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Joaquín de la Pezuela Sánchez

Biografía

Pezuela y Sánchez, Joaquín de la. Marqués de Viluma (I). Naval (Huesca), 21.V.1761 – Madrid, 16.IX.1830. Militar y virrey de Perú.

De condición noble, ingresó a los catorce años de edad, el 14 de julio de 1775, en el Real Colegio de Artillería de Segovia, “oasis en el panorama docente científico y militar español”, fundado en 1764. Al tener el Real Cuerpo de Artillería consideración de “facultativo”, en el sentido de que para servir en él se requerían conocimientos especiales, desde muy temprano contó, a diferencia de la Infantería y de la Caballería, con un centro en el que se impartían las enseñanzas específicas requeridas en él. El personal formado en lo que hoy se conoce como Academia de Artillería gozó así, desde un principio, de una preparación técnica muy superior a la habitual entre la oficialidad de la época.

El 16 de diciembre de 1778, Pezuela acaba sus estudios en la 12.ª promoción, siendo ascendido a subteniente.

Al poco, se incorporó al que luego se conocería como Gran Sitio de Gibraltar (1779-1783). En una operación de ese tipo, la artillería jugaba un papel protagonista, ya que hasta el momento del asalto a ella correspondía el bombardeo previo, que podía durar meses enteros, y la tarea de abrir brecha. Sufría, a la vez, el fuego de contrabatería de los cercados. Debió desempeñar con corrección, sin mayores distinciones, las labores propias de un oficial tan moderno, ya que su hoja de servicios no recoge ningún hecho destacado.

Su siguiente campaña se produce durante la guerra contra la Convención francesa (1793-1795). Para entonces era ya capitán, habiendo pasado por los empleos de teniente graduado y de teniente efectivo.

Le correspondió servir en el frente occidental, donde, a diferencia de lo sucedido en el oriental, las armas españolas se hallaron desde el principio en una posición precaria. Se ha dicho, con alguna exageración, que “hablar de la artillería en 1794 en el frente vasco-navarro implica, en un tanto por ciento muy elevado, aludir a Pezuela”. No obstante, es lo cierto que se batió, entre otros, los días 23 de abril, 22 de junio, 30 de agosto, 21 de octubre, 29 de noviembre, 6 y 13 de diciembre de 1793; 3 de febrero, 6 de abril, 6 de junio y 8 de agosto de 1794; y en el ataque y pérdida de Irún y de Tolosa. En total, participó en dieciséis acciones. En ellas, desplegó el valor frío que se espera del Real Cuerpo. En una ocasión, “salvó a brazo” un cañón, con ayuda de “los tres artilleros que le habían quedado”, lo que da idea de la entidad de las bajas sufridas. En otra, mantuvo su posición rechazando al enemigo, hasta que éste rompió la línea por otro lugar. En total, fue “recomendado a la piedad del Rey”, lo que equivalía a que sus superiores solicitaron un ascenso para él, hasta tres veces, sin éxito.

Cinco meses antes del fin de las hostilidades, fue destinado al parque de Tafalla. Terminado el conflicto, se le envió, sucesivamente, a La Coruña, a reconocer la frontera con Portugal, “a apaciguar el motín de las Fábricas de Sagardelos”, a Segovia y a Santander.

Desde esta última ciudad, se lamentaba el 20 de mayo de 1803 de seguir siendo sólo teniente coronel desde hacía diez años, y de que se hubiesen ignorado las peticiones de ascenso a su favor. Se le contestó, no obstante, el 16 de junio, que “no era posible” acceder a sus deseos.

Muy poco después, sin embargo, se le concedería el anhelado empleo, pero tendría otro motivo de queja.

El mismo día en que recibía una circular expresando que los oficiales de Artillería que deseasen pasar a Ultramar podían hacerlo, expresando el puesto de su preferencia, se le comunicaba, junto con la noticia de su ascenso, con fecha 15 de septiembre, que había sido destinado a Lima.

La orden le desagradó profundamente. De un lado, no se le concedía opción de destino, y de otro, se le enviaba con carácter forzoso, a pesar de que se “hallaba con Mujer y seis Hijos de tierna edad”. Tuvo que dejar a cuatro, “el menor de ellos hacía treinta días que había nacido y el mayor no llegaba a ocho años”, a cargo “de un Hermano mío que apenas tenía con qué mantener los suyos”. Con su esposa y dos hijos, pues, tuvo que hacer por mar el largo viaje hasta Buenos Aires y luego proseguirlo por tierra hasta Lima.

