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Carlos I de España y V de Alemania

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Biografía

Carlos I de España y V de Alemania. Gante (Bél­gica), 24.II.1500 – Yuste (Cáceres), 21.IX.1558. Rey de España, Emperador del Sacro Imperio.

Hijo de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso y nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maxi­miliano I de Austria. La muerte de su padre en 1506 y la ausencia de su madre, Juana, deja al entonces prín­cipe, junto a sus hermanas Leonor, Isabel y María, al cuidado de la tía, Margarita de Austria, en su Corte de Malinas. Aunque tiene a su lado como preceptor español a Luis de Vaca, se educa preferentemente en el ambiente cultural francófono, que era el que se vi­vía en la Corte de Malinas. Desde 1511 su educación cae bajo la dirección de Adriano de Utrecht, entonces deán de Lovaina, más tarde cardenal y Papa; y muy pronto tendrá a su lado, como consejero, a Guillermo de Croy, señor de Chièvres. En 1515, el ya conde de Flandes es emancipado, cesando la tutela de su tía Margarita de Austria. Un año después, la muerte de Fernando el Católico le abre el futuro español; dado que vivía su madre Juana, le correspondía el título de gobernador de los Reinos Hispanos, para regirlos en nombre de su madre; pero el futuro Carlos V decide otra cosa: que las Cortes de Castilla y de Aragón le proclamasen rey.

Convertirse en rey en vida de su madre era algo inusitado —acaso por consejo de Chièvres—, no sin una primera oposición de la Corte española, entonces bajo la segunda regencia de Cisneros. La fórmula que acabó imponiéndose fue la de que reinara conjun­tamente con su madre, orillando el odioso plantea­miento de incapacitar jurídicamente a la reina Juana, aunque siguiera de hecho en su cautiverio de Tordesi­llas que había ordenado Fernando el Católico.

Carlos V llega por primera vez a España en 1517. Los españoles entonces en su Corte (obispo Mota, don Juan Manuel y Luis de Vaca) le hablan de las grandes hazañas de sus nuevos reinos. En su acci­dentada travesía por mar, en la que le acompaña su hermana Leonor, las tormentas le desvían de la costa cántabra poniéndole frente a un pequeño puerto as­turiano: Tazones. Era el 17 de septiembre de 1517. Cisneros esperaba anhelante a su nuevo rey para tras­pasarle el poder, pero la muerte se le adelantó, falleció el 8 de noviembre de aquel año en Roa, antes de que pudiera realizarse el encuentro.

La primera medida del rey Carlos fue visitar a su madre Juana en Tordesillas; allí pudo ver por primera vez a su hermana Catalina, que vivía su triste infancia al lado de su madre. En su entrevista con doña Juana, a la que asistió Chièvres, Carlos obtuvo su licencia para gobernar España en su nombre. Eso no alivió la situación de la Reina cautiva, que incluso vio cómo le apartaban de su lado a su hija Catalina, aunque por poco tiempo, pues la desesperación de Juana fue tan grande que Carlos cambió su decisión.

En 1518 Carlos convocó en Valladolid las primeras Cortes de Castilla; allí conoció a su hermano Fernando, el que había nacido en Alcalá de Henares en 1503.

Las Cortes castellanas se mostraron firmes con el nuevo Rey: debía hacerse pronto con la lengua y las costumbres de sus nuevos súbditos hispanos. Pero la nota extranjerizante de Carlos V y de su cortejo, en su mayoría flamenco, hizo que comenzara a germinar el mayor descontento.

Ese mismo año Carlos pasó a la Corona de Aragón para ser jurado Rey por aquellas Cortes. Estuvo unos meses en Zaragoza y se trasladó después a Barcelona.

Por entonces, la muerte del emperador Maximi­liano abría la vacante al Imperio. Carlos presentó su candidatura. Pero no era el único candidato. Sus di­plomáticos tuvieron que luchar fuertemente contra las aspiraciones del rey Francisco I de Francia. Al fin, los príncipes electores eligieron a Carlos el 28 de ju­nio de 1519. El joven señor de Flandes y rey de las Españas se convertía en el nuevo Emperador. Car­los V iniciaba su reinado siendo una gran incógnita. De momento, todas las amenazas se cernían sobre él. En España el descontento crecía. En Alemania estaba a punto de estallar la Reforma contra Roma, de la mano de Lutero. Francisco I no olvidaba la afrenta sufrida y se aprestaba a combatir al Emperador en to­dos sus dominios. Y finalmente surgía en oriente otro personaje de formidable poderío: Solimán el Magní­fico, el señor de Constantinopla. Era el otro empera­dor, y un Emperador que aspiraba a ser cada vez más grande a costa de la Cristiandad.

A Carlos V le llega la noticia de su proclamación imperial en Barcelona el 6 de julio de 1519; noticia acogida calurosamente por los catalanes, y en parti­cular por la Ciudad Condal. Inmediatamente Carlos toma su decisión: la de acudir al Imperio para ser coronado Emperador. Pero tiene que conseguir dinero, y eso sólo puede dárselo entonces Castilla. De ahí que atraviese toda España, desde Barcelona hasta Santiago de Compostela, sin darse tregua, sólo con una breve estancia en Valladolid.

