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Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas

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Biografía

Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas, Juan Vicente de. Conde de Revillagigedo (II). La Habana (Cuba), 20.IV.1738 – Madrid, 12.V.1799. Virrey de Nueva España.

Hijo de Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, primer conde de Revillagigedo, y de Antonia Pacheco de Padilla Aguayo, granadina. Juan Francisco fue nombrado capitán general de Cuba y gobernador de La Habana y tomó posesión del cargo el 18 de marzo de 1734. Por esta circunstancia, los cinco primeros hijos del matrimonio nacieron en La Habana.

El mayor de los varones sólo contaba poco más de ocho años cuando su padre fue promovido al cargo de virrey de la Nueva España, y residió en México desde 1746 a 1756. Había iniciado su carrera militar en Cuba, donde a los tres años ingresó como cadete en las milicias provinciales. Ya en México, a los nueve años, su padre obtuvo para él la plaza de capitán de la compañía de Infantería de la guardia del virrey y al año siguiente el grado de coronel de los Reales Ejércitos con el mando de la compañía de Infantería de la misma guardia. En 1750, cuando tenía trece años, fue nombrado teniente coronel y capitán de la compañía de Infantería del Real Palacio. Tampoco descuidó don Juan Francisco la formación humanística de sus hijos Juan Vicente y Antonio: un profesor del seminario se encargó de enseñarles Filosofía y Latín, pero el mayor siempre se sintió más atraído por las armas que por las letras. En México fue el más popular de los miembros de la familia, por su carácter jovial que contrastaba con la severidad del padre y el orgullo de la virreina. Hasta los diecisiete años su vida transcurrió entre fiestas y regocijos. Relevado Juan Francisco por el marqués de las Amarillas, toda la familia regresó a España; a comienzos del año 1756 estaban en Cádiz y Juan Vicente se incorporó al Regimiento de Infantería de Soria, de guarnición en aquella plaza y pasó a Ceuta con él. Por fallecimiento de su coronel hubo de tomar el mando de esta unidad a los veintidós años. Firmado en 1761 el Tercer Pacto de Familia, Portugal quiso mantenerse neutral en el conflicto entre España e Inglaterra, pero los aliados le declararon la guerra. Revillagigedo, que tenía entonces veinticuatro años, fue nombrado por el comandante general del ejército de operaciones, el marqués de Sarriá, su ayudante de campo, cargo que le confirmó el conde de Aranda, cuando fue encargado de dirigir las operaciones. El futuro virrey acreditó sus aptitudes militares y como premio recibió el mando del Regimiento de la Reina, con el que volvió a Ceuta sólo por nueve meses, porque el conde de Aranda, que lo estimaba mucho, lo envió con este Regimiento a Panamá para organizar y reforzar las milicias del istmo y poner en práctica el plan concebido por el ministro. No tuvo éxito en esta misión; la rebeldía de los milicianos panameños se contagió al Regimiento de la Reina y Juan Vicente no pudo dominar la situación.

Así las cosas, le llegó la noticia de la muerte de su padre, ocurrida en 1768 y las disputas familiares con motivo de la herencia le decidieron a regresar, dejando sin resolver el asunto que se le había encomendado.

Fue un grave tropiezo en su carrera, que le alejó de la vida pública, porque Carlos III no le perdonó este abandono del servicio. El ostracismo duró hasta el año 1779, en que su gran amigo el conde de Floridablanca logró llevarlo al sitio de Gibraltar. Allí elaboró un proyecto de asedio al Peñón que se basaba en su bloqueo por las marinas española y francesa, para cerrar la única vía por la que podían llegarle refuerzos, y se le encomendó dirigir una parte importante de los ataques a la plaza desde Algeciras. Según dice Francisco Calcagno (F. Calcagno, 1878-1886: 323), los ingleses conocían cuándo estaba él de jefe de día por lo vivo del fuego y lo acertado de las disposiciones.

Fracasado el asedio y firmada la Paz de Versalles de 1783, el ya II conde de Revillagigedo volvió a Madrid pero no recuperó el favor real y siguió retirado a la vida privada. De esta época de inactividad es una larga carta a un amigo desconocido, en la que demuestra su clara visión de los problemas de América, se manifiesta enemigo de la influencia francesa, defiende la libertad de comercio y expone las causas de la despoblación de España.