Sus órdenes, como subinspector interino, eran reorganizar la artillería en el Perú, que se encontraba en tal decadencia “que se ignoraba si existía”. Realizó su trabajo a la perfección, creando una fundición de cañones “sin haber fundidores ni máquinas” y una fábrica de pólvora que la llegó a elaborar de tal calidad que cuando se envió una partida a España, se reconoció que era mejor que la que aquí se hacía.

Sus trabajos fueron esenciales primero, para enviar ayuda al Río de la Plata frente a las invasiones inglesas, y más tarde, a partir de 1809, para hacer frente a las sublevaciones que estallan en Chuquisaca, La Paz y Quito.

Tanto es así que, cuando a fines de ese año se comunica la designación de un subinspector propietario, el propio virrey Abascal no duda en escribir el 23 de enero de 1810 al ministro de la Guerra elogiando la labor de Pezuela, asegurando que gracias a ella, “no me detengo en decir que no hay un Departamento (de artillería) en esa Península ni en las Américas más bien organizado ni arreglado” que el de Perú y solicitando no sólo que se le concediera la subinspección en propiedad, sino que se le ascendiera a brigadier. Lo que es más excepcional, el Cabildo de Lima hizo una petición en el mismo sentido.

En Cádiz se tuvo a bien aceptar estas propuestas.

Se comunicó al oficial designado que suspendiera sus preparativos de viaje y el 25 de noviembre, Pezuela era nombrado subinspector y brigadier.

En 1813, la guerra en el Alto Perú contra los independentistas atravesaba uno de sus peores momentos.

Tras las derrotas de Tucumán y Salta, Goyeneche había ordenado, en contra de la opinión de Abascal, un repliegue hasta Oruro y, dudando de poder sostenerse allí sin refuerzos, había enviado su dimisión. El virrey, descontento con él, la aceptó. Pezuela le sustituiría.

El 7 de agosto, tras haber recorrido trescientas veintitrés leguas, se incorporaba a su cuartel general en Ancacato, como general en jefe del Ejército Real del Alto Perú, que estaba reducido a tres mil hombres “y estos desalentados”, por los triunfos enemigos, las sublevaciones locales y el largo repliegue. También, muy molestos por el relevo de un compatriota, el arequipeño Goyeneche, por un peninsular como Pezuela.

El Ejército, por otra parte, era una organización singular. Formado apresuradamente a base de destacamentos de milicias locales, en torno a un mínimo núcleo de la única unidad regular existente en el virreinato, el Regimiento Real de Lima, también americano, no podía tener la cohesión precisa para enfrentarse a un enemigo cada vez mejor preparado.

Respecto a su composición, “la mayor parte de los jefes y oficiales eran hijos del país, principalmente cuzqueños y de estos muchos mulatos […] la infantería se componía casi en su totalidad de cholos e indígenas”.

Hasta su apariencia resultaba peculiar: “los oficiales andaban vestidos con un sombrero blanco redondo; una chaqueta sin divisa […] la tropa estaba desnuda la mayor parte y con el pie mondado en el suelo”.

Con todo, estas fuerzas llevaban cuatro años combatiendo por el rey de España, y habían obtenido sonados éxitos, como el de Huaqui.

Fue mérito de Pezuela apreciar lo mucho que valían.

Aunque europeo, llevaba el suficiente tiempo en América para saber de qué calibre estaban hechas aquellas fuerzas, y el rendimiento que podían dar, aunque su aspecto no se correspondiera con los cánones vigentes en el viejo continente. Andando el tiempo y refiriéndose a los refuerzos llegados de España, se declararía “poco satisfecho del orgullo con que han venido las tropas de la Península a esta América”, que les hacía despreciar a las tropas locales. Se entregó, pues, a corregir sólo las carencias más graves que presentaban éstas, sin intentar convertirlas en lo que no eran ni tenían por qué ser. Así, formó verdaderos regimientos y batallones, creando un nuevo espíritu de cuerpo, por encima de las lealtades de campanario propias de milicianos. Entre ellos, por ejemplo, el 1.º del Cuzco, una de las mejores unidades que se han batido bajo la bandera española.

El 6 de septiembre estaba ya en movimiento. El 1 de octubre, se enfrentó al enemigo, capitaneado por Belgrano, en Vilcapugio. Según datos realistas, llevaba unos cinco mil hombres. Los rioplatenses eran pocos más. La acción estuvo indecisa largo tiempo, con distintas alternativas, llegando a ser desesperada para los del Rey hasta que una carga del Cuerpo de Dragones Partidarios, dirigida por Saturnino de Castro, contra el ala derecha adversaria la desequilibra, produciendo su derrota total. Los independentistas, siempre según la misma fuente, perdieron más de mil ochocientos hombres y toda su artillería. Los realistas, unos cuatrocientos.