Era incrementar el descontento en Castilla. Las Cortes habían sido convocadas antes de tiempo, con­tra la normativa acostumbrada que fijaba un plazo de tres años. También se quebrantaba otra norma, la de que fuera una ciudad meseteña o andaluza la que acogiera las nuevas Cortes. Y además estaba el he­cho de que don Carlos quería dinero de Castilla para su coronación imperial; esto era supeditar los intere­ses de Castilla a los del Imperio. Las laboriosas Cortes en las que hicieron falta cinco votaciones, para que al fin don Carlos consiguiera lo que quería, probaba que cuando se embarcase, como lo hizo en La Coruña el 20 de mayo de 1520, dejaba atrás un reino revuelto, a punto de estallar.

Don Carlos no iría directamente a los Países Bajos; antes visitaría Inglaterra para entrevistarse con Enri­que VIII y con la reina Catalina de Aragón, buscando una alianza ante la amenazadora actitud del rey de Francia; tenía a su favor el apoyo incondicional de la reina Catalina, la hermana pequeña de Juana la Loca, que entonces estaba en la cumbre de su privanza con el rey Enrique VIII, su marido.

La coronación imperial se llevaría a cabo en Aquis­grán el 23 de octubre de 1520. Allí proclamaría so­lemnemente don Carlos que defendería a la Iglesia de Roma. Y cumpliendo su promesa, dado que Lutero ya se había proclamado hereje, Carlos V convocó una Dieta imperial en Worms para la primavera de 1521, a la que ordenó que se presentase el rebelde monje agustino. Por unos instantes Carlos V pudo creer que Lutero se retractaría, volviendo al seno de la Iglesia. No fue así. Y entonces se produjo la solemne decla­ración del joven Emperador: él descendía de los muy cristianos Emperadores de Alemania y de los Reyes Católicos de España, y estaba dispuesto a emplear to­das sus fuerzas para defender la Iglesia y la fe de sus mayores.

De momento era lo único que podía hacer. De he­cho, al ausentarse del Imperio para pacificar España y para enfrentarse con la guerra que le había desatado Francisco I de Francia, el rey Carlos tenía que aplazar la cuestión religiosa alemana.

En efecto, le urgía regresar a España. No lo haría sin pasar antes por Inglaterra, para afianzar su alianza con Enrique VIII, lo que lograría por el tratado de Wind­sor (1522); un tratado que tendría una cláusula que acabaría volviéndosele en contra: su compromiso ma­trimonial con la princesa niña María Tudor, la hija de Catalina de Aragón. Cuando vulnerase esa cláusula se encontraría con un nuevo enemigo: el Rey inglés.

Para entonces, en 1522, la situación en España em­pezaba a mejorar. Los comuneros castellanos ya ha­bían sido vencidos en Villalar, el 23 de abril de 1521, y sus cabecillas (Padilla, Bravo y Maldonado) habían sido ejecutados. En la primavera de 1522 se había rendido Toledo, el último bastión comunero; y unos meses más tarde las otras alteraciones en tierras hispa­nas, las Germanías de Valencia y Mallorca, también eran sofocadas.

Carlos V dio un perdón general, con pocas excep­ciones; le apremiaba pacificar Castilla, donde la gue­rra contra Francisco I de Francia era ya una realidad. Las tropas de Francisco I habían irrumpido en Nava­rra, habían llegado incluso hasta el mismo Ebro, y en el País Vasco se habían apoderado de Fuenterrabía. Todo ello cuando todavía Carlos V no había llegado a España. Para hacer frente a tantas amenazas, Car­los V tiene ante todo que hacerse con el núcleo de su poder, con España, y particularmente con Castilla. Máxime cuando a las dos grandes amenazas exteriores (la guerra con Francia y la Reforma luterana) se añade la enemiga de Solimán el Magnífico, que en aquel mismo año de 1521 había ascendido Danubio arriba para conquistar Belgrado.

Hay, por lo tanto, cuatro objetivos para el Empera­dor: pacificar a España, doblegar a Francia, defender a Roma y combatir al turco. En 1524, sofocadas las revueltas de comuneros y agermanados, recuperada Fuenterrabía, y expulsados los franceses de España, se daba paso al segundo objetivo, la guerra con Francia, que a partir de esas fechas tendría un escenario: Italia.

En 1525 Francisco I invade el Milanesado. Con­fía en repetir sus triunfos de 1515, cuando con una sola batalla (Marignano) había conquistado el ducado de Milán. Las tropas imperiales parecen desorganiza­das y Carlos V, imposibilitado de acudir desde Es­paña, temía lo peor. Pero de pronto, le llega la in­creíble noticia: la batalla librada en torno a Pavía, no sólo había sido una gran victoria imperial, sino que se había cogido prisionero al mismo rey de Francia, Francisco I, que unos meses después sería llevado a Madrid. Resultado final de la primera guerra con Francia: Tratado de Madrid (1526), en el que Fran­cisco I se comprometía incluso a devolver el ducado de Borgoña, ocupado medio siglo antes por Luis XI en pugna con Carlos el Temerario, el bisabuelo de Carlos V.

Pero el inmenso poderío alcanzado por el Empera­dor alarmó a toda la Europa occidental. No sólo era el rey de las Españas, el que dominaba media Italia, con Nápoles, Sicilia, Cerdeña y ahora el Milanesado, el señor de los Países Bajos y del Franco-Condado y Emperador de la Cristiandad (aparte de ser también el señor de las Indias Occidentales, donde por aque­llas fechas Hernán Cortés le había hecho ya dueño del imperio azteca), sino que incluso había derrotado a la más poderosa nación de la Cristiandad, de forma tan aplastante que tenía a su Rey prisionero en España.

