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Francisco de Benavides Dávila y Corella

Biografía

Benavides Dávila y Corella, Francisco de. Conde de Santisteban del Puerto (IX). Madrid, 6.XI.1644 – 22.VIII.1716. Aristócrata y gobernante, caballero de la Orden de Santiago.

Sus padres fueron Diego de Benavides y Antonia Dávila y Corella, marquesa propietaria de Las Navas. Su esposa, Francisca de Aragón y Sandoval, hija de Luis de Aragón, duque de Segorbe, y sobrina del cardenal Pascual y de Pedro Antonio de Aragón, que constituían una de las familias más poderosas de la Corte. Además de conde Santiesteban ostentó los títulos de conde del Risco (X) y de Concentaina (XI), marqués de las Navas (IX) y de Solera (II). Tuvo diecisiete hijos, el primogénito, Diego, marqués de Solera, contrajo matrimonio en 1682 con Teresa María de la Cerda y de Aragón, hija del VIII duque de Medinaceli, y murió en la batalla de Marsaglia (4 de octubre de 1693), integrado en el ejército hispano que asediaba Piñerolo frente al ejército dirigido por Catinat.

Su segundo hijo, Luis, murió siendo virrey de Navarra. Fallecidos los dos mayores, le sucedió en el título el tercero, Manuel Domingo de Benavides y Aragón. Su hija Rosalía se casó con Luis Borgia, marqués de Lombay, primogénito del duque de Gandía.

Heredado el título condal de su padre, al constituirse el regimiento de la Guardia, tras la caída de Nithard, fue uno de los jóvenes nobles que obtuvieron una de las capitanías del mismo. Posteriormente, fue capitán general de la costa de Granada (1671), virrey de Cerdeña (desde fines de 1675 hasta enero de 1678), Sicilia (desde enero de 1679 hasta enero 1688) y Nápoles (1688-1696). En total, pasó más de veinte años seguidos en los tres virreinatos del sur de Italia.

Su acceso al gobierno del reino de Sicilia, en el que sustituyó a Vincenzo Gonzaga meses después de la caída de Mesina, fue el resultado del triunfo en la corte de los partidarios de aplicar un severo castigo a la ciudad rebelde. El senado mesinés fue sustituido por un cabildo o ayuntamiento al estilo español. Sus miembros pasarían a denominarse electos y serían nombrados por el virrey. Los privilegios honoríficos del antiguo senado desaparecieron, así como su autonomía; en el futuro, sus juntas habrían de celebrarse en el palacio real, en presencia del gobernador, figura que sustituía al antiguo estraticó. La Corte estraticocial pasó a denominarse Regia Audiencia. Todos los cargos de la administración ciudadana, incluidos los que antaño nombraba el Senado, pasaban a ser nombrados por el virrey o, en su caso, el gobernador. La circunscripción de la ciudad se redujo a los casales del constretto, quedando separada definitivamente la zona, más extensa, del distretto. La antigua exención de gabelas y donativos generales que afectaba a Mesina y su territorio fue suprimida. La hacienda de la ciudad quedó confiscada, quedando únicamente a disposición de los electos las cantidades que les fueran confiadas. La academia de caballeros de la Stella, y las de la Fucina y los Abbarbicati fueron extinguidas, lo mismo que la universidad. Tanto los nobles como los plebeyos hubieron de entregar, bajo severas penas, todas las armas de fuego que tuvieran en su poder.

La antigua autonomía de la ciudad desapareció así por completo, y el castigo estuvo acompañado de una punición simbólica, especialmente dolorosa. Las escrituras en que se conservaban los privilegios de la ciudad, que se custodiaban en la catedral, fueron confiscadas.

La Banca, o palacio del Senado, que se hallaba en la plaza de la catedral, fue destruida hasta los cimientos, lo mismo que la gran campana de la catedral que servía para declarar contraprivilegio las disposiciones contrarias a los intereses de Mesina. Sobre el solar del antiguo senado, con el bronce de la campana, se erigió una estatua ecuestre de Carlos II, obra de Giacomo Serpotta, en la que el rey era representado en actitud de aplastar la hidra de la rebelión. En el pedestal, una inscripción recordaba la infamia de los mesineses. Los habitantes de la ciudad fueron sometidos a una severa vigilancia, prohibiéndose, bajo pena de la vida, cualquier correspondencia con los rebeldes que habían huido cuando los franceses abandonaron Mesina. Una ciudadela militar, construida entre 1680 y 1683, serviría, en adelante, para controlar a Mesina, garantizando su quietud.

