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Alonso de Cárdenas

Biografía

Cárdenas, Alonso de. Vizconde de Villahermosa de Ambite. Madrid, c. 1592 – Madrid, 18.VIII.1666. Consejero de los consejos de Estado, de Guerra y del Consejo Real y Supremo de las Indias, embajador.

Segundo hijo de Urbán de Peralta y de Elvira de Cárdenas y Figueroa, hermana del conde de la Pue­bla, optó por usar como primer apellido el de su ma­dre debido al componente nobiliario del mismo y para consolidar sus pretendidos derechos al título de Puebla del Maestre. Su abuelo Luis de Peralta había sido contador de los ingresos de la Orden de Santiago, de la que, por Real Cédula de 16 de enero de 1622, Alonso de Cárdenas se convirtió en caballero. Su hermano mayor, Luis, fue miembro del Consejo de Hacienda, mientras que el menor de los tres, Enri­que, siguió la carrera eclesiástica llegando a ocupar el obispado de Almería en 1654, de Palencia en 1659 y el arzobispado de Burgos en 1665.

Si el lustre aristocrático de su familia materna le permitió consolidar su posición social, su carrera po­lítica en la corte se vería facilitada gracias a la abiga­rrada red de contactos de los Peralta. Su primo, fray Juan de Peralta, prior de El Escorial y arzobispo de Zaragoza a partir de 1624, era confidente del conde duque de Olivares, mientras que la segunda esposa de su hermano Luis, Isabel, era hermana de Carlos Coloma, miembro del Consejo de Estado y embaja­dor en Inglaterra en el momento previo a la ruptura de hostilidades entre Londres y Madrid en 1625 y, de nuevo, durante el proceso de negociación de la paz de 1630. Entre 1631 y 1636, Alonso de Cárdenas entró a formar parte del séquito del conde de Monterrey, cuñado de Olivares, que en calidad de virrey de Nápoles le permitió acceder a una serie de cargos de alto rango, como regente de la vicaría y miem­bro del Consejo Colateral, donde adquirió una sólida formación en las tareas de gobierno.

De vuelta a la corte, y ante las dificultades del conde de Peñaranda para sustituir en calidad de em­bajador en Londres al bisoño conde de Oñate, Fe­lipe IV lo designó como encargado de negocios ad interim con un salario de cuatrocientos escudos men­suales. En las instrucciones que recibió a principios de 1638 se le encomendaba la tarea de revitalizar las relaciones con Inglaterra que, a pesar del acuerdo de 1630, corrían el riesgo de sufrir un empeoramiento debido a la creciente inestabilidad del gobierno de Carlos I. La Monarquía hispánica, en guerra abierta con las Provincias Unidas y Francia, necesitaba ase­gurarse la estabilidad de la ruta naval hacia los Países Bajos en especial tras el cierre del camino español mo­tivado por la caída de Breisach. Desde Londres, Cár­denas debería velar asimismo por evitar todo posible acercamiento de los Estuardo hacia París y por elimi­nar los resentimientos que aún provocaba la cuestión del Palatinado.

En 1639, la destrucción en aguas jurisdiccionales inglesas de la armada española al mando de Oquendo por parte de la flota holandesa de Tromp supuso una declarada violación de la neutralidad británica, por lo que Madrid se inclinó por reforzar el esfuerzo di­plomático para involucrar a Carlos Estuardo en un conflicto abierto con las Provincias Unidas. Las crí­ticas consecuencias de la batalla de Las Dunas para la estabilidad del régimen español en los Países Bajos impulsaron a los gobiernos de Bruselas y Madrid a enviar una doble embajada a cargo del marqués de Velada y de Virgilio Malvezzi que debía sumarse a los esfuerzos desplegados hasta el momento por Cárde­nas. El aumento de la tensión entre Carlos I y el Par­lamento y el conflicto abierto con Escocia dieron al traste con dicha estrategia, por lo que Alonso de Cár­denas quedó en Londres como único representante de Felipe IV, pero ahora ya en calidad de embajador ordinario.

