Al-Nāṣir: Abū ‛Abd Allāh Muḥammad, al-Nāṣir. ?, 576 H./1181 C. – Marrakech (Marruecos), 10 de Ša‛bān de 610 H./25.XII.1213 C. Cuarto califa almohade.
Abū ‛Abd Allāh Muḥammad b. Ya‛qūb b. Yūsuf b. ‛Abd al-Mu’min fue el cuarto califa almohade y ejerció el poder durante los catorce años que median entre 595-611/1199-1213. Era bisnieto del fundador de la dinastía de los Banū ‛Abd al-Mu’min y tanto su padre como su abuelo lo habían precedido en la ostentación de la dignidad califal, manteniéndose, por lo tanto, una línea directa de sucesión dinástica que habría de romperse tras la muerte de su hijo y sucesor, Yūsuf II. Su padre, Ya‛qūb al-Manṣūr, había muerto el 12 de rabī‛ I de 595/12 de enero de 1199, y la sucesión se produjo según lo previsto, ya que Muḥammad había sido oficialmente designado heredero en vida de su antecesor, cuando contaba tan solo nueve años, siendo proclamado una semana más tarde, a finales de dicho mes, es decir, del 20 al 30 de enero de 1199. Su elevación al poder no despertó discordias entre los almohades, debido a su condición de heredero oficial desde tiempo atrás y a que la autoridad de su padre era indiscutida, si bien el califa era tan sólo un joven de apenas diecisiete años. No obstante, es cierto que ello dio lugar a que se iniciase una dinámica que, en etapas sucesivas, habría de tener una influencia en aumento, la del creciente intervencionismo de los jeques almohades, en especial los tíos del nuevo soberano, dada su inexperiencia en asuntos políticos por su juventud.
El califato de Muḥammad al-Nāṣir tiene un carácter muy relevante en la evolución del Imperio almohade, ya que marca un punto de inflexión en su trayectoria. En efecto, hasta entonces se había desarrollado la fase ascendente del dominio almohade, sólidamente asentado en sus bases magrebíes y capaz de obtener resonantes victorias en territorio andalusí frente a los cristianos, sobre todo la de Alarcos en 1195. Después de él, sin embargo, se inicia la decadencia almohade, en la que a la descomposición política interna se va a unir el progresivo desmembramiento del Imperio y el abandono de la política de ŷihād en la Península. La época de al-Nāṣir presenta, pues, un carácter ambivalente, ya que, junto a algunos éxitos importantes, como los obtenidos en Baleares e Ifrīqiya, se une el fracaso de la derrota de las Navas de Tolosa.
Gracias a la enérgica actuación de su padre, el vencedor de Alarcos, la situación en la Península se encontraba en calma cuando Muḥammad al-Nāṣir llegó al poder, ya que se habían firmado treguas con Alfonso VIII en 1197 por diez años, mientras que los leoneses estaban aliados a los almohades. De esta forma, el problema principal al que hubo de hacer frente al comienzo de su actuación fue el dominio de Yaḥyà b. Gāniya en las Baleares y la extensión de su poder a toda Ifrīqiya, salvo Túnez y Constantina. El primer intento almohade por restablecer la situación, protagonizado por el gobernador de Bugía, acabó en completa derrota hacia 1200. Ello permitió a Ibn Gāniya consolidar su posición, al hacerse con el control directo del puerto de Mahdiya, hasta entonces en manos de un emir aliado suyo. Sin embargo, el califa al-Nāṣir logró poner fin al dominio ejercido desde décadas atrás por los Banū Gāniya en Baleares, conquistando Menorca en 1202 y al año siguiente Mallorca, siendo la cabeza de ‛Abd Allāh b. Gāniya enviada al califa en Marrakech. Sin embargo, esta gran victoria fue compensada con otra pérdida, ya que mientras los almohades se apoderaban de las Balerares, Yaḥyà b. Gāniya logró hacerse con el dominio de Túnez en 1203. Ello determinó una respuesta almohade inmediata, que el propio califa se encargó de encabezar, dirigiendo sus contingentes hacia Ifrīqiya, de forma que en 602/1205, cerca de Gabes, Yaḥyà fue derrotado, siguiendo a continuación la toma de Mahdiya al año siguiente, de tal forma que el dominio almohade en Ifrīqiya pudo ser completamente restablecido.
Tras la pacificación de Ifrīqiya y con la situación estabilizada en al-Andalus, gracias a las treguas establecidas en época de su padre, siguieron tres años de tranquilidad, en los que el califa pudo dedicarse a reorganizar su administración desde Marrakech y a poner orden en la administración de la Hacienda, debido a los frecuentes casos de fraude y corrupción que se producían habitualmente. No obstante, ya en 1210 las fuentes árabes nos informan de la realización de una expedición marítima contra las costas catalanas, al parecer en respuesta a una previa ofensiva aragonesa. Ello sería el preludio del restablecimiento de las hostilidades entre cristianos y almohades en la pugna por el control del territorio peninsular.
