice y a la curia le abría nuevas posibilidades de promoción, facilitadas por las tensiones faccionales en las Cortes de Adriano VI y Clemente VII.

Carente de títulos propios hasta la muerte en 1525 de su padre, el III conde de Cabra, el II duque de Sessa se esforzó en afirmar su vocación guerrera. Luis Fernández de Córdoba, que pretendió alcanzar el gobierno virreinal o, al menos la lugartenencia general del reino de Nápoles, constituyó además un precedente de la utilización de la embajada romana como plataforma de ascenso por los miembros de la alta nobleza castellana y, tras enviudar, en sus últimos años intentó conseguir un capelo cardenalicio.

A la muerte del Gran Capitán, en 1515, el linaje Fernández de Córdoba se hallaba fragmentado en cuatro grandes ramas: la principal, de los señores de Aguilar, a la que pertenecía el propio Gonzalo, había alcanzado el marquesado de Priego en 1501 y estaba representada por el I marqués Pedro Fernández de Córdoba. Por su parte, el Gran Capitán había dado lugar a una nueva línea, consagrada por la obtención de grandes títulos napolitanos como el ducado de Sessa en 1507. A ellas se sumaban los condes de Cabra —primer título conseguido por el linaje, en 1455— y los alcaides de los Donceles, desde 1512 marqueses de Comares. Todos ellos tenían su asiento territorial en el sur del reino de Córdoba e hicieron de esta zona y de la capital andaluza el teatro de su rivalidad por controlar concejos y señoríos. El hermano mayor de Gonzalo y cabeza del linaje, Alonso Fernández de Córdoba, hasta su muerte en 1501 fue “quasi absoluto señor de Córdoua, donde biuía, e se hazía todo quanto él mandaua”, como recuerda Gonzalo Fernández de Oviedo, y protagonizaba “grandes contenciones e diferencias” con los condes de Cabra desde el reinado de Enrique IV, pese a lo cual Oviedo podía escribir a mediados del siglo XVI que “todas enemistades e rrenzillas ha curado el tiempo, e ambas casas están conformes e travado deudos e matrimonios la una casa con la otra, tan estrechamente como veys, e buena amistad conservan”. El surgimiento de una segunda rama de la casa de Aguilar, fundada por el Gran Capitán gracias a sus feudos italianos, junto al protagonismo político alcanzado en Nápoles y prolongado tras su vuelta a Castilla en abierto contraste con Fernando el Católico, iba a facilitar la reconciliación entre los dos grandes troncos de los Fernández de Córdoba —de Aguilar y de Cabra— en el marco del proceso de concentración familiar emprendido durante el reinado de los Reyes Católicos y, sobre todo, en el período de las regencias. El marqués de Priego y el conde de Cabra habían sido, junto al conde de Ureña, Juan Téllez Girón, los principales exponentes de la facción felipista en Andalucía.

El III conde de Cabra movilizó a su extensa parentela a la muerte del rey Fernando e hizo que su hermano Hernando de Córdoba, regidor de la capital andaluza y gobernador del Campo de Calatrava, intercediese ante Cisneros para que se reconocieran los servicios que tanto él como el marqués de Priego habían prestado a la Corona en tiempos de Isabel la Católica. El conde, que había tejido una densa red de alianzas con otros aristócratas andaluces como el I duque de Arcos, Rodrigo Ponce de León, a quienes estaba ligado por lazos de parentesco y una común hostilidad hacia Fernando el Católico, situó a sus hijos en la Corte e hizo que acompañaran al nuevo monarca, Carlos de Austria en la Corte de Flandes.

De esa forma comenzó a labrarse la carrera de su primogénito, Luis, amparado por la reforzada solidaridad familiar y una ejemplar formación caballeresca.