Pezuela recibió en premio los entorchados de mariscal de campo. En la euforia del triunfo, se produjo algo inusual. Los jefes de Cuerpo, reunidos, suscribieron un documento en el que expresaban que, en su criterio, el general merecía la Cruz de San Fernando “por sus bien combinados planes, empeño e inteligencia”.

Siguiendo la ventaja, y con un tiempo atroz, vuelve a chocar con el adversario el 14 de noviembre, en Ayouma. El Ejército del Alto Perú estaba reducido, tras las bajas de la batalla y los padecimientos, a tres mil cien hombres. El adversario, en cambio, se había reforzado, presentando cuatro mil cuatrocientos, a pesar de las pérdidas sufridas. Gracias sobre todo al hábil manejo de la artillería, el Arma de Pezuela, Belgrano fue de nuevo vencido, dejando alrededor de mil cuatrocientos hombres sobre el terreno. Los realistas tuvieron poco más de cien bajas, ya que los cañones ganaron la batalla por ellos. Los independentistas emprendieron una precipitada retirada, que permitió a Pezuela entrar en Potosí y Chuquisaca. A fines de año, la vanguardia de éste, a las órdenes del excelente general que era Juan Ramírez, se encontraba en Tupiza, lista para lanzar la ofensiva en territorio de Buenos Aires.

Contra todo pronóstico, 1814 resultó un año aciago para los realistas. Empezó satisfactoriamente, con un avance de Ramírez hasta Jujuy y Salta, seguido por el grueso, que entró en la primera de esas ciudades el 27 de mayo. Pero cuando se disponía a dar el siguiente paso, el asalto a Tucumán, llegan noticias, al principio, contradictorias, luego, confirmadas, de la pérdida de Montevideo.

Esa novedad cambiaba todo el escenario. No sólo es que ya era imposible la soñada ofensiva de Abascal, simultáneamente desde el Alto Perú y Uruguay contra el Río de la Plata. Es que con la caída de Montevideo, los bonaerenses estaban en condiciones de liberar fuerzas para acumularlas frente a Pezuela. Por otro lado, en las provincias alto-peruanas continuaba la guerra de guerrillas de núcleos independentistas, mientras partidas de gauchos abrumaban al Ejército realista.

El 2 de agosto, Pezuela ordenó el repliegue, que contó con la aprobación del virrey. Quedaban, no obstante, nuevas dificultades que encarar. El 3 se produjo una sublevación en Cuzco, y, a fines de mes, Saturnino de Castro, el héroe de Vilcapugio, trama una sublevación a favor de la independencia. La situación del general del Rey, que para entonces se había retirado hasta Suichapa, era casi insostenible: al frente, un enemigo crecido por el triunfo de Montevideo; a su alrededor, las provincias alzadas; a su retaguardia, las comunicaciones con Lima amenazadas. Tan grave es que, hasta Abascal, nada contemporizador y siempre partidario de la ofensiva, le autoriza, en último extremo, a negociar una salida con el enemigo.

Sin embargo, Pezuela no se resignó ante lo que, con razón, su hoja de servicios describe como “terribles circunstancias”. Asumió el elevado riesgo de desprenderse de hasta un tercio de sus tropas para que, al mando de Ramírez, limpiasen su retaguardia de contrarios, mientras que él afrontaba con el resto el peligro de verse atacado por el Ejército enemigo en pleno.

Sin duda, contribuyó a su decisión la actitud del 1.º del Cuzco, la unidad que Castro pretendía sublevar. Sus componentes, indignados, se presentaron voluntarios para fusilar al traidor y marchar contra sus compatriotas rebeldes.

La jugada dio el resultado apetecido. La sublevación fue aplastada y las guerrillas, contenidas. Mientras, el principal ejército independentista mostró excesiva prudencia, y Pezuela, en cambio, despejada ya su línea de comunicaciones, recibió refuerzos pedidos por Abascal a Lima, entre ellos el primer batallón peninsular que pisaba aquellas tierras desde el principio de las hostilidades, seis años atrás: el de Talavera.