En el resto del reino de Sicilia, Santisteban puso asimismo en práctica una serie de iniciativas políticas que, aprovechando la ocasión, trataban de reforzar el poder real. En realidad, buena parte de su actuación estuvo orientada hacia este fin; pero merece la pena destacar la reducción de la autonomía de una serie de ciudades demaniales (de realengo): Catania, Augusta, Siracusa, Caltagirone y Naro, mediante la supresión del bussolo, o sistema de elección de sus jurados mediante sorteo. En adelante, el virrey nombraría a sus autoridades municipales, para quitar así la ocasión de que se produjeran desórdenes. En conjunto, y ayudado por la represión —pero también con dosis de habilidad y disimulación política—, su largo virreinato supuso la reafirmación del dominio español sobre Sicilia. Los ingresos producidos por los bienes confiscados a los mesineses rebeldes supusieron una notable aportación financiera a la hacienda real.

Nombrado virrey de Nápoles el 20 de diciembre de 1687, tomó posesión de su cargo el 29 de enero del año siguiente. Durante su prolongado virreinato —mantuvo su cargo incluso tras la caída del conde de Oropesa en 1691— prosiguió la tarea de reforzamiento del poder real llevada a cabo por el marqués del Carpio.

Una de sus principales, y primeras, realizaciones fue la reforma monetaria, proyectada ya por el marqués de Los Vélez y preparada inicialmente por el del Carpio. Los dos principales problemas eran el alto valor intrínseco de la moneda circulante —tanto la vieja como la nueva acuñada por éste— respecto a su curso legal, y la falta de medios para satisfacer a quienes entregasen la moneda antigua cortada. Ayudado por las piazze napolitanas y con el asesoramiento de la Junta de la Moneda, Santisteban revalorizó la moneda nueva en un 10 por ciento, lo que no sólo le permitió aumentar el valor de las acuñaciones del marqués del Carpio, sino también acuñar más moneda nueva, cubriendo su costo con un recargo del impuesto sobre la sal y una retención —formalmente un préstamo forzoso— sobre los ingresos de los extranjeros y los napolitanos que no habitaban en Nápoles. El nuevo cambio comenzó el 1 de enero de 1689 y, pese a las dificultades inherentes, la operación de retirada y cambio de la moneda se realizó con éxito en los primeros meses de dicho año.

Pronto resurgiría, sin embargo, el problema de la moneda: excesiva exportación —particularmente a Roma—, cortes, limaduras, o salida al mercado de monedas viejas retiradas de la circulación, dado que su valor intrínseco —el metal fino que poseían— seguía por encima del de cambio. La solución adoptada por Santisteban fue la revalorización de la moneda nueva en un 20 por ciento (9 de enero de 1691).

Seguramente, la medida no impidió que siguiera saliendo moneda, pero la revalorización atrajo grandes cantidades de monedas de otras ciudades italianas, especialmente Génova, que afluían a Nápoles para ser acuñadas. Ello proporcionó grandes sumas al erario napolitano, que ayudaron a financiar la guerra contra Francia iniciada en 1689. Galasso considera que si la plata que afluyó al reino no hubiera sido reexportada en una alta proporción, la moneda napolitana habría sido saneada por un largo período. Pero el mayor valor de la moneda de Roma no obedecía sólo a causas monetarias, sino también a la disminución de la balanza de pagos como consecuencia de la reducción de las principales exportaciones del reino: grano, seda, aceite y vino, que venía produciéndose desde hacía sesenta o setenta años.

El incremento del valor de las monedas hizo subir el precio de los bienes, y en especial los comestibles, lo que provocó quejas de las Piazze o Seggi. Los conflictos relacionados con la regulación del mercado eran uno de los principales problemas de la capital, que enfrentaban con frecuencia a las cinco piazze nobles con el electo popular, pero el virrey —en la línea de Carpio— intervino eficazmente en la vida de las piazze —sobre todo la popular— en contra de su autonomía. Tras los terremotos de comienzos de junio de 1688, que causaron graves daños en diversos edificios de la capital, reguló el precio de los materiales de construcción y el salario de los trabajadores del sector, creando una comisión para resolver los conflictos. Aunque su éxito no fue completo y no lograra evitar que subieran los precios, logró asegurar el aprovisionamiento de tales materiales y el orden público, reduciendo los inconvenientes provocados por el desastre. A comienzos de los años noventa hubo de hacer frente también a un contagio de peste en Puglia.

Su política pragmática y eficaz la puso en práctica también en la represión del bandolerismo y en la severa administración de la justicia, tratando de hacer frente a la frecuencia de los asesinatos, robos y actos de violencia. En la línea del conde de Oñate o el marqués del Carpio, fue firme en la aplicación de la justicia con los nobles, un sector social que conservaba sus hábitos violentos y prepotentes. En su época de gobierno se produjo el llamado proceso de los ateos, un complicado asunto que se prolongó durante los años noventa y que enfrentó los deseos del Santo Oficio romano de incrementar su poder en la capital del reino con la resistencia de los Seggi napolitanos; entre sus componentes estaban la tradición antiinquisitorial —especialmente fuerte entre los nobles—, los intereses de la Iglesia napolitana —que contaba con su propia inquisición episcopal—, y las relaciones con la Santa Sede.