Así lo puso de manifiesto la temprana dedicatoria de que fue objeto por parte del desconocido autor de dos de las primeras novelas de caballerías que, siguiendo la estela del Amadís, sublimaban en ficción literaria los valores e intereses de un entramado nobiliario en consolidación. Tanto el Palmerín de Oliva, publicado en Salamanca el 22 de diciembre de 1511 y dedicado “al illustre e muy magnífico señor don luis de Cordoua, hijo del muy illustre e magnífico señor don Diego Hernandes de Cordoua, conde de Cabra, visconde de Isnajar, Señor de la villa de Vaena...”, como el Primaleón, salido de las mismas prensas un año después, reflejan en sus dedicatorias a Luis Fernández de Córdoba el afán heroico del linaje.

Tras haber marchado a Flandes, como otros nobles desafectos a Fernando el Católico, el conde de Cabra y su primogénito volvieron con el nuevo Rey a Castilla. En febrero de 1518 Luis Fernández de Córdoba participó junto a dos de sus hermanos en el solemne torneo organizado en Valladolid en honor del nuevo Monarca. Pero, defraudado en sus ambiciones cortesanas, el conde de Cabra se dispuso a sellar con la duquesa viuda de Sessa y Terranova, María Manrique, el matrimonio de su primogénito con la heredera del Gran Capitán, a la que él mismo había estado comprometido. El 4 de abril de 1519, el embajador veneciano en la Corte imperial, Francesco Corner, informaba desde Barcelona de la realización de la boda. Un año después, Luis Fernández de Córdoba, convertido ya en II duque de Sessa, acompañó al nuevo Emperador en su viaje a Flandes y el Imperio y destacó por sus habilidades cortesanas durante el banquete ofrecido en Canterbury por Enrique VIII al paso de la comitiva por Inglaterra. Ése fue el último episodio de la lujosa trayectoria caballeresca seguida por Luis Fernández de Córdoba en la Corte imperial.

Meses después se dirigía con su mujer a Italia, para tomar posesión de sus estados napolitanos. La atención prioritaria hacia éstos no impidió, sin embargo, que en los años siguientes el duque cultivara sus intereses en Andalucía. Por ello, el 17 de febrero de 1523 solicitaba al Emperador la concesión del oficio de veinticuatro de Granada tras la vacante dejada por la muerte de su primo Martín de Córdoba, y el 25 de mayo de 1526 firmaba un pacto con el I duque de Arcos, Rodrigo Ponce de León, para “defenderlo en todo tiempo”, salvo contra sus parientes más cercanos, renovando así la alianza sostenida por su padre con uno de los principales linajes que controlaban el gobierno de ciudades y tierras en los reinos de Sevilla y Granada.

El 12 de agosto de 1525 murió el III conde de Cabra, Diego Fernández de Córdoba. En 1523 su hermano Antonio de Córdoba había sido nombrado chambelán del Emperador y a principios de 1525 otro hermano, Francisco de Mendoza, pasó a formar parte del nuevo Consejo de Hacienda. El favor dispensado a la casa de los condes de Cabra se extendió también a sus demás miembros. En 1521 varios hermanos de Luis Fernández de Córdoba marcharon con él a Italia.

