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Cayo Julio César

Biografía

César, Cayo Julio. Roma, 12.VII.100 a. C. ? – Roma, 15.III.44 a. C. Político romano, militar e historiador.

Cayo Julio César nació en una familia patricia de escasos recursos, su padre únicamente alcanzó la pretura y murió cuando el joven tenía dieciséis años, su madre, Aurelia, emparentada con una de las más importantes familias de Roma, se encargó de su educación y siempre ejerció una notable influencia sobre él. En esta tarea fue ayudada por un preceptor de origen galo, Marco Antonio Gnifonte, que asimismo fue preceptor de Cicerón. Entre sus parientes también estaba Cayo Mario, casado con una hermana de su padre.

Esta relación familiar, que sería determinante en su vida, pudo ser muy perjudicial para él. La relación de César con Hispania fue intensa a lo largo de toda su carrera política. En el año 69 a. C. desempeñó la cuestura en la Hispania Ulterior acompañando al pretor C. Antistio Vetere. Es muy poco lo que se sabe del papel de César en esta misión y su colaboración a la gobernabilidad de la provincia también nos es totalmente desconocida; tan sólo ha llegado hasta nosotros una anécdota, la de su lamentación en el templo de Hércules en Cádiz, porque a la edad que él tenía en esos momentos, Alejandro Magno ya había conquistado un imperio, anécdota que presenta numerosas dudas de autenticidad. Lo que sí parece evidente es que César estaba descontento con su cuestura en Hispania, pues no había ningún conflicto en el que pudiera destacar, y únicamente estaba desarrollando una intensa actividad judicial, que la única utilidad que tenía para él era la de establecer lazos de amistad con algunos hispanos. Por eso, antes de que se cumpliera su mandato solicitó el permiso para poder regresar a Roma. Unos años después, concluida su magistratura como pretor, a César le fue encomendado el gobierno de Hispania Ulterior, según algunas fuentes con el título de procónsul como Suetonio, o pretor como Cicerón. Para César es evidente que una forma de igualarse a Pompeyo, algo que sin duda era su máximo deseo, era marchar a una provincia importante, hacerse cargo de su gobierno y si era posible emprender alguna acción militar que le proporcionase prestigio y dinero, pues desde que desempeñara la edilidad curul sus finanzas habían ido de mal en peor y su endeudamiento había llegado a tal punto que difícilmente podría salir de él sin emplear, de una u otra manera, medios poco lícitos. En el mes de mayo del año 61 a. C., acuciado por las deudas y presionado por sus acreedores, César parte con dirección a Hispania con una idea fija, solucionar, de una vez por todas, sus problemas económicos. Las fuentes clásicas han sido poco generosas a la hora de dejarnos un detallado relato del gobierno de César en Hispania.

Es algo conocido y aceptado por la mayor parte de los historiadores, que el gobierno de César en la Ulterior fue un extraordinario banco de pruebas para su posterior política, sobre todo en lo que se refiere a las relaciones con las provincias y con el ejército.

Cuando César tomó posesión de su cargo en Hispania, tenía ante sí un doble cometido: en primer lugar, llevar a cabo una profunda reorganización civil de los territorios, y en segundo lugar ampliar el territorio dominado por Roma en Hispania empleando para ellos las legiones.

Apiano niega rotundamente que César empleara ninguna energía en las labores administrativas, cuando dice que durante el tiempo que permaneció en Hispania no se preocupó por conceder audiencia a las ciudades, por administrar justicia o por realizar acciones semejantes. Sin embargo, este juicio no parece estar demasiado de acuerdo con lo que nos transmiten otros autores, como Veleyo Patérculo, Suetonio, Plutarco o incluso Cicerón, cuando habla de los beneficios concedidos a Cádiz y a otras ciudades.

Cádiz fue una de las ciudades más favorecidas por César, al igual que L. Cornelio Balbo, quien con el tiempo se convertiría en casi indispensable para César. Sin embargo, los servicios que prestó a esta ciudad, y a muchas otras, no fueron gratuitos, y aceptó, cuando no estimuló, sin ningún recato los regalos y dádivas que las comunidades le hacían en pago a sus favores. Se sabe que una de sus primeras medidas fue intentar dar una solución a la enconada rivalidad existente entre las diferentes ciudades, lo que provocaba no pocos problemas a la administración romana. De igual modo procuró que se llegase a una cierta concordia social y eliminar las rivalidades existentes entre algunos sectores de la sociedad.

