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Pedro I de Aragón

Biografía

Pedro I de Aragón. El Católico. Pedro I Sánchez. ?, IX.1068-IX.1069 – Valle de Arán (Lérida), 14.IX.1104. Rey de Aragón y Pamplona.

Pedro I fue hijo de Sancho Ramírez, el segundo monarca de la dinastía aragonesa creada tras la división del Reino por Sancho Garcés III el Mayor en 1035, y de Isabel, hija a su vez de Ermengol III de Urgell. Nació en fecha desconocida, pero situada, en todo caso, entre septiembre de 1068 y el mismo mes de 1069, puesto que su madre fue repudiada por el Rey en el transcurso de 1070. Fue el primogénito de un conjunto de hermanos formado por Fernando (¿1071-1086?), Alfonso (futuro Alfonso I el Batallador) y Ramiro (que fue rey como Ramiro II). La primera aparición pública del infante tuvo lugar en 1072 y desde 1080-1081 figuró regularmente en el entorno real. A partir de esas fechas, todos los compromisos importantes de la dinastía plasmados por escrito que se pueden verificar llevaron la corroboración del joven Pedro. El nombre, absolutamente ajeno a las prácticas antroponímicas del linaje real, sugiere que Sancho Ramírez quiso, al imponérselo, reforzar de manera simbólica la alianza con la Santa Sede, tras la prestación de un vasallaje al Papa durante un viaje a Roma en 1068. Este nombre, por otra parte, se convertirá en uno de los característicos de la Familia Real aragonesa, juntamente con Alfonso, un sólido indicio de la importancia que adquirió Pedro I para la posteridad en las tradiciones de la Monarquía y de la nobleza aragonesa. Como es frecuente en esta época, se carece de información sobre la educación de Pedro, si bien es muy probable que se llevara a cabo bajo la dirección del abad de Alquézar, Galindo de Muro, un personaje muy vinculado a él desde mediados de la década de 1080. Una costumbre muy peculiar de Pedro ha creado una cierta intriga a este respecto. En efecto, a diferencia de todos sus antecesores y sucesores, que trazaban signos cruciformes, solía firmar sus documentos con un signo autógrafo en árabe, con una fórmula correcta gramaticalmente que reza “Pedro, hijo de Sancho lo escribió”. Es posible, por tanto, que supiera algo de árabe y es bastante probable que quisiera, con este gesto, realzar su dignidad copiando modelos y prácticas principescas andalusíes.

En junio de 1085, Sancho Ramírez asoció al poder a su hijo mediante la entrega del dominio sobre los territorios de Sobrarbe y Ribagorza, anexionados al Reino por Ramiro I (1043-1044), un poder que ejerció bajo fórmulas con frecuencia ambiguas, pero que, en ocasiones, sobre todo a finales de la década, incluyen el título de rex. Contra afirmaciones sin fundamento relativas a una división de funciones o algún tipo de debilidad física de Sancho Ramírez, esta nominación —que implicó una actividad clara como dirigente político por parte del joven Pedro I— reflejó un modo de preparar la sucesión en el Trono de modo que se evitasen transiciones demasiado bruscas, en las que la autoridad del nuevo gobernante se debilitaba frente a los nobles más poderosos. Esta posición peculiar culminó a finales de la década, cuando el 24 de junio de 1089 Sancho y el infante Pedro conquistaron Monzón, que fue confiado a la custodia del heredero, e iniciaron una larga serie de campañas contra Zaragoza y otras ciudades del valle del Ebro.

El definitivo proceso de expansión se había iniciado seis años antes, con la ocupación de algunas fortalezas a lo largo de los ríos Gállego y Cinca, en dos sectores estratégicos para la defensa de la taifa zaragozana, pero adquirió nuevos matices a partir del momento en que Rodrigo Díaz de Vivar, que con sus combatientes castellanos había contribuido a apuntalar las defensas musulmanas, optó por comenzar una política autónoma, orientada hacia la creación de un principado propio en Valencia (1088) y, tres años después, llegó a un acuerdo con el soberano aragonés en el que la hostilidad anterior dejaba paso a una alianza y colaboración militar para debilitar al conjunto de las taifas de la zona oriental de la Península.