Para entonces, ya en julio de 1815, y tras un año angustioso, los realistas están en condiciones de recuperar la iniciativa. Tras unos meses de maniobras, el 20 de octubre se produce en Venta y Media un choque favorable para ellos. Animados, prosiguen el movimiento, mediante “marchas penosísimas por los caminos más escabrosos de los Andes”. El 29 de noviembre, los dos ejércitos chocan en Sipe-Sipe. Los de Pezuela, según fuentes españolas, no llegaban a cuatro mil. Sus adversarios, capitaneados por Rondeau, se acercaban a los siete mil. A pesar de ello, son batidos rotundamente, perdiendo casi la mitad de sus efectivos y la artillería, a cambio de menos de trescientas bajas realistas. Las cuatro provincias del Alto Perú vuelven así a la obediencia. Pezuela fue ascendido a teniente general, en lo que sería su canto del cisne.

El 6 de abril de 1816 recibía una Real Orden de Fernando VII, datada el 14 de octubre del año anterior, nombrándole virrey interino del Perú. El 8, se ponía en marcha hacia Lima, donde tantos sinsabores le aguardaban. Le sustituyó al frente de las tropas primero Ramírez, con carácter provisional, y, más tarde, La Serna.

La situación económica que encontró cuando tomó posesión, el 7 de julio, era desastrosa, con, en sus propias palabras, “un empeño de once millones doscientos cuarenta y siete mil pesos fuertes”. Abascal, que a pesar de haber sido su protector, no se entrevistó con él para ponerle al corriente de las cuestiones pendientes, dejaba tras de sí un erario agotado por la larga guerra.

En el terreno militar, el principal problema lo planteaba la presencia de San Martín en Mendoza. Ante ese peligro, Pezuela ordena, primero a Ramírez, en julio y agosto, y a La Serna, después, en noviembre y diciembre, que lancen una ofensiva, y les envía refuerzos para que puedan llevarla a cabo. Su idea es que se realice un avance hasta Tucumán y Córdoba, con el fin de amenazar la retaguardia del general argentino.

El propósito es que éste renuncie a sus proyectos sobre Chile para evitar el envolvimiento.

Pezuela ha sido muy censurado por ese plan, que, se dice, no tenía en cuenta factores esenciales, como el tiempo y el espacio. Era tal la distancia que existía entre las posiciones de San Martín y las bases de partida del Ejército del Alto Perú, y tantos los obstáculos, entre ellos las guerrillas de Güemes, que se ofrecían en el camino, que el general argentino no se dejaría distraer por tan remoto peligro.

Así lo vio La Serna, que se opuso a los planes del virrey, iniciando una serie de desacuerdos que acabarían con desastrosos resultados. Sólo con grandes reticencias se puso en movimiento, de forma que en diciembre apenas había avanzado.

Como era de prever, San Martín, haciendo caso omiso de los lentos movimientos de La Serna, lanza su ofensiva, obteniendo la sorpresa estratégica, en una maniobra genial. En lugar de empecinarse, como sus antecesores, en atacar Lima a través del Alto Perú, se había inclinado por la aproximación indirecta. La audaz marcha que realiza, en una travesía épica de los Andes, sobre Chile, tiene como último objetivo el virreinato peruano.

El 12 de febrero de 1817, la vanguardia realista en Chile es batida en Chacabuco. Aunque la derrota afecta a sólo parte de las fuerzas disponibles, las autoridades se dejan llevar por el pánico, y se produce el abandono precipitado de casi la totalidad del país.

A la vista de tan lamentable desenlace, es fácil criticar los planes del virrey; pero, si se tiene en cuenta la información de que disponía y el ritmo de los acontecimientos, su error es más comprensible. San Martín no recibió el visto bueno de su gobierno para desencadenar la audaz operación hasta junio de 1816, y entonces sólo disponía de un embrión de ejército, por lo que tuvo que esperar hasta fines de año para ponerse en marcha. Sin embargo, las órdenes de Pezuela para operar contra Tucumán datan de julio, cuando el enemigo todavía no estaba rehecho de las derrotas sufridas y San Martín, sin apenas fuerzas. El plan original del virrey no era, pues, tan inapropiado cuando se concibió. Sí que lo fue, en cambio, una vez que los rioplatenses estuvieron en condiciones de actuar.

Además, Pezuela tuvo motivos para quedarse estupefacto con lo que acertadamente califica de “desgracia inesperada y vergonzosa”, cuando le llegan las noticias de lo sucedido en Chile. La máxima autoridad realista allí, Marcó del Pont, disponía de suficientes tropas para que no hubiese sido previsible el derrumbe, de haber sido bien manejadas. En efecto, como ha señalado un militar de la época, no favorable a Pezuela, “no era probable perder aquel hermoso reino con una sola acción de vanguardia”. Por otro lado, su torpe política represiva le había enajenado innecesariamente las simpatías de los chilenos, lo que complicó la situación.