No es de extrañar que a Carlos V empezaran a sa­lirle enemigos, empezando por la propia Francia. La liga clementina promovida por el papa Clemente VII, surgiría para combatirle. Y Solimán, el otro Empe­rador, el señor de Constantinopla, a instancias de la diplomacia francesa, se sumaría a la gran alianza contra el Emperador. Carlos V trató de contrarres­tarla apoyándose en Portugal, con una doble alianza matrimonial. Su hermana Catalina (que de ese modo cambiaría Tordesillas por Lisboa) con Juan II, rey de Portugal, y la suya propia con la princesa portuguesa Isabel, hermana del rey Juan.

Pero eso era vulnerar los acuerdos de Windsor de 1522 que estipulaban su boda con María Tudor, con lo que un nuevo enemigo se añadiría a la liga clemen­tina: Enrique VIII de Inglaterra.

De todas esas amenazas, Carlos V fue librándose, menos de una: la turca. Nada pudo hacer para soco­rrer a su hermana María, que en 1521 había casado con el rey Luis II de Hungría. Dividida la Cristiandad en aquellas guerras internas, tuvo que asistir, impotente, a la invasión de Hungría por Solimán en 1526, y a la batalla de Mohacs, que dejaba Hungría bajo el dominio turco, con muerte del joven rey Luis II. Pero la guerra en Italia no fue tan favorable a los aliados de la liga clementina: un ejército imperial, reclutado en buena parte en Alemania, entró en Italia con tal ímpetu que se plantó ante la misma Roma, tomán­dola por asalto y sometiéndola a un espantoso saqueo durante una semana (el saco de Roma).

Pero también otra clara advertencia: el poder im­perial era tan fuerte como para dominar a poderes tan grandes como el rey francés y el propio papa Cle­mente VII. Al año siguiente (1528) un poderoso ejér­cito francés, enviado para conquistar Nápoles, era derrotado. La República de Génova, con su importante armada de guerra y con un gran marino (Andrea Doria) se convertía en aliado de Carlos V, haciendo que la posición imperial en Italia fuese fortísima.

La guerra por el dominio de Italia había concluido; algo ratificado por la paz de las Damas (Margarita de Austria y Luisa de Saboya, la madre de Francisco) en 1529. Una paz que permitiría a Carlos V pasar a la si­guiente fase: encarar el problema religioso en Alema­nia y acaudillar la cruzada contra el Islam.

Pero antes debía llevar a cabo una jornada triunfal: su coronación de manos del papa Clemente VII, su antiguo enemigo, en Bolonia.

En 1529 Solimán irrumpe de nuevo con un for­midable ejército Danubio arriba. No conformándose con el dominio de Buda, la capital de Hungría, ataca a Viena, poniéndole estrecho cerco. Ya para en­tonces el señor de Viena era Fernando de Austria, el hermano de Carlos V, nacido en Alcalá de Henares. Hubiera sido un golpe durísimo para la Cristiandad y para el propio Carlos V, la pérdida de Viena, a la que el Emperador no pudo socorrer personalmente, enfrascado como estaba en terminar su guerra con Francia y en preparar su coronación en Bolonia. Pero tuvo fortuna: Viena resistió heroicamente, el turco se retiró de Austria y Carlos pudo celebrar su brillante coronación en Bolonia (1530), mientras dejaba en España como gobernadora a su esposa, la emperatriz Isabel, convertida en su alter ego; para entonces, el nacimiento del príncipe heredero Felipe (1527) y de la infanta María (1528) e incluso el haber dejado nue­vamente embarazada a su esposa Isabel, parecía ase­gurar la sucesión.

De Bolonia, Carlos V pasaría a Italia, donde tenía pendiente la cuestión religiosa, agrandada en los últi­mos años, por el activo proselitismo de Lutero; pero las conversaciones entre las dos religiones mantenidas en Augsburgo, en 1531, no lograron la ansiada uni­dad de la Cristiandad. Sí pudo Carlos V tomar otras medidas importantes: la de conseguir que los prín­cipes electores reconocieran a su hermano Fernando como rey de Romanos y, por tanto, como su sucesor en el Imperio, y en aquel mismo año de 1531 cubrir la vacante producida en los Países Bajos por la muerte de su tía Margarita de Austria, nombrando para el cargo de nueva gobernadora de aquellas tierras a su hermana María. Una doble decisión con resultado di­verso, pues si Fernando nunca dejaría de mostrarse receloso y un aliado inseguro, María se convertiría en una gran gobernadora de los Países Bajos y en la me­jor consejera del Emperador.

La nueva ofensiva de Solimán contra Viena, en 1532, cogió a Carlos V en Alemania. Si no pudo lograr la unidad religiosa, sí pudo unir a católicos y protestantes para combatir al turco. Recabó otras ayudas: de los Países Bajos, de donde María de Hungría le mandaría hombres y dinero; de Italia, de donde acudieron los tercios viejos hispanos con otras formaciones auxiliares italianas, y sobre todo de España de donde llegarían no pocos miembros de la alta nobleza, y entre ellos el duque de Alba, con su inseparable amigo el poeta Garcilaso de la Vega. Las vanguardias turcas llegaron hasta las proximida­des de Viena, pero la resistencia que encontraron y el anuncio de que Carlos V se aproximaba con tan fuerte ejército hicieron batirse en retirada a Solimán. El campo quedaba para Carlos V y suya era la victo­ria, sin derramamiento de sangre. Su prestigio se hizo enorme, demostrando que lo que antes lograban sus generales ahora era él mismo el que lo conseguía.

La figura del Rey-soldado, la del Emperador victo­rioso rigiendo a la Europa cristiana, se afianzaba.