Otra medida destacada fue la estimulación del progreso económico frenado por los desmesurados gravámenes, algunos innecesarios, que debían soportar las comunidades. Entre otros solicitó, por ejemplo, que fueran abolidos los impuestos que con Metelo habían gravado a toda la provincia. Un punto fundamental de su programa político en Hispania fue la mejora de la administración de justicia, procurando que ésta fuera aplicada de un modo más estricto y ecuánime. Favoreció además que las ciudades hispanas tuvieran un contacto lo más directo posible con el Senado, patrocinando el envío de numerosas embajadas en las que se debían defender cuestiones públicas y privadas, y que le proporcionaron la amistad de numerosos pueblos, algo que le sería de gran utilidad durante la guerra civil. Por último, también se preocupó de que se llegase a una reducción de las deudas privadas. El endeudamiento de los particulares solía provocar no pocos problemas y esto era algo que él conocía muy bien. Era un intento de favorecer a los más pobres evitando que los acreedores se adueñaran de todas sus rentas para cobrar la deuda, obligándoles a que les permitieran que los deudores conservaran, al menos, un tercio de los ingresos con los que poder subsistir y hasta la liquidación total de la deuda.

Frente a todas estas medidas, también hay que destacar la marcada política belicista desarrollada por César. Cuando llegó a la Península, probablemente a Córdoba, tan sólo tenía a su disposición veinte cohortes, tropas a todas luces insuficientes para llevar a cabo sus planes; a éstas añadió otras diez cohortes más con levas locales. Necesitaba un pretexto para emprender algún tipo de acción militar que permitiera poner en práctica sus deseos, e inmediatamente se fijó en Lusitania. Allí, la tranquilidad de la región era continuamente turbada por bandas de ladrones que, empujados por la necesidad, descendían de las montañas, regiones extremadamente áridas incapaces de alimentar a la población que las habitaba, para saquear las ciudades de la llanura, regiones mucho más ricas y fértiles.

Los proyectos de César para estos habitantes de las regiones montañosas de Lusitania no pasaban por un simple castigo, que les disuadiera de continuar su vida de salteadores; más bien eran otros, mucho más acordes con las necesidades de Roma y de Hispania. César se proponía hacerles abandonar las montañas y que se establecieran en las llanuras. De esta manera lograría que todas esas poblaciones montañesas, obligadas al bandolerismo por la falta de recursos, se convirtieran en agricultores, capaces de mantener a sus familias con las cosechas que produjera la tierra, con lo que olvidarían su anterior agresividad. El principal refugio de estas bandas de salteadores se encontraba en la actual Sierra de la Estrella, que años atrás había sido también el centro de operaciones de Viriato.

Una parte de estas poblaciones sí que obedeció los deseos de César, mientras que otra, la más arisca, huyó hacia el norte llevando consigo a mujeres e hijos. La primera medida que llevó a cabo César fue ocupar todas estas poblaciones abandonadas y a continuación emprendió persecución de los fugitivos, que habían logrado establecerse en las zonas montañosas entre el Duero y el Miño, en la llamada Galia Bracarense, volviendo a su acostumbrada actividad de bandidaje.

Desde sus nuevas posiciones intentaron impedir que César y sus tropas atravesaran el Duero, pero fracasaron rotundamente. La presión de César les obligó a avanzar de nuevo hacia el sur. Hasta que llegaron a la zona de cabo Carvoeiro en el Algarve portugués.

Totalmente copados por los romanos, la única salida que les quedaba a los fugitivos era embarcarse con dirección a las cercanas Islas Berlengas, hoy una magnífica reserva natural de aves, que les podían servir de base para una nueva actividad, la piratería. César se vio obligado a permanecer en tierra firme por algún tiempo, pues no tenía naves con las que continuar la persecución. Sin perder demasiado tiempo comenzó la construcción de algunas barcazas y envió en ellas a una parte de su ejército. Sin embargo, los legionarios eran inexpertos marinos. Desembarcaron en una escollera pensando que podrían continuar a pie, pero se equivocaron; además, el reflujo del mar se llevó las barcazas, por lo que quedaron aislados e indefensos.