Terminada la campaña de Gibraltar, volvió a su puesto de gentilhombre de cámara del infante don Luis, hermano de Carlos III, que murió poco después y el conde quedó de nuevo cesante. En estos años se dedicó al desarrollo económico de las baronías de Benillova y Ribarroja (reino de Valencia), heredadas de su padre, y realizó negocios en los que obtuvo pingües ganancias; esto impresionó tanto al conde de Cabarrús que le ofreció la dirección del entonces recién fundado Banco de San Carlos y fue elegido por los accionistas en 1788.

La muerte de Carlos III el 14 de diciembre de 1788 le ofreció una nueva oportunidad de reanudar su carrera: su amigo Floridablanca, ministro de Estado, lo propuso para un virreinato americano y Carlos IV lo nombró para el del Río de la Plata, pero antes de que partiera para su destino vacó el de la Nueva España porque Manuel Antonio Flórez solicitó el relevo. Juan Vicente obtuvo este cargo teniendo ya el grado de teniente general del ejército. En 1784 había ingresado en la Orden de Calatrava.

El 9 de agosto de 1789 desembarcó en Veracruz; por segunda vez pisaba el suelo mexicano, cumplidos ya los cincuenta años y con mucha experiencia de la vida. Según cuenta José Gómez, cabo de alabarderos, en su Diario Curioso de México de 14 de agosto de 1776 a 26 de junio de 1798, Revillagigedo quiso hacer su entrada pública en la capital virreinal el domingo 18 de agosto, para suprimir un día inhábil, pero se opuso a ello el regente de la Audiencia, Francisco Xavier Gamboa; el virrey adelantó su entrada al sábado 17 de agosto por la tarde, declarando que la Audiencia y las demás oficinas públicas debían hacer jornada completa, empezando ese día más temprano sus tareas. Es un detalle que dice mucho del carácter del nuevo alter ego del Monarca. A los ocho días de su toma de posesión, la ciudad se vio conmocionada por el asesinato del rico comerciante Joaquín Dongo, su cuñado y toda la servidumbre de su casa. Los culpables fueron pronto capturados y juzgados con desusada rapidez; la sentencia de muerte en la horca se ejecutó el 7 de noviembre.

En la noche del 14 del mismo mes, hubo en México una aurora boreal, fenómeno que causó espanto al vecindario.

Pasado el susto, comenzaron las corridas de toros para celebrar la llegada del nuevo virrey y otros festejos con motivo del nacimiento de la infanta María Isabel y el cumpleaños de la reina María Luisa de Parma, primera esposa de Carlos IV.

Revillagigedo encontró en pésimo estado la plaza mayor de la capital, donde estaban entonces el mercado y la horca. En la misma plaza se mataban y desollaban los animales cuya carne servía de alimento al vecindario. La fuente central, que databa del siglo xvi, estaba muy sucia porque en ella se lavaba ropa y se fregaban ollas. Esta pintura repugna a nuestra sensibilidad, pero no hay que olvidar que por aquellos años Madrid, París, Londres y demás capitales europeas no ofrecían mejor aspecto. Lo primero que hizo el virrey fue despejar y limpiar la plaza; los puestos del mercado se trasladaron a la plaza del Volador, y el nivel de suelo fue rebajado, lo que puso al descubierto restos de la cultura azteca, entre ellos la “piedra del Sol” que fue colocada junto a la que entonces era “torre nueva” de la catedral. La fuente central fue sustituida por cuatro situadas en los ángulos de la plaza, que no tenían taza para evitar que se usaran como lavaderos. Sus grifos garantizaban la pureza del agua. Dispuso el virrey la destrucción de la cerca que delimitaba el atrio de la catedral, usado hasta entonces como cementerio, y quitó el monumento dedicado a Fernando VI, que los mexicanos llamaban el Pirámide. Estas medidas fueron aplaudidas por muchos y censuradas por otros, pero es innegable que la reforma urbanística de Revillagigedo fue decisiva para la capital de Nueva España que adquirió nueva fisonomía, puesto que hizo empedrar no sólo la plaza mayor, sino también las calles principales, hasta entonces terrizas, y mandó sustituir las acequias que las desaguaban por atarjeas subterráneas. Esta obra fue muy discutida y criticada; uno de sus principales opositores, el sabio José Antonio de Alzate, sostuvo que aumentaba el peligro de inundaciones. Aunque en junio de 1792 las lluvias anegaron varias calles, investigaciones realizadas cuando ya no era virrey Revillagigedo, demostraron que la causa del desastre fue que el nivel de la laguna de Texcoco estaba más alto que el desagüe de las atarjeas, con lo que los husillos se convertían en surtidores. Otra reforma importante fue la construcción de banquetas o aceras que facilitaban el tránsito a los peatones y protegían las fachadas de los edificios del roce con los carruajes.