Uno de ellos, Pedro Fernández de Córdoba, estuvo a punto de ser nombrado en 1523 embajador en Venecia, pero fue enviado finalmente como legado a la Dieta de Nuremberg. En 1524 estaba en Roma y en 1525 en Toledo, donde representaba intereses del archiduque Fernando, en cuya Corte acabó forjando una brillante carrera. El 17 de abril de 1526, el duque de Sessa solicitó el obispado de Zamora para otro de sus hermanos, Juan Fernández de Córdoba, deán de Córdoba y abad de Rute. La red familiar seguía extendiéndose en la Corte, la Iglesia, las ciudades y los señoríos andaluces, mientras Luis Fernández de Córdoba se erigía en el centro de un eje aristocrático entre Nápoles y Roma del que son reflejo sus relaciones con destacados escritores de ambos núcleos. En 1521, cuando acababa de llegar a Nápoles, la pareja ducal recibió la dedicatoria del Eutychi Augustini Niphi Medices Philosophi suessani libellus de his quae ab optimis principibus agenda sunt: ad Ludovicum atque Elviam Ferdinandos a Corduba principes suessanos —Florencia, 1521, por Filippo Giunta—, obra de uno de sus más ilustres vasallos napolitanos, el médico y filósofo Agostino Nifo, y donde se exponían las virtudes propias del hombre y la mujer nobles de acuerdo con la ética aristotélica. Por aquel entonces, los duques, recibidos con todos los honores por el virrey Ramón Folch de Cardona, se habían establecido en Nápoles, en el palacio próximo a San Giovanni Maggiore, en el seggio de Porto, concedido por Fernando el Católico al Gran Capitán. Allí pasaron año y medio, estrechando relación con cuantos habían militado en el bando de Gonzalo, como el humanista Pietro Gravina, que les dedicó varios poemas latinos invitándolos a imitar las virtudes del primer virrey de Nápoles, además de otros autores con los que pronto estableció correspondencia Luis Fernández de Córdoba, inclinado a las letras desde su temprana formación caballeresca, y entre los que habían de destacar Baltasar de Castiglione y Paolo Giovio. Este último comenzó a escribir su famosa Vida del Gran Capitán a instancias de Luis Fernández de Córdoba, contribuyendo así de modo decisivo a la difusión de un mito que se vio impulsado cuando, en agosto de 1523, Juan Ginés de Sepúlveda publicó en Roma el Dialogus de appetenda gloria qui inscribitur Gonsalvus, también dedicado a los duques y en el que trataba de conciliar la ética cristiana con la ambición humanística de gloria. En octubre de 1524, un mes después de la muerte de Elvira Fernández de Córdoba, aparecía en Roma, en la imprenta del calígrafo vicentino Lodovico degli Arrighi y del entallador perugino Lautizio di Bartolomeo de' Rotelli, el poema Deploratoria del Fuscano, in la Morte, de la Illustriss. S. Donna Elvira de Cordova Duchessa di Sessa. En ese ambiente de cultura clasicista cabe destacar la transformación de la iglesia de Santiago de los Españoles de la plaza Navona de Roma, que culminó bajo la embajada de Luis Fernández de Córdoba, con la intervención, en 1525 y 1526, de los arquitectos Antonio y Bastiano de Sangallo. Sin embargo, no fueron las grandes artes plásticas las llamadas a ocupar un lugar central en la atención del embajador, sino los libros y, sobre todo, las medallas, como informa minuciosamente el inventario de sus bienes, realizado el 22 de agosto de 1526, cuatro días después de su muerte. El capítulo más rico es el que atañe a la biblioteca de Luis Fernández de Córdoba, formada por unos ochenta volúmenes —además de las bulas y documentos oficiales— cuidadosamente seleccionados en función de su contenido y, también, de su apariencia. Llama la atención la escasez de obras religiosas y la presencia de autores clásicos e italianos como Petrarca, tradicionalmente venerado por el linaje Colonna como un referente familiar y cada vez más difundido durante esos años en los ambientes aristocráticos napolitanos.