A pesar de que demostraron un gran valor en la lucha, fueron masacrados todos ellos, excepto Publio Scevio, que a pesar de haber perdido sus protecciones y estar gravemente herido, se arrojó al agua y logró ponerse a salvo a nado. César no estaba dispuesto a permitir que los rebeldes se salieran con la suya e hizo traer de Cádiz los barcos que necesitaba, pasó con todo su ejército a las islas y exterminó a los fugitivos y a aquellos que les habían acogido, ya muy debilitados todos ellos por las privaciones. Con estas mismas naves César fue costeando hacia el norte; era la primera vez que las legiones romanas navegaban por la costa atlántica, hasta llegar a Brigantium “sometiendo a todos sus habitantes aterrados por el estruendo de las naves, un espectáculo que no habían visto nunca”.

Las campañas militares emprendidas por César fueron enormemente productivas en el aspecto económico, pues no solamente se enriqueció él personalmente, tanto como para poder desterrar definitivamente sus anteriores problemas financieros, sino que proporcionaban lo suficiente para que pudiera enviar a Roma cuantiosas cantidades de dinero, lo que acalló las voces que protestaban y le acusaban de haber atacado a poblaciones indefensas. Pero también los legionarios que habían tomado parte en la lucha recibieron su recompensa hasta el punto de que llegaron a aclamarle como Imperator, paso previo e indispensable a la concesión del triunfo por parte del Senado.

Tras haber permanecido en la península algo más de un año, César consideró que ya había hecho méritos suficientes como para aspirar al consulado. Las dos necesidades que le habían llevado a aceptar el gobierno de Hispania habían desaparecido: ya era solvente económicamente y tenía la suficiente experiencia militar como para poder aspirar al triunfo a su llegada a Roma.

César regresó a Hispania por última vez, al final de la guerra civil, para acabar con la última resistencia de los pompeyanos. A mediados del año 47 a. C. abandonó Roma y a primeros de diciembre estaba ya en Obulco, donde sus legados estaban bloqueados. César tenía a su disposición nueve legiones: las tres que había dejado en la Ulterior y que le habían permanecido fieles, tres que había ordenado reclutar en la Citerior, la que había llegado desde Cerdeña con Máximo y Pedio y la VI y la X traídas desde Italia.

A su llegada supo que Cn. Pompeyo estaba asediando Ulia, pero en lugar de acudir a liberarla envió solamente un pequeño contingente al mando de L. Vibio Pancieco, que pudo penetrar en la ciudad y reforzar la defensa. Él se dirigió hacia Córdoba, ciudad que estaba custodiada por Sexto Pompeyo, con la intención de tomarla. El asedio no era fácil; sin embargo, Sexto se puso nervioso por la llegada de las legiones de César y pidió ayuda a su hermano, que se vio obligado a levantar el sitio de Ulia para acudir a Córdoba. Con esta maniobra César había logrado desbloquear la situación en Ulia, y no tenía ninguna intención de perder demasiado tiempo en el sitio de Córdoba, pues lo que deseaba era arrastrar a los pompeyanos a una batalla en campo abierto. A toda costa deseaba evitar una guerra de desgaste.

Por la noche, sin que el enemigo se diera cuenta de sus movimientos, reunió sus tropas y levantó el campamento.

En una sola etapa llegó ante los muros de Ategua, donde los pompeyanos tenían unos importantes almacenes de víveres, y sitió la ciudad.

Cn. Pompeyo dejó también Córdoba y acudió en ayuda de Ategua, pero no logró que el sitiador se moviera de sus posiciones. Estaba convencido de que debido a lo riguroso de la estación César no podría mantenerse donde estaba por mucho tiempo, además la ciudad estaba perfectamente preparada para la defensa, lo único que necesitaba era alguien capaz de dirigirla, por lo que hizo penetrar en ella a Munacio Flaco. Después él se alejó del lugar y levantó su campamento en Salsum, entre Ategua y Ucubis. César continuaba manteniendo las posiciones, así que Pompeyo decidió regresar a Córdoba. Su negativa a entablar batalla minó la moral de sus tropas y comenzaron las deserciones. Dentro de Ategua surgieron complicaciones entre los partidarios de César y los de Pompeyo, finalmente, a la ciudad no le quedó más remedio que capitular el 19 de febrero y abrir sus puertas a los sitiadores.