El virrey hizo construir tres nuevos mercados: el del Volador que fue el más importante y otros en las plazas de Santa Catarina y del Factor, y redactó un Reglamento para los mercados de México, que señala la clase de artículos que debían venderse en cada uno de ellos. Se ocupó también del alumbrado público, muy relacionado con la seguridad ciudadana, porque la oscuridad nocturna propiciaba reyertas y crímenes.

Revillagigedo hizo responsable al ayuntamiento del alumbrado de las calles y a los seis meses de su llegada se habían instalado faroles de aceite en las principales vías, inmediatas al Coliseo y poco después los hubo en el núcleo central de la ciudad, la zona llamada “de puertas adentro”, con lo que disminuyeron mucho los robos y homicidios y los vecinos pudieron andar de noche por las calles sin temor. La limpieza pública también fue objeto de sus preocupaciones y estableció un servicio de carros para recogida de basura, obligando a los habitantes a barrer sus calles miércoles y sábados y a regarlas diariamente. En México eran frecuentes los incendios por la abundancia de materias inflamables que se empleaban en la construcción, sobre todo en los barrios pobres. También escribió un Reglamento con medidas de prevención y otro para la extinción de incendios, utilizando las bombas que poseía la ciudad y las pertenecientes a diversos organismos: Casa de la Moneda, Aduana y Fábrica de Tabacos.

A Juan Vicente Güemes se deben los primeros coches de alquiler que tuvo México, llamados “de providencia”, que podían llevar cuatro viajeros. Se estrenaron el 4 de agosto de 1793 y fueron al principio cuatro vehículos, pero su aceptación por el público obligó a duplicarlos y pronto se creó también un servicio mensual interurbano a Guadalajara y otro quincenal a Perote.

Se atrevió el virrey a tratar de vestir a la plebe, empresa en la que habían fracasado varios de sus antecesores; tampoco él tuvo éxito completo, pero al menos consiguió vestir a los más de seis mil operarios de la Real Fábrica de Tabacos, descontando a cada uno de su salario medio real diario para la ropa.

Lo mismo hizo con los de la Aduana y la Casa de la Moneda, con lo que mejoró mucho el aspecto de la capital.

Por lo que se refiere a los caminos del virreinato, se preocupó sobre todo del que unía México con Veracruz, principal vía de entrada y salida de la Nueva España, y del que unía la capital con Toluca porque esta ciudad le enviaba ganados, maíz y trigo para su abasto, y desde ella se remitía pólvora a los reales de minas y a las provincias interiores. Como todos los virreyes, Revillagigedo se preocupó de la gran obra del desagüe del valle de México, que visitó por vez primera en el mes de febrero de 1790: recorrió detenidamente todas sus partes, empezando por el tajo de Huehuetoca, de cuya ejecución estaba encargado del Consulado, pero durante su virreinado sólo se dio un paso más, sin que se alcanzara todavía la culminación de esta gran empresa.

Entre las obras públicas impulsadas por Juan Vicente hay que mencionar el abastecimiento de agua a Veracruz, tomándola del río Jamapa que dejó muy avanzada a su salida de la Nueva España. También hizo construir un cementerio en las afueras de esta ciudad, para acabar con la costumbre de los enterramientos en las iglesias. Hubo gran protesta de los vecinos que deseaban ser sepultados como hasta entonces y todos los que ya tenían sepulcros propios en la parroquia conservaron el derecho a utilizarlos; en realidad sólo los pobres se inhumaban en el nuevo cementerio.

