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Antonio Fernández de Córdoba y Folch de Cardona Anglesola y Requesens

Biografía

Fernández de Córdoba y Folch de Cardona Anglesola y Requesens, Antonio. Duque de Sessa (V). Bellpuig (Lérida), 3.XII.1550 – Valladolid, 6.I.1606. Diplomático, consejero de Estado y de Guerra.

Hijo segundogénito de Beatriz Fernández de Córdoba, IV duquesa de Sessa como hermana del III duque, Gonzalo, gobernador que fue de Milán, y de Fernando Folch de Cardona, II duque de Soma. Su madre le hizo en vida cesión de sus títulos, provenientes de su tía materna Francisca Fernández de Córdoba y de la Cerda, marquesa viuda de Gibraleón y él, además, heredó el ducado de Soma por fallecimiento de su hermano mayor, que fue el III del título, así como el ducado de Baena, el condado de Cabra y el vizcondado de Iznájar a la muerte de su tía Francisca en 1597.

Se crió en el palacio familiar de Bellpuig y cursó sus estudios en la Universidad de Lérida. Ya en la Corte de Madrid, fue menino de la infanta Juana de Portugal, hermana de Felipe II. Después acompañó a su tío Gonzalo a Italia y en la expedición que aquél emprendió a Túnez.

En 1590, Felipe II lo nombró embajador ante la Santa Sede, donde fue recibido con los honores que evocaba la memoria de su abuelo, también duque de Sessa y embajador en Roma, y de su bisabuelo, el Gran Capitán. Fue precisamente en esa ocasión cuando se le transmitió el ducado de Sessa. En Roma debía suavizar la difícil relación que por aquellos años endurecía los tratos. El embajador conde de Olivares se había distinguido allí por la energía de un duro carácter, que lo había hecho chocar con el también inflexible papa Sixto V. El 21 de julio de 1590 llegó a Roma el duque de Sessa como embajador extraordinario, con el fin de actuar primero conjuntamente con Olivares y luego sucederle en el puesto.

Sessa pudo por ello representar un vivo contraste con su antecesor, a causa de su modo de ser más dúctil, que hizo que fuese llamado el Duque de Seso, combinando su título nobiliario con su buen juicio y cordura. Dice de él Cabrera de Córdoba que su “prudencia y blando trato tenía más sosegado el ánimo del Pontífice Sixto”. No faltaron, pese a ello, las discusiones, a veces de enconado carácter, como cuando el Papa reprochó al embajador: “¿Queréis saber más de Teología que Nos?”.

Tras la muerte de Sixto V tuvo que empeñarse continuamente el duque de Sessa para favorecer las candidaturas al solio pontificio de cardenales amigos de España. Hubo de hacerlo en los cuatro subsiguientes cónclaves, que se produjeron uno tras otro en corto intervalo por la brevedad de los pontificados sucesivos.

Fueron los que elevaron al solio a Urbano VII (1590), Gregorio XIV (1590), Inocencio IX (1591) y Clemente VIII (1592).

Correspondió desde luego al duque mantener ante la reticente curia romana las reclamaciones de Felipe II en relación con la guerra de religión en Francia, solicitando una más activa participación papal, así como la excomunión de los partidarios de Enrique de Navarra, exigencias que el Papa procuraba eludir.

La injerencia del embajador en los cónclaves, tenida por ilícita por parte de teólogos de la curia, originó en 1593 una controversia, en la que el duque de Sessa hubo de emplearse para vindicar los derechos que asistían al Rey Católico, a fin de favorecer y propugnar las elecciones de dignos pastores de la Iglesia, dejando incólume la libertad de voto. Por lo demás, no faltaron, durante el pontificado de Clemente VIII, motivos de roces y divergencias, especialmente en la pugna que dirimía en Francia la sucesión del trono.

Las gestiones de Enrique de Navarra (futuro Enrique IV de Francia) para hacerse reconocer por Roma causaron comprensibles sinsabores a la embajada de España ante el Papa, hasta que la conversión y entronización definitiva de Enrique, seguidas de la Paz de Vervins con España, pusieron fin a la contienda civil en Francia.

Después del fallecimiento en 1598 de Felipe II, cuyas exequias solemnes hubo de organizar el duque de Sessa en Roma, su hijo y sucesor, Felipe III, lo mantuvo como embajador en Roma. En tal calidad, acompañó a Clemente VIII a Ferrara, donde el Papa iba a tomar posesión del feudo vacante que pertenecía a la Santa Sede, y allí cupo al duque el honroso cometido de intervenir en los dos simultáneos enlaces dinásticos españoles, celebrados entonces por poderes en Ferrara, oficiados por el propio pontífice Clemente VIII. Fueron el de rey Felipe III con la archiduquesa Margarita de Austria, por un lado, y del archiduque Alberto con la infanta Isabel Clara Eugenia, hermanastra del Rey, por otro. En tal ocasión, Sessa representó por procuración a la infanta. El 6 de abril de 1601 tuvo también Sessa la satisfacción de ver en Roma la canonización de Raimundo de Peñafort.

