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Manuel Francisco de Lira Castillo

Biografía

Lira Castillo, Manuel Francisco de. Madrid, 12.IV.1631 baut. – 10.X.1693. Diplomático y secretario de Estado y del Despacho de Carlos II.

Segundo de los hijos varones del matrimonio formado por Juan de Lira Huidobro y Phelipa del Castillo Sigoney, ambos naturales de Madrid, donde también nacieron sus tres hijos. Los datos biográficos de Manuel Francisco de Lira anteriores a su actividad diplomática en Holanda son muy escasos. Bautizado el 12 de abril de 1631 en la parroquia de San Justo y Pastor de Madrid, donde residía la familia Lira, pasó sus primeros años en los Países Bajos, a donde trasladaron su residencia cuando el padre fue nombrado pagador general de los Ejércitos en aquellas provincias en 1634. Residió el joven Lira durante una década en Bruselas, Amberes y en la villa de Liera, en la región de Brabante, en la que también había vivido su abuelo paterno, Pedro de Lira, hasta su traslado a la Corte hacia el final del reinado de Felipe II. Fue éste, Pedro de Lira, natural de los Estados de Flandes, quien comenzó a servir en la acemilería de la Corte, como teniente de acemilero mayor, merced a su amistad con el titular de este empleo, Francisco Ruiz de Huidobro, con el que emparentó al contraer matrimonio con Catalina de Huidobro. El hijo de ambos, Juan de Lira Huidobro, se empleó también como acemilero mayor de Felipe III y Felipe IV hasta su nombramiento, en 1634, como pagador general de Flandes.

También el hijo mayor del matrimonio Lira-Castillo, Francisco, que había servido como paje y guión del cardenal infante Fernando y como paje de Felipe IV, fue nombrado caballerizo en 1653, encomendándosele, en 1667, el empleo de conductor de embajadores en la Corte de Madrid. Tras la muerte de Francisco de Lira, en 1668, el Consejo de Estado consultó la nueva provisión del empleo de conductor de embajadores, recayendo el nombramiento en el hermano menor, Manuel Francisco de Lira, quien había dedicado su juventud al Ejército, en el que se desempeñó como capitán de caballos en Extremadura durante la guerra con Portugal y como soldado en Flandes y Portugal.

Su única hermana, Claudia, contrajo matrimonio con el secretario Galarreta, en tanto Manuel Francisco lo hacía con Jerónima de la Torre, hija y nieta de secretarios de Estado, con la que no tuvo descendencia.

En 1668 Manuel Francisco de Lira Castillo recibió el título de conductor de embajadores y la correspondiente instrucción para su desempeño. A diferencia de quienes le habían precedido en este empleo desde su establecimiento en 1625, Manuel de Lira no había recibido aún hábito de ninguna de las órdenes militares, del que sí habían obtenido merced su padre y su hermano en 1639 y 1644, respectivamente, y que, igualmente, se despachó a Manuel Francisco en 1677.

Como conductor de embajadores se ocupó, durante tres años, en recibir y hospedar a los diplomáticos extranjeros destacados en Madrid, disponiendo su entrada formal en la Corte y ajustando los días en que serían recibidos en audiencia por el Rey. La diligencia y discreción con que debía proceder en su empleo le familiarizó con algunas de las habilidades requeridas para el desempeño de su posterior encargo al frente de una misión diplomática, como enviado extraordinario de Su Majestad Católica ante los Estados Generales de las Provincias Unidas, al que se incorporó en 1671.

Sucedió en la sede diplomática holandesa a Esteban de Gamarra, quien meses antes y tras más de quince años al frente de la Embajada en La Haya, había solicitado retirarse. La elección de Lira, cuyo nombramiento pudo ser propuesto por el propio Gamarra, representó la garantía de la continuidad y el afianzamiento de las cada vez más estrechas relaciones con las Provincias Unidas. Respaldado por los partidarios de la negociación con Holanda, Manuel de Lira se situó al frente de la embajada holandesa en un tiempo en el que La Haya se iba a convertir, en buena medida, en el centro de la convulsa política europea del momento.