Sin duda, el episodio central de la actuación de Muḥammad al-Nāṣir fue la célebre batalla de las Navas de Tolosa, que se produjo en las estribaciones de Despeñaperros el 16 de julio de 1212. Alfonso VIII anhelaba poder vengar la dura derrota de Alarcos y, antes de que finalizasen las treguas pactadas en 1997, se decidió a atacar los territorios musulmanes, saliendo de Toledo en 1209 y dirigiéndose contra Jaén y Baeza, mientras que los caballeros de la Orden de Calatrava hacían lo propio sobre Andújar. El califa al-Nāṣir envió embajadores para protestar contra la violación de la tregua, pero la ruptura de hostilidades era definitiva. La victoria de las Navas vino precedida de una previa campaña almohade durante el año anterior, que era la respuesta a las algaras efectuadas por Alfonso VIII y el infante Fernando III, junto a las milicias concejiles de Madrid, Guadalajara, Huete, Cuenca y Uclés, en la zona levantina, donde arrasaron los alrededores de Játiva. En respuesta, el propio califa se puso al frente de sus fuerzas y en febrero de 1211 salió de Marrakech, llegando en mayo a Sevilla. Meses después, logró recuperar la fortaleza jiennense de Salvatierra. Fue la última vez que un califa almohade salió en campaña desde Marrakech para cumplimentar el deber del ŷihād en al-Andalus, pues sus sucesores se limitaron, como máximo, a adoptar actitudes meramente defensivas. La mala noticia de esa pérdida se acompañó de otra aún peor en el bando castellano, la muerte prematura del infante Fernando, primogénito de Alfonso VIII.
La campaña almohade de 1211 fue una demostración de fuerza que indujo a Alfonso VIII a solicitar del papado una cruzada, encontrando una respuesta favorable en Inocencio III, que en abril de 1212 ordenaba, además, a las dos máximas autoridades eclesiásticas peninsulares, los arzobispos de Toledo y Santiago, que exhortasen a los demás los soberanos a mantener las paces y treguas que tuviesen con el rey castellano mientras durase la guerra contra los infieles. De esta forma, la campaña que culminaría en la victoria cristiana de las Navas se planteó desde el comienzo como una operación conjunta destinada a asestar un golpe definitivo a los almohades, contando con la alianza de tres de los cinco soberanos cristianos peninsulares y el respaldo ideológico de la Iglesia y del Papado, dando a dicha campaña una dimensión internacional aún más relevante. Para ello, como indica de manera gráfica un cronista árabe, los contingentes se concentraron en 1212 en Toledo ‘como langostas’, mientras que Pedro II de Aragón había acudido a la cita el año anterior en Cuenca y Sancho VII de Navarra se añadió a la expedición una vez que la misma hubo partido de Toledo.
La batalla de las Navas fue uno de los principales enfrentamientos entre cristianos y musulmanes habidos en la península Ibérica durante toda la Edad Media, debido a varios motivos. La guerra medieval consistía, esencialmente, en una lucha por el control del espacio, no por destruir al enemigo, de ahí que la batalla campal fuese un hecho excepcional. En cambio, una de las causas de la singularidad del encuentro de las Navas radica en el hecho de que tuvo un significado estratégico propio, siendo el producto de una decisión determinada, pues nunca antes se había buscado de manera tan premeditada la batalla como medio de dirimir un conflicto. Por otro lado, si bien es cierto que tanto la cifra de combatientes como de víctimas que aportan las fuentes narrativas, árabes y cristianas, resultan totalmente exageradas y fantasiosas, en cambio no lo es menos que la cantidad de recursos movilizados por ambos bandos contendientes fue de una magnitud extraordinaria.
La actitud del soberano almohade ha sido interpretada como uno de los factores de la derrota musulmana, ya que, en lugar de acudir a primera línea del combate para espolear con su presencia la victoria de sus contingentes, como hizo Alfonso VIII, optó por permanecer recluido en su tienda recitando versículos coránicos, para salir huyendo en el momento en el que la jornada se declaró adversa, no conformándose con refugiarse en Sevilla, sino abandonando de manera apresurada al-Andalus para dirigirse a Marrakech, dando una imagen de total abandono y desentendimiento respecto al destino de la población andalusí. No obstante, las causas de la victoria cristiana son más profundas y se vinculan a diversos factores, tanto puntuales, la mayor eficacia táctica y estratégica de los contingentes cristianos y su mayor organización y sentido de la disciplina, como generales, de forma que el avance conquistador cristiano podía considerarse ya, a esas alturas, irreversible, de manera que el carácter ‘decisivo’ atribuido por la historiografía tradicional al encuentro es hoy día matizado por los principales especialistas.
