Fruela I. ?, p. t. s. VIII – Cangas de Onís (Asturias), 768. Rey de Asturias.
Hijo de Ermesinda y de Alfonso I, y nieto, por tanto, de Pelayo y de Pedro, duque de Cantabria, sucedió a su padre al frente del reino de Asturias en 757.
Hombre de condición violenta, como señalan acordes los textos cronísticos, y heredero del espíritu belicoso de su antecesor, parece que guerreó, con fortuna, contra los musulmanes. La Crónica de Alfonso III refiriéndose a estas campañas del rey asturiano dice lacónicamente que “logró muchas victorias”, dando cuenta pormenorizada del resonante triunfo obtenido por Fruela sobre las tropas cordobesas en el lugar de Pontubio (Galicia), probablemente cerca de la actual población de Puentes de García Rodríguez. Incorpora este texto cronístico una circunstancia de esa victoria reveladora del cruel temperamento del Monarca, al referir que habiendo prendido al joven jefe del ejército islámico, de nombre Umar, lo decapitó en ese mismo lugar.
Durante el reinado de Fruela (757-768) hicieron acto de presencia por vez primera los dos tipos de problemas internos que, periódicamente renovados en los reinados siguientes, lastrarán ya hasta su etapa final la trayectoria histórica de la monarquía astur: los separatismos regionalistas y las revueltas palatinas.
Aquéllos parecen la lógica consecuencia de la propia y rápida expansión territorial del reino y comienzan a manifestarse en sus regiones extremas —Vasconia y Galicia—, de características muy distintas, con muy desigual nivel de desarrollo cultural e impregnación de la tradición romano-gótica, que habrían sido ya integradas parcialmente desde unos años antes —época de Alfonso I— en la órbita política asturiana y en las que el alejamiento geográfico del centro de decisión del reino —la Corte de Cangas de Onís—, el particularismo étnico, la existencia de aristocracias locales fuertes y reacias, en principio, al sometimiento a la autoridad central asturiana, así como la común y continua exposición a los ataques musulmanes, son factores que contribuyeron a fomentar un espíritu separatista que planteará serios problemas políticos a los monarcas astures, resueltos no pocas veces por la fuerza de las armas.
Éstos, por otra parte, se verían también obligados en numerosas ocasiones a sofocar las rebeliones de los propios magnates del reino, apoyados a veces en esas fuerzas disgregadoras periféricas, contra su autoridad, siendo acaso esa endémica situación de subversión nobiliaria herencia de una tradición gótica que impregna gradualmente las estructuras políticas de la nueva Monarquía, en concurrencia, quizá, con resistencias de poderes locales a la aceptación de la potestad expansiva de los caudillos astures, cuyo reconocimiento en esta primera etapa fundacional del reino de Asturias recorre acaso un proceso dialéctico de tensiones que son fruto de su propia inmadurez y se expresan en esas resistencias.
A esa doble amenaza de los separatismos regionalistas y las revueltas palatinas tuvo que hacer frente Fruela I, reprimiendo con dureza las primeras sublevaciones de vascones y gallegos y viéndose envuelto él mismo en un grave conflicto con su propio hermano Vímara, que sería la causa de su triste final.
La Crónica de Alfonso III en sus dos redacciones da cuenta sucesivamente de los enfrentamientos de Fruela con vascones y gallegos, sin facilitar la cronología de los hechos, en los términos siguientes: “A los vascones, que se habían rebelado, los venció, y tomó de entre ellos a su esposa, de nombre Munina, de la que engendró a su hijo Alfonso. A los pueblos de Galicia, que contra él se rebelaron los venció, y sometió a toda la provincia a fuerte devastación”.
