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Bernardino Fernández de Velasco Pacheco Benavides

Biografía

Fernández de Velasco Pacheco Benavides, Bernardino. Duque de Frías (XIV). Madrid, 20.VII.1783 – 28.V.1851. Diplomático, estadista y literato.

Nacido Grande de España, y lo fue hasta seis veces, Bernardino Fernández de Velasco era el primogénito de una de las familias aristocráticas más acrisoladas, a la par que económicamente más poderosas del país. La surgida del entrecruzamiento de los insignes linajes de los Pacheco Téllez de Girón y de los Fernández de Velasco con sus altos títulos nobiliarios y mayorazgos, que tuvo el último engarce en su padre, Diego Pacheco Fernández de Velasco, al heredar el ducado de Frías de un tío abuelo materno, por lo que empezó a llamarse Fernández de Velasco. Por su parte, su madre, Francisca Paula Benavides Fernández de Córdoba, era hija de los duques de Santisteban del Puerto. Además del ducado de Frías llevó los títulos de duque de Uceda (X), duque de Escalona (XIV), marqués de Villena, conde de La Puebla de Montalbán y conde de Haro.

A esta ilustre cuna le suele corresponder, por un lado, una instrucción personalizada, que es la que recibieron el conde de Haro (título del primogénito de la familia) y sus hermanos del preceptor Fulgencio de Andújar. Y, por otro lado, una vinculación al Ejército; al igual que su padre, todos ellos tuvieron al seguir la carrera militar.

En el caso del conde de Haro, ésta se desarrolló en una primera etapa en las Reales Guardias Walonas, donde ingresó como cadete en diciembre de 1796.

En 1798 ingresó como caballero, primero, en la Orden de Santiago y, después, en las militares de Calatrava y San Fernando. Tras participar en la primavera de 1801 en la campaña de Portugal, en el verano del siguiente año contrajo su primer matrimonio con la hija de los marqueses de Santa Cruz, Mariana de Silva Walltenstein. Al poco tiempo del fallecimiento de ésta, en abril de 1803, se incorporó ya como capitán al Regimiento de Dragones de la Reina, en el que permaneció hasta el comienzo de la Guerra de la Independencia.

Cuando ésta se inició en mayo de 1808 con la insurrección popular contra las tropas galas, él se encontraba con su regimiento en tierras lusitanas, cumpliendo un cometido muy similar al de la anterior campaña, el de la imposición del bloqueo continental bajo el imperativo de la alianza con la Francia napoleónica, rota entonces de forma brusca.

Pues bien, logrando escapar del apresamiento al que el general Junot había sometido a su división, el conde de Haro se presentó ante la Junta de Sevilla. Fue entonces cuando conoció que sus amigos íntimos de las tertulias del café de la Fontana de Oro de Madrid, su preceptor y, sobre todo, su padre había optado sin ambages por el partido napoleónico. A pesar de que su progenitor hubiera formado parte de la comisión redactora del Estatuto de Bayona y, desde septiembre de 1808, fuera embajador en París de la Monarquía de José I, él no siguió su ejemplo y se sumó a las fuerzas de la resistencia. Así, como teniente coronel agregado sucesivamente de los Regimientos de Almansa, del primero de Úsares y del de Dragones de Pavía, entre noviembre de 1808 y mayo de 1812 participó en distintas campañas y acciones del conflicto, por las que recibió la Cruz de San Fernando, la de Talavera y otras condecoraciones.

Fue durante este tiempo también cuando, primero, en enero de 1811, a la muerte de su padre, le sucedió en la casa de Velasco y en los ducados de Frías, de Uceda y Escalona y en el marquesado de Villena, con los condados de Haro, Puebla de Montalbán y Alba de Liste. Y, después, en junio, contrajo su segundo matrimonio con la hija de los condes de Pinohermoso, María de la Piedad Roca de Togores Valcárcel, cuyo hermano y heredero del título había sido compañero de armas del ya duque de Frías. Con ella, una vez retirado del Ejército en mayo de siguiente año, se trasladó a Cádiz. Allí pudo concluir las gestiones ante la Regencia y las Cortes para la recuperación del patrimonio familiar, confiscado en mayo de 1809 por el afrancesamiento paterno, y a la par logró que se aprobara una escritura de alimentos otorgada a favor de sus hermanos. Además asumió, eso sí, moderando sus términos, el ideario liberal recogido en la Constitución de 1812 aprobada por esas Cortes.