En 1522, apenas ocupado su oficio de embajador en Roma, en sustitución de don Juan Manuel, Luis Fernández de Córdoba se refugió en uno de los feudos de los Colonna que rodeaban Roma por el sur, extendiéndose hasta más allá de la frontera del reino de Nápoles, en los confines de su propio estado de Sessa. Esa proximidad geográfica encerraba también una proximidad política que hacía del linaje gibelino el principal sostén de la presencia imperial a ambos lados de la frontera. La antigua amistad de los Colonna con el Gran Capitán iba a resurgir durante la embajada romana de su heredero, condicionando su actuación en un sentido crecientemente belicista, sobre todo tras la muerte del papa Adriano VI. El cónclave que le siguió en 1523 concitó los intereses de los cardenales y los grupos nacionales. Uno de los que más enconadamente pretendieron la tiara fue el cardenal Pompeo Colonna. Sin embargo, tanto la Corte imperial como Luis Fernández de Córdoba se inclinaron por el cardenal Giulio de Médicis, que resultó elegido como Clemente VII. El ascenso al trono de san Pedro de quien se consideraba jefe del partido imperial auguraba un período de estabilidad en las relaciones con el Papa, que permitiría al embajador centrar su atención en otros estados italianos. Esa actuación era aún más necesaria en los momentos en que la máxima autoridad política del Emperador en Italia, el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, asumía sus deberes militares como capitán general de la Liga en sustitución de Prospero Colonna —muerto en 1523—, flanqueado por el nuevo aliado del César en Italia, el Condestable Carlos de Borbón. La posibilidad de dejar al duque de Sessa al frente del Gobierno de Nápoles, aunque fuera a título provisional, abrió entonces nuevas perspectivas a las pretensiones de aumento de su casa que, si bien frustradas entonces, volvieron a plantearse en otras ocasiones.

Contra todos los pronósticos, el enfrentamiento del Papa con el Emperador fue en aumento y el 7 de agosto de 1524 Luis Fernández de Córdoba señaló maliciosamente que todos los cardenales que morían eran contrarios a Clemente, si bien se felicitaba por la decisión de enviar a España como nuncio al conde Baltasar de Castiglione. La referencia a las cualidades ejemplares de éste adquiría especial valor en unos momentos en los que Luis Fernández de Córdoba se enfrentaba al cuestionamiento de sus atribuciones ante el envío de otros legados extraordinarios del Emperador.

El duque de Sessa abrigaba serias dudas sobre su oficio y creía tener motivos para dolerse de las críticas que contra él vertían otros agentes imperiales en Italia, como Lope Hurtado de Mendoza, cuya presencia en la Corte pontificia suscitaba los recelos del embajador. El acrecentamiento de su casa, al que apelaba el propio Soberano, le llevó el 15 de junio siguiente a declarar a su mujer, residente en Sessa y con quien mantenía una intensa correspondencia, su disposición a abandonar la embajada por no considerar justamente recompensados sus desvelos. En los meses críticos que precedieron a la batalla de Pavía, con el virrey de Nápoles ocupado en el frente militar del norte, el duque de Sessa se erigió en el principal interlocutor de la Corte para los asuntos políticos de Italia y centralizó la documentación imperial sobre las más diversas materias legales y de gobierno. Simultáneamente, Luis Fernández de Córdoba realizaba varias operaciones financieras para pagar a las tropas imperiales y, a la vez, mantener los costosos gastos de su embajada, a través de tratos con varios banqueros genoveses cuyos préstamos fueron avalados por obispos españoles o imperiales residentes en Roma.

El momento culminante de la embajada del duque de Sessa coincidió con el impacto desatado por la victoria imperial de Pavía. Apenas dos días después de producirse, el 26 de febrero de 1525, Luis Fernández de Córdoba comunicó al Emperador la noticia que, a su vez, había conocido a través del Papa, y le aconsejó que estrechara el cerco contra Francia. La captura de Francisco I conmocionó a toda Italia y desató el temor de cuantos se habían mostrado adversarios o simplemente distantes con el Emperador. Los Colonna tomaban la iniciativa y, llevados por su enemistad con el Papa, amenazaban la seguridad de Roma.

Ante la superioridad militar de los imperiales, el Pontífice accedió a firmar la alianza tantas veces solicitada.

Se trataba de un preacuerdo al que debía seguir el tratado definitivo, pero su planteamiento reflejaba la decisiva intervención del embajador. Ésta se iba a ver perjudicada, sin embargo, debido a la resistencia del Papa a aceptar la hegemonía imperial conforme se hacían evidentes las discrepancias entre los vencedores.