Pompeyo continuaba con su pretensión de evitar por todos los medios una batalla campal, lo que motivó que muchas ciudades comenzaran a inclinarse en favor de César, como, Como Ucubis, donde Pompeyo condenó a muerte a setenta y cuatro importantes ciudadanos y luego destruyó la ciudad. Finalmente, avanzando hacia al sur acabó acampando en una elevada colina cerca de Munda en persecución de Pompeyo. La posición que había tomado éste parecía más ventajosa y, finalmente, el 17 se decidió a poner a su ejército en formación de batalla. César acudió al reto, “los hombres llegaron frente a frente y dio comienzo la batalla; habiéndose encontrado tantas veces como enemigos, no tenían ninguna consideración los unos con los otros y no tenían necesidad de arengas. Las milicias aliadas pronto se vieron envueltas por el deseo de emprender la fuga; pero los soldados romanos, permaneciendo en sus puestos, se batían con el máximo empeño. Ninguno de ellos cedía, sino que firmes en sus posiciones mataban o morían, como si individualmente fuesen artífices de la victoria o de la derrota por todos. Por este motivo no se preocupaban de cómo combatían los aliados, sino que estaban animados por el más grande de los corajes, como si ellos solos se encontraran en la lucha.

Ninguno entonaba el canto de la victoria, ninguno gemía, sólo gritaban: ‘golpea, mata’ y su brazo obedecía de largo a la lengua. César y Pompeyo, viendo desde sus caballos y desde las alturas este espectáculo, no sabían si debían esperar o temer, pero dominados por sentimientos inciertos, estaban igualmente atormentados por el miedo y por la esperanza. Al ver la batalla incierta sufrían terriblemente. Estaban a la espera de cualquier ventaja y descartaban el pensamiento de una derrota; con el ánimo angustiado rezaban, maldecían, se daban ánimos y temblaban.

No pudiendo resistirlo mucho tiempo saltaron de su caballo y se arrojaron a la lucha, preferían hacer frente al cansancio y al riesgo de la batalla, antes que al tormento de sus espíritus. Cada uno de ellos esperaba, participando directamente en el combate, dar el golpe decisivo para la victoria de sus propios soldados; si por el contrario fallaban, preferían morir con ellos.

”Así, incluso ellos participaron en la batalla. Pero esto no aportó ninguna ventaja a los combatientes, quienes al ver a sus propios generales unidos a ellos en el peligro, sintieron todos a la vez un mayor desprecio por la propia vida y un deseo acrecentado de aplastar al enemigo. Por ello, ni unos ni otros huyeron, sino que se mostraron iguales en el entendimiento e iguales en el esfuerzo físico. Perecerían todos o serían separados por la noche, sin que ninguno de los dos contendientes hubiera logrado prevalecer, si Bogua, que estaba fuera de la lucha, no hubiese asaltado el campamento de Pompeyo, y si Labieno, viéndolo, no hubiese abandonado la batalla para correr en su contra. Los pompeyanos, creyendo que se daba a la fuga, se sintieron humillados; cuando se dieron cuenta de la verdad, no pudieron reconstruir sus propias filas, por ello huyeron, una parte hacia la ciudad y otra hacia las propias trincheras. Estos últimos rechazaron con vigor a los enemigos que les asaltaban, y no desistieron hasta que estuvieron rodeados por todas partes; los otros se defendieron a lo largo de los muros de la ciudad, tanto que sólo fue conquistada después de que todos cayeron en varias salidas. Las pérdidas de soldados romanos por ambas partes fueron tan elevadas que los vencedores, no sabiendo cómo bloquear las salidas de la ciudad para impedir que alguien escapase, amontonaron ante ellas los cadáveres de los enemigos”.

