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Santo Tomás de Villanueva

Biografía

Tomás de Villanueva, SantoTomás García Martínez. Fuenllana (Ciudad Real), 1486 – Valencia, 8.IX.1555. Agustino (OSA), arzobispo de Valencia, santo.

Hijo primogénito de Tomás García y de Lucía Martínez de Castellanos, hidalgos de Villanueva de los Infantes, partido y vicaría del Campo de Montiel, provincia de La Mancha, en la Corona de Castilla, donde la familia tenía una posición económica desahogada, permitiendo a algunos de sus miembros estar vinculados con las Órdenes Militares y dedicarse al gobierno municipal; fueron cinco hermanos. A causa de una epidemia de peste, su madre se marchó a la villa próxima de Fuenllana, de la que procedía, hasta dar a luz y que cesase el peligro y la angustia que ocasionaba ese mal; poco tiempo después regresó a Villanueva, en la que transcurrió su infancia. Posteriormente Quevedo cuando escribió la biografía del santo del que era gran devoto por conocer bien el pueblo, ya que está muy cerca de La Torre de Juan Abad, donde poseía algunas propiedades (señorío), asegura con visión providencialista que nació haciendo el bien, pues ese mismo día recobró el pueblo y el partido la salud con que el Señor los castigaba.

De su madre aprendió las virtudes domésticas, a nombrar a la Virgen María y a llevarla en su corazón, como demostrará el resto de su vida; de su padre adquirió la misericordia para con los necesitados. La caridad como justicia, pero también como limosna y como entrega personal al necesitado, fue práctica y dedicación constante. La puerta de su casa solariega siempre estuvo abierta —aún antes de llamar— para socorrer a los necesitados; siendo muy niño volvió a casa varias veces vestido de harapos porque su ropa la había entregado a los pobres; otro día, estando solo en casa, ante la petición angustiosa de unos necesitados, y no teniendo nada que ofrecerles, fue entregando, uno a uno, los pollos que había en el corral.

Recibió las primeras letras en su pueblo en el recién fundado Convento de San Francisco, donde su madre —y posteriormente él mismo siendo arzobispo— creó una obra pía y allí se erigió el panteón familiar; también debió de realizar allí los estudios iniciales de Latinidad y principios de Lógica, hasta que con quince o dieciséis años se trasladó a Alcalá (1501 o 1502) donde cursó el ciclo de Humanidades. Es importante destacar la madurez de una familia con cierto desahogo económico, pero sin miembros en la administración o dedicados a las letras, que permitiesen al hijo primogénito salir a estudiar y optar por la vida intelectual, que le haría establecerse lejos de la villa manchega y apartarse de la explotación agrícola donde la familia obtenía sus medios de subsistencia. En la recién fundada Universidad cisneriana estudió Artes, graduándose de bachiller en 1508, pocas semanas antes de que se inaugurase el Colegio Mayor de San Ildefonso (1508), en el que pocos días después ingresó para completar su formación curricular: maestro, en 1509, y catedrático, en 1512.

Refieren muchos testigos y biógrafos que la Universidad de Salamanca le ofreció una cátedra pero, descubriendo que Dios le quería en otros claustros, el 21 de noviembre de 1516 tomó el hábito en el Convento de San Agustín de la ciudad del Tormes, día de Nuestra Señora de la Presentación, profesando el día 25 de noviembre de 1517, pocos días después de que su hermano fray Martín Lutero clavara las 95 tesis en la puerta de la capilla de la Universidad de Wittenberg, comenzando una curiosa existencia en paralelo estos dos agustinos, súbditos del César Carlos. Años después su hermano de sangre Juan Tomás García Martínez ingresó también en el Convento agustino de Salamanca (1528).

En diciembre de 1518 fue ordenado sacerdote, celebrando su primera misa el día de Navidad (Nuestra Señora del Parto); a partir del año siguiente comenzó su vida pública de servicio a la Iglesia y a la Orden de San Agustín, ostentando los cargos de prior de Salamanca (1519 y 1523), visitador provincial (1525), prior de Burgos (1531), primer superior provincial de la provincia de Andalucía (1526), y posteriormente de Castilla (1534), revisor nacional de bibliotecas conventuales (1536). Renunció al arzobispado de Granada y, en virtud de santa obediencia, aceptó el de Valencia, el 5 de julio de 1544 (Nuestra Señora de las Nieves).

Como religioso destacó por la humildad y la obediencia con las que aceptó las misiones y trabajos que le encargaban los superiores; posteriormente fue ejemplar por su actitud de servicio con la que ejerció la autoridad, recordando el mandato de la Regla de San Agustín de vivir “no como siervos bajo la ley, sino como seres libres dirigidos por la gracia” (cap. VIII, 48). Es conocido por su amor a la Virgen, como demuestran sus escritos, y por la piedad de sus predicaciones; fueron famosos los sermones predicados en la Catedral de Salamanca en la Cuaresma de 1521. Cuando se autorizó a los agustinos a fundar el Convento de Madrid —San Felipe el Real, 1544— fue con la condición de que fray Tomás de Villanueva residiera en él o viniera a predicar todas las Cuaresmas; el propio Emperador y la Emperatriz acudían en Valladolid a escucharle, aceptando que el santo no les recibiese porque antes era prepararse para exponer con dignidad y con unción la palabra de Dios. Como superior provincial se ocupó de que los religiosos viviesen el precepto máximo de la Regla agustiniana: “Y lo primero para lo que os habéis reunido en comunidad es para vivir unánimes teniendo una sola alma y un sólo corazón en Dios” (cap. I, 3); fomentó con especial interés el espíritu misionero, propiciando el envío de religiosos a los territorios americanos para difundir la luz del Evangelio.

La diócesis de Valencia, para la que fue nombrado pastor en 1544, era una sede amplia, compleja y con problemas estructurales: tenía una enorme población morisca, mal integrada, peor convertida y en muchos casos explotada por miembros de la nobleza como trabajadores agrícolas; la reiterada ausencia de los anteriores prelados, en algunos casos muy prolongada, había ocasionado un vacío de autoridad, dejando a la comunidad cristiana sin pastor que la guiase, sin padre que la guardase, sin voz que les animase, sin luz que les iluminase; el relajado ambiente moral del clero secular era un fenómeno triste por habitual y extendido; la falta de un centro donde los jóvenes aspirantes al sacerdocio se formasen humana, cultural y espiritualmente, hacía que los niveles de estos futuros ministros no alcanzasen la cota mínima que cabía esperar para que pudiesen cumplir con dignidad la misión a ellos confiada.

Con humildad, oración y penitencia, cambiará el rostro de aquella comunidad a él encomendada; calladamente, con constancia y dedicación, fue rigiendo, enseñando y santificando; veía la urgente necesidad de un cambio completo en todo el pueblo de Dios y le dolía la lentitud con que en Roma se afrontaba el problema. Gritaba en sus sermones por la convocatoria de un concilio que reformase la Iglesia universal, en la cabeza y en los miembros, y vio con gozo la convocatoria de Trento; también, anticipándose a la creación de los seminarios conciliares, fundó el Colegio de la Presentación (1550), donde se recogía el espíritu universitario alcalaíno que había vivido en su juventud añadiéndole el ideal de vida evangélica que debía animar a todo apóstol de Cristo. Para tener un conocimiento real de la archidiócesis valenciana, nada más llegar realizó una minuciosa visita pastoral (1545), y acto seguido convocó un sínodo provincial (1548), para poner a la Iglesia de Valencia en sintonía con el espíritu de Dios, que llena el corazón de los hombres, insistiendo en la práctica sacramental, que vigoriza a los miembros de la comunidad cristiana, y reafirmando la disciplina eclesiástica que ordena y da cohesión a la diversidad de miembros de la Iglesia militante.

En momentos donde se quería controlar a la jerarquía eclesiástica por la fuerza moral que tenía ante el pueblo defendió la inmunidad de la Iglesia frente a las intromisión del poder civil al que se tuvo que enfrentar en situaciones delicadas; especialmente grave fue el choque con el gobernador y sus colaboradores, en 1548-1549, al que excomulgó y puso la “cessatio a divinis” en todas las iglesias de Valencia, suspendiendo la celebración de oficios religiosos y la administración de sacramentos durante meses. Con igual justicia corrigió —y castigó— a los clérigos, buscando el arrepentimiento espontáneo que sanaba más eficazmente el miembro enfermo; mortificaba su cuerpo con duras disciplinas para atraer al redil de Cristo a las ovejas perdidas y para expiar sus culpas personales por si sus fallos eran los que habían ocasionado escándalo y motivado esa situación de relajación. Sabiéndose padre y pastor de una comunidad tan numerosa, siempre buscó ser más amado que temido, como le había enseñado regla agustiniana que profesó.

Mantuvo una especial predilección por los pobres, las huérfanas y los niños abandonados, especialmente estos últimos, que por su desvalimiento no podían sobrevivir y ser criados con dignidad, abriéndoles una puerta a un futuro con esperanza. Publicó un edicto diciendo que todos aquellos que, por pobreza o cualquier causa justa, no pudiesen alimentar a sus hijos pequeños se los dejase en la puerta del palacio; y es cierto que la puerta del zaguán permanecía abierta desde muy temprano hasta muy tarde, con una cuerda que, al tirar de ella, agitaba una campanilla en el interior, avisando que le habían dejado un niño, llegando a tener habitualmente más de medio centenar, que alimentaba, vestía y educaba; los primeros de mes visitaba las dependencias donde se criaban y a las amas que los cuidaban, interesándose por su desarrollo y salud, pagando a un cirujano experto que los atendiese.

Se consideró administrador de los bienes de ellos, a los que, por justicia, debían volver; esta actitud le llevó a vigilar con especial cuidado los gastos del arzobispado, pensando que todo los que no fuese estrictamente necesario era un robo que se hacía a los pobres. Daba sin humillar, corregía sin ofender, enseñaba sin herir. Anualmente entregaba en limosnas casi las tres cuartas partes de las rentas del arzobispado; cuando llegó a Valencia la renta del arzobispado estaba en torno a los 18.000 ducados, y tras una buena administración llegó hasta los 30.000. La austeridad de costumbres, en su persona y en el palacio arzobispal, la sencillez del vestido —remendado por él mismo—, la frugalidad de la mesa, la humildad del ajuar, lo reducido del servicio, la piedad de vida, la mansedumbre en el trato..., hicieron de él y de su casa un convento de observancia y un refugio para el necesitado, que siempre era escuchado y atendido. Son muchas las noticias que han llegado de su sobriedad de vida y del ejemplo que daba a los que le conocieron y trataron, especialmente en las deposiciones de los testigos de los procesos de beatificación y canonización.

Procuró ayudar económicamente a los padres de familia en paro para que ejerciesen el oficio que conocían, estimulándose en salir adelante con su trabajo y no se acostumbrasen a vivir con la limosna que recibiesen. Con su limosnero y mayordomo y dos criados del palacio solía salir semanalmente para ver y atender a los enfermos necesitados de las parroquias, pagando para su asistencia de un boticario, un cirujano y dos médicos, también entregaba personalmente limosna a los pobres una vez a la semana; las puertas del palacio se abrían todos los días para dar un plato de comida caliente a los necesitados —potaje de carne o pescado, un vaso de vino y un dinero—, llegando algunas veces a ser más de cuatrocientos.