El aprovechamiento de la inesperada victoria y el destino de la prisión del rey de Francia ahondaba el enfrentamiento entre los máximos representantes del César, el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, por un lado, y el condestable Carlos de Borbón, secundado por el marqués de Pescara, por el otro. El duque de Sessa debió mantener la apariencia de unidad en el bloque imperial mientras el Papa daba muestras crecientes de descontento con su actuación en diversas materias. La victoria de Pavía había desatado una oleada de júbilo entre todos los partidarios de la causa imperial en Italia, actualizando antiguas lealtades gibelinas.

Siena, la república que garantizaba el control de la frontera septentrional del territorio de la Iglesia en el Lacio, era objeto de especial atención por parte del Papa y del embajador del César, que se consideraba encargado de su custodia y a cuya autoridad acudían las autoridades sienesas para dirimir sus crónicas rivalidades. La intervención de Luis Fernández de Córdoba, que en un primer momento había aplacado los ánimos, fue vista en Roma como una intromisión peligrosa para la libertad del Papa. Sin embargo, Clemente prefirió contemporizar por el momento y seguir adelante con la ratificación de la Liga.

La división entre los ministros imperiales era cada vez más abierta y estaba presidida por el enfrentamiento entre Gattinara y Lannoy, cuyos efectos amenazaban con extenderse al gobierno del reino de Nápoles. En esa situación Luis Fernández de Córdoba se convirtió en elemento valioso de una posible reorganización de los altos representantes del César en Italia al plantearse de nuevo que pudiera sustituir al conde de Santa Severina, Andrea Carafa, como lugarteniente general de Nápoles en ausencia del virrey.

Lannoy denunció a Carlos V el proyecto de poner al duque de Sessa al frente del Gobierno de Nápoles, que consideraba una maniobra urdida por Gattinara para minar su autoridad. Aunque el virrey no lo mencionaba, el hecho de que pudiera hacerse con las riendas del poder un gran feudatario del reino, pariente y sucesor además del sospechoso Gran Capitán, no era un aval para ese nombramiento que, al igual que en ocasiones anteriores, no llegó a realizarse, si bien Luis Fernández de Córdoba intervino activamente en los asuntos napolitanos. La tradicional rivalidad entre el embajador en Roma y el virrey de Nápoles, que la Corona había utilizado como un útil contrapeso al poder de éste desde los tiempos de Francisco de Rojas y el Gran Capitán, se había prolongado a principios del reinado de Carlos V con el enfrentamiento entre don Juan Manuel y Ramón de Cardona para remitir desde 1522 con la llegada del duque de Sessa y Carlos de Lannoy.

Aunque ambos establecieron una colaboración aceptable, las fuertes tensiones desatadas en la Corte imperial por la diversidad de conceptos e intereses que representaban Gattinara y Lannoy hizo que Luis Fernández de Córdoba se viera obligado a maniobrar sin alinearse abiertamente con ninguno de ellos, pero permaneciendo más próximo al gran canciller del que dependía la tramitación de los negocios bajo su jurisdicción.

Ello explica la oposición al duque expresada por el virrey de Nápoles en la crítica primavera de 1526, reflejo también de su propia debilidad al no haber podido hacer cumplir el tratado de Madrid que defendía frente a la opinión de Gattinara.

A lo largo de 1526 las gestiones del embajador imperial adquirieron un ritmo vertiginoso, reflejado por los continuos despachos enviados al Monarca. Su situación en la Corte pontificia era cada vez más difícil. Por ello se vio obligado a firmar un compromiso de no armar tropas contra el Papa, sometiéndose a las autoridades de la ciudad de Roma como garantía. Los términos de la promesa reflejaban la dimensión clientelar que implicaba la presencia del duque de Sessa en la urbe al equipararlo a los jefes de los grandes linajes romanos, prontos a armar a sus familiares y partidarios. El Emperador decidió enviar a Hugo de Moncada para convencer al Papa de que no se aliase con el rey de Francia, pero el 22 de mayo se firmaba en Cognac la Liga Santa entre ambos, con el concurso de Francisco Sforza y las repúblicas de Florencia y Venecia. Mientras Luis Fernández de Córdoba reclutaba soldados en los Estados Pontificios, Moncada preparaba en Nápoles la famosa incursión junto al cardenal Pompeo Colonna que lo llevaría a saquear el Vaticano y el barrio adyacente el 20 de septiembre de ese año. El camino hacia el gran Saco de 1527 estaba así abierto.