El 22 de octubre de 1641, poco tiempo después de haber sofocado el levantamiento en Escocia y en pleno enfrentamiento con el Parlamento, Carlos I se vio sorprendido por la aparición de un nuevo frente de conflicto en el reino de Irlanda. Las primeras sos­pechas no tardaron en recaer en el embajador espa­ñol, Alonso de Cárdenas, al que se consideraba como el principal instigador de la rebelión católica de la isla como contrapartida por la recepción ofrecida por Londres a los embajadores enviados por el duque de Braganza. No en vano, a lo largo del verano y gracias a la mediación de su confesor, fray Buenaventura Ba­rry, Cárdenas había conseguido reclutar, por encargo de Madrid y con el pertinente permiso de Londres, un cuerpo de ocho mil soldados destinados al frente de Cataluña que, en lugar de pasar a España, acabó por engrosar las filas rebeldes. Aunque en un princi­pio surgieron voces que solicitaban una expedición de castigo contra las Indias Occidentales españolas, la salida del rey de Londres en 1642 permitió a Cár­denas reforzar sus lazos con los parlamentarios. Gra­cias a sus gestiones ante el gobierno de Madrid, logró asegurar un trato igual en los puertos españoles para los navíos al servicio de Carlos I y para aquellos que fueran fieles al Parlamento. Además, con el propósito de lograr el apoyo de Londres ante el acoso conjunto franco-holandés a los puertos de los Países Bajos, que no tardaría en provocar la caída de Maardick, Grave­linas y Dunkerque, Cárdenas presionó al gobierno de Bruselas para que recibiese a los enviados diplomáti­cos del Parlamento. A cambio, Westminster flexibilizó su postura para facilitar la leva de soldados por parte del embajador español.

La victoria de la causa parlamentaria culminó en 1649 con la decapitación de Carlos I y con la ofensiva dirigida por el propio Cromwell para sofo­car definitivamente la rebelión en Irlanda. En estas circunstancias, por consejo de Alonso de Cárdenas y del gobernador de los Países Bajos, el archiduque Leopoldo-Guillermo, el Consejo de Estado, en Madrid, acabó por inclinarse a favor de una política de abierto entendimiento con el régimen parlamentario de Londres. En diciembre de 1650, y ante el asombro del resto de los gobernantes europeos, Felipe IV será el primer monarca en reconocer oficialmente el régi­men republicano inglés.

Mientras París se enzarzaba en un conflicto no de­clarado con Londres, la Monarquía hispánica se decantó por sacar partido de la nueva situación y abandonar sin pudor cualquier resquicio de apoyo a la causa católica en Irlanda. Los frutos de esa política favorable al Parlamento no tardaron en llegar. Entre 1651 y 1655, la Monarquía reclutó nada menos que dieciocho mil soldados irlandeses, en gran medida por el deseo del gobierno inglés de favorecer la salida de unos contingentes capaces de protagonizar nue­vos altercados. Una vez firmada la paz de Westmins­ter entre Londres y La Haya, que ponía fin al primer conflicto naval entre ambas potencias mercantiles, y a pesar de las buenas relaciones entre Inglaterra y Por­tugal —que culminaron con la firma de un tratado de comercio el 10 de julio de 1654—, Luis de Haro dio instrucciones a Alonso de Cárdenas para que al­canzase un acuerdo con el lord protector. Las excesi­vas demandas de Cromwell motivaron una sucesión de infructuosas negociaciones entre junio de 1654 y comienzos de 1655 que no se interrumpieron hasta la llegada, en julio de ese mismo año, de las primeras noticias sobre la agresión contra Santo Domingo. A pesar de los excesos ingleses en las colonias españo­las, Cárdenas realizó un último intento por alcanzar un acuerdo en octubre de 1655 como única solución para suprimir el decreto de embargo de bienes ingle­ses emitido por Felipe IV el 10 de septiembre. El re­chazo de Cromwell a devolver Jamaica zanjó la ne­gociación. El 6 de noviembre el embajador español abandonaba Londres.