La desbandada de los derrotados fue total. Cn. Pompeyo, en su huida llegó a Carteia, logró alcanzar la flota y zarpar, pero no habían cargado provisiones de agua dulce. Se tuvieron que aproximar a tierra y en esos momentos les alcanzó C. Didio que había zarpado de Cádiz, e incendió los barcos pompeyanos.

Pompeyo logró huir de nuevo y se refugió en Lauro, allí fue capturado y asesinado, al igual que su padre, por aquellos a los que había solicitado asilo. Su cabeza fue entregada a César.

Una parte del ejército cesariano, a las órdenes de Fabio Máximo, ocupó Munda y Urso; otra parte encabezada por César se dirigió a Córdoba para apoderarse de la ciudad y capturar a Sexto Pompeyo, pero éste ya había huido a la región de los lacetanos, y la ciudad fue incendiada por los propios pompeyanos.

De allí se dirigió a Hispalis. Tras todas estas conquistas empleó algún tiempo en reorganizar la provincia.

Llevó a cabo concesiones de ciudadanía individuales y colectivas a ciudades que se habían opuesto decididamente a los pompeyanos, y confiscó por entero o en parte los territorios de aquellas ciudades que habían sido favorables a ellos. Llevó a cabo la fundación de algunas colonias para el asentamiento de sus veteranos, como la realizada en Osuna, que en adelante pasó a llamarse Colonia Iulia Genetiva. Finalmente dejó al gobierno de Hispania al propretor C. Carrinas y él regresó a Italia a mediados del mes de julio.

Sin saberlo, César daba por concluida de este modo su última campaña militar, durante los meses siguientes iba a realizar una intensa labor política en Roma.

Sin embargo, no olvidó sus aficiones castrenses y en ningún momento dejó de preparar expediciones como la que proyectaba realizar contra los partos, que se vio truncada por su asesinato en los idus de marzo del 44 a. C.

Uno de los aspectos más interesantes de Julio César es el de su personalidad, comenzando por su aspecto físico que nos transmiten los autores clásicos y el arte. Suetonio, en la biografía que hace de él, nos deja la mejor descripción, puntualiza: “Se dice que era alto, bien proporcionado y de tez blanca; relleno de cara y de ojos intensamente negros y vivaces. Disfrutaba de una salud inmejorable, pero en sus últimos años sufrió desvanecimientos y pesadillas nocturnas: en dos ocasiones, mientras desempeñaba sus funciones, tuvo un ataque de epilepsia. Era extremadamente meticuloso en el arreglo de su cuerpo, y no contento con cortase los cabellos y hacerse afeitar la barba con extremo cuidado, incluso se hacía depilar, algo que muchos le reprocharon. Nunca llegó a admitir con naturalidad su evidente calvicie, angustiándole en extremo las bromas de sus detractores y, para ocultar su falta de pelo, se peinaba llevando hacia adelante sus escasos cabellos. Entre los muchos honores que el Senado y el pueblo le habían concedido ninguno recibió con más agrado y utilizó con más frecuencia que el derecho de llevar permanentemente una corona de laurel. También dicen que era muy rebuscado a la hora de vestir. La túnica laticlava siempre la llevaba con franjas hasta las manos, que de modo habitual se ceñía con un cinturón siempre bastante flojo; de ello derivaba el hecho de que Sila dijera frecuentemente a los optimates “que tuvieran cuidado con ese joven mal ceñido”. Al lado de esta detallada descripción, el arte nos ha dejado un considerable número de retratos procedentes de esculturas, relieves y acuñaciones numismáticas. A pesar de que la retratística romana de la época republicana tendía a reflejar fielmente los rasgos del retratado, la mayor parte de los retratos de César que nos han llegado son de época imperial, muchos pueden datarse, incluso, durante el reinado del emperador Trajano (98-117).

Entre aquellos retratos cuya elaboración puede situarse en la época en la que César vivió, o muy cercanos a ella, está en primer lugar el busto de César de Tusculum. Se trata de una representación bastante realista en la que el dictador posee un musculoso cuello, propio de las personas habituadas al continuo ejercicio físico; la mandíbula también es bastante cuadrada y de gran fortaleza. La frente ancha y muy despejada deja en evidencia su calvicie difícil de ocultar.

