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Francisco Fernández de la Cueva y de la Cueva

Biografía

Fernández de la Cueva y de la Cueva, Francisco. Duque de Alburquerque (VII). Cuéllar (Segovia), 1575 – Madrid, 18.VII.1637. Presidente del Consejo de Aragón y del Consejo de Italia, virrey de Sicilia y de Cataluña.

De preeminente linaje aristocrático castellano, su familia había forjado su gran patrimonio señorial y adquirido el título ducal a mediados del siglo XV, bajo la influencia cortesana del rey Enrique IV. De personalidad enérgica, el duque de Alburquerque, que fue también IV marqués de Cuéllar y conde de Ledesma y Huelma, gobernó como virrey de Sicilia entre los años 1627 y 1632 y, posteriormente, tras presidir el Consejo de Aragón entre 1632 y 1637, como virrey en el principado de Cataluña, del 17 de abril de 1616, fecha en la que juró el cargo con carácter trienal en la ciudad de Barcelona, hasta el 17 de abril de 1619, cuando fue designado embajador de España en Roma.

Su política de persecución contra el bandolerismo se revistió de una impresionante severidad. De hecho, a diferencia de sus antecesores en el cargo, nada más llegar al territorio catalán realizó una visita de inspección y empezó sin demora alguna a adoptar las medidas que consideraba necesarias. Como virrey tenía bien claras las consideraciones, causas y métodos, sobre cómo resolver definitivamente el problema del bandolerismo. Se trataba, según se ufanaba en proclamar una y otra vez, de usar incluso procedimientos que contraviniesen las constituciones catalanas, la estricta observancia de las cuales estorbaba, a su parecer, la labor de pacificación que era prioritaria.

Años después de la ejecución del decreto de expulsión de los moriscos de la Península, el virrey había detectado que aún muchos de ellos, incluso familias enteras, se mezclaban por tierras catalanas con los bandoleros, razón por la cual había ordenado al comienzo de su gobierno que fueran expulsados. Su política despertaba, pues, los temores de las autoridades de la Diputación del General, que se cifraban en la tradicional observancia o no de las restricciones del poder real, un debate entre la estricta necesidad llevada por los acontecimientos, frente a la legalidad, controversia que teñiría en lo sucesivo las cada vez peores relaciones políticas entre la Monarquía y el principado hasta el no muy lejano estallido revolucionario de 1640. El virrey duque de Alburquerque conocía muy bien los movimientos de los diputados en dicho sentido, hasta el punto de manejar información suficiente acerca de si se inclinaban al servicio del Rey o, por el contrario, eran sospechosos de deslealtad. Durante su tiempo, pues, fueron muchas las sentencias y ejecuciones que se aplicaron contra señalados cabecillas de numerosas bandas armadas que señoreaban impunemente los campos y las montañas asaltando lugares y masías, robando e intimidando a la población. Sus métodos al respecto fueron muy contundentes. Entre ellos, cabe recordar que decretó un castigo sumarísimo contra los habitantes delincuentes de Tortosa, proclamó un somatén general para todo el principado, que le permitió conducir, a los pocos días de declarado, a un gran número de delincuentes hacia Barcelona, explotando las delaciones, arrasó castillos y casas de los supuestos protectores de los bandidos, aspecto este último que, por otro lado, significaba un ataque a las constituciones de Cataluña. Ofreció premios para la captura de los bandoleros, implicando así a la población, apresó a muchos de sus encubridores, secuestró sus bienes y ejecutó a algunos de los más reconocidos y temidos cabecillas, los famosos hermanos Tallaferro o el mismo Trucafort. Pronto sus operaciones a gran escala provocaron la reacción de muchos implicados. A consecuencia de ello algunos nobles bandoleros se retiraron hacia la frontera de Francia.

El duque de Alburquerque había conseguido, con todo, una pacificación general. Cauto, para asegurar la continuidad de tal éxito, convenció a ciertas villas y lugares para que alojasen a la caballería que había llegado de Castilla. Aprovechando esta esperanzadora atmósfera de seguridad que disfrutaba ahora el territorio catalán, decidió celebrar un jubileo autorizado por el papa Pablo V, en 1617. En aquel momento, hasta la Diputación del General participó en la concesión del jubileo en desagravio a los malos tiempos en que Cataluña había estado sometida al arbitrio de los bandos y sus venganzas, que ahora ya parecía haber mudado. Fue bendecida la provincia y se organizaron numerosas procesiones para dar gracias a Dios por los nuevos tiempos que se avecinaban.