De regreso a Italia, en 1533, pasa por Bolonia para entrevistarse de nuevo con Clemente VII. Convoca a su Corte a un gran pintor del Renacimiento italiano: Tiziano, el artista que daría ya para la posteridad la imagen del nuevo Emperador.

Ya en España, Carlos V dedica el año 1534 a visi­tar las principales ciudades de Castilla la Vieja; era como afianzarse en sus raíces hispanas. Y es entonces cuando recibe la alarmante noticia: Barbarroja, el bey de Argel y almirante de la flota turca, había tomado Túnez. Y en sus correrías asolaba el sur de Italia.

Entonces Carlos V decide hacer la gran cruzada. Si antes era por la defensa de Viena, como antesala de Alemania, el corazón del Imperio, ahora sería por Ita­lia, con la misma Roma en peligro.

Era toda una cruzada, contra el poderoso turco, ca­beza del Islam, que ponía en peligro a Roma, cabeza de la Cristiandad. Y como tal fue sentida en las dos penínsulas, tanto en Italia como en España. Hubo un primer alarde del ejército imperial en Barcelona, en la primavera de 1535. Allí llegaba también una lucida flota portuguesa, con la que Juan III quería auxiliar a su cuñado imperial, bien estimulado por Catalina, aquella infanta de Castilla que en su niñez había con­solado tanto a la reina Juana. Hubo una nueva concentración de la armada y del ejército en aguas de Baleares y finalmente en las de Cagliari, de donde zar­paba la flota el 14 de junio, rumbo al reino de Túnez.

Fue una campaña difícil, en aquel ardiente verano africano; pero a mediados de julio se tomaba su for­taleza principal, La Goleta, y once días después, el día de Santiago, la misma Túnez. Carlos V deshacía aquel nido de corsarios y libraba a Italia de tan peligrosa ve­cindad, liberando a miles de cautivos; pero Barbarroja se salvó, refugiándose en Argel, asolando poco des­pués las costas hispanas, y en particular Ibiza.

Una vez más, España daba a Europa más de lo que recibía.

Desde España, la emperatriz urgía a Carlos V para que aprovechase la rapidez con la que se había logrado la toma de Túnez para caer sobre Argel; pero en el consejo de guerra imperial se decidió que lo más pru­dente era dejarlo para la siguiente campaña. De ese modo, Carlos V pudo regresar aquel otoño a Italia, visitando sus reinos de Sicilia y Nápoles y entrando triunfante en Roma.

Ya no era el señor del ejército indisciplinado que ocho años antes había saqueado la Ciudad Santa; era Carolus Africanus, aclamado y recibido en triunfo como el liberador. Y en Roma tuvo un discurso me­morable ante el papa Paulo III y el Colegio Cardenalicio. Fue su famoso discurso de 1536, pronun­ciado en español, lo que lo hizo más significativo. Por una vez Carlos V estaba dispuesto a ser el pri­mero en desencadenar la guerra contra Francia, pues en Túnez se había hecho con un botín muy particu­lar: las cartas de Francisco I a Barbarroja que proba­ban la alianza del francés con el turco, tan enemigo de la Cristiandad, y eso merecía un buen castigo. Car­los trató de atraerse a Paulo III, pero el Papa prefirió mantenerse neutral.

De ese modo, en el verano de 1536 Carlos V dejó la cruzada contra el Islam volcándose en esa guerra contra el francés. Desde el norte de Italia atravesó los Alpes occidentales para invadir la Provenza: ob­jetivo, Marsella. Pero Francisco I se defendió bien. Rehuyó la batalla campal, temeroso de un nuevo de­sastre como el de Pavía, puso en práctica la táctica de la tierra quemada, para hacer cada vez más difícil el aprovisionamiento del ejército imperial, y estableció ante Marsella un campamento tan formidablemente fortificado, que Carlos V hubo de retirarse, consolán­dose con que aquélla había sido una operación de cas­tigo, y que el castigo estaba hecho; pero en la retirada perdió muchos de sus hombres, entre ellos algunos de los mejores, como Garcilaso de la Vega.

Aquellas Navidades Carlos V las pasaría con todos los suyos en Tordesillas, como un signo de sus senti­mientos familiares. El sistema de vigilancia a la reina Juana se mantenía, pero Carlos quiso hacer ver a toda la Corte que la Reina era su madre y que no la tenía abandonada.

En 1537, Paulo III trató de reconciliar al Empera­dor con Francisco I, promoviendo una entrevista en la cumbre; no lo consiguió, pero sí que Carlos V se le presentara en Niza. Y a su regreso, al pasar con su flota a la vista de la costa francesa, recibió un men­saje de Francisco I: le invitaba a ser su huésped. Y Carlos V aceptó (entrevista de Aigues-Mortes), con el resultado, no de una paz perpetua, pero sí de unas treguas.

Fue cuando Carlos V, creyéndose apoyado por Francia, planeó una vasta ofensiva contra el Islam, creando la Santa Liga con el Papa y con Venecia, comprometiéndose a aportar la mitad de los gastos de la campaña. Y como primer tanteo de aquella cru­zada, mandó establecer una cabeza de puente en la costa dálmata.

Sería la misión del tercio viejo que mandaba el maes­tre de campo Luis Sarmiento, que ocupó la fuerte plaza de Herzeg Novi (el “Castel Nuovo” de los do­cumentos italianos). Eso ocurría en 1538. Pero aquel invierno su hermana María de Hungría le mandaría a Carlos V un atemorizado mensaje: convocada por la hermana mayor, Leonor, entonces reina de Francia, le hacía saber la advertencia de Francisco I: Francia no consentiría aquel ataque de la Cristiandad contra el turco. El peligro de encontrarse con una guerra a sus espaldas, acaso con la invasión de las tierras en las que había nacido, era grandísimo. Y Carlos abandonó la cruzada, dejando sin efecto la Santa Liga.