Revillagigedo fue decidido partidario del sistema de Intendencias cuya implantación en el virreinato se había visto retrasada por diversas circunstancias.

Cuando él llegó a México llevaba el encargo de enviar un dictamen “sobre la precisión de adicionar la Ordenanza de Intendentes”, tarea a la que se consagró con su acostumbrada actividad. El informe se divide en cuatro partes; justicia, policía, hacienda y guerra. Es muy interesante su estudio de la plantilla de personal necesaria para las doce Intendencias ya existentes y las cuatro nuevas que propone. Quizá el punto más importante de este documento sea el relativo a los repartimientos en especie que hacían los alcaldes mayores y corregidores a los indígenas.

La Ordenanza de 1786 sustituía a estos funcionarios por alcaldes ordinarios y jueces subdelegados, a los que no se asignan salarios y se les prohíben los abusivos repartimientos: el virrey propone que se asigne sueldo fijo a los subdelegados, que divide en tres clases.

Los de primera tendrían 1.000 pesos anuales, los de segunda 600 pesos y los de tercera 400 pesos. De este modo piensa que se evitarían los abusos existentes.

Su concienzudo trabajo, que consta de 532 puntos, fue realizado en menos de dos años, puesto que le puso punto final el 5 de mayo de 1791, y demuestra que en este tiempo había llegado a conocer a fondo todos los problemas del territorio de su mando.

Sus relaciones con la Audiencia fueron difíciles; chocó especialmente con el regente Francisco Xavier Gamboa, al que califica de “petulante, díscolo y nada afecto a los intereses el rey”, juicio que parece demasiado severo. También tuvo roces con al arzobispo de México Alonso Núñez de Haro.

El segundo conde de Revillagigedo prestó mucha atención a la instrucción pública y a su iniciativa se debe la creación de escuelas gratuitas de primeras letras, que no existían hasta entonces en el virreinato. A él se debe también la reunión en un Archivo General de los papeles antiguos de los distintos organismos de la administración, que fue el germen del actual Archivo General de la Nación. Él mismo redactó sus Ordenanzas, que se inspiran en las del Archivo General de Indias instalado en Sevilla poco años antes. Se preocupó de la ordenación del archivo de la Secretaría del virreinato y dejó encuadernada la correspondencia de los virreyes Cagigal, y marqueses de las Amarillas, de Cruillas y de Croix, y por supuesto la suya propia. Otra importante iniciativa de Juan Vicente fue la reunión de las Memorias de Nueva España, gran conjunto de documentos que formó el franciscano fray Manuel de la Vega y consta de treinta y dos volúmenes que hoy forman parte de la colección Juan Bautista Muñoz que conserva la Real Academia de la Historia, excepto los volúmenes 27 y 28, que por fortuna se encuentran en la colección incompleta que existe en la Biblioteca del Ministerio de Hacienda (Madrid).

Las noticias alarmantes de que los ingleses pensaban establecer asentamientos en las costas occidentales de Norteamérica fueron causa de que el antecesor de Revillagigedo, Manuel Antonio Flórez, enviara en 1788 una expedición mandada por José Esteban Martínez, que desde marzo hasta fines de este año estableció contacto con los establecimientos rusos. En 1789 se envió otra expedición con el mismo jefe, cuya finalidad era ocupar el puerto de Nutka, situado en una pequeña isla, frente a la costa occidental de Vancouver, anticipándose a rusos e ingleses por tener España mejor derecho, puesto que lo había descubierto en la expedición realizada en 1774, durante el gobierno de Bucareli. Martínez desembarcó en Nutka el 5 de mayo y cumpliendo sus instrucciones estableció una batería a la entrada del puerto y construyó una barraca. Dos meses después llegaron dos barcos ingleses que llevaban orden de ocupar el puerto, fortificarlo y establecer allí una factoría para el comercio de pieles de nutria. El comandante español actuó sin contemplaciones: se apoderó de los dos barcos, les puso tripulación española y los mandó a San Blas, donde fondearon a mediados de agosto de 1789. Tal fue el “incidente de Nutka” que estuvo a punto de provocar una guerra.