Instruido acerca de las directrices que debían presidir su misión en La Haya, se puso en camino hacia Holanda, deteniéndose por un tiempo en Bruselas, donde conferenció con el conde de Monterrey, gobernador y capitán general de Flandes, a quien, conforme a la instrucción que se le había despachado, el enviado extraordinario debía informar de todas sus actuaciones. El retraso en la llegada a La Haya le impidió entrevistarse con su predecesor, fallecido en el mes de agosto de 1671, de suerte que no pudo servirse de los oficios de Gamarra para conocer el estilo y carácter con el que debía conducirse al frente de la sede diplomática holandesa. Con todo, Lira dio muestras en poco tiempo de su capacidad para desempeñar el encargo que había recibido. En permanente contacto con Monterrey, entre ambos lograron concluir, en los tres meses siguientes a la llegada del representante español ante las Provincias Unidas, la negociación del pacto con Holanda suscrito en diciembre de 1671 y por el que España se comprometía a prestar auxilio a La Haya y a formalizar una alianza defensiva en el caso de que Francia invadiese Flandes. El comienzo, en el año siguiente, de la conocida como Guerra de Holanda, estrechó aún más las relaciones entre Madrid y La Haya. El avance de las tropas francesas, que en la primavera de 1673 invadieron los Países Bajos españoles devastando a su paso amplias zonas de Brabante, motivó una protesta formal de España a través de su enviado extraordinario. Tres meses más tarde, las Provincias Unidas y España concluyeron un nuevo tratado en el que participaron también el Emperador y el duque de Lorena. Madrid declaró formalmente la guerra a Francia, asistiendo, en los meses siguientes, a la pérdida del Franco-Condado, en tanto se consiguió evitar la invasión de Cataluña y pudo hacerse frente, merced al apoyo de la marina holandesa, a la sublevación que tuvo lugar en Mesina en 1674. En ese mismo año, Manuel de Lira —ya de vuelta en La Haya tras haber participado en las conversaciones del Congreso de Colonia, de cuyo pormenor mantuvo permanentemente informados a la Reina regente y al Consejo de Estado— recibió las noticias de la muerte de su suegro y del fracaso del que sería su primer intento para acceder a una plaza de consejero de capa y espada en el Consejo de Flandes, sucediéndose, a partir de entonces, continuas gestiones por su parte conducentes a lograr su regreso a España al considerar que su labor en Holanda había concluido. Su malestar fue incrementándose a medida que se producían los sucesivos rechazos en el Consejo de Flandes, para el que llegó a estar consultado, sin éxito, en cinco ocasiones.

En sus frecuentes instancias dirigidas a cuantos consideró que podían intervenir a su favor, llamaba la atención sobre sus achaques, la incomodidad a la que se veía sometida su esposa, obligada a vivir en un país extranjero, así como sobre su, cada vez más penosa, situación económica.

En 1677 se le despachó título de caballero de Santiago, casi al tiempo en que comenzó a tratarse en la Corte acerca de su elección como secretario, posibilidad que Manuel de Lira afirmó, una y otra vez, que no creía merecer, llegando a sostener que no sería posible ese encargo teniendo en consideración los problemas en la vista que él mismo había puesto de relieve en numerosas ocasiones como argumento para solicitar que se le relevase de sus funciones en Holanda.

Los rumores del inminente nombramiento de Lira como secretario fueron haciéndose, sin embargo, más insistentes, hasta que, en 1679, el cambio en el Gobierno tras la muerte de Juan de Austria, supuso para Lira el final de su labor como diplomático y la incorporación al llamado oficio de papeles.

Manuel de Lira dejaba atrás una destacada labor diplomática, en un momento en el que estaban casi a punto de concluir las negociaciones para la Paz de Nimega, en las que Lira no intervino directamente, si bien ocuparon su atención tratando de disponer las mejores condiciones para negociar. Sus servicios en Holanda por espacio de ocho años merecieron el reconocimiento por parte del Consejo de Estado. En el verano de 1679 viajó de regreso a España y, a finales de noviembre, juró su nuevo empleo, haciéndose cargo del gobierno de la Secretaría de Estado de Italia, a cuya propiedad accedió un año más tarde, reteniéndola después por espacio de dos lustros. Durante el gobierno del duque de Medinaceli, Lira asistió, en calidad de secretario, a algunas de las juntas a las que se encomendó el estudio de los principales problemas a los que se enfrentaba la Monarquía en un momento en el que, tras la boda de Carlos II con María Luisa de Orleans, parecía abrirse un tiempo de paz y buena relación entre España y Francia. Elaboró además memoriales sobre muy diversos asuntos, en los que analizó las propuestas realizadas por una determinada Junta, o formuló sus propias proposiciones, en ocasiones ciertamente atrevidas, acerca de los asuntos que se le cometieron. Empeñado el duque de Medinaceli en impulsar relevantes reformas y singularmente preocupado por los asuntos comerciales, creó la Junta de Comercio y Moneda y recabó numerosos memoriales con propuestas para la mejora del comercio.