No sin un penoso sacrificio: el del tercio viejo de Luis de Sarmiento, que hubo de afrontar la avalancha de la marina y del ejército turco al mando de Barba­rroja, negándose a rendirse, pues habían jurado de­fender aquella plaza en nombre del Emperador. Y a las instancias de que se rindieran dieron siempre la misma respuesta: ellos tenían una orden de defender el puesto a toda costa, así que atacaran cuando quisie­ran. Fue el holocausto de Castelnuovo, cantado tanto por la poesía española (Gutierre de Cetina) como por la italiana (Luigi Tansillo).

Un año, el de 1539, que traería otras penosas nue­vas para el Emperador: el 1 de mayo moría, a causa de un mal parto, su mujer la emperatriz Isabel, a la que tanto quería. Y a poco se entera de que la ciudad de Gante, aquella en la que había nacido, se había rebelado a causa de los muchos impuestos que sufría, promoviendo graves desórdenes. Algo que Carlos V se creyó obligado a castigar severamente. Y cuando preparaba el viaje, le llegó un mensaje de Francisco I, conocedor de lo que pasaba: le invitaba a que cruzase toda Francia (Carlos V estaba entonces en España), haciendo, por lo tanto, su viaje por tierra y no por mar, dándose por muy ofendido si Carlos rehusaba.

Y Carlos aceptó. En diciembre de 1539 atravesaba Francia con su cortejo. En todas partes fue objeto de una cordial acogida, como si entre ambos pueblos no hubiera existido ninguna diferencia, y menos una guerra. Y de ese modo pudo presentarse a principios de 1540 en Bruselas, procediendo a poco al severo castigo de Gante, la ciudad rebelde. De allí pasaría a Alemania para intentar un último acuerdo entre católicos y protestantes, en este caso en Ratisbona, pero con el mismo nulo resultado. Allí estuvo hasta bien entrado el año de 1541. Hasta que de pronto, como si le viniera el recuerdo de la Emperatriz y de sus ins­tancias para que acometiera la empresa de Argel, se dispuso a llevarla a cabo. Punto de reunión: las aguas de Palma de Mallorca. Pero aunque la armada y las tropas imperiales parecían suficientes para la empresa, algo fallaba: el verano se había acabado y los marinos eran pesimistas; las tormentas propias del inicio del otoño podían dar al traste con todo.

Y así fue, hasta el punto de que muchos de los ex­pedicionarios perecieron, que las pérdidas de naves y material de guerra fueron considerables, y que el pro­pio Carlos V corrió serio peligro de morir en aquella empresa de Argel, tan tardíamente acometida.

Definitivamente, el sueño de cruzado de Carlos V daba fin. Máxime que una formidable alianza de to­dos sus enemigos estaba germinando en el norte de Europa. La guerra marina daría paso a la de los ejér­citos tierra adentro. El infante de los tercios viejos se convertiría en el principal soporte del ejército impe­rial. Y el escenario del Mediterráneo dejaría paso al de las tierras del norte de Europa. Cesaban los ardo­res de los veranos africanos y vendrían los terribles fríos de los inviernos germanos.

En efecto, la situación en el norte de Europa era cada vez más difícil. Preparándose para el nuevo con­flicto, Carlos V tantea unas treguas con Turquía, de las que deja testimonio en las instrucciones que manda a su hijo Felipe cuando se ausenta de España.

Es cierto que las relaciones con Inglaterra comen­zaban a normalizarse, después de la muerte de Ca­talina de Aragón (1536), pero Francisco I no había quedado satisfecho con todo lo que se prometía des­pués de su hospitalaria acogida a Carlos V en el in­vierno de 1540. Y estaba la cuestión alemana cada vez más inquietante, con la formación de una liga que unía a todos los príncipes protestantes, verdadera­mente poderosa: la liga de Schmalkalden. Y se añadió otro adversario: el duque de Clèves, deseoso de agran­dar sus dominios a costa de los Países Bajos; apoyado por Francia, que aprovechó la muerte violenta de dos de sus diplomáticos enviados a Turquía (Fergoso y Rincón), que habían sucumbido a su paso por el Milanesado. Muertes que Francisco I tomó como ca­sus belli, declarando de nuevo la guerra.

Frente a tan formidable amenaza Carlos V sólo po­día contar con sus propios medios, sin ningún aliado, salvo el que le prestara el jefe de la otra rama de la casa de Austria, su hermano Fernando, el señor de Viena; y por supuesto el que le fueron aportando sus distintos dominios, tanto de los Países Bajos como de España e Italia. Y aún algo más: las remesas de oro y plata que año tras año le venían llegando de las Indias Occidentales. Hernán Cortés le había hecho señor de México y era muy reciente la conquista del Perú por Pizarro. De hecho, en sus cartas pidiendo dinero y más dinero, se intercala de cuando en cuando esta frase de Carlos V: “¡y si nos llega algún oro del Perú [...]!”.

Lo que sí tenía a su favor Carlos V era un arma de guerra formidable: los Tercios Viejos. Los cuales, alentados por la presencia de aquel rey-soldado iban a realizar hazaña tras hazaña.

Aun así, Carlos V, todavía bajo los efectos de la de­presión sufrida por el desastre de Argel, va a afrontar la guerra del norte con el mayor de los pesimismos. Se ve como perdido, como incapaz de salir victorioso, pero cree que es su deber salir de España y lo hace con su sentido característico de la responsabilidad, aun­que lleno de temores.