La reacción del virrey ante la “desgracia” consiste en encargar a su yerno Osorio, que ya había reconquistado antes Chile, el mando de una expedición, para que lo recobrara de nuevo. Simultáneamente, manda a La Serna que pase a la defensiva en el Alto Perú. Es curioso que éste, que luego alardearía de tener mayor visión estratégica que su superior, no percibió, al contrario que Pezuela, la importancia de Chile, y siguió obsesionado por una ofensiva bonaerense, que nunca llegaría, contra el Alto Perú. Por un oficio de 1 de noviembre de 1817, le diría que su recuperación “si bien es interesante en particular para el comercio de esa capital (Lima) […] para la conservación de lo principal del Perú poco o nada interesa”. El tiempo demostraría la extensión de su error. Si el virrey se había equivocado al creer que operando en el Alto Perú lograría distraer a San Martín, no erraba menos La Serna al pensar que las provincias altoperuanas seguían siendo el punto clave, por encima de Chile.

La mala suerte persigue a Pezuela. Para formar la expedición había contado no sólo con un batallón y un escuadrón que recibe de la Península, sino también con otro batallón y otro escuadrón que se le enviaba vía Panamá. Tras incurrir en elevados gastos en el alistamiento de buques para que recogiesen estas unidades, se entera de que Morillo las ha retenido en Nueva Granada, lo que le supuso “uno de los más malos ratos de mi vida militar”. Debido a ello, Osorio partió de Callao el 9 de diciembre, con gran retraso y con una fuerza inferior a lo inicialmente previsto.

El 19 de marzo de 1818, obtiene una alentadora victoria en Cancha Rayada. Pero el 5 de abril, es aplastado por San Martín, que dispone de más fuerzas, en Maipú. Es una terrible novedad para Pezuela, que no la esperaba, ya que, en palabras un militar contemporáneo, por lo demás muy crítico con él, la fuerza enviada, “dirigida como las circunstancias reclamaban, hubiesen con toda probabilidad asegurado la recuperación de Chile”. Con la derrota, Perú se ve privado de los esenciales suministros de trigo chileno, y abierto a una invasión desde el sur.

Por esas fechas, se aprecian ya síntomas de descontento entre las tropas. De un lado, las locales se resienten del abierto desprecio que La Serna y su grupo de oficiales, recién llegados de España, manifiestan por los americanos. También molestan las medidas que el general adopta para regularizar excesivamente aquellas fuerzas, eliminando costumbres consuetudinarias, como hacerse acompañar por sus mujeres en campaña. Por último, ven con desagrado su decisión de mezclar peninsulares y personal local en los Cuerpos.

Hasta en el famoso 1.º del Cuzco se producen deserciones masivas por este motivo.

Al tiempo, las unidades peninsulares han dado pruebas de indisciplina, amotinándose el Batallón de Extremadura y el Escuadrón de Dragones de la Unión, que acaban de desembarcar. La explicación habitual es que lo hacen por falta de pagas. Sin embargo, un documento que figura en el expediente de Pezuela, y redactado por quien era su jefe, asegura que el movimiento obedeció al descontento de los soldados por que se les mandó que allanasen su campo de instrucción, “tarea propia de negros”.

Para hacer frente a un eventual desembarco enemigo desde Chile, Pezuela ordenó a La Serna que se desprendiera de tres mil hombres, y que los situase en Arequipa para constituir un ejército de reserva.

De nuevo, éste se permitió no compartir su criterio, y obedeció tarde y mal, hasta el extremo de que en agosto seguía sin cumplir la instrucción, dada en abril. No acaban ahí los problemas para el virrey. A bordo de un convoy que se le envía con refuerzos del Regimiento de Cantabria desde España, se produce un motín. Los sublevados tienen la vileza de entregar a los independentistas el código de señales, gracias al cual capturan cinco transportes y, lo que es peor, la fragata de escolta, la María Isabel. El contratiempo es de talla: se han perdido, a todos los efectos, dos batallones y, lo que es más grave, un buen buque.

Con él, y otras naves, casi todas mandadas por oficiales ingleses, que adquieren los independentistas, consiguen éstos la superioridad naval. Con razón, el abrumado Pezuela se lamentará en octubre de que “esta desgracia hizo variar todos mis planes”. En efecto, a partir de entonces, se facilitaba la invasión del virreinato, se interrumpían las comunicaciones con Chile, se colapsaba el comercio exterior peruano y se complicaba la llegada de refuerzos de la Península.

Como para confirmar esos temores, entre el 28 de febrero y el 27 de marzo de 1819, el enemigo bloquea por primera vez Callao.