Una de sus principales misiones como virrey consistió en el envío de dinero para hacer frente a la guerra de la Liga de Augsburgo. Según Galasso, los gastos soportados por el reino en aquella ocasión, pese a que fueron inferiores a los que sostuvo durante la guerra de Mesina (1674-1678), fueron lo suficientemente grandes como para duplicar, cuando menos, los gastos ordinarios de su hacienda. Tales gastos tuvieron algunas consecuencias beneficiosas para la economía napolitana por el aumento de la producción y exportación de vituallas y manufacturas ligadas a la actividad bélica (cañones, galeras, etc.), pero obligaron también a una importante venta de patrimonio regio (feudos, oficios, rentas fiscales...), a la petición de donativos (a barones y titulados, titulares de grandes oficios, ciudad de Nápoles...) y a diversas retenciones de sueldos, rentas, mercedes e ingresos de particulares.

De acuerdo con las órdenes de Madrid, en agosto de 1691 Santisteban redujo las secretarías de una serie de organismos y tribunales, pero tal política no tuvo continuidad y, a pesar de las reiteradas instrucciones de la Corte para la reforma de oficios de los tribunales de la monarquía, sus disposiciones fueron poco efectivas. Algunos reformados, incluso, fueron gradualmente readmitidos. En las fiestas de corte, el conde incrementó la presencia del teatro y la música, frente a los clásicos torneos, juegos caballerescos y corridas, iniciando una línea que habría de desarrollar más ampliamente su sucesor, el duque de Medinaceli.

Su gobierno fue templado y prudente, como afirmó un embajador genovés, si bien algunas fuentes señalan que su mano no estaba totalmente limpia, sobre todo tras la llegada de su mujer, a la que acusaban de avidez con el dinero. El residente saboyano Operti le consideraba un gobernante modélico por su moderación, con el único inconveniente ya citado de la avaricia de que se le acusaba. En cualquier caso, su acción de gobierno encontró el favor de un amplio sector de la opinión pública y Domenico Antonio Parrino le dedicó su célebre historia de los virreyes de Nápoles.

Le sucedería su sobrino por parte de madre, el IX duque de Medinaceli, quien tomó posesión el 28 de marzo de 1696. Antes de la sustitución, no obstante, se le hizo llegar al conde la nominación del rey como grande de España.

De vuelta a la corte tras sus largos años en Italia, fue designado consejero de Estado en la promoción de finales de noviembre de 1699. Debía dicho cargo a la confianza de la reina, la cual, poco después, a la muerte de su mayordomo mayor, marqués de los Balbases, consiguió también que Santisteban fuera nombrado para dicho puesto. Ante la inminencia del fallecimiento del rey, sin embargo, se alineó claramente con los partidarios de la sucesión borbónica. En la sesión del Consejo de Estado de junio de 1700, se unió al grupo de los que votaron en favor de un heredero francés (Portocarrero, Mancera, Villafranca y el marqués del Fresno). A la muerte de Carlos II, dimitió de su cargo en la casa de la reina, aunque —según Barrios— fue también mayordomo mayor de María Luisa de Saboya.

Galasso señala que, en los comienzos del reinado de Felipe V, rechazó ir como embajador a Turín, donde quería mandarlo Luis XIV, por la oposición de Portocarrero a dicha nómina (iría Castel Rodrigo). Junto con el duque de Medina Sidonia y el conde de Marcin, acompañó al rey en su viaje a Aragón y Cataluña —signo del incremento de su poder frente al declinante de Portocarrero— y formó parte también del séquito del monarca en su visita a Nápoles.

 

Bibl.: F. J. de Garma y Durán, Theatro Universal de España: descripción Eclesiástica y Secular de todos sus Reynos y Provincias en General y Particular [...], vol. IV, Madrid, 1738, pág. 127; F. Fernández de Bethencourt, Historia genealógica y heráldica de la Monarquía española. Casa real y grandes de España, vol. V, Madrid, Enrique Teodoro, 1897-1920, págs. 286-287; G. Galasso, Napoli spagnola dopo Masaniello. Politica, cultura, società, Napoli, Scientifiche Italiane, 1972 (Florencia, Sansoni, 1982); F. Barrios, El consejo de Estado de la Monarquía española, 1521-1812, Madrid, Consejo de Estado, 1984, pág. 406; G. Maura y Gamazo, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, Aguilar, 1990, passim; L. Ribot García, “La España de Carlos II”, en P. Molas (coord.), La transición del siglo xvii al xviii. Entre la decadencia y la reconstrucción, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, t. XXVIII, Madrid, Espasa Calpe, 1993; L. Ribot García, La Monarquía de España y la guerra de Mesina (1674- 1678), Madrid, Actas, 2002; “La sucesión de Carlos II. Diplomacia y lucha política a finales del siglo xvii”, en El arte de gobernar. Estudios sobre la España de los Austrias, Madrid, Alianza Editorial, 2006, págs. 227-276.

 

Luis Ribot García

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