El restablecimiento del orden conseguido le valió incluso al virrey las alabanzas de los miembros del Consell de Cent de Barcelona. De hecho, por su labor de pacificación, el propio virrey siempre se había reputado a sí mismo como un buen catalán.

Aun en 1632, cuando era nombrado presidente del Consejo de Aragón, se dirigía a los consellers de la Ciudad de Barcelona en similares términos. Sin embargo, las raíces del bandolerismo estaban tan fuertemente inmersas en el descontento económico y social, e incluso en las estructuras antropológicas de la nobleza, que no tardaron en rebrotar. No obstante, el duque de Alburquerque había conseguido, perentoriamente, lesionar algunos de los numerosos lazos clientelares que la aristocracia rural mantenía con el bandolerismo popular, aunque, por otro lado, ello obedecía al mismo proceso de reconversión urbana nobiliaria. El éxito de la pacificación general obedecía, también, al interés que albergaron en ello la ciudadanía honrada, la rica burguesía que disponía de valiosos patrimonios rurales y los campesinos prósperos de la Cataluña interior. Incluso, en palabras de quien era entonces un prominente jurista, el doctor Fontanella, junto al reconocimiento del carácter inconstitucional de los procedimientos del virrey, admitía que una buena mayoría de la población aspiraba a la erradicación definitiva de la crueldad del crimen organizado que significaba el bandolerismo, en sus distintas vertientes, nobiliario, institucional y popular, tan difundido por el país. Pero, ciertamente, no todo eran alabanzas. El virrey había conseguido ofender al consistorio ejecutivo de la Diputación del General por las maltratadas constituciones.

A comienzos del nuevo año, los diputados y los oidores de la Generalitat presentaron una fundamentada protesta a la Corte central de la Monarquía española contra las muy diversas ilegalidades del virrey, a saber; la destrucción de casas y castillos, la retirada de la espada a un miembro del brazo militar y la publicación, en idioma castellano, de una pragmática, algunos de cuyos atropellos le valieron al virrey una contundente reprimenda por parte de la Corona, interesada en respetar como mínimo los privilegios de los militares. No es, pues, de extrañar que el mismo año de 1619 algunos escritos políticos denunciaran estas agresiones. El noble Francesc de Gilabert sostenía que todos los males provenían del incumplimiento de las leyes del principado por parte de los ministros del Rey. En otro orden de cosas, atento a cuanto acontecía a su alrededor, el virrey fue sensible a la fiebre que azotaba entre todos los órdenes sociales la superstición de la brujería y el temor al diablo.

A él, le entregó el experto jesuita catalán Pedro Gil, un extenso memorial sobre las brujas, que muestra la importancia que la autoridad virreinal y sus instituciones otorgaban a este fenómeno. Estando en Barcelona, en 1618, el duque entró en un estado de profunda tristeza al recibir la noticia del fallecimiento de su primogénito que había tenido lugar en su solar de Cuéllar. Poco tiempo después era honrado públicamente con un sermón, el 23 de noviembre de 1618, ejecutado por el obispo de Tortosa, Luis Tena, celebrado en la iglesia mayor de Barcelona, por defender la Inmaculada Concepción de la Virgen en todos los actos públicos celebrados en la misma Universidad de Barcelona.

 

Bibl.: F. Schwartz y F. Carreras Candi (dirs.), Manual de Novells Ardits vulgarment apellat Dietari del Antich Consell Barceloní, vol. X, Barcelona, Imprenta Henrich y Compañía, 1902; J. Mateu i Ibars, Los virreyes de los estados de la antigua Corona de Aragón. Repertorio biobibliográfico, iconográfico y documental, vol. I, tesis doctoral, Barcelona, Universidad, 1960; J. Reglà i Campistol, Els virreis de Catalunya: els segles xvi i xvii, Barcelona, Vicens Vives, 1961; F. Soldevila, Història de Catalunya, vol. II, Barcelona, Alpha, 1962; J. Lalinde, La institución virreinal en Cataluña, 1471-1716, Barcelona, Instituto de Estudios Mediterráneos, 1964; J. H. Elliott, La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598- 1640), Madrid, Siglo XXI, 1986; X. Torres, Nyerros i Cadells: bàndols i bandolerisme a la Catalunya moderna (1590-1640), Barcelona, Quaderns Crema, Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, 1993; J. M. Sans i Travé (dir.), Dietaris de la Generalitat de Catalunya, 1411-1539, I, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994.

 

Mariela Fargas Peñarrocha

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