En la recta final de la guerra retornó a Madrid, adonde se habían trasladado las autoridades constitucionales. Pues bien, después de otorgar a las Cortes un generoso donativo de 100.000 reales para los gastos militares, decidió acudir a recibir a Fernando VII y acompañarle en el recorrido de regreso a la capital.

Durante el mismo participó en las Juntas de notables celebradas a mediados de abril de 1814 en Daroca (Zaragoza) y Segorbe (Castellón), en las que abogó por que el Monarca jurara la Constitución, aunque eso sí, respetando los derechos que le compitieran para introducir las reformas que estimara necesarias. Fue ésta una postura que le excluyó de las siguientes juntas y reuniones celebradas en Valencia, base del retorno en mayo, sin contemplaciones, al régimen absoluto.

Además, durante los seis años de su dominio se tuvo que contentar con ser reconocido en junio como Grande de España, apadrinado por el duque de Osuna, y recibir en agosto la Cruz de la Orden de Lis de la Vendeé, porque fue condenado al ostracismo.

El restablecimiento de ese Código político en marzo de 1820 cambió de forma inmediata la situación, ya que en el mismo mes fue nombrado embajador en Gran Bretaña. Allí, a las labores específicamente diplomáticas, entre las que destacó su intento de negociación, fallido, para frenar la sangría independentista sudamericana, debe sumarse la formación bajo su presidencia de la Sociedad Patriótica de Londres, expresión de su adhesión al cambio político. Con todo, a pesar de que ahora se abriese para él la carrera pública, primero con ese cargo y a continuación, desde junio de 1821, con uno de los puestos del Consejo de Estado reservado a los grandes de España, o que también en ese momento acabaran prosperando las gestiones para la obtención de la Gran Cruz e incorporación como caballero de la Real y distinguida Orden de Carlos III, el duque de Frías mantuvo el carácter moderado de su liberalismo. A ello corresponde la salvaguarda y afirmación de las prerrogativas regias, que demandó tanto desde esa alta institución consultiva como desde la conservadora sociedad patriótica del Anillo de Oro, de la que era miembro.

Parece que más que su talante moderado fue el hecho de ser Grande de España lo que le libró algo de la implacable represión que acompañó a la segunda restauración del absolutismo en el verano de 1823 con el auxilio del ejército francés. Así, aunque ante el avance de éste acompañara a las autoridades constitucionales en su retirada a Andalucía, el duque de Frías no se vio obligado a exiliarse al extranjero, pero estuvo un tiempo desterrado a Sevilla y después se le impidió trasladarse a la capital y a los Reales Sitios.

Barcelona fue el primer lugar escogido, donde mantuvo en su casa una tertulia literaria, y más tarde la ciudad francesa de Montpellier, en la que su única hija, Bernardina, estaba recibiendo tratamiento médico.

A mediados de 1828 se le autorizó a regresar a Madrid, pero no parece que se asentara hasta la enfermedad y posterior fallecimiento de su esposa en enero de 1830. Ya, tras los sucesos de Granja, que obligaron a la Monarquía fernandina a seguir la vía del despotismo ilustrado, se le volvieron a abrir los salones del Palacio real. Al tiempo, él también abrió los suyos en compañía de Ana de Jaspe y Macías, con la que hasta octubre de 1839 no contrajo matrimonio, pero con la que, en noviembre de 1833, tuvo a su segunda hija, Ana Valentina.