En relación con el primero de esos levantamientos, el de los vascones, la calificación de “rebelión” que le aplica la crónica parece suponer un previo sometimiento de los mismos a la autoridad de los monarcas astures y su integración en el reino, al tiempo de producirse la insumisión reprimida por Fruela. Sin embargo, acaso esta interpretación sea una simplificación de una realidad bien distinta y de una situación de esos vascones —gentilicio cuya traducción exacta no es posible perfilar todavía en esta época— muy compleja, con referencia a ese hipotético y preexistente sometimiento a la autoridad de la realeza astur.
Efectivamente, la Crónica de Alfonso III, después de enumerar las regiones “pobladas” por Alfonso I y sometidas, por tanto, a su autoridad, indica que “Álava, Vizacaya Aizone y Orduña se sabe que siempre han estado en poder de sus gentes, como Pamplona [es Degio] y Berrueza”, lo que parece sugerir la existencia en estos espacios que corresponderían, básicamente, al área de asentamiento de los pueblos vascones, de unos poderes locales independientes y no integrados en la órbita política del reino de Asturias, cuyo límite extremo por oriente habría que fijar acaso en el Nervión, englobando la tierra de las futuras Encartaciones donde están los lugares de Sopuerta y Carranza, expresamente atribuidos por la crónica regia a la acción “pobladora” de Alfonso I.
La hipótesis acaso más prudente, en relación con la pretendida rebelión de los vascones contra la autoridad de Fruela, llevaría a ver aquí una actitud de conquista del propio Fruela que sería prolongación de la política expansiva de su padre por la marca oriental del reino y que seguramente habría que situar en el espacio alavés, de acuerdo con las precisiones que la misma crónica hará luego del lugar de procedencia de la madre del futuro Alfonso II y al que se acogería éste tras la muerte de Silo (783). El hecho es que la integración de esos vascones alaveses, sellada por la unión de Fruela con Munia, con seguridad vinculada a los círculos de la aristocracia local, supondría la efectiva ampliación de la órbita de influencia de los monarcas astures en el área vascongada y un sometimiento parcial y relativo de los pueblos que la habitaban, seguramente limitado a los más occidentales, a una autoridad central asturiana, facilitado sin duda por los lazos familiares establecidos por Fruela y consolidados en la persona de su hijo Alfonso.
La insumisión de los vascones debió de producirse en los primeros compases del reinado de Fruela, acaso después del resonante triunfo obtenido por éste contra los musulmanes en Pontubio (Galicia), si es que la secuencia que de estos hechos dan los relatos cronísticos se ajusta a su cronología real. El 24 de abril de 759 se otorga el interesante pacto monástico de San Miguel de Pedroso, junto al río Tirón, en La Rioja, situado en una zona muy próxima al espacio de la Vasconia occidental y en concreto a su parte alavesa, figurando en la larga relación de sorores que pueblan ese cenobio, algunas portadoras de onomásticos de probable raíz vascona; incluso aparece el nombre de Munia, que llevará la joven esposa de Fruela, lo que permite suponer que en la fecha en que se otorga dicho pacto podría haber tenido ya lugar el sometimiento de los vascones por el rey asturiano.
Dos años después (761) tendría lugar la presura de Máximo y Fromestano en el lugar de Oviedo, “un erial no poseído antes por nadie”, según el pacto monástico que, otorgado veinte años después (781), facilita la noticia de esa ocupación que se encuentra en el origen de la futura capital del reino de Asturias.
Fruela levantaría allí una iglesia dedicada al Salvador, destruida por las devastadoras campañas musulmanas contra el corazón del reino en 794 y 795 y restaurada después por su piadoso hijo Alfonso II. Éste, según propia confesión en el famoso Testamentum de 812, habría nacido y recibido las aguas bautismales en ese todavía núcleo preurbano de Oviedo, que él mismo elevaría después a la condición de sede regia.
La situación de Galicia, el otro escenario de las sublevaciones de base regional contra la autoridad de Fruela, y el desarrollo mismo de estas rebeliones, sobre las que las fuentes no dan tampoco ninguna precisión cronológica aunque debieron ser posteriores a las de Vasconia, ofrecen unas características bien distintas a las del espacio y pueblos vascongados.