Manuel de Lira recibió el encargo de analizar el dictamen emitido por los ministros a los que se había encomendado el estudio del comercio con las Indias y no dudó en mostrarse abiertamente en contra del endurecimiento en la práctica del monopolio comercial con la América española, apuntando la bondad de la liberalización del comercio con las Indias, tal como ya había tenido ocasión de señalar —siendo aún enviado extraordinario en La Haya— en relación al prolongado conflicto con Holanda en torno a la explotación de las salinas venezolanas de Punta de Araya. En consonancia con los postulados arbitristas, Manuel de Lira propugnó el establecimiento de una compañía privilegiada de comercio, cuyo modelo sería la existente en Holanda. Convencido de la bondad de este medio, en cuyo desarrollo cifraba el secretario de Estado el final de la decadencia del comercio español y el fomento de otras actividades económicas, sostuvo que podría favorecerse a los comerciantes extranjeros permitiéndoles el libre culto de su fe en el lugar donde radicase la compañía, no perjudicándose en modo alguno a España, a la fe católica o a la jurisdicción inquisitorial, por permitir el libre comercio con extranjeros herejes. Una posición similar sostuvo Lira en un memorial remitido a una Junta de Teólogos, en el que defendió la conveniencia de formalizar una alianza defensiva entre el Rey católico y algunos príncipes protestantes, argumentando que era mejor coligarse con ellos con el fin de salvar y mantener las posesiones de Carlos II en la observancia y culto de la fe católica, que verse obligados a cederlas a los herejes de resultas de una desafortunada guerra como las que se habían padecido con Francia. Fue en este tiempo cuando, probablemente, realizó el certero análisis que se le ha atribuido acerca de la crisis por la que atravesaba la Monarquía hispánica y sobre el riesgo cierto de nuevos enfrentamientos con Francia, la única que había obtenido una paz ventajosa en Nimega.

El fracaso del gobierno del duque de Medinaceli propició la incorporación de Manuel de Lira, en 1685, a la Secretaría del Despacho Universal, en la que relevaba a José de Veitia, quien había sido el más estrecho colaborador de Medinaceli. Lira asumía el nuevo encargo sin aparentar, pues no lo había ya entonces, la existencia de vínculo alguno que lo ligase al nuevo valido, quien había tratado en vano de situar en el Despacho a alguien de su confianza. Un año más tarde, la relación entre el conde de Oropesa y Manuel de Lira debía preocupar a Carlos II, de suerte que el secretario estuvo durante algunos días apartado del despacho, cundiendo en la Corte el rumor de que se producirían inmediatos cambios en el Gobierno.

Superada la crisis, el Rey continuó recibiendo las quejas recíprocas que por separado le hacían llegar Oropesa y el secretario del Despacho. La callada responsabilidad que le correspondía al frente de la Secretaría se vio enriquecida con su participación en diversas juntas, singularmente en la Junta Magna reunida con el objeto de tratar de remediar los males de la Monarquía y de la que formaron parte el arzobispo de Toledo, los presidentes de los Consejos de Castilla, Italia y Hacienda, entre otros relevantes personajes. Dos años más tarde, la repentina muerte de la reina María Luisa, cuyo testamento autorizó Manuel de Lira en su calidad de secretario del Despacho, evidenció una vez más la falta de entendimiento con el conde de Oropesa, situándose ambos en partidos distintos en una Corte asimismo dividida entre los partidarios de las candidatas a contraer matrimonio con Carlos II.

La nueva reina María Ana de Neoburgo incorporó a Lira a su camarilla, sirviéndose de su encono hacia Oropesa para influir en la caída de este ministro.

El grave escenario de la nueva guerra con Francia complicaba la situación del conde de Oropesa. Fue, sin embargo, el secretario del Despacho el primero en abandonar su empleo. La pérdida de la ciudad de Mons, en la primavera de 1691, de la que se responsabilizó al gobernador de Flandes —al que Lira, privadamente, ofreció su respaldo—, resultó decisiva para el secretario del Despacho, quien, poco después, ante la inminencia de su separación, presentó su renuncia aduciendo que se habían agravado sus problemas en la vista. Admitida por el Rey, se dispuso la salida habitual para los que habían sido secretarios de Estado. El 19 de junio de 1691, se le confirió plaza de consejero de capa y espada en el de Indias, en la Cámara de Indias y en la Junta de Guerra de Indias. No le alcanzó la reforma de la planta del Consejo de Indias, llevada a cabo un mes después de su nombramiento y por la que se redujo el número de consejeros, contemplándose —en el Decreto de 17 de julio de 1691— que, excepcionalmente, se mantuviese Lira en su plaza de consejero. Sobre consulta del Consejo, se dispuso asimismo, días después, que el antiguo secretario permaneciese en el ejercicio y goce de su plaza en la Cámara de Indias, en atención a los méritos particulares que concurrían en su persona. A su sueldo como ministro de la Cámara, sumaba lo que le correspondía percibir por su jubilación como secretario de Estado de Italia y la renta que se le asignó en su etapa como diplomático en Holanda. Carlos II le favoreció además con una asignación personal y diversas atenciones, que le permitieron vivir desahogadamente hasta su muerte apenas dos años después de la salida del Despacho.