Pues bien, en calidad de consejero palatino, una vez fallecido Fernando VII en septiembre e iniciada la Guerra Carlista, el duque de Frías abogó ante la regente María Cristina por la instauración de una Monarquía constitucional. Idéntica mira tenía el periódico de talante moderado El Siglo, publicación en la que estuvo involucrado directamente y en la que salieron a la luz alguno de sus poemas, además de ejercer desde su aparición en enero de 1834, las funciones de censor. Sustituido en este cargo, al ser nombrado en febrero embajador en Francia, el período acabó siendo suprimido.

A la par que en abril asumía la jefatura de la legación española en París se aprobaba el Estatuto Real, texto político con el que se abría muy tímidamente el camino hacia el régimen representativo. Pues bien, en el estamento de próceres considerado en el mismo fue integrado el duque de Frías con el carácter de nato, por ser Grande de España y disfrutar de una renta anual superior a los 200.000 reales. Sin embargo, tras formar parte de la comisión encargada de examinar las cualidades de sus iguales, no participó en sesiones de la Cámara porque las obligaciones del anterior cargo, que ocupó durante gran parte de la vigencia del régimen estatutario, se lo impidieron.

Así, desarrollando lo fundamental de su gestión bajo las directrices de los gobiernos moderados de Francisco Martínez de la Rosa y el conde de Toreno, participó en las negociaciones finales para la adhesión de Francia a la Cuádruple Alianza. Establecido este acuerdo para impedir el dominio del absolutismo en la Península ibérica, a pesar de los esfuerzos del embajador, en el ámbito militar no se logró más que el reforzamiento del ejército galo de la frontera y la intervención de la Legión extranjera, y en el financiero, en que las cosas fueron algo mejor, se consiguió primero un empréstito con la casa Rotschild y después con Ardoin. A pesar de la decepción que para el duque de Frías significaron estos magros resultados, cuya expresión sería la reiterada y no admitida dimisión, su labor fue reconocida en 1835 con un sinfín de condecoraciones: en marzo, la Gran Cruz de Leopoldo de Bélgica; en mayo, la Gran Cruz de Isabel la Católica; en septiembre, la Gran Cruz de la Legión francesa; y, en diciembre, la de caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro.

Cuando obtuvo esta última distinción hacía un mes que formalmente ya no era embajador, pero se mantuvo en el cargo hasta que, en febrero de 1836, tomó posesión su sucesor, el general Miguel Ricardo Álava. Todo indica, además, que hasta cuando menos el verano no retornó a Madrid, ya que en junio nació en la capital francesa su tercer y único hijo varón, José María.

Pues bien, si existía ya una clara disonancia política entre el duque de Frías y el liberalismo avanzado que en septiembre del año anterior, bajo el liderazgo de Juan Álvarez Mendizábal, había asumido el poder, encontrándose aquí la razón de su separación, cuando a su regreso a Madrid esa fuerza política se afirmó en el mismo, tras las movilizaciones populares que trajeron consigo en agosto el restablecimiento provisional de la Constitución de Cádiz, su discrepancia se incrementó sobremanera. Así lo atestigua su vinculación a las actividades ocultas de los moderados, desarrolladas por la Sociedad española de Jovellanos, con el objeto de recuperar la senda de la Monarquía constitucional trazada por el Estatuto Real.

El alejamiento del liberalismo radical de la Constitución transaccional de 1837, relegó a un segundo plano esa actuación clandestina, primando la participación dentro del régimen. Una decisión que no pudo resultar más acertada, ya que su rotundo éxito en las elecciones legislativas de octubre del año en curso, abrió una etapa de casi tres años de dominio político moderado. Pues bien, durante la misma llegó al apogeo la carrera política del duque de Frías. Ésta se asentó en su elección en esos comicios como senador por León, cuyo juramento pospuso a marzo de 1838, una vez celebrado en París el matrimonio de su hija mayor con el hijo del marqués de Jabalquinto, Tirso Téllez de Girón Fernández de Santisteban. Tras destacar en la Cámara en la presidencia de la comisión para la indemnización de los partícipes legos en diezmos, fue nombrado en julio vocal de la Junta encargada de recoger datos acerca del medio más oportuno de subvenir las obligaciones que gravaban sobre el impuesto decimal. Y, finalmente, fracasado el Gobierno del conde de Ofalia en su intento de aunar a las distintas tendencias del Partido Moderado, se pensó en él como alternativa. Así, entre el 6 de septiembre y el 9 de diciembre de 1838, el duque de Frías asumió las riendas del Ejecutivo, a la par que se responsabilizaba en propiedad del Ministerio de Estado e interinamente, desde el 31 de agosto hasta el 2 de diciembre, de la cartera de la Guerra.