Con el camino despejado, Sancho Ramírez fortificó en 1091 un lugar denominado “Sobre Zaragoza” (El Castellar) y, dos años después, Almenar, en las inmediaciones de Lérida, para devastar las comarcas cercanas a las grandes ciudades islámicas de la región.

Entre estos años, el rey aragonés organizó una amplia campaña contra Tortosa, en la que probablemente colaboró con la flota genovesa, que le permitió ocupar Salou y varios castillos en el Maestrazgo valenciano y la Plana castellonense, entre los que sobresalen Culla, Oropesa, Castellón y Montornés. Paralelamente, el Monarca consolidó diversos lazos importantes de carácter vasallático, de parentesco, religiosos e incluso meramente políticos, siempre compartidos por el infante Pedro. Esto incluye Bigorre (el linaje real estaba emparentado con esta familia condal a través de la madre de Sancho Ramírez) y Béarn (separado hacia 1090 de Bigorre), convertidos en principados pirenaicos vasallos de Aragón. Del mismo modo, reactivó el vínculo con la Santa Sede inaugurado dos décadas atrás. Dirigiéndose a Urbano II, Sancho se declaró arrepentido por no haber sido demasiado respetuoso con el pacto de 1068 y lo reafirmó con el compromiso de pagar 500 “mancusos” de oro hasta su muerte. Por último, la invasión almorávide en 1086 hizo evolucionar la relación mantenida con Alfonso VI desde 1076 hasta convertirla en una auténtica ayuda militar: es probable que Pedro acudiera en socorro de castellanos y leoneses en los campos de Zallaqa y el propio Sancho Ramírez a Maqueda en 1090 para defender Toledo.

En el marco de estos contactos, el matrimonio del infante Pedro con Inés, hija de Gui-Geoffroi, también conocido como Guillermo VIII, conde de Poitou y duque de Aquitania (1058-1087), que se celebró en enero de 1086, tiene una importancia considerable.

En primer lugar, revitalizaba una relación que se había creado en tiempos de Sancho III el Mayor y que proseguiría mientras pervivió la dinastía aragonesa.

Además, Gui-Geoffroi había participado en la expedición de Barbastro (1064) y ejercía una fuerte dominación en Gascuña. Por otra parte, otra de sus hijas, del mismo nombre, había sido repudiada por Alfonso VI, lo que pudo influir en la determinación de aliarse con los aragoneses. Y, finalmente, el linaje ducal aquitano era proclive a la reforma gregoriana, es decir, a la idea de un papado fuerte y dinámico, con amplia influencia y gran peso específico en las políticas internas de los estados feudales, al igual que sucedía con Aragón. Inés compartió la trayectoria de Pedro una vez rey hasta 1097, cuando falleció, a principios de mayo. Con ella tuvo el futuro Rey al menos dos hijos, uno de los cuales recibió el nombre de Pedro —que subrayaba el apego a la alianza con el papado—, nacido probablemente en 1087 y destinado a ser el heredero del Reino, y otra, Isabel —cuya existencia es más difícil de asegurar, pero que es bastante verosímil—, que tomaba su nombre de su abuela. Desde 1097, al menos, ambos descendientes y, en particular, el presunto sucesor, arrastraron una salud deficiente que hizo que muriesen antes que su padre. En concreto, el infante Pedro el 1 de febrero de 1104, con lo cual se abrió el camino para el acceso al poder del hermanastro del Rey, Alfonso, el siguiente en la línea sucesoria.

Para cerrar estas notas sobre la evolución de la parentela real, hay que señalar que, tras la muerte de Inés, el ya entonces rey Pedro I contrajo un segundo matrimonio el 16 de agosto de 1097 con una enigmática Berta, cuyo origen es desconocido. Es probable, no obstante, según algunas hipótesis recientes, que fuese italiana y proveniente de la familia de los marqueses de Turín, en concreto de Pedro de Aosta.

Esta creencia reposa sobre la transmisión de los nombres (‘Berta’) en este linaje y el parentesco que lo unía con los duques de Aquitania, lo que explicaría la rapidez de los contactos. Por otra parte, se trataba de un núcleo familiar partidario de la reforma y de los papas, en un contexto —el norte de Italia— particularmente conflictivo en esta época por las disputas entre el emperador Enrique IV con Gregorio VII y Urbano II. Como se puede ver, esta decisión reafirmaba el esquema general de alianzas establecido por Sancho Ramírez y respetado por Pedro I.