El virrey Flórez trató a los ingleses con las mayores consideraciones; los cargamentos de los barcos fueron inventariados para su devolución si llegaba el caso, y envió a Nutka una fragata con la orden de evacuarla a principios del invierno. Así se hizo; los españoles salieron de Nutka a finales de octubre de 1789, y el día 6 de diciembre estaban en San Blas. El 14 de abril de 1789 se había firmado una Real Orden que mandaba sostener a toda costa la presencia española en aquel puerto, pero cuando llegó a Nueva España este documento gobernaba ya el conde de Revillagigedo, que se apresuró a preparar otra expedición para ocuparlo de nuevo. Aún no había zarpado cuando llegaron a San Blas los barcos británicos apresados por Esteban José Martínez. La rapidez con que el virrey envió a España la noticia hizo que ésta se recibiera antes en Madrid que en Londres y el conde de Floridablanca pudo remitir instrucciones al embajador español en la Corte británica para que se quejara de los intentos de usurpar los derechos de España y solicitar órdenes del rey de Inglaterra para que fuera reconocida la legitimidad de su dominio en Nutka. La solución definitiva se retrasó hasta el 11 de enero de 1794, cuando era ya virrey el marqués de Branciforte.

Todavía en estos años se realizan nuevas expediciones en busca del estrecho de Juan de Fuca, con lo que se exploró más detenidamente la costa occidental hasta los 60º 54’ de latitud Norte. La expedición científica de Malaspina resolvió la duda; no existe paso alguno desde el Atlántico al Pacífico.

Pero todavía se ordenó a Revillagigedo que insistiera y en 28 de mayo de 1791 envió las goletas Sutil y Mexicana al mando de Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés que no encontraron el paso, pero sí a la expedición que mandaba el capitán George Vancouver, que también buscaba el estrecho. Se llegó a la conclusión de que las supuestas entradas de éste no eran otra cosa que fiordos de la recortada costa occidental norteamericana. Revillagigedo aún no se dio por satisfecho y quiso comprobar lo que hubiera de verdad o fantasía en el relato del viaje de Bartolomé Fonte; con este fin, envió una fragata al mando del teniente de navío Jacinto Caamaño que realizó una concienzuda exploración del puerto de Bucareli y tampoco obtuvo resultado positivo. Con este viaje se cierra la serie de los realizados por los españoles a lo largo de la costa occidental de América del Norte porque la solución del problema de Nutka por la vía diplomática hizo ya inútil su continuación.

La llegada de Revillagigedo a Nueva España coincide casi exactamente con el principio de la Revolución Francesa y le tocó vigilar para que no se introdujeran en su territorio las nuevas ideas a través de libros y folletos o también por personas ya contagiadas de éstas. En varias ocasiones recibió noticias de España que le avisaban de la llegada de propagandistas revolucionarios, pero nunca se pudo comprobar la veracidad de estas informaciones. Una de las denuncias que dio mayor quebradero de cabeza al virrey fue la relativa al francés Mateo Coste, casado en Nueva España y dueño de una hacienda próxima al pueblo de San Martín de Acayucán; pero aunque envió como agente especial a un oficial de marina de toda su confianza, nada se pudo averiguar.

Desde que Manuel Godoy sustituyó al conde de Aranda en la secretaría de Estado, la estrella de Revillagigedo empezó a declinar: el nuevo ministro le buscó pronto sucesor en la persona de su cuñado Miguel de la Grúa Talamante, marqués de Branciforte, sin esperar a que se cumplieran los cinco años del mandato de Juan Vicente. Antes de que éste tuviera noticia oficial ya estaba en México el nuevo virrey, y el 11 de julio de 1794 se verificó el traspaso de poderes con las solemnidades de costumbre.