Es en 1543. Ya se ha producido la rebelión del du­que de Clèves. Los Países Bajos se hallan en claro pe­ligro. Y como no puede abandonar a su suerte sus tie­rras natales, Carlos V se decide a salir de España.

Tiene que dejar, como regente, a su hijo Felipe, pese a su corta edad, pues aún no había cumplido los dieciséis años. Concierta su matrimonio con la prin­cesa María Manuel de Portugal, en parte para dejar resuelto el siempre espinoso problema de la sucesión, y en parte para asegurar al menos, a las espaldas, la firme alianza portuguesa; una alianza matrimonial que tendrá, eso sí, el germen de un futuro destructor, dado el estrecho parentesco de los dos novios, ambos nietos de Juana la Loca.

Carlos V hará más, para dejar en orden los reinos hispanos: pone al lado de su hijo, todavía un mu­chacho, a los mejores ministros con los que enton­ces cuenta: en la Casa del Príncipe a Juan de Zúñiga; para las cosas de la milicia, al duque de Alba; para las finanzas, a Francisco de los Cobos. Y al frente de toda aquella Corte, a un gran hombre de Estado: al cardenal Tavera. Y no se conforma con eso, sino que le escribe a su hijo personalmente unas instruccio­nes privadas, verdaderamente admirables y de las que trasciende toda la sabiduría política del Emperador y su gran concepción moral como estadista de altos vuelos.

Carlos V deja España en la primavera de 1543 em­barcando en Barcelona con dirección a Génova. Atra­viesa el norte de Italia y se presenta en Alemania. En Italia se entrevista por última vez con Paulo III, con el que tantea la posibilidad de convocar un concilio que afrontara la solución de la división religiosa entre ca­tólicos y protestantes. Atraviesa los Alpes y se toma un breve descanso en Innsbruck, rodeado de sus familia­res austríacos. Cruza Alemania y se apresta a comba­tir, aquel verano, al duque de Clèves, poniendo cerco a su plaza fuerte de Düren, donde el duque confía resistir toda la campaña, dado que el verano ya estaba avanzado y que, por otra parte, la plaza se conside­raba, por su fortaleza, inexpugnable.

El 22 de agosto Carlos V planta su ejército ante Düren. En la alborada del 24, inicia su bombardeo. A las dos de la tarde se da la orden de asalto. Y en unas horas, aquella plaza que parecía inexpugnable sucumbe bajo el ímpetu de los tercios viejos, que im­ponen su ley: asaltan, penetran, derriban, matan sin piedad. La ciudad es puesta a saco; sólo se salvan las mujeres y los niños, a los que Carlos V da la orden expresa de respetar.

Es una victoria fulminante. De hecho, ha surgido la Blitzkrieg, la guerra relámpago, que después tanto juego dará en la historia de Europa. Y a ese tenor las otras plazas fuertes del duque de Clèves se rendirán y el propio duque se entrega en manos del Emperador, “reconociendo su culpa”.

Por entonces, unas naos francesas habían intentado asaltar Luarca, pero habían sido vencidas y buen nú­mero de sus marinos apresados y castigados: “[...] Los azotaron y desorejaron [...]”, según reza el docu­mento.

Vencido el duque de Clèves, Carlos V se encara con el rey francés. Sería la cuarta guerra con Francisco I. Tras un tanteo en el otoño de 1543, monta una ofen­siva formidable en el año siguiente, partiendo de los Países Bajos. Su penetración en el norte de Francia es tan fulminante que obliga a Francisco I a pedir la paz. Sería el tratado de Crépy. El Emperador había contado con la alianza de Enrique VIII, pero poco efectiva, pues el Rey inglés se había limitado a la con­quista de Boulogne. En Crépy Francisco I promete apoyar a Carlos V para que el Papa convoque el anhe­lado concilio de Trento. Y ése sería el primer notable resultado, pues el famoso concilio abriría sus puertas en Trento en 1545. Al año siguiente la muerte de Francisco I parece dejar a Carlos V con las manos más libres todavía y en condiciones de afrontar el último reto: la guerra con la poderosa liga alemana de los príncipes protestantes formada en Schmalkalden.

Para ese gran combate, que muchos tienen por im­posible, Carlos V reúne sus mejores tropas: un buen núcleo está reclutado en la misma Alemania. María de Hungría le ayuda con importantes contingentes de los Países Bajos. Y de España y de Italia le llegan los temibles tercios viejos, junto con formaciones auxilia­res italianas. Finalmente, para esta campaña Carlos V puede contar con su propio hermano Fernando. Y tiene grandes generales que le secundan, como el ale­mán Mauricio de Sajonia, y, sobre todo, como el du­que de Alba.

Será una guerra que se decidirá en dos campañas. En la de 1546, Carlos V va reuniendo poco a poco to­dos sus contingentes llegados de lugares tan dispersos, como de los Países Bajos, Alemania, Italia, España e incluso de Hungría. Sería el momento más difícil, hallándose al principio el Emperador a merced del ataque de las fuerzas de los príncipes protestantes que hacía tiempo tenían formado su propio ejército. Elu­diendo una prematura acción campal, en situación tan desventajosa, Carlos V supo, con hábiles marchas y contramarchas, poner en jaque al enemigo, hasta obligarle a licenciar sus tropas entrado el invierno: mientras que él resistía con sus soldados estoicamente aquel duro invierno. Al final de la campaña media Alemania quedaría ya a su merced.