Fue un gabinete con un tercio de duración del precedente, porque en tan poco tiempo se convirtió en un claro impedimento para el objetivo perseguido, ya que se incrementó la división en las filas conservadoras y la oposición de las progresistas. La militarización fue la seña de identidad de su política. En primer lugar, fue el abuso tanto en el espacio como en el tiempo de las declaraciones de estado de sitio, con los consiguientes excesos cometidos por las autoridades militares investidas de poderes excepcionales.

En segundo lugar, el intento de contrarrestar el poder alcanzado por el general en jefe del Ejército, Baldomero Espartero, mediante la afirmación del mariscal de campo Ramón María Narváez, al que además de conferirle la Capitanía general de Castilla la Vieja, se le encargó la formación de un ejército de reserva. En tercer lugar, fueron, por un lado, la tajante oposición del primero a esta decisión y, por otro lado, las extralimitaciones de esa fuerza militar en ciernes con su general en jefe a la cabeza, quien, sin contar con autoridad del capitán general de Castilla la Nueva, intervino en la represión de una asonada en Madrid, lo que acabó generando su destitución y destierro a su pueblo natal de Loja. En cuarto lugar, fue el oscuro levantamiento de Sevilla, en el que, involucrados los militares moderados Luis Fernández de Córdoba y Ramón María Narváez, se vieron obligados a huir a Portugal ante la cruenta represión desencadenada por el capitán general de Andalucía, el también conservador conde de Clonard. A todo esto había que unir, por último, el recrudecimiento de la guerra en el frente del Maestrazgo, donde las tropas cristinas sufrieron las derrotas de Morella y Maella. El resultado: la aprobación en el Congreso, a principios de diciembre, de una proposición que desaprobada “la marcha administrativa” seguida hasta el día y la inmediata sustitución del Gobierno del duque de Frías por el igualmente moderado de Evaristo Pérez de Castro.

El mes anterior, a la par que recibía la Gran Cruz de Nuestra Señora de la Concepción de Villaviciosa de Portugal, el duque de Frías había revalidado también por León su escaño del Senado. Pues bien, desde aquí secundó al nuevo Gobierno conservador en sus proyectos de ley fundamentales: en 1839 cuando se encontró en minoría en las Cortes, en lo relativo a la confirmación de los Fueros vascos, al formar parte de la comisión formada al respecto en la Cámara Alta y avalar la necesidad de su mantenimiento para garantizar la paz del reino; y en 1840 cuando contó con el respaldo parlamentario, en lo referido al régimen municipal, al rebatir la argumentación de inconstitucionalidad que centraba la oposición de los progresistas.

Esta normativa local, como es sabido, se acabó convirtiendo en el desencadenante durante el verano del proceso revolucionario, que provocó el traslado de la regencia de María Cristina a Baldomero Espartero, a lo largo de un trienio de dominio progresista.

Desplazado en este tiempo de la esfera pública, el duque de Frías retornó bajo la coalición moderadaprogresista antiesparterista. Y lo hizo con fuerza, ya que en septiembre de 1843, primero, fue nombrado presidente de la Junta consultiva de Estado, creada entonces, y, segundo, recuperó su escaño en la Cámara Alta, al resultar elegido de nuevo por León. Además, cuando en diciembre los moderados se afirmaron ya solos en el poder, tras la acusación a Salustiano Olózaga, que avaló con su firma de presidente de esa institución consultiva, fue nombrado miembro de la comisión encargada de proponer las bases y reglamentos para la formación del Consejo de Estado.