Revillagigedo le hizo entrega de una Instrucción reservada de más de doscientos pliegos que se publicó en 1831, y ha contribuido a darle fama de haber sido uno de los mejores virreyes de la Nueva España. Juan Vicente hubo de permanecer todavía varios meses en México por no haber barco disponible para su regreso, situación incómoda para los dos virreyes, que se prolongó hasta el 22 de diciembre de 1794. En estos meses de espera no le faltaron sinsabores: Branciforte se hace eco en su correspondencia con Godoy de los rumores que consideraban a su antecesor jacobino y francmasón, “y atribuyen más a malicia que a ignorancia el haber dejado esto enteramente indefenso en el actual estado de guerra”.

Más explícita se muestra la virreina, en carta a su hermano, en que le dice: “[...] creo que si un mes más tardamos, esto estaba perdido”. El 15 de enero de 1795 Branciforte decretó la prisión simultánea de todos los franceses que había en Nueva España por haber descubierto un pretendido plan de sublevación: Revillagigedo tenía entre sus servidores a un cocinero llamado Juan Lausel, y a otros dos franceses, Pedro Virú su cochero mayor, y Martín Menviela, peluquero. Los defendió a los tres, diciendo que el primero llevaba cinco años a su servicio, sin haberle dado ningún motivo de queja o sospecha; el cochero residía en España desde hacía mas de treinta años, de ellos veinte con él, y tenía a su mujer e hijos en Madrid; el peluquero llevaba poco tiempo en México y sus padres residían en Burgos. No obstante, cumpliendo las órdenes recibidas, entregó al cocinero para que fuera conducido a México, ante el Tribunal del Santo Oficio.

Al fin, Revillagigedo pudo emprender su regreso a bordo del navío Europa, que zarpó de Veracruz el 22 de diciembre de 1794 y al llegar a Cádiz se apresuró a solicitar licencia para ir a la Corte a besar la mano de Su Majestad, pero la respuesta se demoró mucho; desde abril hasta septiembre de 1795 hubo de esperar en el puerto gaditano. Había pedido también autorización para su traslado al ministro de la Guerra, pero se le contestó que esperase la determinación real. El exvirrey se consideró ofendido y escribió a Godoy manifestándole que esta insólita detención en Cádiz se prestaba a comentarios que perjudicarían a su buena fama, y cuando al fin recibió la tan ansiada licencia, cayó enfermo con “un antiguo achaque”, cuya naturaleza no explica. Esto le retuvo en Cádiz todavía más de un mes pero el 16 de diciembre estaba ya en Madrid y al día siguiente lo recibieron los Reyes en El Escorial.

Hay algo oscuro y confuso en este episodio de la vida del segundo conde de Revillagigedo, episodio que él califica de “la situación más desagradable que he tenido ni creído poder tener en mi vida”, y añade que esto “con nadie se ha hecho desde que hay virreyes venidos de México”. A pesar de todo, le fue dispensada la pesquisa secreta, dispensa que sólo se concedía cuando el Rey estaba plenamente satisfecho de la actuación de su alter ego.

Poco tiempo de vida le quedaba ya a Juan Vicente Güemes, pero todavía fue nombrado para varios cargos relevantes: en 1796 se le designó gobernador y capitán general de Barcelona y poco después comandante general de la artillería, más no llegó a ocupar estos puestos a causa de su quebrantada salud. Pasó los últimos años retirado en su palacio madrileño de la calle de Sacramento, y en él falleció el 12 de mayo de 1799, sin llegar a conocer el fallo de su juicio de residencia, cuya sentencia definitiva no se dio hasta el año 1800.

Según el historiador mexicano Rubio Mañé, durante su primera estancia en México el futuro virrey era muy piadoso; iba todos los sábados a la Salve ante la Virgen de Guadalupe y practicaba cada año los ejercicios espirituales de san Ignacio con los jesuitas, pero cuando vuelve a México, ya en plena madurez, no se muestra especialmente devoto: no estuvo en la primera misa de acción de gracias del 27 de octubre de 1789, con motivo de la llegada del correo de España, y el Diario Curioso anota las sucesivas faltas de asistencia a este acto. Estuvo en la catedral el 4 de noviembre de 1789, onomástica del Rey y también asistió el año siguiente pero no en los tres últimos años que pasó en México este día. De las tres veces que durante su mandato fue llevada a la capital la imagen de la Virgen de los Remedios, el virrey sólo estuvo en la procesión y en la catedral la primera, pero no en las otras dos. Asistió puntualmente a los divinos oficios todas las Semanas Santas que pasó en México, y el jueves recorría las estaciones escoltado por la compañía de alabarderos de su guardia. José Gómez no se olvida de anotar que un día que volvía de paseo en su coche, se encontró en la calle de San Francisco con la procesión que llevaba el Viático a tres enfermos, y apeándose lo acompañó “hasta dejar a Su Majestad en el Sagrario”. Sucedió esto el domingo de Pasión, 21 de marzo de 1790.