Para evitar la quiebra total, el virrey acude a una medida que contraviene la legislación vigente, y que le enfrenta al consulado limeño: comienza a facilitar licencias individuales de comercio a buques extranjeros.

Gracias a ella, se reanuda el flujo de importaciones y exportaciones, y las arcas reciben pingües derechos de aduana. Pero, a la vez, los precios se disparan, hasta el extremo de que empieza a conocerse el hambre, y Pezuela se ha ganado la enemistad de gran parte de la elite económica, a la cual se suman los vientos pro independentistas que empiezan a soplar en Perú ante los fracasos de las armas reales y los triunfos de sus adversarios.

Entre tantas dificultades, sería un alivio para él comunicar al problemático La Serna en abril que por fin la Corte había aceptado su petición de ser relevado.

Sin embargo, le tendrá que pedir que permanezca en el virreinato, por no disponer de otro militar de su categoría y experiencia. Incluso le asciende a teniente general para intentar contentarle.

Por entonces le llegan informaciones que le hacen pensar que no todo está perdido: desde España se le envían noticias cada día más precisas sobre la mítica Gran Expedición que allí se preparaba desde hacía tiempo. También se le dice que iban a hacerse a la mar buques de guerra con destino a Lima. Aunque su partida estaba prevista para octubre del año anterior, por fin estaban preparados.

Pezuela siente renacer sus esperanzas. Instruye a La Serna, que todavía sigue en el mando porque no ha llegado su relevo, para que, en cuanto se presente la escuadra que le devolverá la supremacía marítima, prepare un ataque en dirección de Tucumán, en combinación con el desembarco que la expedición peninsular hará en Buenos Aires. Es el viejo esquema de Abascal, revivido.

La amarga realidad cortará ese momentáneo optimismo.

Del 29 de septiembre al 8 de octubre se produce un nuevo bloqueo de El Callao, que refleja quien controla el mar. También, un intento fracasado de hundir naves realistas surtas en ese puerto.

En octubre recibe el anhelado refuerzo naval. Consiste solamente en una fragata, La Prueba. De los dos navíos mucho más potentes que salieron con ella, uno, el San Telmo, ha tenido que volver a Cádiz, con averías. El otro, el Alejandro I, adquirido en la escandalosa compra de barcos rusos, se ha hundido en el Cabo de Hornos. Las expectativas del virrey de contar con una poderosa fuerza naval se ven así defraudadas.

El año siguiente, 1820, estará lleno de nuevas amarguras, “fatal cadena de ocurrencias”, en sus palabras.

En mayo, se entera por la Gaceta de Chile de la sublevación de Cabezas de San Juan. La Gran Expedición jamás llegaría. Desaparecido el peligro que esta suponía, San Martín tiene ya libertad para poner en marcha su plan, largamente acariciado. Sale el 20 de agosto de Valparaíso y el 10 de septiembre desembarca en Pisco, al sur de Lima. El 9 de octubre se amotina el Batallón de Granaderos, en Guayaquil, pasando esa ciudad a manos independentistas. El 6 de noviembre, uno de los mejores barcos realistas, La Venganza, es capturado en un golpe de mano, consolidándose así la superioridad naval del enemigo. El 12, San Martín, que goza de plena libertad de movimientos, se traslada a Huacho, al norte de Lima, donde toma tierra con el grueso de su ejército, tras dejar un destacamento en Pisco. El 3 de diciembre, el Batallón Numancia se subleva y cambia de bando.

La situación económica, mientras, no deja de degradarse.

Reducido al último extremo, Pezuela tiene que entregar su vajilla de plata para que se pueda pagar el rancho de las tropas, lo que le convirtió, dice su hoja de servicios, en “el primer virrey que ha servido su mesa con barro”. En el aspecto político, la proclamación de la restablecida Constitución de 1812, el 15 de septiembre, no hace más que aumentar la confusión.

En ese ambiente de crisis generalizada, el 29 de enero de 1821, un grupo de sus subordinados más distinguidos, con La Serna —que desde noviembre de 1820 estaba en Lima—, a la cabeza, le comunican que han decidido deponerle. Le dan veinticuatro horas para que abandone Perú. El hasta entonces virrey tiene que claudicar ante la fuerza, aunque logra aplazar su partida.

Lo que, justificadamente, califica de “inaudito motín” obedece, según lo que él llama “desatento, insolente y falso Oficio de intimación […] cúmulo de cargos falsos e inventados”, a una larga serie de quejas que los oficiales superiores exponen sobre su mando.

En realidad, las cuestiones de mayor trascendencia eran tres. En primer lugar, La Serna y sus compañeros estimaban equivocada la estrategia que Pezuela había trazado, consistente en defender Lima. Consideraban más conveniente, por el contrario, abandonar al capital y operar lejos de ella. El tiempo les daría la razón en este punto.