Este inciso sobre la posición de Pedro Sánchez en el linaje real y su evolución sirve también para introducir la fase final del reinado de su padre, caracterizada por un doble objetivo: a corto plazo, apoderarse de Huesca; en el ámbito hispano y con una perspectiva algo más larga, obtener el reconocimiento a su derecho de conquistar la totalidad de la cuenca del Ebro, hasta Tortosa y las sierras ibéricas. Así, durante los primeros meses de 1094 se preparó el asedio de Huesca, una ciudad fundamental en la red urbana del norte de la taifa de Zaragoza, que soportaba el armazón de fortalezas que todavía subsistía después de las conquistas aragonesas. La ciudad estaba bien defendida y en el transcurso de los combates que tuvieron lugar en los primeros días del sitio, el 4 de junio de 1094, el Monarca fue herido mortalmente.

La llegada al poder de Pedro I se rodeó de ceremoniales que tuvieron, con toda probabilidad, una doble vertiente. Por una parte, solemnizar la memoria del Soberano difunto, con donaciones funerarias a las principales iglesias y monasterios del Reino, culminadas con el enterramiento en San Juan de la Peña, panteón dinástico, el 4 de diciembre —en la misma fecha en que se consagró la iglesia románica de este centro monacal—; por otra, manifestar públicamente la presencia del nuevo Monarca, con gestos como la reacuñación de la moneda en circulación, que tuvo lugar a fines de 1094 o principios de 1095. Durante el verano de 1094, Pedro completó la asunción de su autoridad viajando a Valencia para ratificar su alianza con el Cid —al que había prometido en matrimonio a su hijo con María Rodríguez, su hija— y después recorriendo las diferentes comarcas del Reino, para entablar los contactos necesarios con los nobles menos asiduos en el entorno real. Una carta dirigida a Urbano II, fechable en esos meses, y con la cual Pedro enviaba el censo prometido, refleja la voluntad de mantener los canales de comunicación con el Papa, que, en contrapartida, extendió su protección apostólica sobre Pedro I y su Reino.

El espacio político sobre el que Pedro I gobernó durante los siguientes diez años estaba constituido por una amalgama de regiones del Pirineo Central y Occidental, resultado de la incorporación de los territorios pamploneses a los dominios originarios de la dinastía ramirense. Se componía esencialmente de dos núcleos centrales, en los que se reagrupaban las posesiones fiscales de la Monarquía, las fidelidades nobiliarias más adictas y los centros monásticos cercanos a los linajes reales, dos núcleos estructurados alrededor de Pamplona y de Jaca. Ambos espacios estaban unidos entre sí por el Camino de Santiago y por unas zonas intermedias de paso de características similares, el valle del Aragón, con centro en Sangüesa, y las altas Cinco Villas —con Uncastillo, Biel y Sos—. La ruta jacobea prolongaba este sector hacia el Sudoeste, un área organizada en la década de 1090 en torno a Estella, que mostraba una notable vitalidad en estos momentos de cambio de siglo. Al margen de este conjunto, otras regiones integraban el mosaico navarroaragonés con una condición cada vez más periférica.

Así, por el costado oriental de Aragón, están las tierras de Sobrarbe —con el Monasterio de San Victorián de Asán— y Ribagorza —dotada de la sede episcopal de Roda y prolongada hacia Monzón y el Cinca inferior—, mientras que si se mira hacia las áreas occidentales de Navarra, se ve cómo integraban igualmente el Reino las comarcas baztanesas y guipuzcoanas. Las ofensivas de las décadas de 1080 y 1090 habían sumado una franja mal definida, que dependía del radio de acción de las guarniciones caballerescas de las fortalezas fronterizas. Además de la zona montisonense, ya mencionada, el Somontano de Barbastro, buena parte de la Hoya de Huesca, las bajas Cinco Villas, el último tramo del Aragón antes de desembocar en el Ebro, formaban esta extremadura en la que todavía se intercalaban poblaciones y ciudades musulmanas entre las fortificaciones cristianas.