Al año siguiente, en 1547, Carlos V decide dar un golpe decisivo y en la misma primavera de aquel año inicia una ofensiva sobre el curso medio del río Elba, que en una sola batalla le dará la más brillante de las victorias: Mühlberg.

La victoria fue aplastante: el ejército protestante vencido, sus tropas muertas o desbaratadas, sus prin­cipales jefes prisioneros, y entre ellos dos de sus ca­becillas: el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hesse. Sería la victoria inmortalizada pocos años después por Tiziano en su famoso cuadro en el que nos presenta cabalgando a Carlos V por la campiña alemana, lanza en ristre.

La victoria de Mühlberg, la prisión de los principa­les jefes de la Liga de Schmalkalden y la muerte de al­gunos de sus rivales más destacados, como Francisco I y Lutero en 1546 y Enrique VIII en 1547, dejaba a Carlos V como el gran vencedor de una Europa que parecía bajo su dominio. Y ello cuando en el Perú ha­bía sido dominada la peligrosa rebelión de Gonzalo Pizarro. Así Carlos V se presentaba como el indiscuti­ble Emperador del viejo y del nuevo mundo.

Pero esa misma seguridad propició sus errores, por exceso de confianza. Las primeras grietas se abrie­ron en el seno de la alianza familiar con los Aus­trias de Viena. Felipe II ambicionó entrar en la su­cesión al Imperio; en principio pareció apuntar a ser el nuevo Emperador, tras su padre, desbancando a su tío, Fernando; finalmente se conformó con for­zar un compromiso por el que a Carlos V sucede­ría su hermano Fernando (que era lo ya establecido, pues Fernando era rey de romanos desde 1531), pero tras Fernando el cetro imperial volvería a España, quedando Maximiliano de Viena relegado al cuarto lugar, tras Felipe II; ésos serían los acuerdos firmados en Augsburgo en 1551, y en los que tuvo que mediar, como pacificadora, María de Hungría, a quien todos respetaban. Pero era un acuerdo forzado, que provo­caría la animadversión de los Austrias de Viena, rom­piéndose una alianza que había llevado a Carlos V a la cumbre. Añádase el hondo malestar provocado en Alemania, ante la noticia de que se estaba tramando el que un príncipe español rigiera los destinos del Impe­rio. Era la oportunidad para que la política francesa, llevada por el nuevo rey Enrique II, urdiera la gran alianza contra Carlos V; cosa nada de extrañar, pues Enrique II había sido uno de los rehenes dejados por Francisco I en España, tras el tratado de Madrid, y había estado tres años como prisionero en el castillo de Sepúlveda, anidando desde entonces un rencor a España, en general, y a Carlos V, en particular. Buscó la alianza de los príncipes alemanes e incluso de Fer­nando y Maximiliano de Austria. En 1552 estalló la conjura: Mauricio de Sajonia, el antiguo soldado fiel a Carlos V, uno de los jefes más notables del ejér­cito imperial, se sublevaba y se abalanzaba sobre Inns­bruck, sede de Carlos V, para coger prisionero al Em­perador, quien sólo pudo escapar mediante una fuga precipitada por los Alpes nevados. Y aquel mismo año, Enrique II invadía la frontera alemana y se apo­deraba de Metz, Toul y Verdún.

La réplica de Carlos V no se hizo esperar. Pidió un nuevo esfuerzo a España y con los hombres y el dinero que le mandó Felipe II, reorganizó su ejér­cito. La muerte de Mauricio de Sajonia le permitió concentrar sus esfuerzos en la recuperación de las plazas tomadas por Enrique II; pero la gota le tuvo inmovilizado más de un mes, y cuando se presentó al fin ante Metz ya era entrado el invierno, teniendo que levantar el asedio en enero de 1553. Al año si­guiente tuvo que rechazar, a duras penas, los ata­ques de Enrique II sobre la frontera belga. Y cuando todo parecía perdido, con un Carlos V cada vez más enfermo y más envejecido, incapaz ya de ser el rey-soldado que tantas victorias había conseguido, un nuevo suceso vino a darle un respiro: el ascenso al trono de Inglaterra de María Tudor. La diploma­cia carolina se empleó a fondo y consiguió un éxito que parecía nivelar la situación: la boda de Felipe II con la nueva reina de Inglaterra en 1554. Al año siguiente, la muerte de aquella olvidada cautiva de Tordesillas, Juana la Loca, permitiría al Emperador realizar un viejo proyecto: su abdicación. Firma con la Francia de Enrique II unas treguas (Vaucelles, 1555) y prepara las solemnes jornadas de Bruselas (25 de octubre de 1555), donde ante los Estados Generales de los Países Bajos pronuncia su memo­rable discurso de abdicación: había hecho todo lo humanamente posible para gobernarlos bien y jus­tamente, pero las fuerzas le faltaban para seguir su misión, por lo que era consciente de que tenía que abandonar el poder.

Eso rezaba, de momento, para los Países Bajos. En enero de 1556 lo haría con las coronas de sus reinos hispanos. Sólo a petición de su hermano Fernando, tardaría algo más para la corona imperial. Liberado al fin del poder cuando apuntaba el otoño de 1556, embarca con dirección a España. Al desembarcar en Laredo, mostraría su emoción: iba camino de su re­tiro extremeño, para bien morir. Tras unos meses en Jarandilla, al fin llegaría a su palacete construido a la vera del monasterio jerónimo de Yuste, en febrero de 1557. Allí encontraría, a medias, la paz que anhelaba; a medias, porque Felipe II seguía pidiendo su con­sejo y su intervención, y porque las noticias de nuevas guerras y de nuevas alteraciones llegaban hasta Yuste y alteraban su sosiego.