El duque de Frías, como fiel seguidor del grupo moderado que lideraba Ramón María Narváez, con excepción del título relativo al Senado, apoyó la reforma constitucional recogida finalmente en el Código político de 1845. En el reforzamiento de la Corona en el sistema político, que se establecía, asentó el duque de Frías, sumándose a la mayoría de los de su clase, la defensa de la senaduría hereditaria para la nobleza: “Si la reforma se ha hecho para que el Trono ocupe el lugar que le corresponde debe adaptarse [la senaduría hereditaria] para [que] cada uno ocupe su lugar”. No prosperó este modelo a la inglesa de Cámara Alta, pero sí el vitalicio de nombramiento real, que en agosto del año en curso recibió el duque.

Suprimida en noviembre la Junta consultiva de Estado con el restablecimiento del Consejo Real, el duque de Frías se mantuvo sólo en el Senado y en la Diputación permanente de la nobleza como vocal propietario. Y así parece que lo quiso, ya que en septiembre de 1847 rechazó la oferta que se le hizo para presidir el Consejo de Ministros. De esta manera, alejado de la actividad política de primera línea, el 28 de mayo de 1851 fallecía y era enterrado tres días después en el cementerio de la Archicofradía de San Pedro y San Andrés de Madrid, para ser trasladado posteriormente al panteón familiar de la iglesia de Santa Clara de Medina de Pomar (Burgos).

A finales de 1846 se le había concedido la máxima pensión de jubilación, 40.000 reales anuales. Una cantidad que se puede considerar irrisoria, ya que, a pesar del quebranto patrimonial sufrido sobre todo durante la Guerra de la Independencia por el afrancesamiento paterno, el duque de Frías seguía siendo uno de grandes propietarios territoriales del país. Unas rentas agrarias cifradas por la fecha de su muerte en 695.460 reales anuales, procedentes de propiedades localizadas en diecisiete provincias, pero fundamentalmente en Toledo y Burgos, así lo atestiguaban. Este importante patrimonio pasó a partes iguales a los tres hijos, José María, Bernardina y Ana Valentina, con los respectivos títulos nobiliarios de duque de Frías (y conde de Haro), duquesa de Uceda (y marquesa de Belmonte) y condesa de Peñaranda de Bracamonte y de Luna.

A los seis años de su muerte, la Real Academia Española, a la que pertenecía desde 1803 y de la que desde 1835 fue miembro supernumerario, publicó sus obras poéticas. En esta faceta de poeta lírico de tendencia clasicista con incursiones románticas e imitador de su amigo Juan Nicasio Gallego y de Manuel José Quintana tuvo algún éxito, como la Medalla de honor lograda en 1842 en los Juegos florales de Liceo Matritense por su poema La muerte de Felipe II, incluso gozó de cierta popularidad. También la tuvieron las tertulias organizadas en su casa, tanto las del Trienio Liberal como las de la época isabelina. Además, estuvo estrechamente vinculado a las instituciones que, al margen de la citada en primer término, albergaban a la elite intelectual: desde 1815 fue individuo de la Academia de Nobles Artes de San Fernando y consiliario a partir de 1844; desde su fundación en 1834, académico de honor de la Real Academia de Ciencias Naturales; a partir de 1837, miembro honorario de la Real Academia de la Historia y, desde 1847, académico de número; a partir de 1842 fue socio facultativo del Liceo Artístico y Literario de Madrid, de 1844, socio del Conservatorio Universal de Ciencias y Artes, y de 1848, miembro honorario del Instituto Industrial de Cataluña. Aparte de ser socio de número del Saggio Collegio d’Arcadia (1806) y miembro de la Société Française de Statique Universalle (1819) y de la Société Générale des Naufragues et de l’Union des Nations (1835). Por último, participó en distintas sociedades económicas de amigos del país de las provincias donde era importante propietario, como las de Toledo, Burgos, Zamora y Salamanca, ejerciendo la representación en la capital de algunas de ellas.