Las campañas de 1095 se encaminaron precisamente hacia las marcas de Sobrarbe y permitieron a Pedro I ocupar una zona que corresponde, a grandes rasgos, con el Somontano de Barbastro, entre los ríos Vero y Alcanadre, con Naval como núcleo más significativo.

Al año siguiente, en mayo, se formalizó por segunda vez el asedio de Huesca, cuyos dirigentes solicitaron ayuda de al-Musta‘īn, el soberano de la taifa de la que dependían. La amenaza era lo suficientemente grave como para que un reticente al-Musta‘īn hiciera un esfuerzo militar excepcional, que contó con el soporte de algunos nobles castellanos con intereses en La Rioja, que veían con malos ojos la posibilidad de que el valle medio del Ebro se desplomase en manos de los aragoneses, en concreto García Ordóñez y Gonzalo Núñez de Lara. El 19 de noviembre de 1096 se enfrentaron ambos Ejércitos en las cercanías de Huesca, en Alcoraz, con una victoria aplastante de Pedro I, que destrozó el dispositivo de las tropas de la taifa y capturó a los dirigentes castellanos. La derrota musulmana fue de tal magnitud que es probable que nunca se recuperase el potencial bélico zaragozano, como lo sugiere la facilidad de maniobra de Pedro I y Alfonso I en los diez o quince años siguientes, hasta la llegada de los almorávides a la capital del Ebro.

El 27 de noviembre se entregó Huesca mediante una capitulación pactada cuyos términos se ignoran, pero que, sin duda, conllevó la posibilidad de emigrar para los musulmanes que lo desearan, de permanecer en la ciudad y su periferia bajo la protección del Rey, conservando sus bienes, pero debiendo desalojar la parte interior del casco urbano para instalarse en una nueva barriada habilitada en el exterior del recinto amurallado, y, en general, con el derecho a preservar la fe islámica y las costumbres tradicionales.

Aunque existían precedentes al respecto —el caso de Naval, en 1095, es el más evidente—, se trataba del primer ensayo para una ocupación a gran escala de territorios densamente poblados de musulmanes, aplicando fórmulas que, con pocas variaciones, demostraron su validez hasta mediados del siglo XIII. Sin embargo, como ocurriría también posteriormente, es muy probable que la gran mayoría de los habitantes de la región partiera hacia el exilio en un proceso que se inició antes de la conquista, con la depredación efectuada en tiempos de Sancho Ramírez en las tierras oscenses, y que prosiguió sin duda después de la instalación de los cristianos, a medida que se hizo evidente que la nueva situación no tenía vuelta atrás y cristalizó una oposición más firme contra los invasores liderada por los almorávides.

Con el principio de 1097, Pedro I se encaminó hacia Valencia para ayudar a Rodrigo Díaz a abastecer Benicadell y, durante el regreso, libraron la batalla de Bairén, en la que vencieron a un importante Ejército almorávide. Además, el monarca aragonés reafirmó su control sobre las localidades de la Plana castellonense que actuaban como nexo de unión con la Valencia del Cid. La muerte de la Reina y el nuevo matrimonio, ya comentados, consumieron parte de la atención de Pedro, que también hizo un amago de ayudar a Alfonso VI de Castilla-León, derrotado en Consuegra por Yūsuf b. Tāšufīn. Durante el otoño e invierno tuvo lugar el reparto de las tierras de los musulmanes de Huesca, transcurrido un año después de la rendición tal y como estaba pactado, y, a lo largo del bienio 1098-1099, Pedro dedicó algunos esfuerzos diplomáticos a conseguir la aprobación de Urbano II y Pascual II para sus decisiones sobre la ordenación eclesiástica de la diócesis de Jaca-Huesca y para el futuro de la de Roda-Barbastro, en particular respecto a la distribución de los diezmos que afectaba también a la gran Abadía de Montearagón. Para ello, no dudó en satisfacer el equivalente a dos años del censo establecido por su padre, para captar la benevolencia papal. Oblaciones también importantes fueron ofrecidas en la misma época a Cluny, que respondió con la concesión de oraciones en favor de Pedro a una escala sólo comparable con el emperador alemán y el rey castellano-leonés, dos extraordinarios benefactores de este monasterio.