El 7 de junio de 1526 Luis Fernández de Córdoba informó al Emperador de una decepcionante entrevista con el Papa y le comunicó su próxima salida de Roma para unirse al Ejército imperial. Sin embargo, se demoró más de lo previsto, sobre todo por el reclutamiento de soldados. El 19 de julio, Lope de Soria informó a Carlos V de que la salida de Sessa, junto con Hugo de Moncada, se debía a la persecución a que se encontraban sometidos por Clemente VII y a las continuas amenazas de muerte recibidas por parte de los agentes de éste. El 26 de julio, Luis Fernández de Córdoba envió todavía dos emisarios al Papa para proponerle una tregua. El agente francés Alberto Pio de Carpi le recomendó que aceptase, pero el embajador veneciano se opuso. El 29 de julio, el duque de Sessa presidió por última vez la tradicional ceremonia de la entrega de la hacanea al Papa y solicitó licencia para dejar Roma con destino al frente en Lombardía. Sin embargo, iba a quedar paralizado por la enfermedad, de la que informaba al Emperador el 17 de agosto el secretario Juan Pérez. Hasta entonces había residido en Marino, Corte de los Colonna, como en muchas otras ocasiones a lo largo de su embajada, pero el agravamiento de su estado de salud lo decidió a volver a Roma. El 18 de agosto, el embajador veneciano comunicaba de la muerte de Luis Fernández de Córdoba “in Monte Cavallo in caxa del reverendissimo cardinal di Ivrea” y de ella informó Lope de Soria al Emperador el 30 de agosto. El palacio de Monte Cavallo, situado donde a finales del siglo XVI se erigió el Quirinal, formaba parte del complejo urbano dominado por los Colonna y había sido residencia habitual de Luis Fernández de Córdoba durante su embajada, vinculada así hasta el final de sus días al poderoso linaje gibelino que tantas veces condicionó su actuación. El 16 de noviembre de 1526, desde Granada, Carlos V comunicaba al secretario de la embajada, Juan Pérez, la próxima llegada a Roma de Juan Antonio Muscettola como enviado especial para intentar un nuevo acercamiento con el Papa y expresaba además su pesar por la muerte del duque de Sessa con su habitual laconismo: “que en verdad perdemos en él un muy buen servidor”.

 

Bibl.: P. Gravina, Poematum libri, Napoli, por Joannis Sultzbach, 1532, págs. 5-9, 20, 35, 40 y 55; F. Nicolini, “Don Gonzalo dei ‘Promessi Sposi’ e la sua discendenza dal Gran Capitano. Schizzo storico d’una famiglia ispano-italiana nel Cinquecento”, en Aspetti della vita italo-spagnuola nel Cinque e Seicento, Napoli, A. Guida, 1936, pág. 21; A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su “Epistolario” y nuevos documentos, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Francisco de Vitoria, 1949, págs. 53-54; G. Fernández de Oviedo, Batallas y Quincuagenas, ed. de J. B. Avalle-Arce, Salamanca, Ediciones de la Diputación, 1989, págs. 51 y ss.; E. Rodríguez Peregrina, “Vida y Obra”, en J. G. de Sepúlveda, Obras completas, ed. de E. Rodríguez Peregrina, t. I, Salamanca, Ayuntamiento de Pozoblanco, 1995, págs. XXVXXXIV; C. J. Hernando Sánchez, “Nobleza y diplomacia en la Italia de Carlos V. El II duque de Sessa, embajador en Roma”, en J. L. Castellano y F. Sánchez Montes (coords.), Carlos V. Europeísmo y universalidad, III. Los escenarios del Imperio, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, págs. 205-297.

 

Carlos José Hernando Sánchez