Los especialistas han fechado este retrato entre los años 46-40 a. C. Un aspecto semejante posee el busto de César del Museo Nacional de Nápoles, copia de un original del año 40 a. C., pero algo más idealizado que el anterior, intenta cubrir mejor su calvicie, peinándose los cabellos hacia adelante, como describe Suetonio. La mandíbula y el cuello presentan las mismas características pero con la barbilla algo más marcada y pómulos mejor delineados y perfectos.

Sin duda, probablemente mucho más fidedigno al aspecto real del personaje, es el busto de Acireale (Sicilia), aunque en este caso su atribución a César presenta algunas dudas. El rostro presenta los rasgos generales de los dos anteriores, con la prominente calvicie, cuello fuerte y musculoso, pero la mandíbula menos cuadrada y más afilada. El rostro en general es mucho menos armónico y atrayente y representa al personaje a la edad de unos cincuenta años. Aproximadamente con esa misma edad es representado en el busto existente en los Museos Capitolinos de Roma.

Es un César ya algo envejecido, de rostro cansado y con visibles bolsas bajo los ojos e incipiente papada.

Conserva aún la poderosa mandíbula y el musculoso cuello. El retrato precedente de Rieti de la Colección Palmegiani es un César en la plenitud de su juventud, vigoroso, de fuerte y cuadrada mandíbula, en el que la calvicie ni siquiera se vislumbra. Con edad parecida, en torno a los treinta años años aparece representado en un busto conservado en el British Museum de Londres, aunque últimamente se tiende a considerar, no sin motivos justificados, que este busto es falso. Al Vaticano pertenece un busto en el que se representa a César con una edad entre cuarenta y cincuenta años.

Su rostro aún no está excesivamente marcado por las arrugas, pero su calvicie es muy prominente, en contraste con otras representaciones en las que se intenta disimular algo más. Las entradas le llegan hasta casi la coronilla y peina el pelo hacia adelante. Distinto, por el material en el que está realizado, basalto negro, es el busto del Staatliche Museen de Berlín. En él se representa al dictador en edad madura, muy delgado y con el rostro bastante afilado. De reciente hallazgo, verano de 2003 es el busto encontrado en las excavaciones realizadas en la acrópolis de San Marcos y Santa Teresa en la pequeña isla de Pantelleria. Se trata de un César joven, de unos treinta y cinco años, lleno de vigor y de firmeza. Por lo que se refiere a esculturas de cuerpo entero, la más importante de todas es la que está conservada en el Palacio de los Conservadores de Roma, que forma parte de los Museos Capitolinos.

En ella, César aparece vestido con traje castrense, el tronco del cuerpo protegido con una coraza y sobre los hombros la típica capa que endosaban los generales durante las campañas militares. En las representaciones numismáticas, siempre con menor lujo de detalles, en muchas ocasiones aparece cubriendo su cabeza con una corona de laurel, algo que se sabe que hacía habitualmente para disimular su calvicie, pero que, sin embargo, no queda reflejado en la retratística.

En cuanto a su modo de ser, de actuar, sus gustos e inclinaciones, la fuente principal es el mismo Suetonio quien nos dice que tenía una gran afición por el lujo, como demuestra el hecho de que mandara demoler por completo una casa de campo que había mandado construir en Aricia, por el hecho de que no respondía completamente a sus deseos; en sus expediciones siempre llevaba consigo un pavimento de mosaico desmontable, para dar más confort a las viviendas provisionales en las que debía permanecer; además en algunas demostró su desmedido interés por las riquezas que los países conquistados podían ofrecerle. Allá donde iba adquiría todo tipo de objetos de arte, estatuas, vasos labrados y piedras preciosas de todo tipo y factura. También mostraba interés por los esclavos bien formados y dotados de una cultura adecuada, llegó a pagar por ellos sumas desmedidas que siempre intentaba ocultar en los libros de registro. Son muchos los testimonios que afirman que siempre intentó sacar beneficio económico de sus cargos públicos. Durante su gobierno en Hispania constantemente solicitaba dinero a los aliados para pagar deudas privadas. En varias ocasiones saqueó ciudades lusitanas en su afán recaudatorio. Algo semejante hizo en la Galia saqueando templos y santuarios, únicamente por su afán de lucro, no como castigo por su desobediencia. Por este procedimiento acumuló grandes cantidades de oro que luego vendía a un precio de 3.000 sestercios la libra. Corría la voz de que durante su primer consulado se apoderó de 3.000 libras de oro que había en el Capitolio, y para que nadie lo notase las sustituyó por bronce dorado. Incluso llegó a cobrar las alianzas que Roma pactaba con algunos reinos, como el egipcio de los Ptolomeos. De Ptolomeo XII Auletes obtuvo una cantidad próxima a los 6.000 talentos, para que el Senado le reconociera como rey de Egipto y le declarase amigo de Roma, algo que sucedió en el año 59 a. C.

