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Isabel de Borbón

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Biografía

Isabel de Borbón. Fontainebleau (Francia), 22.XI.1602 – Madrid, 6.X.1644. Reina de España, primera esposa de Felipe IV.

La futura reina Isabel era la segundogénita de María de Médicis y de Enrique IV de Francia, que, divorciado de su primera esposa, Margot de Valois, casó en octubre de 1600 con la sobrina de Fernando I de Toscana avalada por una importante dote. Aquella boda dio lugar a grandes festejos tanto en Florencia como en París y una vez instalada María en Francia, proporcionó a Enrique IV una numerosa familia, de la que Isabel fue la primera de las niñas nacidas del matrimonio.

La madre de Isabel había crecido entre el Palacio Pitti, los jardines de Bóboli, la villa de Pratolino y otros lugares de la Corte Medicea que se hallaban a la vanguardia de Europa respecto al coleccionismo, la producción artística y las invenciones musicales o teatrales propias del Manierismo. Recibió una refinada educación que transmitió a su descendencia y que Rubens recreó en uno de los lienzos que decoraban el palacio de Luxemburgo, en el que aparece la diosa Minerva enseñando lectura a la reina de Francia, mientras Apolo era el encargado de instruirle en la música y Mercurio en el arte de la elocuencia. Ciertamente, a pesar de la damnatio memoriae que sobre ella ha perdurado, María de Medicis recibió una esmerada formación que incluyó, además del estudio de francés y el español, música y pintura, en un ambiente frecuentado por artistas de la calidad de Jacopo Ligozzi o Giambologna. Jugó un papel político fundamental, ejerciendo la regencia tras el magnicidio de su esposo (1610), en una situación en la que la Monarquía francesa debía defenderse de infinidad de luchas intestinas, alimentadas tanto desde el interior como desde el exterior. Supo hacer buen uso de su refinada cultura, promoviendo el arte y el espectáculo al servicio de la función política y para ello puso bajo su protección a artistas de la talla de Peter Paul Rubens, Anton van Dyck o Frans Pourbus. Una sensibilidad que intentó transmitir a sus hijas Isabel, Cristina y Enriqueta María, que llegarían a ser, todas, reinas en distintas Cortes europeas merced a una política matrimonial de diseño impecable, aunque de efectos políticos poco duraderos.

Como parte de esa estrategia matrimonial, el 25 de febrero de 1612, Isabel y su hermano Luis XIII de Francia quedaron prometidos oficialmente al futuro Felipe IV y a su hermana Ana Mauricia de Austria respectivamente, después de una larga negociación entre las Cortes de París y Madrid, desarrollada en medio de una intensa actividad diplomática en la que los Médicis jugaron un papel protagonista. Con esta unión finalizaba temporalmente la política antiespañola que había mantenido Enrique IV en Flandes e Italia, para provocar la ruptura del bloque austroespañol de los Habsburgo en Europa.

La negociación de las dobles bodas tuvo un itinerario largo y accidentado, tanto por la oposición de los hugonotes y de varios príncipes de la sangre (Nevers, Humena, Bouillón y Condé) en Francia, como por las reservas del Consejo de Estado en Madrid.

Fue Lerma el que potenció un acercamiento hacia María de Médicis y sus ministros. El valido llegó a afirmar que aquella operación gozaba del apoyo de la “Providencia Divina” y participó activamente en las consultas, realizando entrevistas con embajadores y supervisando hasta en sus menores detalles el protocolo cortesano relacionado con el doble casamiento.

También Felipe III procuró asistir personalmente a las reuniones del Consejo de Estado que trataron sobre la cuestión. Oficialmente el acuerdo matrimonial se realizó en enero de 1612, la aceptación de las capitulaciones se registró en el verano de ese año y quedó aprobado por ambos consejos reales entre el 25 y el 26 de enero de 1613.

El compromiso fue seguido de una proclamación pública, festejos y el envío de embajadores para las respectivas peticiones de mano. Las ceremonias organizadas en la Place Royale de París resultaron apoteósicas.

El tema escogido en los festejos fue “El Templo de la Felicidad” una construcción efímera que se erigió en medio de la plaza y por la que desfilaron carros triunfales, animales exóticos y caballeros ataviados con trajes lujosos para representar que la doble alianza ahora acordada traería a Europa una paz eterna y una felicidad sin fin.