 

Obras de ~: Idea y proceder de Francia desde las paces de Nimega hasta la primavera del año 1684, Barcelona, 1684 (atrib.) (ed. Colonia, 1684; reimpr. Madrid, 1807); “Informe sobre el comercio con las Indias” (atrib.), en Memoires et considerations sur le Comerse et les Finances d’Espagne, Amsterdam, 1761.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Palacio, Administrativa, personal, cajas 551; Reinados, reinado de Carlos II, cajas 73 y 110; Archivo General de Simancas, Quitaciones de Corte, leg. 5 y33; Estado, legs. 3980-4019; Archivo Histórico Nacional, Estado, legs. 1702, 2115-2116, 2813, 3456 y 6402; Biblioteca Nacional de España, ms. 6347, Cartas escritas por don Manuel de Lira a diferentes Ministros y amigos; ms. 10876, Cartas familiares de don Manuel de Lira, escritas desde el Haya y Colonia, siendo Enviado Extraordinario y desde Madrid siendo Secretario de Estado y del Despacho Universal de Carlos II; ms. 12953/4, Copia de un papel francés que se halló entre otros reservados de la Reina nuestra señora que esté en gloria, doña María Luisa de Borbón; ms. 22804, Cartas de don Manuel de Lira a diversos personajes; Biblioteca del Palacio Real, II/1431-1433, vol. I, fols. 716r.-736v., Copias de cartas del embajador plenipotenciario a los Estados Generales de Holanda escritas en La Haya, años 1674, 1675 y 1676 y fols. 737r.-738v., Papel de don Manuel de Lira para la Junta de Theólogos sobre hacer Liga con Herejes; II/2865, fols. 226r.-235r., Instrucción dada al primer conductor de embajadores que se creó en España, concerniente a las obligaciones que debía tener en el recibimiento de ellos, lugar que le correspondía en las Audiencias Públicas y demás actos en que interviniese y una individual noticia de los conductores que hubo desde su establecimiento que fue el año de 1625 hasta el de 1729, con expresión de las innovaciones que en todo este tiempo se hicieron en punto a ceremonias.

A. Cánovas del Castillo, Historia de la decadencia de España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II, Madrid, José Ruiz, 1910; J. Judería, España en tiempos de Carlos II El Hechizado, Madrid, 1912; L. Ballestereos Robles, Diccionario Biográfico Matritense, Madrid, Ayuntamiento, 1912; H. Lonchay y J. Cuvelier, Correspondance de la Cour d’Espagne sur les affaires des Pays-Bas au xviie siècle, Bruxelles, 1935; E. Schafer, El Consejo Real y Supremo de las Indias: su historia, organización y labor administrativa hasta la terminación de la Casa de Austria, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1947; J. Muñoz Pérez, “El comercio de las Indias bajo los Austrias y los tratadistas españoles del siglo xvii”, en Revista de Indias, 68 (1957), págs. 209- 221; M. Durme, Les archives générales de Simancas et l’histoire de la Belgique (ixe-xixe siècles), Bruxelles, Palais des Academies, 1964; J. A. Escudero, Los Secretarios de Estado y del Despacho, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1969; R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Cátedra, 1983; D. Salinas, La diplomacia española en las relaciones con Holanda durante el reinado de Carlos II (1665-1700), Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1989; M. V. López-Cordón, “Equilibrio y finanzas. Holanda en el pensamiento internacional español posterior a Westfalia”, y M. Herrero Sánchez, “La Monarquía Hispánica y el tratado de La Haya de 1673”, en España y Holanda, número de Diálogos Hispánicos (Ámsterdam), n.º 16 (1995), págs. 80-101 y págs. 103-118, respect.; L. A. Ribot García, “La España de Carlos II”, en P. Molas Ribalta (coord. y pról.), La transición del siglo xvii al xviii: entre la decadencia y la reconstrucción, en J. M.ª Jover Zamora, Historia de España de Menéndez Pidal, vol. XXVIII, Madrid, Espasa Calpe, 2000, págs. 61-203.

 

Isabel Martínez Navas

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