Desde muy joven le acompañó la fama de mujeriego, que él no intentó ocultar nunca; es más, en muchas ocasiones él mismo alentaba los rumores de sus amoríos. También Suetonio se hace eco de ello cuando dice: “Era notorio que estuvo muy inclinado a la libidinosidad y por ello siempre dispuesto a derrochar”, continúa diciendo que se tienen noticias de que sedujo a muchas mujeres de familias ilustres, no respetando ni siquiera el hecho de que estuvieran casadas; entre ellas destaca a Postumia, la mujer de Servio Sulpicio; a Lolia, la esposa de Aulo Gabinio; Tertula, que estaba casada con Marco Craso, e incluso Mucia, la mujer de Pompeyo. Su pasión por algunas mujeres fue tan arrebatadora, que llegó a cometer verdaderas locuras por ella, como por Servilia, a la que regaló joyas y le vendió en subasta extensísimas propiedades a un precio irrisorio. Pero no solamente en Roma, allá donde iba César se buscaba líos de faldas: tuvo amores con Eunoe, mujer de Bogada, y sobre todo con Cleopatra, a la que llevó a Roma y con la que tuvo un hijo. Acerca de las apetencias carnales de César, algo más se debe añadir, y esto es que, a decir de las fuentes, no solamente tuvo amores con mujeres, frecuentemente fue acusado de mantener relaciones con jovenzuelos y con no tan jovenzuelos, como la estrecha familiaridad que le unió a Nicomedes de Bitinia, cuando se vio obligado a abandonar Roma por la presión que sobre él ejercía Sila.

Si los defectos principales de César eran su desmedido amor por el dinero y una lujuria irrefrenable, entre sus virtudes estaba el adecuado comportamiento profesional en todos los sentidos. Desde niño su madre le inculcó la necesidad de tener un cuerpo disciplinado que le obedeciera siempre en todas las circunstancias.

Ninguno de sus enemigos le pudo nunca reprochar que se excediera bebiendo, ni tampoco comiendo; en ambas cosas su máxima era la austeridad, hasta el punto que uno de sus más enconados enemigos durante la guerra civil, Marco Catón, afirmaba que César había sido el único usurpador del poder que había llevado a cabo su obra sin estar borracho.

Tanto en su actividad oratoria, como en la militar, fueron numerosos los elogios que recibió de sus contemporáneos, muchos de ellos recogidos por Suetonio: “Igualó y superó a los mejores tanto en elocuencia como en el arte militar”.