De que la embajada en Roma era el centro de la actividad diplomática da prueba el hecho de haberse ocupado asimismo el duque de mantener tratos con un enviado especial de Jacobo de Escocia, por entonces pretendiente a ser reconocido rey de Inglaterra a la muerte de Isabel I, para lo que aspiraba a obtener el apoyo de Felipe III de España. Sessa recibió al enviado escocés lo reexpidió a la Corte española, a la cual dio cuenta de los tratos.

Eran, por otra parte, aquellos tiempos los del contraste entre la política de paz de Felipe III y los ataques que a la Monarquía hispana se inferían de todas partes en Europa. Sessa, desde la incomparable atalaya de Roma, tuvo ocasión de advertirlo, como él mismo señaló en carta a su amigo Baltasar de Zúñiga, embajador en París, en 1600: “Verdaderamente creo que gradualmente nos estamos convirtiendo en el blanco al que todos quieren asaetear”. Correspondió al duque contribuir a mantener el prestigio y la autoridad de España (o, como entonces se usaba decir, su “reputación”) en el eje de la política europea, que pasaba por la sede del Papado y el corazón de Italia.

Disfrutó, desde luego, de elevado prestigio personal en Roma, pues “la alta estimación de su grado y de su nacimiento le adquirieron en Italia grandes alabanzas”, al decir de Salazar y Castro.

A su petición de relevo, Felipe III le ofreció o bien permanecer en Roma, o bien ser nombrado gobernador del Milanesado, o bien ocupar en la Corte el cargo de mayordomo mayor de la reina Margarita y, además, una plaza en el Consejo de Estado. Fueron estos dos honrosos puestos en la Corte lo que el de Sessa escogió, por cuanto deseaba regresar a España.

En 1603 dejó la embajada de Roma, donde a causa de los citados repetidos cónclaves y pontificados de corta duración había estado acreditado ante los papas Sixto V, Urbano VII, Gregorio XIV, Inocencio IX y Clemente VIII. En 1604 se embarcó rumbo a España en las galeras del duque de Tursi, que lo hospedó en su palacio de Génova.

Sucedió a Sessa en la embajada en Roma el marqués de Villena y duque de Escalona, mientras Sessa ocupaba sus puestos en la Corte.

Poco después, sin embargo, habiéndose agudizado la mala relación que desarrolló el marqués de Villena con el papa Clemente VIII, a éste solicitó a Felipe III, en 1605, que volviese a enviar a Sessa como embajador en Roma por segunda vez. Falleció poco después el Papa y también su efímero sucesor León XI, con lo que el proyecto no se vio realizado; en cualquier caso no hubiera tenido efecto por cuanto el duque murió al año siguiente, 1606 en Valladolid. Dejó deudas por valor de 80.000 ducados, según referencia de Cabrera de Córdoba. Fue primeramente sepultado en el monasterio del Carmen Descalzo de Valladolid y trasladado luego a la capilla mayor de su convento de Dominicas de Baena.

Había casado el 19 de julio de 1578 con su prima segunda Juana Fernández de Córdoba, Cardona y Aragón, hija de Diego Fernández de Córdoba, III marqués de Comares y alcaide de los Donceles y gobernador de Orán, y de Juana de Aragón Folch de Cardona, IV duquesa de Segorbe y de Cardona, condesa de Ampurias y de Prades, marquesa de Pallars, “cuya virtud cristiana, valor propio y heredado y cortesía general puede servir de norma y dechado a cualquiera que deseare perfección cristiana”, a juicio de lo referido por Vicente Espinel en su Vida del escudero Marcos de Obregón.

Fernández de Córdoba fue consejero de Estado y de Guerra y gran almirante de Nápoles. Había acumulado los títulos de V duque de Sessa, de Andria y Santángelo, IV de Soma y III de Baena, VII conde de Cabra y de Palmaos y de Oliveto, de Avellino y de Trivento, vizconde de Iznájar, barón de Bellpuig, Liñola y Calonge, además de varios señoríos (Villa Mencía, Rute, Zambra). Era comendador de la Orden de Calatrava en sus casas de Sevilla y Niebla. El papa Clemente VIII confirmó, en sendas Bulas de 1592 y 1596, los privilegios de la Santa Sede disfrutados por sus antepasados.

Heredó los varios títulos su hijo Luis, VI duque de Sessa.

 

Bibl.: F. X. Garma y Salcedo, Theatro universal de España: descripcion Eclesiastica y Secular de todos sus Reynos, y Provincias en General y Particular [...], t. IV, Madrid, 1751, pág. 71; F. Fernández de Bethencourt, Historia Genealógica y Heráldica de la Monarquia Española Casa Real y Grandes de España, vol. VII, Madrid, Enrique Teodoro, 1897-1920, págs. 109- 119 (ed. en Sevilla, Fabiola de Publicaciones Hispalenses, 2001-2003, 10 vols.); L. Pastor, Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, vol. XXI: Sixto V (1585-1590), Barcelona, Gustavo Gili, 1910-1952; M. González-Hontoria, Los embajadores de Felipe II junto a la Silla Apostólica (Conferencia en la Escuela Diplomática), Madrid, 1944; F. Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía Española, Madrid, Consejo de Estado, 1984, págs. 343-344; M. Á. Ochoa Brun, Historia de la Diplomacia Española, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, vol. VI (2000), págs. 218 y ss.; vol. VII (2006), págs. 159 y 162.

 

Miguel Ángel Ochoa Brun

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