Constantino I. Caius Flavius Valerius Constantinus. Naissus, Nish (Serbia), 27.II.272/273 – Ankyrona, cercanías de Nicomedia, Izmit (Turquía), 22.V.337. Emperador de Roma (306-337).
Fue sin duda el más importante Emperador de la tardía romanidad y un personaje clave en la reordenación del paisaje político de su tiempo. Heredero de las tradiciones del viejo Imperio romano que se tambaleaba en las postrimerías del siglo III, vivió en un primer plano todas las reformas de Diocleciano, contribuyó a la extinción de la tetrarquía y restauró en Roma un gobierno personal. Su aceptación del cristianismo le granjeó un importante apoyo político y le aseguró el paso a la posteridad.
Se conoce sólo de forma aproximada el año de su nacimiento gracias a los textos de su biógrafo Eusebio (Vida de Constantino, 1, 8 y 4, 53) y de Eutropio (Breviario, 10, 8, 2). Fue hijo único del emperador Constancio I y de Helena; cuando la política dinástica de la tetrarquía llevó a Constancio a repudiar a Helena hacia el año 289 para casarse con Flavia Maximiana Theodora (Eutropio, 9, 22, 1; Aurelio Víctor, Libro de los Césares, 39, 25), la parentela del futuro Constantino I se vio incrementada con seis hermanastros: Flavius Iulius Constantius, Flavius Dalmatius (cónsul del año 333), Flavius Hannibalianus, Flavia Iulia Constantia (casada luego con el emperador Licinio I), Anastasia y Eutropia.
Aunque Flavius Vopiscus Siracusanus, el biógrafo del emperador Probo en la Historia Augusta, dice que Constantino se formó militarmente al lado de este Emperador como otros muchos personajes de su tiempo (Historia Augusta, Vita Probi, 22, 3), esto no es posible, pues a la muerte de Probo el 282 Constantino apenas contaba diez años de edad. Sí se sabe por Lactancio (Sobre la muerte de los perseguidores, 18, 10) que participó en las campañas en el Danubio y que Diocleciano le promocionó al tribunado.
Su entrada en la historia de Roma se produjo el año 306, cuando el deterioro de la salud de Constancio I le llevó a pedir a Galerio que dejara acudir a Britannia a su hijo Constantino para reunirse con él y recibir su ayuda en las campañas contra los Picti (Pictos) de Escocia. Antes de su muerte en Eburacum (York) el 25 de julio del año 306, Constancio I entregó el imperium a su hijo (Lactancio, 24, 8) y, al margen de los criterios de sucesión que regían la tetrarquía, Constantino fue aclamado por las tropas, obligando prácticamente a Galerio a aceptarle como César para evitar la guerra (Panegiristas Latinos, 7, 5, 3); de este modo, el 25 de julio se convirtió oficialmente en el día de su elevación imperial (dies natalis imperii), la fecha en que asumió el control de los territorios occidentales administrados por su padre, que incluían la Península Ibérica.
Su primera etapa como miembro de la tercera tetrarquía parece haber transcurrido en Augusta Treverorum, Treveris (Trier, Alemania) que, como para su padre Constancio I, fue su principal residencia, pues aseguraba un rápido acceso a los territorios de la Europa occidental e incluso a las islas británicas.
Desde aquí dirigió el mismo año 306 las campañas contra los Francos y Bructeros, en las que se capturó a algunos de sus líderes; ésta fue una de las varias campañas de defensa fronteriza protagonizadas por Constantino I, primero en las fronteras germanas y hasta finales de su gobierno en las danubianas.
Tréveris fue también el lugar en que el año 307 repudió a Minervina —madre ya entonces de Crispo (c. 300-326), el hijo común y futuro César— para contraer matrimonio con Fausta, hija del emperador Maximiano (Aurelio Víctor, 40, 22), quien le reconocía así su legitimidad pese a la irregular elevación en York y buscaba en él un aliado para prorrogar su propia anómala presencia tras la aparente retirada del año 305. La causa directa de esta cadena de acontecimientos hay que buscarla en la muerte de Severo en Ravenna ese año 307, lo que permitía la proclamación como Augusto de Constantino I. Del matrimonio con Fausta nacieron Constantino II (316-340), Constancio II (317-361), Constante (320-350), Constantina (c. 320-354) y Helena, la futura esposa del emperador Juliano.
Pese al aparente equilibrio tetrárquico del año 307, la conferencia presidida por Diocleciano en Carnuntum en noviembre del 308 reconoció sólo a dos Augustos, Galerio y Licinio, quedando Constantino I como César de éste y con responsabilidad política y militar sobre el occidente del Imperio romano (Aurelio Víctor, 40, 8). Esa cuarta experiencia tetrárquica —que podría parecer un menoscabo para los intereses de Constantino I— en la práctica dejaba en sus manos la Galia y Britannia, lo que suponía aceptarle como heredero de su padre, el difunto Constancio I. Bien es cierto que en Occidente la situación era especialmente complicada por la presencia de Majencio, que mantenía el control irregular sobre Roma y gran parte de Italia, y de su padre Maximiano, que oficialmente retirado del poder seguía ostentando el título de Augusto y mantenía una fuerte posición en la Galia; ambos quedaban fuera de la ley. Al conflicto interno había que unir las hostilidades de los Francos en la zona de Colonia.