El 2 de febrero se publicaron los casamientos oficiales en Madrid y el 21 de julio fue recibido en Palacio el duque de Mayenne. Las capitulaciones matrimoniales se firmaron el 22 de agosto aprovechando el paréntesis que proporcionó el cese de las hostilidades en Italia y la firma de la controvertida Paz de Asti (21 de junio de 1615).

El viaje de Isabel a España resultó complicado. Salió de París rumbo a Burdeos el 17 de agosto de 1615, con una comitiva de unas mil personas, y sufrió varios retrasos, entre otros accidentes por la enfermedad que la propia princesa padeció en Poitiers. En plena “rebelión de los príncipes”, sólo la protección del ejército de los Guisa permitió que la Reina Madre pudiera efectuar el traslado de su hija con garantías. Una vez en Burdeos, tuvo lugar la ceremonia por poderes el 18 de octubre, en la que el duque de Guisa representó al príncipe Felipe.

Al tiempo, desde Madrid, se preparó el séquito que debía recibirla y que se pergeñó para mayor lucimiento del valido de Felipe III que, acompañado de sus hijos, se encaminó a Burgos en un último intento por rehabilitar el declive de su posición en la Corte, que en esos momentos parecía ya irreversible. Desde Burgos y Burdeos las dos comitivas pusieron rumbo hacia la frontera para consumar las entregas de la infanta y la princesa. El intercambio se efectuó el 9 de noviembre de 1615 y para la ceremonia se habilitó un espacio artificial en medio del río Bidasoa, con dos pabellones efímeros a modo de palacios erigidos en las riberas.

Este acto quedó inmortalizado con todo lujo de detalles en varios cuadros encargados por Felipe III, entre ellos un lienzo pintado por un desconocido archero de la Corte que en la actualidad se encuentra en el monasterio de la Encarnación de Madrid.

Aunque la boda tuvo lugar en noviembre de 1615, sólo fue consumada en noviembre de 1620, cuando Felipe había cumplido los quince años. Reina de España desde 1621, Isabel tuvo ocho hijos, pero solamente dos, el príncipe Baltasar Carlos y María Teresa, sobrevivieron a la primera infancia. Los demás fueron Margarita María, fallecida a las veinticuatro horas de nacer (1621), Margarita María Catalina, que sobrevivió tan sólo un mes (1623), y para cuyo nacimiento ofreció la Reina una capilla en la parroquia de Santa María en honor de la Virgen de la Almudena, origen de la actual catedral madrileña, María Eugenia (1625- 1627), Isabel María Teresa, que tan sólo sobrevivió un día (1627), y María Antonia Dominica Jacinta, que falleció con diez meses (1635-1636).

Tras el deslumbramiento de los primeros tiempos de convivencia conyugal plenos de alegría palaciega, después de los lutos por la muerte de Felipe III, en los que la Reina disfrutó, por ejemplo, de las famosas “fiestas de Aranjuez” (1622), donde participó activamente siguiendo la tradición de los fastos cortesanos renacentistas, bajo el personaje de “La Reina de la Hermosura” —y cuyos accidentados avatares dieron lugar a rumores sobre el platónico amor que el conde de Villamediana sentía por ella—, los siguientes años de matrimonio con Felipe IV fueron de un trato correcto, pero no caluroso. Francesco Contarini, embajador veneciano, describía su personalidad y situación en estos términos: “[...] es una Princesa de costumbres amabilísimas, de ingenio y capacidad [...] si bien el Rey la honra [...] últimamente no la ama”.

Entre 1621 y 1640 la influencia de su peso político puede intuirse en algunos momentos —por ejemplo en la negociación de la Paz de Monzón (1626)—, pero no apreciarse claramente. Sin embargo, a partir de 1640, con las guerras de Cataluña y Portugal en ciernes y con la ausencia de Felipe IV ocupado en el frente de Aragón, Isabel debió asumir como regente tareas de gobierno. Cuando el Rey marchó a Zaragoza, ella comenzó a trabajar sin descanso con los consejeros que permanecieron en Madrid. Así lo recogía en un comentario inocente, pero muy gráfico, el príncipe Baltasar Carlos en la correspondencia que mantuvo con su padre en estas especiales circunstancias (23 de noviembre de 1642): “Ayer, mi madre celebró una junta que comenzó al mediodía y acabó a las tres y mientras tanto yo estuve jugando”.