El hecho se repitió con mayor solemnidad el jueves santo de 1794, cuando saliendo el virrey con su séquito de los oficios del día, salía también el Santísimo del Sagrario de la catedral y lo acompañó con los alabarderos y granaderos y sus respectivas bandas de música “de forma —dice el Diario Curioso— que no se han visto sacramentos semejantes de más lucimiento”.

Hombre de metódicas costumbres y de extraordinaria laboriosidad, tampoco fue asiduo a los múltiples festejos que había en la capital y no frecuentaba el Coliseo ni las corridas de toros. Se explica por su amplia jornada de trabajo que empezaba a las seis de la mañana y acababa a las doce de la noche, sin otro descanso que dos horas a mediodía. Dedicaba seis horas diarias a recibir audiencias y mandó poner en la puerta principal del palacio un buzón en el que cualquiera podía hacerle llegar sus quejas o problemas y a todos procuraba atender de modo inmediato.

Todo esto dio lugar a la leyenda de que uno de sus amanuenses murió agotado mientras le dictaba. Uno de los primeros días de su mandato se presentó sin previo aviso en las oficinas del Tribunal de Cuentas; eran más de las diez de la mañana y no había llegado aún ningún funcionario. El virrey empezó a revisar las desordenadas mesas y se dedicó a poner en orden un legajo. Cuando entraron los ministros se quedaron petrificados, y sólo les dijo esto: “Desde las ocho de la mañana que deben empezar su trabajo, hasta las diez que es cuando llegan, vendré yo todos los días a arreglar esta oficina”.

La maledicencia hizo muchos comentarios sobre la relación del virrey con la esposa de Pedro Gorostiza, gobernador de Veracruz y subinspector general del ejército del virreinato, al que obligó a residir en la capital. Dicen que Revillagigedo se encontraba con ella en el paseo de la tarde y volvían solos a su palacio en el coche del virrey. Más aún se comentó el hecho de que para la Semana Santa del año 1791 mandó poner en la catedral la tribuna destinada a la virreina —él se mantenía célibe— y envió la llave a la señora de Gorostiza. Todo acabó después de que se representara en el Coliseo una comedia de enredo titulada Mudanzas en la fortuna y firmezas del amor, en cuyo argumento hay un episodio que las malas lenguas aplicaron al virrey. Pocos días después se marchó a Veracruz Pedro Gorostiza con toda su familia.

El arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro, en un informe que se le pidió sobre la conducta del virrey rechaza la veracidad de estas murmuraciones, y señala entre los defectos del virrey altivez, orgullo, descortesía y tozudez. Otros por el contrario dicen que tenía corazón bondadoso y agradable trato con toda clase de personas.

Los historiadores mexicanos son casi todos panegiristas de este virrey; así escribe Vicente Riva Palacio en su obra México a través de los siglos: “El segundo conde de Revillagigedo fue sin duda el mas famoso de los gobernantes de Nueva España: su dedicación constante, su actividad asombrosa, su afortunado acierto en el despacho de los negocios públicos fueron verdaderamente excepcionales”.

 

Obras de ~: Colección de Providencias expedidas por el Excmo. Sr. Virrey de la Nueva España conde de Revillagigedo para el mejor arreglo de la Secretaría de Cámara del Virreinato, México, 1794; Instrucción reservada que [...] dio a su sucesor en el mando marqués de Branciforte, México, 1831.