No hay razón para dudar de la extensión del poder de la Corte de Cangas de Onís, en tiempo de Alfonso I, a esa “parte marítima de Galicia” de la que nos habla la crónica regia como escenario de la acción “pobladora” de este Monarca. Dicho espacio debía de corresponder a la franja norteña que se extendía entre el Eo, divisoria fluvial con las Asturias nucleares, y la costa atlántica, englobando seguramente buena parte de las actuales provincias de Lugo y La Coruña.
También parece razonable suponer un cierto encuadramiento político-administrativo y eclesiástico de esa zona, mucho más impregnada de la tradición romano-gótica que el País Vasco y seguramente con unas aristocracias locales poderosas muy influyentes y de fuerte arraigo territorial, que acaso se resistirían a un proceso de forzada integración política en el reino de Asturias llevado de forma poco afortunada por Fruela, cuya violenta conducta consta muy expresivamente por los testimonios concordantes de las crónicas.
La reacción de los pueblos de Galicia y la consiguiente represión, muy dura a juzgar por los términos que la Crónica de Alfonso III emplea, debió de ir seguida de una actividad regia encaminada a extender su autoridad, desde los territorios norteños hacia el sur. En tal sentido podría interpretarse el pasaje de la versión Rotense en el que se dice que “en tiempo de [Fruela] se pobló Galicia hasta el río Miño”, aunque el control efectivo tanto sobre los nuevos espacios meridionales como sobre los de la parte septentrional sería todavía y durante bastante tiempo precario, según se encargaría de demostrar el curso de los acontecimientos en los próximos años.
En la misma línea política regia orientada a procurar la integración de las tierras galaicas, habría que situar algunas actuaciones de Fruela, como la protección dispensada al cenobio de San Julián de Samos, llamado a ser uno de los centros monásticos de mayor influencia en la Galicia de la época y que acogería años después, en momentos de especial dificultad para él, al futuro Alfonso II el Casto.
La versión Rotense de la Crónica de Alfonso III, con un clara carga ideológica antivitizana, alude, en otro de los pasajes que consagra al reinado de Fruela, a las severas medidas adoptadas por el Monarca en defensa del celibato eclesiástico. Y finalmente, tanto las dos versiones de la crónica regia como la Albeldense, acordes en la calificación de la aspereza temperamental de Fruela —“hombre de conducta brutal”, “de carácter feroz”—, refieren un episodio postrero de su caudillaje en el que no es difícil percibir los ecos dramáticos de algún tipo de conflicto palatino agravado por la propia condición violenta del Monarca.
“Por rivalidades en torno al reino”, escribe el autor de la Crónica Albeldense, dio muerte “con sus propias manos”, puntualiza la crónica regia, a su hermano Vímara, quizá complicado en algún intento de destronamiento y cabeza de una oposición cortesana a Fruela. No mucho tiempo después del fratricidio y al cabo de once años y tres meses de reinado sobrevino el triste final del Monarca: “Pagándole Dios con la misma suerte de su hermano, fue muerto por los suyos” en Cangas. De creer a Pelayo, interpolador de la crónica regia en el siglo XII, sus restos recibirían sepultura, con los de su esposa, la reina Munia, en Oviedo.
Corría el año 768. Fruela dejaba un heredero de corta edad, el futuro Alfonso II, que se vería alejado durante largo tiempo del trono paterno. Y un reino que había visto ampliado considerablemente su ámbito territorial, a partir de su primitivo espacio nuclear astur-cántabro, por las regiones del flanco occidental (Galicia) y oriental (la Vasconia occidental, y las tierras alavesas), iniciando una todavía muy tímida y localizada expansión foramontana por los valles de la futura Castilla. Será, por otra parte, este Monarca el primero al que un diploma auténtico —el pacto monástico de San Miguel de Pedroso— aplique el título de rey, empleando una calificación de netas resonancias visigodas: “gloriosi Froilani regis”.
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Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar