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Gregorio Fernández

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Biografía

Fernández, Gregorio. Sarria (Lugo), 1576 – Valladolid, 22.I.1636. Escultor.

Máximo representante de la denominada como Escuela de Valladolid, su producción artística fue la heredera de expresividad de Alonso Berruguete o Juan de Juni y del refinamiento de Pompeyo Leoni y Juan de Arfe. Se instaló en Valladolid durante el período en el que la Corte de Felipe II se estableció allí, en donde completó su formación junto a Francisco Rincón (1567-1608) y posiblemente también junto a dos escultores de la generación anterior: Pompeo Leoni y Juan de Arfe de Villafañe, residentes en la capital castellana durante la estancia de la Corte a principios del siglo xvii. Es posible que sus primeras clases las recibiera en el taller de su padre, situado en la localidad lucense de Sarria, sin embargo, no abrió su propio taller hasta su llegada a Castilla. Un espacio en el que entraron a trabajar un gran número de aprendices y colaboradores, los cuales se convirtieron en fieles continuadores de su estilo, aunque resulta necesario señalar que no tuvo discípulos de importancia. En el año 1615 adquirió la casa-taller en la que había vivido Juan de Juni, uno de los escultores más admirados de la época y que situó a Valladolid a la cabeza de la producción escultórica nacional. Esta residencia se encontraba situada enfrente del desaparecido convento del Carmen Calzado, en cuya iglesia Gregorio Fernández fue enterrado. En esta casa residió junto a su esposa y su hija Damiana, bien conocida en el ambiente artístico, puesto que se casó en cuatro ocasiones y en dos de ellas con escultores que trabajaban junto a su padre: Miguel de Elizalde y Juan Francisco de Iribarne.

Este espacio no sólo constituyó su lugar de trabajo, sino que también se convirtió en un pequeño dispensario en el que continuamente se ayudaba a mendigos, lisiados o desvalidos, a quienes el propio escultor ayudaba a diario. Estos episodios le valieron al artista el reconocimiento de hombre virtuoso, casi santo, tal y como recordó Antonio Palomino en la semblanza bibliográfica de Gregorio Fernández publicada a principios del siglo xviii. Este escritor recordó cómo el escultor observaba con rigor los preceptos de la Iglesia tales como la oración, el ayuno o la penitencia, todo ello para evidenciar que su trabajo como escultor constituía también un compromiso con las prácticas devocionales del catolicismo.

Sus obras obtuvieron un gran reconocimiento en todos los ámbitos sociales, no sólo en el área castellana, sino también en el norte de España, Extremadura, Galicia, Madrid, Asturias y el País Vasco. En este sentido, desde Valladolid atendió a las numerosas demandas de una amplia clientela que procedía tanto del medio popular, fundamentalmente cofradías, como del culto, es decir, la propia Monarquía, la nobleza u órdenes religiosas. Fueron estas últimas sus mejores clientes, de hecho, los cartujos, cistercienses, franciscanos, carmelitas y jesuitas se convirtieron en sus principales promotores puesto que las principales religiosas demandaban imágenes para estimular entre los fieles la devoción. Las parroquias y las cofradías penitenciales también se convirtieron en clientes de Gregorio Fernández, quizás porque el dramatismo de sus obras estaba destinado a completar la formación de los penitentes, de ahí que se eligiesen temas del Nuevo Testamento. En las capas sociales más altas gozó del beneplácito de personajes tan destacados como Felipe III, el duque de Lerma o los condes de Fuensaldaña. Quizás estos contactos posibilitaron la realización de uno o más viajes a Madrid, sobre todo desde el traslado de la Corte, pero no se tiene constancia de esta posibilidad. En tales circunstancias, se supone que completó su formación en Valladolid a través del contacto con pintores locales tan ilustrados como Diego Valentín Díaz e incluso con algunos de sus clientes, principalmente clérigos, hombres de letras y miembros de la nobleza. Fue uno de los grandes maestros de la escultura religiosa en madera policromada en Castilla entre los siglos xvi y xvii y su producción mantiene un estrecho vínculo con la de Juan de Juni, el mejor representante de una corriente que apostó por la realización de imágenes religiosas realizadas con una gran dramatismo, aunque, como novedad, Fernández incorporó al lenguaje de su antecesor un mayor naturalismo. Una de las características más relevantes de sus esculturas es precisamente el realismo, que la crítica ha definido como recio, pero, a la vez, alejado de la vulgaridad o lo morboso, una circunstancia que puede constatarse mediante la observación de la honda expresión de sus rostros o en el modo con el que destacó las partes más significativas del cuerpo humano. Similar apreciación debe realizarse a propósito de los añadidos o postizos, los cuales fueron utilizados por el artista para incrementar la sensación de realismo. De este modo, no resulta difícil identificar en sus esculturas la presencia de ojos de cristal, uñas y dientes en marfil, coágulos de sangre en corcho coloreado e incluso la representación tanto de las gotas de sudor como de las lágrimas en resina.

Un mayor refinamiento se aprecia, en cambio, en el tratamiento de la anatomía del cuerpo humano, que destaca sobre todo por su simplicidad pero también por una cierta contención gestual. Detalles que revelan que el escultor era un gran profesional y conocía a la perfección la técnica o el cuerpo humano, conocimientos que le llevaron a matizar la dureza de los huesos, la tensión de los músculos o la suavidad de la piel.

Frente a la gran plasticidad de los cuerpos, sus ropajes son, por el contrario, pesados y acartonados puesto que se disponen en pliegues rígidos y angulosos con el único objetivo de conseguir fuertes contrastes de luces y sombras. En este sentido, los historiadores del arte han subrayado su característica forma esquemática de tratar el drapeado, a través de los pliegues rígidos, puntiagudos y acartonados de los vestidos que casi parecen plegados metálicos. Junto a las innovaciones en el plano técnico, Gregorio Fernández fue un revolucionario en la creación de modelos iconográficos religiosos que, además, han vehiculado la producción de la imaginería posterior tanto local como nacional, fundamentalmente en el marco de la escultura exenta, los pasos procesionales y los retablos. En realidad, sus innovaciones respondían a los deseos de la Iglesia Católica, que había abierto el camino al nacimiento de un nuevo ideario a través del Concilio de Trento. Las imágenes debían incitar a la fe y, a la vez, debían ser comprensibles, por lo que no resulta extraño que las más populares, el Cristo Yacente, la Inmaculada Concepción, la Piedad o el Ecce Homo, entre otras muchas, se realizasen buscando alcanzar tal objetivo. Sus colaboraciones en el diseño de importantes retablos religiosos, como el de la iglesia de los Santos Juanes de Nava del Rey o el de Nuestra Señora del Castillo en Villaverde de Medina, han sido relegadas a un segundo plano por la gran fama que alcanzaron algunos de los pasos procesionales que realizó para la Semana Santa de Valladolid, su ciudad de adopción.

En cuanto a su evolución como artista, su copiosa producción refleja la existencia de un proceso evolutivo que parte del refinamiento y la elegancia del manierismo cortesano para encaminarse hacia el naturalismo barroco, el cual caracterizó sus últimas obras.

No se debe olvidar, asimismo, que también conoció los ejemplos más emblemáticos de la estatuaria italiana, principalmente las obras que la Monarquía española había comprado de Giambologna, y de hecho esta elegancia tan característica de la estatuaria en mármol reapareció en sus primeras obras, como en la imagen de El Arcángel San Gabriel, inspirada en el Mercurio del famoso escultor de la familia Medici.

Esta escultura tan armónica estaba destinada a un retablo del siglo xvi realizado para la parroquia de Tudela de Duero (Valladolid) aunque en la actualidad se conserva en el Museo Diocesano de la provincia.

Una decisión de este tipo podía responder también a su deseo de adecuar los trabajos a los ideales de la Contrarreforma que dominaban la cultura artística de la época y velaban para que todos los artistas adoptasen como lenguaje plástico el denostado realismo. En una primera etapa estuvo muy vinculado a la práctica escultórica de la generación inmediatamente anterior, mientras que en una segunda fase impulsó un notable naturalismo en sus obras, una circunstancia que está especialmente presente en los gestos, en las actitudes y en la policromía de sus figuras. En este período exigió a los policromistas que trabajaban para él que abandonasen el oro y las tonalidades brillantes, que en ese momento estaban de moda, para concentrar sus esfuerzos en iluminar las figuras ideadas por el escultor con una serie de colores inspirados en el natural, una decisión que quizás pretendía evitar que los fieles distrajeran su atención. Con esta decisión pretendía potenciar la calidad de las tallas de madera de tal manera que fueran resaltadas las encarnaciones mates mientras que las telas se caracterizan por el predominio de colores lisos, en los que apenas aparecen resaltadas las pequeñas cenefas en los bordes. Estas diferencias de criterio entre la primera y la segunda fase de su vida pueden constatarse si se contempla con detenimiento el retablo de la iglesia de San Miguel de Valladolid o la Piedad del convento de San Francisco de la misma ciudad, obras realizadas en la primera etapa mientras que corresponden a la segunda el extraordinario Cristo Yacente del Museo Nacional de Escultura, una talla de gran calidad y realismo, así como a los pasos procesionales del Descendimiento y la Flagelación, realizados para la iglesia de la Vera Cruz de Valladolid.

En líneas generales podemos afirmar que la expresividad de sus figuras oscila siempre entre un cierto dramatismo, tanto físico como moral, y la exaltación mística, por ello era primordial transmitir estos rasgos psíquicos al espectador a través de la representación de actitudes calmadas o gestos sobrios, concentrando la atención en torno al rostro y las manos, que se convirtieron en las principales portadoras de la expresividad de la figura. Los pasos procesionales, sus obras más elogiadas, se convirtieron en auténticas escenas narrativas, casi teatrales, cuyo poder de seducción se encontraba probablemente en su tamaño natural. Durante la etapa en la que la Corte residió en Valladolid realizó varios trabajos junto al escultor Millán de Vimercato, principalmente una serie de imágenes para decorar el famoso salón de saraos del palacio de la Ribera, la residencia del Rey, en donde trabajaron otros artistas muy importantes, como Pompeo Leoni. El regreso del Monarca y la nobleza a Madrid no paralizó las obras de construcción de importantes conventos y parroquias, un hecho que seguramente fue determinante para que Gregorio Fernández permaneciese en la ciudad, puesto que la clientela se mantuvo.

En sus primeros encargos una de las constantes que se mantienen es el naturalismo de las figuras, tal y como se aprecia en la imagen de El Cristo atado a la columna realizado para la Cofradía de la Santa Vera Cruz de Valladolid, una representación para la que creó un modelo iconográfico que él mismo se ocupó de divulgar en varias réplicas. Sin embargo, fue en el arte procesional en donde alcanzó su cenit profesional con escenas corales tan impresionantes como El Descendimiento, una obra cargada de teatralidad, en donde dispuso a dos figuras en sendas escaleras mientras sostenían el cuerpo del Crucificado en el aire. La crítica de arte ha destacado la expresividad en la recreación de la escena de La Piedad con los dos ladrones, un paso procesional ejecutado en el año 1616 para la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid.

La Virgen y Jesús, las figuras más importantes, adoptaron un esquema diagonal mientras que el escultor intensificó el dolor de ésta elevando su brazo derecho. La mano izquierda fue colocada, en cambio, de tal modo que pudiera sostener al Hijo, que se apoyaba en su regazo. Ambas figuras destacan por su belleza y elegancia, en clara contraposición con los ladrones, caracterizados por su perfección en el diseño anatómico. Dimas, el ladrón arrepentido, adopta una actitud serena y reposada mientras dirige su mirada hacia la Virgen y su Hijo, por el contrario, Gestas, el perverso ladrón, fue representado por el escultor en un estado de crispación, con el pelo alborotado y una cierta fealdad en el rostro, que se vuelve hacia el espectador.

El tema de la Piedad y la Compassio Mariae eran dos de los predilectos por los artistas, de hecho, se conocen al menos dos variantes del artista, una es el tipo de la Santa Clara de Carrión de los Condes, en Palencia, y la segunda se encuentra en la parroquia de San Martín de Valladolid.

En 1611 realizó el tabernáculo de la parroquia de Tudela de Duero en Valladolid, un mueble litúrgico que adoptó en esta etapa la forma de las tradicionales custodias procesionales. Gregorio Fernández se especializó en esta tipología, y de hecho se conocen modelos similares realizados para las iglesias de Villaverde de Medina y Velliza, en la provincia de Valladolid, así como un cuarto arquetipo en la localidad burgalesa de Villaveta. Para el retablo mayor del convento de las Huelgas Reales de Valladolid realizó en el año 1613 un altorrelieve con la escultura de Cristo desclavándose para abrazar a San Bernardo, una escena muy naturalista en la que destaca la intensidad emocional del gesto de ambas figuras. En esta comisión intervino directamente la abadesa Isabel de Mendoza, quien sólo insistió en que la obra debía estar terminada antes de un año. Gregorio Fernández se comprometió ante notario a aceptar tal decisión, a pesar de que el proyecto seleccionado preveía la ejecución de seis estatuas de tamaño natural, varios relieves, dos escenas más y un Calvario. El poderoso duque de Lerma, valido de Felipe III, se convirtió en uno de sus clientes más importantes en la localidad castellana y le encargó el retablo de la capilla mayor del convento de San Pablo, un conjunto al que debía acompañar su efigie funeraria. Este contrato, rubricado en el año 1613, fue ampliado dos años más tarde cuando le propuso realizar también el retablo de la colegiata de Lerma en Burgos. Por desgracia, Gregorio Fernández jamás concluyó estos encargos pero sí intervino en varios proyectos en una serie de conventos vinculados a la familia ducal. De hecho, en la localidad lucense de Monforte de Lemos, estrechamente vinculada al duque de Lerma, se conserva un Cristo Yacente en el convento de las Clarisas obra del taller del gallego.

Igualmente, el duque de Uceda, hijo del valido, fue enterrado en la iglesia del conjunto conventual junto a una imagen de Cristo atado a la columna, encargada probablemente por él mismo.

En esta misma etapa realizó el retablo de la catedral de Miranda do Douro (Portugal), un trabajo para el que se asoció con Cristóbal Velázquez y Juan de Muniategui, quien elaboró el diseño del mismo. En el conjunto escultórico destaca el relieve de La Asunción de la Virgen con los Apóstoles, una obra de medidas colosales ideada por Gregorio Fernández. Francisco de Mora colaboró con el escultor en un proyecto similar, el retablo de la parroquia de los Santos Juanes de Valladolid, fechado entre 1613 y 1615. En esta misma etapa talló una serie de reliquias de busto para los jesuitas de San Ignacio, no se trataba de su primera colaboración con la Compañía, puesto que en esta misma época realizó una imagen de San Ignacio, de la que posteriormente realizaría una réplica para la iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid. No se trató de la única intervención en el templo de los jesuitas de la capital vallisoletana, puesto que también realizó el retablo mayor, una de las obras cumbres de la retablística castellana.

La crítica ha resaltado como una de sus obras maestras el relieve con la representación de El Bautismo de Cristo, una pieza realizada para el convento del Carmen Descalzo de la capital castellana. Lo más original quizás sea que el escultor concibió el conjunto como si se tratara de dos figuras exentas para resaltar así la anatomía de sendos cuerpos y el plegado de las vestimentas de ambos que tenía como propósito dotar al conjunto de un mayor volumen. En este mismo período inició su colaboración con las cofradías penitenciales vallisoletanas, retomando la plástica de su maestro, Francisco Rincón, pero introduciendo la espectacularidad como fórmula. El primero que realizó fue el conjunto de Tengo sed muy representativo del Camino al Calvario.

Las esculturas más populares de su producción posiblemente son las representaciones del Cristo Yacente, imágenes en las que representó a Cristo muerto sobre un sudario en cuidados estudios de la anatomía que buscaban representar con gran naturalismo un cuerpo agotado por el dolor, el sufrimiento y las injurias recibidas.

Para ello, trató de intensificar los rostros demacrados y de contener, en la medida de lo posible, la policromía que, en líneas generales, es muy sobria.

En ocasiones, también añadió a estas representaciones algunos postizos, como los dientes de marfil o los ojos de cristal, elementos que pretendían acentuar el patetismo.

En este ámbito destaca especialmente el Cristo yacente que realizó para la iglesia de la Compañía de Jesús, es decir, San Miguel y San Julián de la capital castellana; el Cristo de las Balderas de la iglesia de San Marcelo en León, realizado para el duque de Lerma para la iglesia de San Pablo o el conservado en el convento de los capuchinos de El Pardo en Madrid. Las representaciones de la Inmaculada Concepción, en cambio, parten de un modelo casi cilíndrico y se representan con las manos unidas, el manto diseñado adoptando una forma trapezoidal, la corona sobre su cabeza y la aureola, que logra representar a través de la disposición circular de rayos metálicos.

Gregorio Fernández alcanzó una notable consideración en vida, una circunstancia que puede constatarse en el hecho de que, en su propia tumba, en el convento vallisoletano del Carmen Calzado, se colocó un retrato pintado por su amigo Diego Valentín Díaz acompañado de un pequeño texto en el que se recordaba su trayectoria. El rey Felipe IV expresó públicamente su admiración por el artista gallego, manifestando al contemplar la imagen de San Miguel de la Colegiata de Alfaro que era “el mejor oficial del reino”, y se adelantó a su tiempo cuando declaró “muerto este hombre no ha de haber en este mundo dinero con qué pagar lo que dejará hecho”. Su propio padre, Felipe III, había reconocido su valía tras adquirir un Cristo yacente en el convento de los capuchinos de El Pardo, una de las mejores obras del taller. Esta imagen, realizada en el año 1614, que se conserva en la parroquia de El Pardo, es uno de los mejores desnudos masculinos del escultor, fundamentalmente porque acentuó el dolor, el agotamiento y la tez moribunda del Cristo. Esta temática fue una de las más divulgadas en el siglo xvii probablemente porque casi todas las cofradías penitenciales deseaban tener una de estas esculturas para las procesiones de Semana Santa; de hecho, Gregorio Fernandez realizó una réplica muy similar para el monasterio de La Encarnación de Madrid. En esta ocasión, la imagen se colocó en el antecoro superior de la iglesia conventual, en una pequeña capilla decorada con varias pinturas religiosas de Felipe Diriksen. En este caso, probablemente la obra pudo ser encargada por la reina Margarita, esposa de Felipe III, quien expresó su deseo de tener varias obras del artista gallego. En el mismo espacio se conservaba un Cristo Flagelado, que el profesor Juan José Martín González y otros autores han fechado en torno al año 1625. La atribución de esta obra a Gregorio Fernández no resulta casual, puesto que se sabe que la principal promotora de la construcción de La Encarnación, Mariana de San José, llegó a la capital procedente de las Agustinas Recoletas de Valladolid, monasterio en donde era priora. El escultor residía muy cerca de este emplazamiento religioso y posiblemente vendió sus obras a la religiosa para que ésta las trasladase a Madrid. El modelo iconográfico creado por Fernández para esta representación se distingue por la curvatura de la columna de Cristo, que nos permite contemplar las heridas producidas por los azotes y por la serenidad del rostro en el que no aparecen rasgos de sufrimiento.

Quizás se debe atribuir su éxito al modo en el que sintonizó con la atmósfera religiosa de la España de la primera mitad del siglo xvii, que una parte de la crítica ha analizado a la luz de la producción de su compañero de generación, Martínez Montañés, activo en Sevilla en este mismo período. Ambos lideraron las escuelas escultóricas más importantes de su siglo, aunque la visión espiritual del sevillano nada tiene que ver con los objetivos didácticos del gallego afincado en Valladolid.

 

Obras de ~: El Cristo atado a la columna, Cofradía de la Santa Vera Cruz de Valladolid; El Descendimiento; Tabernáculo, parroquia de Tudela de Duero, Valladolid, 1611; Cristo desclavándose para abrazar a San Bernardo, retablo mayor del convento de las Huelgas Reales de Valladolid, 1613; Retablo, catedral de Miranda do Douro, Portugal; Retablo, parroquia de los Santos Juanes de Valladolid, 1613-1615; Retablo, iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid; El Bautismo de Cristo, convento del Carmen Descalzo, Valladolid; Cristo yacente, parroquia de El Pardo, Madrid, 1614; La Piedad con los dos ladrones, Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid, 1616; Inmaculada Concepción; Cristo flagelado, monasterio de La Encarnación, Madrid, c. 1625.

 

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Macarena Moralejo Ortega

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