 

Bibl.: F. de Fonseca y C. de Urrutia, Historia General de la Real Hacienda. Por orden del virrey conde de Revillagigedo, de 20 de junio de 1790, México, 1845, 6 vols.; C. M.ª de Bustamante, Suplemento a la obra de Andrés Cavo “Los Tres Siglos de México durante el gobierno español hasta la entrada del Ejército Trigarante, México, 1852; J. Gómez Gómez, “Diario Curioso de México”, en Documentos para la Historia de México, t. VII, México, 1854, págs. 323-410 (ed. moderna de la parte del Diario que corresponde a los años del virreinado de Revillagigedo, con vers. paleográfica, introd., notas y bibl. por I. González-Polo, México, 1986); F. Calcagno, Diccionario biográfico cubano, New-York, N. Ponce de León, 1878-1886; F. Sedano, Noticias de México recogidas desde el año 1756, coordinadas, escritas de nuevo y puestas por orden alfabético en 1800, pról. de J. García Icazbalceta, México, 1880, 3 vols.; M. Orozco y Berra, Apuntes para la Historia de la Geografía en México, México, 1881; V. Riva Palacios (dir.), México a través de los siglos, Barcelona, 1883-1890, 5 vols., t. II, cap. XIV, págs. 875-881; S. Ramírez, Datos para la Historia del Colegio de Minería, México, 1890; R. Ramos Arizpe, El alumbrado público en la ciudad de México, México, 1900, págs. 39-48; Memoria Técnica y Administrativa de las obras del desagüe del Valle de México, 1449-1900, vol. I, México, 1902, pág. 243; J. M. Marroquí, La ciudad de México, t. III, México, 1903, pág. 205; “Juicio de residencia de Revillagigedo”, en Publicaciones del Archivo General de la Nación, ts. XXI y XXII, México, 1933; R. Velasco Ceballos, Las Loterías. Historia de estas Instituciones. De la Real fundada en 1771, hasta la Nacional para la beneficencia pública, México, 1934; A. de Humboldt, Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva España, México, 1941; Cuaderno de las cosas memorables que han sucedido en esta ciudad de México y en otras, en el gobierno del Exmo [sic] Sr. Conde de Revillagigedo, México, editor Vargas Roa, 1947 (Biblioteca Aportación Histórica); A. Vieillard- Baron, “Informe sobre establecimiento de Intendentes en Nueva España”, en Anuario de Historia del Derecho Español (Madrid), t. XIX (1948-1949), págs. 526-533; W. Hove, The Mining Guild of New Spain and its Tribunal General, 1770- 1821, Cambridge, Mass., 1949; J. I. Rubio Mañé, “Síntesis Histórica de la vida del II conde de Revillagigedo virrey de Nueva España”, en Anuario de Estudios Americanos (Sevilla), t. VI (1949), págs. 451-496; M. del C. Velázquez, El Estado de Guerra en Nueva España, 1760-1808, México, 1950; “Catálogo de la Colección de Juan Bautista Muñoz, t. III, Madrid, Real Academia de la Historia, 1956, págs. XIII-XXIX; L. Navarro García, Intendencias en Indias, pról. de J. A. Calderón Quijano, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1959; J. M. Cordoncillo Samada, Historia de la Real Lotería de Nueva España (1770-1821), Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1962; L. Navarro García,”La Gobernación y Comandancia General de las Provincias Internas del Norte de Nueva España. Estudio Institucional”, en Revista del Instituto de Historia del Derecho “Ricardo Levene” (Buenos Aires), n.º 14 (1963), págs. 118-160; M. L. Díaz-Trechuelo Spínola, C. Pajarón Parody y A. Rubio Gil, “Juan Vicente de Güemes Pacheco, segundo conde de Revillagigedo (1789- 1794)”, en J. A. Calderón Quijano (dir. y est. prelim.), Los Virreyes de Nueva España en el Reinado de Carlos IV, Sevilla, 1972, t. I, págs. 85-366; V. Rodríguez García, El fiscal de Real Hacienda en Nueva España don Ramón de Posada y Soto (1781-1793), Oviedo, Universidad, 1985; G. Céspedes del Castillo, El tabaco en Nueva España, discurso leído el día 10 de mayo de 1992 [...] contestación por el Sr. D. Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, Madrid, Real Academia de la Historia, 1992.

 

María Lourdes Díaz-Trechuelo y López-Spínola, Marquesa de Spínola

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