Las fuentes árabes no dudan en señalar la importancia de la batalla de al-‛Iqāb, como la denominan, coincidiendo en indicar que fue entonces cuando se inició el declive almohade e incluso, más aún, la propia ruina de la presencia musulmana en la Península. Algunas fuentes, incluso, vinculan la propia muerte del califa, un año y medio después, al abatimiento en que se vio sumido tras la derrota. Ciertamente, aunque el califa al-Nāṣir intentó enmascarar la crudeza de su derrota en la carta enviada tras la batalla a la capital del Imperio dando cuenta de la misma, lo cierto es que la victoria cristiana no tuvo paliativos y, desde este punto de vista, las Navas sí podría considerarse un encuentro decisivo, como ha señalado la historiografía más clásica. Sin embargo, el epílogo de la victoria cristiana, al menos en el momento inmediatamente posterior, no fue tan relevante como pudiera, en principio, pensarse. De hecho, la derrota almohade no sólo no supuso la disgregación de sus estructuras políticas y militares, sino que, apenas mes y medio después, en septiembre de 1212, los musulmanes atacaban algunos de los castillos que los cristianos habían conquistado en Sierra Morena y los expulsaban de algunos puntos fortificados de la frontera oriental. Por su parte, las siguientes iniciativas militares cristianas no tuvieron éxito, ya que Alfonso VIII fracasó en el asedio de Baeza de 1213, mientras que Alfonso IX de León, que no había participado en la cruzada de las Navas, tampoco tuvo éxito ante Mérida.
La consecuencia estratégica más importante de la victoria cristiana fue trasladar la línea de frontera desde el Tajo hasta Sierra Morena, gracias a la toma de posesión de buena parte de las fortificaciones que vertebraban la presencia musulmana al Norte de Sierra Morena. En efecto, los cristianos se hicieron con el dominio de una decena de fortalezas situadas entre Toledo y Córdoba que jalonaban todo el territorio entre Sierra Morena y el Tajo (Malagón, Calatrava, Alarcos, Piedrabuena, Benavente, Caracuel, Vilches, Baños, Tolosa y Ferral). Sin embargo, lo cierto es que durante la década siguiente, entre 1212-24, la frontera apenas se movió y el dominio almohade se mantuvo estable, a pesar de que el califato había recaído, tras la muerte de al-Nāṣir en 1213, en un menor de edad. A pesar de la gran resonancia cronística de la victoria cristiana, durante los años siguientes el poder almohade aún mantuvo sus posiciones en la Península, de forma que las únicas pérdidas importantes experimentadas por los musulmanes tras las Navas y antes de 1224 fueron las de Alcácer do Sal (1217) y Alburquerque (1218).
La derrota de las Navas de Tolosa fue seguida, al poco tiempo, de la muerte del propio califa al-Nāṣir, sucedida apenas un año y medio después, en concreto el 10 de ša‛bān de 610/25 de diciembre de 1213, cuando contaba tan solo treinta y dos años de edad. Las causas de este prematuro fallecimiento no están nada claras y las fuentes árabes discrepan entre sí, ofreciendo versiones totalmente contrapuestas al respecto. Las crónicas más próximas, y por ello más fiables, sugieren la hipótesis del asesinato por envenenamiento, aunque sin una contundencia plena y dejando abierta la existencia de otras posibilidades. Tampoco cabe descartar que falleciese de manera natural, debido a un ataque de apoplejía, mientras que en cambio, otras narraciones resultan más inverosímiles, por ejemplo la que atribuye su muerte a los miembros de su guardia negra cuando estaba en los jardines del alcázar, debido a que él mismo había ordenado que se ejecutase a todo el que fuese sorprendido allí de noche y, en una ocasión que salió disfrazado para ver si sus preceptos eran cumplidos, fue alanceado por los guardias, que no lo reconocieron. No mucho más verosímil parece que su muerte fuese producida por la mordedura de un perro. En todo caso, la existencia de tantas versiones contradictorias indica con toda probabilidad que no fue una muerte natural, sino producto de intrigas políticas. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Muḥammad al-Nāṣir dejaba una pesada herencia a su sucesor, no sólo por la derrota de las Navas, sino por lo temprano de su muerte, que iba a hacer que las riendas del poder recayesen en su hijo, un niño de entre apenas diez o quince años.
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Alejandro García Sanjuán