En segundo lugar, los amotinados, llegados todos de la Península, eran personas de ideas liberales, partidarios de la revolución que había triunfado en España, y veían al virrey como a un representante del Antiguo Régimen. Curiosamente, sin embargo, éste sería declarado en España “benemérito de la Patria”, más tarde, el 15 de enero de 1823, por “defender las libertades patrias y afianzar el imperio de la constitución”, según certificado que obra en su expediente.

Por último, parece evidente que había una profunda falta de entendimiento personal entre Pezuela y La Serna. Aquél le acusaba de que “conservaba aún las ideas de importancia que trajo de la Península y de independencia en que se juzgaba del virrey”, y es indiscutible que había dado frecuentes muestras de insubordinación.

Como Pezuela escribió tras una de ellas: “siempre me ha sucedido lo mismo con La Serna”.

Quien debería haber sido su mano derecha fue, en realidad, un rival.

El 11 de julio, el ex virrey sale de Perú. Para entonces, Lima había sido ya evacuada por los realistas.

La maniobra les valdría algunos años de respiro, pero con el motín se había dañado irreparablemente su causa. Se vería más tarde, cuando otro militar, Olañeta, seguirá el ejemplo, con funestos resultados, en un momento crítico de la campaña que acabaría en los campos de Ayacucho.

El resto de la carrera de Pezuela transcurrirá en la oscuridad.

A pesar de su historial, incluso el reglamentario proceso de purificación fue complicado. El 11 de marzo de 1825 sufrió la humillación de que se le declarara “impurificado”, decisión que se revisó el 6 de abril “por sus dilatados servicios y distinguido mérito”.

Hasta el 17 de junio de 1825 no se le confiará un cargo importante, la capitanía general de Castilla la Nueva. El 26 se publicó una Real Orden en la que se manifestaba que Fernando VII “siempre ha tenido presente en su Soberana consideración los brillantes méritos y conocidos sacrificios que en defensa de su Corona ha prestado en todas épocas, principalmente en la que con tanto celo, prudencia y pundonor desempeñó el delicado y espinoso cargo de virrey”, pero se le cesó a los veinte días del nombramiento, lo que hace dudar de la sinceridad del elogio.

A partir de entonces, quedó “de cuartel” en Madrid, salvo una corta estancia en Córdoba, hasta su fallecimiento. A diferencia de otros virreyes y generales de Ultramar, recibirá un título de nobleza muy tardíamente, el 31 de marzo de 1830, seis meses antes de su muerte. Para entonces, el erario público seguía sin reintegrarle veintiocho mil duros que, de su peculio particular, había prestado a la hacienda del virreinato.

La historia ha sido tan poco generosa con él, como lo fueron sus contemporáneos, subrayando sus errores estratégicos y olvidando sus triunfos militares, su reconquista del Alto Perú y el hecho de que prolongó el dominio realista sobre Perú durante cuatro años.

Durante su etapa en España, no se le reconocieron los méritos contraídos en la Guerra contra la Convención y fue destinado forzoso a Perú, a un elevado coste personal, mientras que a sus compañeros se les daba opción de elegir destino. Una vez en Lima, sólo a la intervención de Abascal se debió que se le recompensaran sus servicios.

Cuando tomó posesión del virreinato, éste se hallaba técnicamente quebrado. Marcó no supo defender Chile. Es posible que a partir de entonces sus planes no fueran los más acertados, pero le tocó enfrentarse con San Martín, un rival de una talla muy superior a los que combatió su predecesor en el cargo, y, además, las circunstancias nunca le permitieron llevarlos a la práctica como él hubiese querido.

Así, la expedición de Ossorio salió más tarde y con menos fuerzas de lo previsto debido a la actitud de Morillo. El desastre de la María Isabel le privó de dos batallones y de un buque. Los elementos, de otras dos naves. Dos batallones más se amotinaron.

La Gran Expedición nunca partió. La Serna jamás se sometió realmente a sus órdenes. Ante ese cúmulo de circunstancias, no era mucho lo que se podía hacer.

Es probable que no tuviese talla de virrey, sobre todo en los difíciles tiempos que le tocó ejercer el cargo, pero su trayectoria en América nada tiene que envidiar e incluso es superior a la de otros, como Goyeneche, por ejemplo, que, sin embargo, se vieron cubiertos de honores hasta el fin de sus días. Fue, en el fondo, un ilustrado, desbordado por las circunstancias, las menos adecuadas para gobernar “bajo formas apacibles y racionales”, como él se preció de haber hecho.