También se ha insistido en su responsabilidad a la hora de propiciar la caída de Olivares, hasta el punto de hablarse de la “Conspiración de las Mujeres”, operación en la que habrían intervenido, además de la Reina, la duquesa de Mantua, Ana de Guevara, sor María de Ágreda, y quizá también la que se convirtió en “secreta valida” de la Reina —según expresión del embajador de Alemania Eugenio de Carreto, marqués de la Grana—, su dueña de honor y guardamayor de las damas, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes de Nava.

Es cierto que la relación de Isabel de Borbón con el conde-duque de Olivares nunca fue fluida. Se ha señalado que la causa radicaba en que el valido era el que facilitaba las correrías del Rey y sus infidelidades, pero sobre todo, Olivares obstaculizó la influencia política de la Reina, como ilustra Hume cuando relata un episodio palaciego en el que doña Isabel emitió una opinión sobre un asunto de gobierno en presencia de Felipe IV, intervención que el conde-duque apostilló diciendo: “La misión de los frailes es sólo rezar y la de las mujeres sólo parir”.

Es sin duda demasiado simple explicar la caída de Olivares por una conspiración palaciega protagonizada por las “mujeres de la Corte”; muchos otros factores y personajes intervinieron en su defenestración.

Los desastres en el frente catalán, la extraordinaria crisis financiera de esos años y personajes políticos de peso como Luis de Haro o el conde de Castrillo que, de colaboradores, pasaron a engrosar las filas de los disconformes con don Gaspar. Pero es cierto que la Reina jugó un papel importante, aunque quizá magnificado inmediatamente después por los que en la sombra movían varios de los hilos de la oposición al valido, desde el confesionario de la propia Reina, por ejemplo.

Al volver al frente en 1643, Felipe IV nombró de nuevo regente en Castilla a su consorte y encomendó a Chumacero (30 de junio de 1643): “[...] [le] presentaréis todos los asuntos que surjan, aconsejándola con el mayor efecto y veracidad posibles y no dejando de convocar reuniones regulares en su presencia”.

El presidente del Consejo de Castilla quedó impresionado por la capacidad de negociación que Isabel desplegó con los financieros para que éstos adelantaran fondos, mientras el propio Rey reconocía al padre Sotomayor que: “Gracias a los esfuerzos de la reina para obtener y enviar provisiones hemos podido equipar y preparar rápidamente a las tropas” (15 de septiembre de 1643).

Incluso corrió el rumor de que la Reina iba a encabezar personalmente un ejército, como en tiempos hiciera Isabel la Católica, para liberar Badajoz de los portugueses. También se publicitaron otros gestos regios, como intentar que uno de los banqueros más importantes de Madrid, Manuel Cortizos, le adelantara dinero a cambio de dejar sus joyas personales en prenda.

Fue una actividad intensa que sirvió para que Felipe IV la calificara, después de la caída de Olivares, como “su único valido” y que le pasó factura, ya que en medio de sus obligaciones de gobierno, en la primavera de 1644, tuvo un aborto. Era el quinto que sufría y tardó varios meses en reponerse. En el verano reanudó su trabajo administrativo, pero en octubre cayó de nuevo enferma y el día 6 por la mañana murió, con cuarenta y dos años, en medio de una gran discusión entre sus médicos que, como relataba Chumacero en carta al Rey (6 de octubre de 1644), hicieron tal variedad de diagnósticos que no se podía decir cuál era la causa verdadera del deceso.

El Rey recibió la noticia en la localidad de Almadrones, cuando ya había salido de Zaragoza para estar al lado de su esposa. El 9 de octubre, desde El Pardo, y sin haber visto todavía el cadáver, escribía esta sentida carta, recogida por Pérez Villanueva, a la condesa de Paredes: “Condesa yo he llegado aquí cual vos podéis juzgar habiendo perdido en un día mujer, amiga, ayuda y consuelo en todos mis trabajos y pues no he perdido el juicio y la vida, debo de ser de bronce. He querido descansar con vos porque sé la merced y confianza que hacía la reina de vuestra persona y el amor que vos la teníais. Y por esta razón me ha parecido preguntaros si acaso os dejó dicho algo que desease se ejecutase de servicio o gusto suyo, o de obligación y descanso de su alma, para que, pues la debí tanto en vida, haga cuanto estuviere a mi mano por ella en muerte”.

La desolación del Monarca quedaba reflejada también dos días antes de que se celebraran las exequias en Madrid en una misiva a sor María de Ágreda, recogida por Seco Serrano: “Me encuentro en el mayor estado de dolor que pueda existir [...]; la ayuda de Dios tiene que ser infinita si es que alguna vez voy a superar esta pérdida”.

No cabe duda de que, si durante la primera parte del matrimonio la relación con doña Isabel no pasó de discreta, durante los últimos años los lazos de respeto, afecto y confianza se estrecharon intensamente hasta convertirse en “la mejor azucena de Francia” —como rezaba en los motes de su túmulo funerario—, en “el mayor tesoro de Felipe IV” y cuyo recuerdo, magnificado en los años inmediatamente posteriores a su desaparición, quedó vinculado a la imagen de la buena gobernante.

 

Bibl.: Relacion del efecto de la iornada del Rey don Filipe nuestro señor, y del entrego de la Christianissima Reyna de Francia doña Ana Mauricia de Austria su hija, y del recibo de la serenissima Princesa Madama Ysabela de Borbon; las ceremonias que en este acto vuo de la vna, y otra parte, y su conclusión. Todo lo qual fue en Irun, lunes nueue de nouiembre deste presente año. Y de la partida a Francia, y buelta del Rey nuestro señor con su nueua hija, Sevilla, Clemente Hidalgo, 1615: P. Mantuano, Casamientos de España y Francia y viage del Duque de Lerma llevando a la Reyna [...], Madrid, Tomás Iunti, 1618; A. Hurtado de Mendoza, Fiesta que se hizo en Aranjuez a los años del Rey Nuestro Señor Felipe IV, Madrid, Juan de la Cuesta, 1623; A. de Jesús María (OCD), Vida y muerte de la Venerable Madre Luisa Magdalena de Jesús religiosa carmelita descalza en el Convento de San Joseph de Malagón y en el siglo Doña Luisa Manrique de Lara, Excelentísima Condesa de Paredes, Madrid, Juan Esteban Bravo, 1705; F. T. Perrens, Les mariages espagnols sous le règne de Henri IV et la Régence de Marie de Medicis, París, Librairie Académique Didier et Cie, libraires-éditeurs, 1869; F. Silvela, Matrimonios de España y Francia en 1615, Madrid, Real Academia de la Historia, 1901; M. Hume, Reinas de la España antigua, Madrid, Valentín Tordesillas [1912]; C. Seco Serrano (ed.), Cartas de Sor María Jesús de Agreda y de Felipe IV, Madrid, Ediciones Atlas, 1958, 2 vols.; A. Eiras Roel, “Política francesa de Felipe III: Las tensiones con Enrique IV”, en Hispania, XXXI, n.º 118 (1971) págs. 245-336; A. Cioranescu, Bibliografía Franco-Española (1610-1715), Madrid, Anejo XXXVI del Boletín de la Real Academia Española, 1977; J. Pérez Villanueva, Felipe IV y Luisa Enríquez Manrique de Lara, Condesa de Paredes de Nava: un epistolario inédito, Salamanca, Caja de Ahorros y Monte de Piedad, 1986; B. J. García García, La Pax Hispánica. Política Exterior del duque de Lerma, Lovaina, Leuven University Press, 1996; F. Negredo del Cerro, “La Real Capilla como escenario de la lucha política. Elogios y ataques al valido en tiempos de Felipe IV”, en J. J. Carreras y B. J. García García (eds.), La Capilla Real de los Austrias. Música y ritual de corte en la Europa Moderna, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2001, págs. 323-343; A. Feros, El duque de Lerma. Realeza y privanza en la España de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2002.

 

Carmen Sanz Ayán

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