La última parte del reinado de Pedro I registra como acontecimiento central la ocupación de Barbastro, una ciudad pequeña pero bien defendida, que se incrustaba entre las tierras conquistadas en el decenio anterior. Durante dieciocho meses, la hueste navarroaragonesa devastó el territorio barbastrense y construyó varios castillos que asfixiaban a las poblaciones rurales y urbanas de la comarca, al tiempo que se desarrollaban los primeros movimientos para repartir las grandes propiedades agrarias de los musulmanes en este distrito. Es posible que en la primavera de 1101, al-Musta‘īn volviese a intentar levantar el asedio de Barbastro y fuera vencido una vez más en los alrededores de Huesca, pero solamente se cuenta con noticias indirectas. Finalmente, Barbastro capituló el 18 de octubre de ese año, mientras que la campaña se prolongó con la ocupación de varias localidades del bajo Cinca. Estas operaciones se llevaron a cabo en un clima de creciente exaltación como consecuencia de las noticias sobre los éxitos cruzados en Tierra Santa, y en el contexto de la expedición dirigida por Guillermo VII de Aquitania, pariente y aliado de Pedro I. Esto explica la decisión del Rey de tomar la cruz, que se plasmó en la Pascua de 1101, y que nunca pudo llegar a cumplir. Entre otras razones, porque durante ese año y hasta el final del verano atacó Zaragoza y levantó un campamento fortificado en Juslibol (Deus o vol, “Dios lo quiere”, el grito de los cruzados), a cinco kilómetros de la capital.

La actividad de Pedro I durante los últimos años de su reinado estuvo presidida por la necesidad de consolidar las conquistas, de reducir las bolsas de resistencia que quedaban —asunto cerrado con la toma de Bolea (1101) y Piracés (1103)—, y de perfilar las líneas de su política con respecto a los principados occidentales catalanes. En concreto, en diciembre de 1101 obtuvo una renovación de la fidelidad vasallática del conde de Urgell, que se remontaba a casi medio siglo antes, y en 1103 llegó a un acuerdo con el conde de Pallars Jussá. En el otoño del año siguiente, aprovechando una pausa en la lucha contra los almorávides, el Rey emprendió una campaña contra el conde del otro Pallars, el Sobirá, en particular en el valle de Arán, que constituía centro neurálgico. Pedro I, sin embargo, y a pesar de lo que sugiere su incesante movimiento, estaba enfermo y falleció el 14 de septiembre de 1104 en el transcurso de esta expedición.

En una época en la que el ejercicio del poder estaba altamente personalizado, es justo identificar en cierto modo los éxitos políticos y militares del reino aragonés y la figura de su monarca en este período. Desde esta perspectiva, Pedro I debería gozar de mucha mayor consideración de la que la historiografía le ha otorgado, una historiografía que ha valorado principalmente los logros europeizadores de su padre, Sancho Ramírez, y el vigor épico de su hermano, Alfonso el Batallador, en detrimento de un Rey que aparece desdibujado. Y, sin embargo, un balance equilibrado de su mandato induce a pensar que Pedro recogió el entramado de alianzas que le había sido transmitido por sus antecesores y lo mantuvo e incluso lo potenció, especialmente en el ámbito pirenaico; que desplegó una inusual energía combatiendo contra los musulmanes de la taifa de Zaragoza, hasta conquistar algunas de las ciudades fundamentales en su estructura interna, como Huesca y Barbastro; que aplicó una parte de esa misma actividad a luchar contra los almorávides en el valle del Tajo y Valencia; que, en una palabra, el Reino que entregó a su sucesor era más extenso, estaba mejor configurado territorialmente, disponía de núcleos urbanos y contaba con una amplia proyección tanto en la Península como en un vasto espacio a caballo de los Pirineos. Además, algunas de las pautas futuras de la evolución de la sociedad aragonesa emergieron (y con una participación nada desdeñable del propio Rey) en este decenio: la relación con los mudéjares, la instalación de pobladores en los territorios ocupados, la articulación de las relaciones de poder entre los nobles y el Monarca, la emancipación social de los inmigrantes hacia las tierras del Ebro, entre otros aspectos decisivos.

 

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Carlos Laliena Corbera