Como militar tenía fama de habilidoso tanto en el uso de las armas como en el montar a caballo, siendo muy resistente a todo tipo de fatigas. En muchas ocasiones durante la marcha se ponía al frente de la expedición, yendo a caballo o a pie, sin importarle la climatología y sin ni siquiera cubrirse la cabeza, recorriendo grandes trayectos con una gran rapidez. A la hora de dar comienzo a una batalla su cualidad más significativa era la decisión. En ocasiones no permitía el descanso a sus soldados después de una extenuante marcha y entraba inmediatamente en combate, algo que siempre cogía de improviso al enemigo. Solamente se volvió algo más precavido al final de su vida, pues consideraba que tenía menos que ganar con la victoria y mucho más que perder con la derrota. En medio de la batalla, si ésta era indecisa, ordenaba que se soltaran los caballos y permanecía a pie, para así, desaparecida toda posibilidad de retirada, se combatiera con más ardor. Valoraba a sus hombres por sus capacidades militares y no por la adulación que podían emplear para con él. El buen trato que César daba a sus hombres favoreció que en muy pocas ocasiones tuvieran motivos de queja o se rebelaran. También tuvo un elevado concepto de la amistad, del compañerismo y del deber para con sus clientes. Con los amigos siempre tuvo un exquisito comportamiento, que no cambió ni siquiera cuando era el hombre más poderoso de Roma. En suma, César era un hombre capaz de emplear todos sus recursos para conseguir los fines que se proponía, muy buen conocedor de la psique humana, frío y calculador, que no se dejaba llevar nunca por los primeros impulsos, consciente de que lo mejor que podía hacer con un enemigo no era exterminarlo, sino atraerlo a su causa. Una excesiva venganza solamente podía proporcionarle placer por un breve momento, pero a la larga sabía que le ocasionaría problemas, por ello siempre estuvo predispuesto al perdón, pero hasta cierto límite, pues tampoco podía dar la impresión de que era demasiado débil como para castigar a los que le traicionaban o a los que se enfrentaban abiertamente con él. Este justo equilibrio era la base de su fortaleza. A pesar de lo dicho hasta aquí, no era un hombre exento de arrogancia y prepotencia como cuando en un discurso público dijo: “El estado no es nada, un nombre sin cuerpo y sin forma. Sila demostró que era idiota cuando abdicó de la dictadura, ahora los hombres deben tener por ley mis palabras”. Finalmente, hay que añadir decir que tuvo un gran desprecio por la superstición y la religión que tan sólo las utilizaba en su propio beneficio.

El hecho de que César quisiera dejar constancia por escrito de sus hazañas, y sobre todo que estos relatos hayan llegado hasta nuestros días, es de una ayuda incalculable para conocer al personaje. No fue el único en llevar a cabo esta tarea, se sabe, que entre otros, Sila también escribió sus memorias, y que Augusto comenzó a hacerlo, pero ni unas ni otras se han conservado.

Es indudable que había en Cesar un afán propagandístico a la hora de escribir sus famosos Comentarios.

A grosso modo, tres son los bloques de información que componen el llamado corpus de escritos cesarianos: Por un lado, están el Comentarii de bello gallico y el de bello civile, dedicados a la conquista de las Galias el primero y a la guerra civil el segundo.

Estas dos obras tradicionalmente se han considerado como escritas por César y formarían la parte principal del corpus. Por otro lado, están el Bellum Alexandrinum, el Bellum Africanum y el Bellum Hispaniense, escritos por algunos de sus oficiales, a los que es difícil adjudicar una autoría. Finalmente está el libro VIII del De bello gallico, escrito por Aulo Hirzio, que en estilo se asemeja mucho al Bellum Alexandrinum. Como fuente añadida no se puede olvidar la generosa contribución que proporciona la epigrafía, como puede ser el Index Rerum Gestarum, epígrafe del final del reinado de Augusto que sobre bronce se colocó ante la puerta de su mausoleo. Aunque esta pieza ha desaparecido, sí que se han conservado algunas copias que habían solicitado varias ciudades de Asia. También se han conservado parte de algunas leyes de César, como la lex Iulia Municipalis de 45 a. C., la lex Rubria de Gallia Cisalpina, de 48-41 a. C., la lex coloniae Iuliae Genitivae Ursonensis, etc. Asimismo los Fastos Consulares y Triunfales redactados en época de Augusto, en los que se recopila los nombres y la fecha en la que los magistrados desempeñaron su cargo, la lista de los triunfos celebrados. También los abundantes fragmentos de calendarios en los que se recogen celebraciones religiosas. A todo esto habría que añadir algún papiro o las series de acuñaciones numismáticas de la época de César, dado que en los reversos de las monedas se suele hacer alusión a hechos significativos de trascendencia histórica.

 

Obras de ~: corpus de escritos cesarianos: Comentarii de bello gallico y el de bello civile, Bellum Alexandrinum, el Bellum Africanum y el Bellum Hispaniense, lex Iulia Municipalis de 45 a. C., la lex Rubria de Gallia Cisalpina, de 48-41 a. C., la lex coloniae Iuliae Genitivae Ursonensis.

 

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Javier Cabrero Piquero