La ruptura con Inglaterra no debe hacer olvidar uno de los principales éxitos de la embajada de Cár­denas en Londres y de su política de entendimiento con el régimen parlamentario. En una misiva remi­tida en 1645 informaba por vez primera a Madrid sobre la puesta en venta de las pinturas confiscadas al duque de Buckingham y sobre la posibilidad de que se hiciese lo mismo con las pertenecientes al rey. En efecto, por los sucesivos decretos de 4 de julio de 1649 y de 17 de julio de 1651, el Parlamento declaró abierta la subasta de todas las obras de arte del di­funto rey y de la reina, en el exilio, para poder hacer frente a sus masivas deudas. En la puja participaron junto a miembros de la aristocracia como el conde de Sussex, el mismo Cromwell y un buen número de extranjeros de entre los que destacaban el cardenal Mazarino, la reina Cristina de Suecia o el archiduque Leopoldo Guillermo, gobernador de los Países Bajos. La pasión de Felipe IV y de Luis de Haro por el co leccionismo de obras de arte hizo que se adoptasen las medidas necesarias para entrar en una situación ven­tajosa en tan atractiva almoneda. En este contexto, el reconocimiento por parte de Madrid del régimen parlamentario a finales de 1650 facilitó la labor de Cárdenas que recibió las sumas necesarias para ad­quirir las piezas de mayor valor. Para diciembre de 1653, cuando Cromwell, recién erigido en lord pro­tector, tomó la decisión de interrumpir la venta de los bienes reales, Haro le había remitido a Cárdenas una suma de 5.872 libras para la compra de nada menos que cincuenta y seis pinturas entre las que se encon­traban obras de Rafael, Tiziano o Andrea del Sarto. Cárdenas también se encargó de tramitar la compra de otras obras de arte como las adquiridas a la con­desa de Arondell que fueron almacenadas en casa del comerciante holandés Baltasar Cooymans antes de ser remitidas a España a principios de 1655.

A la llegada de Cárdenas a Bruselas, después de una estancia de diecisiete años en calidad de embajador en Londres, fue recibido con todos los honores por el archiduque Leopoldo Guillermo y pasó a alojarse en casa del conde de Fuensaldaña. A pesar de sus rei­teradas instancias para que se le permitiese retornar a España, la corona apostó por mantenerlo en Bruselas en calidad de asesor privilegiado de todos los asuntos relativos a Inglaterra con la integridad de sus gajes de embajador hasta 1660. El acuerdo firmado con Car­los II en 1656 con objeto de contrarrestar la alianza franco-británica y de facilitar la restauración de los Estuardo no contó, sin embargo, con la activa participación de Cárdenas cuya estrecha colaboración con la causa del Parlamento enturbiaba su capacidad nego­ciadora. No en vano, una vez reinstaurada la Monar­quía en 1660, el Consejo de Estado en Madrid pres­cindió de Cárdenas y se inclinó por enviar a Londres al flamenco príncipe de Ligne, en calidad de embaja­dor extraordinario, y al barón de Bateville como dele­gado permanente. El fracaso de los sucesivos intentos por alcanzar un mejor entendimiento con Inglaterra para contrarrestar la creciente influencia francesa y fa­cilitar la recuperación de Portugal hizo que Cárdenas se sumara a los esfuerzos del nuevo gobernador espa­ñol en los Países Bajos, marqués de Caracena, y del embajador en La Haya, Gamarra, por financiar bajo cuerda todo movimiento que pusiese en peligro la es­tabilidad del nuevo régimen. El apoyo a la causa ir­landesa y el acercamiento al duque de York como po­sible líder de los descontentos eran presentados como la única respuesta para limitar los perjudiciales efectos del acuerdo matrimonial de Carlos II con Catalina de Braganza por el que Londres obtenía el control sobre Tánger. No obstante, y ante el temor de una nueva ruptura de hostilidades con Inglaterra, que habría su­puesto una clara amenaza para la integridad de los dominios de Ultramar, la corona optó por la vía de la negociación, por lo que Alonso de Cárdenas pudo fi­nalmente volver a Madrid. Una vez en la corte tomó posesión de su plaza de consejero de capa y espada del Real y Supremo Consejo de Indias, obtenida el 16 de junio de 1660, por la que le correspondían doscientos maravedís de renta. Posteriormente, por su profundo conocimiento de la política colonial del gobierno inglés, se le concedería también un puesto en el Con­sejo de Cámara de Indias con fecha de 4 de noviem­bre de 1665.

Alonso de Cárdenas formaba parte igualmente del Consejo de Guerra y, desde 1652, se había incorpo­rado al Consejo de Estado. Antes de abandonar Lon­dres había mandado comprar las alcabalas del pueblo de Villahermosa de Ambite. La venta llevaba incorporada jurisdicción, por lo que en 1663 Felipe IV le otorgó el título de vizconde de Villahermosa por los servicios prestados a la Corona. Al morir, el 18 de agosto de 1666, sin descendientes sus dos hermanos varones, Enrique y Luis, fueron los legítimos benefi­ciarios de su herencia.

 

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Manuel Herrero Sánchez

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