Estos estertores del sistema tetrárquico, que parecían abocar a un sinfín de guerras civiles, fueron aprovechados por Constantino I para forzar una nueva concentración del poder en una sola mano. En primer lugar, Maximiano, que inicialmente no tenía otra opción que buscar la alianza con su yerno en la Galia, pronto se opuso a Constantino I (Aurelio Víctor, 40, 22; Eutropio, 10, 3, 2) y murió el año 310 tras ser capturado en Massilia (Marsella). En segundo lugar, la muerte de Galerio en mayo del 311 dejaba el Imperio romano en manos de tres Augustos (Constantino I, Licinio y Maximino Daia) pero ya sin Césares.
En tercer lugar, Majencio, con control sobre Roma pero nunca reconocido por los demás tetrarcas, sería vencido por el propio Constantino I —su cuñado— a las puertas de Roma el año 312 en la famosa batalla del Puente Milvio (Eutropio, 10, 4, 3; Lactancio, 44, 3-9).
Cuando el 29 de octubre del año 312 Constantino I entró en Roma, la experiencia tetrárquica prácticamente había llegado a su fin; aunque Maximino Daia se mantendría en Oriente hasta el año siguiente, desde el 313 el mundo romano quedaba en manos de Constantino y Licinio.
Tanto Lactancio como Eusebio pusieron en relación la victoria de Puente Milvio con el fin de las persecuciones contra los cristianos. Si Lactancio (44, 5-6) habla de un sueño de Constantino I que le llevó a colocar el crismón en los escudos de sus soldados antes de la batalla, Eusebio (Vida de Constantino, 1, 28-29) llega a referir una aparición de Cristo al Emperador, que le habría ordenado colocar la cruz en sus estandartes. Sea como fuere y más allá de la leyenda, el Constantino I que llegó a Roma en octubre del 312 justificó su victoria por el apoyo del dios de los cristianos y aceptó la presencia de éstos en el Imperio como estrategia política para sostener el trono, pese a que sus convicciones cristianas distaran mucho de ser reales; de hecho, mantuvo el culto a dioses como Marte o Apolo y sólo aceptó el bautismo poco antes de su muerte el año 337.
Obtenido el control de Roma, el 313 es un año clave para entender el nuevo rumbo que había de tomar el Imperio romano. Tras ser reconocido por el Senado como cabeza del gobierno, Constantino I se ocupó de la reorganización de las tropas, del abastecimiento de la capital y de adoptar las primeras medidas legales para asegurar la situación (Aurelio Víctor, 40, 24-25).
Ese mismo año, tras su reunión en febrero con Licinio en Mediolanum (Milán) —donde se aseguró la relación dinástica entre los dos gobernantes con la unión de Licinio y Constantia, la hermanastra de Constantino I—, se adoptó una política religiosa común que Licinio promulgaría en junio como edicto, el conocido comúnmente como Edicto de Milán o Edicto de Tolerancia (Lactancio, 48; Eusebio, Historia eclesiástica, 10, 5), nombre que más propiamente corresponde al promulgado por Galerio en Serdica (Sofía) el año 311 poco antes de su muerte.
Pero la irrupción del cristianismo en la esfera política no aseguraba la estabilidad en materia religiosa, pues las diferencias entre las diversas corrientes del pensamiento cristiano obligarían a Constantino I a intervenir en sus disputas internas, como se puso de manifiesto en el Concilio de Arlés el 1 de agosto del año 314, en el que se condenó a los Donatistas, o más tarde en el de Nicea de 325 contra los Arrianistas. Las consecuencias prácticas del Edicto de Tolerancia fueron la financiación estatal para la construcción de iglesias en Roma, Italia y África y la concesión al papa Milcíades del palacio del Laterano, donde se comenzó enseguida la construcción de la basílica laterana; al mismo tiempo, el Estado asumía una parte de la manutención del clero cristiano, al que se eximía de tributar y, desde el año 321, la iglesia cristiana fue autorizada a recibir herencias, lo que propició el rápido crecimiento de su patrimonio.