 

Obras de ~: Carta del Excmo. Sr. Don Bernardino Fernández de Velasco, Duque de Frías, escrita a Don Lorenzo Santayana Bustillo en vista del libro que remitió a su Excelencia para que lo examinase, su título Gobierno Político de los Pueblos de España, s. l., s. f.; Artículo comunicado al Redactor General. Representación al Congreso contradiciendo la solicitud del conde de Puñonrostro terminante a que el supremo tribunal de justicia conozca en primera instancia de la demanda civil ordinaria que prepara contra el duque de Frías como conde de Alva de Liste [Cádiz, 30 de abril de 1813], Cádiz, Imprenta de Lema, 1813; Defensa legal por D. Bernardino Fernández de Velasco en el pleito con José Antonio de Aragón Azlor y Pignateli, duque de Villahermosa, D. Vicente Valdés de Peralta, Regidor perpetuo de Cuzco y D. Nicolás de Toledo y Aguado, marqués del Villar, sobre el mayorazgo y condado de Vilaminaya, Madrid, Eusebio Aguado, 1830; Discursos pronunciados por el Duque de Frías en las sesiones del Senado de los días 22 de diciembre de 1844, 2 y 10 de Enero de 1845, apoyando la enmienda del Duque de Gor al título tercero del Proyecto de reforma de la actual Constitución, Madrid, Imprenta Nacional, 1845; Obras poéticas del Excmo. Sr. D. Bernardino Fernández de Velasco, Duque de Frías, publicadas a expensas de sus herederos por la Real Academia Española, de que fue individuo, Madrid, Imprenta y Esterotipia de M. Rivadeneyra, 1857; “Discurso de contestación al de el Excmo. Sr. D. Javier de Quinto acerca de las ‘Condiciones actuales, genio y carácter que hoy distinguen al idioma español: medios de conservar su prístina pureza y lozanía’”, en VV. AA., Discursos leídos en las recepciones de la Real Academia Española, Madrid, Imprenta Nacional, 1860, t. I, págs. 199-215.

 

Bibl.: M. Roca de Togores, marqués de Molins, “Noticia sobre la vida y obras poéticas del Excmo. Sr. Duque de Frías” [París, 20 de febrero de 1856], en Obras poéticas del Excmo..., Madrid, Imprenta y Esterotipia de M. Rivadeneyra, 1857, págs. XIX-LIII; J. Varela, Florilegio de poesías castellanas del XIX, con introd. y notas biogr. y crít. de J. Varela, t. V, Madrid, Librería Fernando Fé, 1903, págs. 112-121; A y A. García Carraffa, Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles y americanos, t. 15, Salamanca, Imprenta Comercial Salmantina, 1924-1950, págs. 194-215, y t. 67, págs. 15-69; T. Peña Marazuela y P. León Tello, Archivo de los Duques de Frías, vol. I, Madrid, Blass, 1955; A. Bullón de Mendoza, Un prócer ilustre: el Duque de Frías. Conferencia pronunciada en el Instituto de Enseñanza Media “La Rábida” el 23 de Abril de 1858, Huelva, Imprenta Suero, 1858; F. Cánovas Sánchez, “La nobleza senatorial en la época de Isabel II”, en Hispania, 141 (1979), págs. 51-99; R. Marrast, José Espronceda y su tiempo. Literatura, sociedad y política en tiempos del romanticismo, Barcelona, Editorial Crítica, 1989; J. López Tabar, Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Madrid, Biblioteca Nueva, 2001; B. Pellistrandi, Un discours national? La Real Academia de la Historia entre science et politique (1847-1897), Madrid, Casa de Velázquez, 2004, pág. 392; Marqués de Vallgornera, Un poeta del siglo xix casi desconocido: el duque de Frías. Bernardino Fernández de Velasco, Barcelona, Publicación de la Biblioteca y Archivo Vallgornera, 2006.

 

Javier Pérez Núñez

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