En el verano de 1558 unas fiebres palúdicas le ata­caron fuertemente. Era el final.

El 21 de septiembre de 1558 Carlos V murió en Yuste. El sempiterno viajero, el rey-soldado, el gran defensor de Europa, contra la enemiga turca y con­tra los disidentes internos, dejaba de existir. Pero lo­gró que su imagen quedara para siempre reflejada en el luminoso cuadro de Tiziano, cabalgando sobre los campos de Europa, lanza en ristre, para defenderla de todos sus enemigos. De ahí que Carlos V se presente como un precursor de la Europa actual.

Pero Carlos V es también señor del Nuevo Mundo; el único en toda la Historia que se puede titular Em­perador del Viejo y del Nuevo Mundo. Cierto que la expansión española en Indias escapa, muchas veces, a la acción del Estado. Pero en todo caso existen un órgano institucional, unas normas, y un estímulo y todo eso se concretó en los tiempos del César. No hay que olvidar que es entonces cuando surge el Consejo de Indias, que tantas leyes y tantas ordenanzas esta­bleció para canalizar la acción expansiva en América.

Y estaba también el espíritu con que aquellos con­quistadores emprendieron aquella gigantesca tarea: unos cientos, en ocasiones, para lanzarse a la con­quista de imperios de tan fabulosas riquezas como el azteca en México, y aún más el de los incas con su núcleo en Perú.

Y ese espíritu lo proclaman los mismos conquista­dores. Cuando Hernán Cortés se adentraba por las tierras mexicanas, al encontrar resistencia en algunos de sus compañeros, les decía, como recuerda en sus cartas al Emperador: “Que mirasen que eran vasallos de Vuestra Alteza y que jamás los españoles en nin­guna parte hubo falta y que estábamos en disposición de ganar para Vuestra Magestad los mayores reinos y señoríos que había en el Mundo [...]” ¿Ycuál fue el resultado?: “[...] y les dije otras cosas que me pareció decirles de esta calidad, que con ellas y con el real fa­vor de Vuestra Alteza cobraron mucho ánimo y los atraje a mi propósito y a hacer lo que yo deseaba, que era dar fin a mi demanda comenzada”.

De modo que Carlos V no estaba ausente en la gran empresa de la conquista de las Indias, que bá­sicamente se realiza bajo su reinado. Es la época de Hernán Cortés, Pizarro, Almagro, Alvarado, Ji­ménez de Quesada y tantos otros. Entre 1519 y 1521 Hernán Cortés conquista el Imperio Azteca, preci­samente por las mismas fechas en que Carlos V era elegido y coronado Emperador de Alemania. Una sincronización que es destacada por el propio con­quistador: “[...] Vuestra Alteza [...] se puede intitular de nuevo Emperador de ella y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Magestad posee” (Cartas de relación citadas). En 1535, cuando Carlos V acomete la em­presa de Túnez, es también el mismo año en el que Pizarro funda la ciudad de Lima, con la que se afianza el dominio sobre el imperio incaico.

Pero no sólo la figura y personalidad de Carlos V hay que unirla a la época de la conquista de las In­dias Occidentales. Es también en su tiempo y bajo su mandato cuando se acomete la mayor hazaña de aquel siglo: la primera vuelta al mundo iniciada por Magallanes y terminada por Juan Sebastián Elcano.

Todo eso es lo que da un signo tan particular de espectacular grandeza a la obra imperial de Carlos V. Mientras él defiende a la Cristiandad en el Viejo Mundo, los españoles extienden ese cristianismo en su nombre y bajo su mandato en el Nuevo.

Carlos V tiene una formación humanista ensalza­dora de las grandes figuras de la Antigüedad. De ahí que al convertirse en el prototipo del rey-soldado de su tiempo, tenga un modelo que imitar: Julio César. De hecho, de los pocos libros que llevaba consigo en su continuo ir y venir por sus dominios de la Europa Occidental, el que siempre le acompañaba era el de Los comentarios de Julio César. Por supuesto que era aficionado, como lo era toda aquella sociedad, a los libros de caballerías, y en particular al de Olivier de la Marche (el que había sido preceptor de su padre), Le chevalier délibéré. En su formación cultural podría decirse que prevalecía su amor a la música por encima de las otras artes, de ahí que, en su retiro de Yuste, exija que los monjes jerónimos de aquel monasterio fueran buenos cantores.

Es de destacar, como una nota muy particular del Emperador, su rendido amor a su esposa la empera­triz Isabel de Portugal; de modo que al enviudar, trate de mantener su recuerdo con los cuadros que encarga a su pintor de cámara, Tiziano. De ella tendría cinco hijos pero sólo le vivirían tres: Felipe, María y Juana; esto es, su sucesor Felipe II, María (la futura Empera­triz, esposa de Maximiliano II de Austria), y la prin­cesa Juana, la que sería madre del rey Sebastián de Portugal.

Pero no hay por qué silenciar que Carlos V tuvo otros amores, de los que saldrían no pocos hijos na­turales. Dos destacarían con un gran protagonismo: Margarita de Parma, que había cogido bajo su protec­ción la tía del Emperador Margarita de Austria (y de ahí su nombre) y el famosísimo Juan de Austria. Y es de anotar que esos dos lances amorosos los tiene el Emperador, el primero en su juventud, antes de ca­sarse con la emperatriz Isabel, y el segundo cuando ya hacía no pocos años que había enviudado.

 

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Manuel Fernández Álvarez

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