Los años que siguieron a la reunión de Milán del año 313 estuvieron marcados por la creciente oposición entre Constantino I y Licinio; formalmente, cada uno de ellos administraba una parte del territorio, de modo que Constantino I ejercía su dominio en Occidente e Italia mientras Licinio administraba Oriente; en el espacio asignado a este último se encontraban, sin embargo, una parte de los territorios danubianos y la Tracia. La fórmula de la coexistencia pacífica era sólo una ficción que no había de durar debido a que, en la práctica, Constantino I controlaba Roma y su Senado. Enfrentamientos armados como el de Cibalae (Pannonia) en octubre del año 314 eran prueba evidente de que ambos aspiraban a un poder único y de que Roma caminaba hacia una monarquía unificada; ni siquiera la ficción tetrárquica de nombrar Césares el 1 de junio de 317 a Crispo y Constantino (II), hijos de Constantino I, y a Licinio (II), hijo de Licinio, sirvieron para amortiguar la escalada bélica. Los combates finales cerca de Hadrianópolis (Tracia) y Chrysópolis (Bósforo) en julio-septiembre del año 324 concluirían con la captura de Licinio y su posterior ejecución a comienzos de 325. La muerte de Licinio significó también un nuevo giro de Constantino I hacia el cristianismo, como lo demuestra el nombramiento como prefecto de Roma de Acilius Severus, cristiano fervoroso y amigo de Osio de Córdoba y de Lactancio, el apologista cristiano y preceptor de Crispo. En términos políticos, la desaparición de Licinio significaba la concentración de todo el poder en manos de Constantino I y sus hijos; a los nombramientos de Césares del año 317 siguieron el de Constancio II el 324 y el de Constante el 333.
Uno de los hechos más destacables del gobierno de Constantino I fue el cambio de la capitalidad de Roma hacia Constantinopla. La nueva ciudad, fundada sobre la griega Byzantium, fue creada según el ritual pagano a semejanza de Roma: el 8 de noviembre del año 324 el mismo Constantino marcó con una lanza el trazado de la muralla y el 11 de mayo de 330 se celebró la conclusión de los trabajos; en los años siguientes se erigieron algunos de los grandes edificios cristianos que marcaron la historia urbana de la ciudad, como las basílicas de Santa Irene, Santa Sofía y la de los Mártires. Pero no todos los nuevos elementos tuvieron significado cristiano; junto al propio rito fundacional, se trasladó a la ciudad un Apolo, obra de Fidias, que retocado se convirtió en la imagen de Constantino.
La ubicación de la nueva capital significaba, por encima de todo, asumir que el eje económico y político del Imperio romano se había trasladado hacia el Danubio, Tracia y Anatolia.
En términos económicos, el gobierno de Constantino pasó a la posteridad como un período especialmente duro en materia fiscal debido a la creación del chrysargiro, conocido también como la lustralis collatio, que imponía una tributación en oro y plata a toda actividad comercial y que se pagaba cada cuatro años. Por Zósimo, Prisciano de Cesarea o la Crónica Siríaca se conoce de la dureza del impuesto y del fuerte rechazo que provocó. Las posesiones de la nobleza fueron gravadas también con una contribución llamada folles. Todo el esfuerzo recaudatorio iba dirigido al sostenimiento del ejército y a la política edilicia posterior al 312, primero en Roma y más tarde en Constantinopla, cuya construcción significó un importante esfuerzo inversor. En términos monetarios su gobierno estuvo marcado por la creación de una nueva pieza de oro, el solidus, y por las sucesivas reducciones de peso del follis, que derivaron en un nummus de poco peso que parece estabilizarse momentáneamente hacia el año 335.
La Península Ibérica conoció en las primeras décadas del siglo IV una importante recuperación, al menos en términos urbanísticos. Ciudades como Augusta Emerita (Mérida), Conimbriga (Condeixaa- Velha, Portugal) o Caesaraugusta prueban en su arquitectura una importante renovación que se pone de manifiesto también en el paisaje de las construcciones rurales, las villae que pueblan el entorno de las ciudades.
Con una estructura administrativa heredada de tiempos de Diocleciano y organizada como Diocesis Hispaniarum con seis provincias (Baetica, Lusitania, Carthaginiensis, Gallaecia, Tarraconensis y Mauretania Tingitana), Hispania pasó sin sobresaltos la etapa constantiniana, seguramente adscrita al propio Constantino I como parte de los territorios heredados de su padre; hacia el año 313, al vicarius Hispaniarum, que ejercía su jurisdicción sobre los diferentes gobernadores provinciales, se le añadió el comes Hispaniarum, de rango similar y destinado a asegurar ese mismo control.
Los numerosos hallazgos monetarios del período indican un abastecimiento regular de las diferentes cecas del Imperio, no sólo de las occidentales aunque sí mayoritariamente, y una actividad comercial elevada, especialmente en los enclaves portuarios. Los cánones del Concilio de Elbira (c. 305-310) prueban la fuerte implantación que aún tenían en aquellos años los cultos paganos.
Constantino I murió el 22 de mayo del año 337 en Ankyrona, cerca de Nicomedia (Eusebio, Vida de Constantino, 4, 64). Unos meses después, Constantino II, Constancio II y Constante asumían el título de Augustos, instaurando así un sistema de sucesión familiar que sólo por su carácter múltiple tenía ecos tetrárquicos.
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Juan Manuel Abascal