Fue nombrado marqués de Viluma. Poseía las Grandes Cruces de San Fernando, Isabel la Católica y San Hermenegildo.

Casó con Ángela Cevallos Olarria. Hijos del matrimonio fueron Ramón (militar, muerto en el episodio de la María Isabel), Manuel (político, que heredó el título), Juan (que ganó gran renombre como político), Joaquina (casó con Mariano Osorio), Carmen (casada con un oficial del Batallón Cantabria), Juana (prometida con uno de los militares que contribuyó a deponer a su padre) y José.

 

Obras de ~: Diario de las ocurrencias que han [sic] habido en el mando del Excelentísimo Señor D. Joaquín de la Pezuela, cuya última entrada corresponde al 12 de febrero de 1821 (Sevilla, 1947, con el título Memoria de Gobierno del virrey de la Pezuela, junto con un Apéndice, redactado en Madrid, s. f., pero que recoge acontecimientos hasta 1823); Manifiesto, Madrid, 1821 (reed. León, 2003).

 

Fuentes y bibl.: Archivo General Militar (Segovia), Célebres, caja 133, exp. 1.

F. J. Mendizábal, Guerra de la América del Sur (ms. en Instituto de Historia y Cultura Militar, leg. 2-1-7-12) (inéd.); E. A. Bidondo, Alto Perú, insurrección, liberación e independencia, La Paz, s. f.; M. Torrente, Historia de la Revolución Hispano-Americana, Madrid, Imprenta de León Amarita, 1829-1830; G. Miller, Memorias, Madrid, Editorial América, 1910; A. García Camba, Memorias, Madrid, Editorial América, 1916; J. M.ª Paz, Memorias, Madrid, Editorial América, 1917; V. Rodríguez Casado y J. A. Calderón Quijano (eds.), Memoria de Gobierno del Virrey Abascal, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1944; F. J. Díaz, La batalla de Maipú, Santiago de Chile, Editora del Pacífico, 1946; V. Rodríguez Casado y G. Lohmann Villena (eds.), Memoria de Gobierno del Virrey Pezuela, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1947; F. Díaz Venteo, Campañas militares del virrey Abascal, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1948; B. Mitre, Historia de Belgrano, Buenos Aires, 1950; R. Vargas Ugarte, Historia del Perú, Buenos Aires, 1958; C. Martínez de Campos, España bélica. El siglo xviii, Madrid, Editorial Aguilar, 1965; B. Mitre, Historia de San Martin, Buenos Aires, Eudeba, 1968; VV. AA., La Independencia en el Perú, Lima, I.E.P. Ediciones, 1972; L. G. Campbell, The military and society in colonial Peru, Philadelphia, American Philosophical Society, 1978; E. A. Bidondo, Coronel Juan Guillermo de Marquiegui, Madrid, Servicio Histórico Militar, 1982; Estado Mayor General del Ejército, Historia Militar de Chile, Santiago de Chile, 1984; J. Lynch, The Spanish-American Revolutions, New York, W W Norton and Company, 1986; J. Albi, Banderas Olvidadas, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1990; J. R. Aymes, La guerra de España contra la Revolución Francesa, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1991; J. Siles Salinas, La independencia de Bolivia, Madrid, Editorial Mapfre, 1992; F. Bordejé y Morencos, Crónica de la marina española en el siglo xix, 1800-1868, Madrid, Editorial Naval, 1993; W. B. Stevenson, Narración histórica y descriptiva de veinte años de residencia en Sudamérica, Quito, Abya-Yala, 1994; G. Pérez Turrado, Las marinas realista y patriota en la independencia de Chile y Perú, Madrid, Ministerio de Defensa, 1996; J. M. Luqui- Lagleyze, Historia y campañas del ejército realista, Rosario, Instituto Nacional Sanmartiniano-Fundación Mater Dei, 1997; VV. AA., Al pie de los cañones, Madrid, 1997; B. Hamnet, La política contrarrevolucionaria del virrey Abascal, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2000; J. L. Terrón Ponce, El Gran Ataque a Gibraltar de 1782, Madrid, Ministerio de Defensa, 2000; T. E. Anna, La caída del gobierno español en el Perú, Lima, I.E.P. Ediciones, 2003; J. G. Fisher, Colonial Peru 1750-1824, Liverpool, University Press, 2003; J. de la Pezuela, Manifiesto en que el virrey del Perú refiere el hecho y circunstancias de su separación del mando, León, Universidad, 2003 (eds. facs.).

 

Julio Albi de la Cuesta

 

 

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