Oraba y estudiaba; sus sermones han quedado como ejemplo de buena catequesis —por la concisión en el mensaje, la sencillez en la exposición, y la unción religiosa del contenido—, basados en la Sagrada Escritura y en los santos padres, especialmente san Agustín, del que siempre se esforzó por ser reflejo de su luz, eco de su voz, discípulo de su pensamiento y heredero de sus ideales. Posteriormente serán también elogiados como piezas de calidad literaria. De intensa vida espiritual y profundo amor mariano, la Virgen María marcó los momentos principales de su vida, y a ella están dedicados el mayor número de sus “conciones”.

El padre Salón, que fue su primer biógrafo, cuenta que el día de su primera misa sorprendió por el éxtasis que tuvo al rezar en el prefacio “Quia per incarnati Verbi mysterium”, y siendo arzobispo pasó arrobado toda la jornada un día de la Ascensión al rezar la antífona de Nona, “Videntibus illis elevatus est”; todo esto está confirmado por los testigos que lo vieron, y conformándose porque cada vez era más reacio a celebrar los oficio en público.

El Cristo de su oratorio fue el amigo íntimo al que confiaba el gobierno de la diócesis y del que sacaba ejemplo y fuerzas para cumplir con su misión; esa imagen fue la que le anunció la inminente muerte para el día de la Natividad de María. Se apresuró a ponerse a bien con los pobres, que era la forma de poder justificarse ante Dios de una correcta administración de los bienes; dejó pagado el sustento de un año y el salario de las amas de cría de los niños abandonados; ordenó al tesorero y al limosnero del arzobispado que entregasen urgentemente a los pobres todo el numerario que hubiese en las arcas del arzobispado, ya que deseaba morir sin poseer nada; después fue repartiendo las pertenencias de su casa y, en un último gesto de desprendimiento, entregó la cama en la que estaba a un criado, pidiéndosela prestada para morir, como ocurrió el día 8 de septiembre de 1555. Fue beatificado por Pablo V, el 7 de octubre de 1618, y canonizado por Alejandro VII, el 1 de noviembre de 1658, organizándose en muchas ciudades de España e Hispanoamérica importantes celebraciones conmemorativas según el modelo de fiesta barroca donde no faltaron las misas, los sermones, las grandes procesiones con toda la ornamentación efímera de aquella época —altares, arcos triunfales, emblemas y jeroglíficos, iluminaciones, concursos literarios, representaciones teatrales, fuegos artificiales, etc.—, dándose la paradoja de celebrar con corridas de toros la canonización de un santo que tanto había luchado contra este espectáculo.

La figura de fray Tomás de Villanueva pronto se popularizó y fue aclamado como “Padre de los Pobres”; así lo fijó la iconografía basándose en la imagen que se mostró en Roma en el tapiz de la Basílica de San Pedro el día de su canonización, tomándolo de la gran abundancia de testigos que en los procesos de beatificación y canonización testimoniaron la imagen que mejor lo definía y que ellos recordaban: vestido de agustino y con los atributos pontificales de su oficio —capa pluvial, palio, báculo y mitra—, con una bolsa en la mano y entregando unas monedas a los pobres. De esta forma aparece en la serie de lienzos que Murillo pintó para el Convento de Agustinos y de Capuchinos de Sevilla, hoy repartidos por los museos de Sevilla, Múnich, Cincinnati, Estrasburgo, Los Ángeles, Londres y Florida. Los grandes maestros del Barroco difundirán esa imagen de santo Tomás por importantes ciudades del mundo; existen lienzos de Carreño, Cerezo, Juan de Juanes, Maella, Fancelli, Coello, Zurbarán, Ribalta, y lo mismo harán los escultores y grabadores.

La devoción a santo Tomás de Villanueva arraigó pronto en muchas partes del mundo y bajo su advocación se han puesto muy diversas instituciones: la Congregación de Religiosas de Santo Tomás de Villanueva, de Monseñor Le Proust (Francia), cofradías y hermandades de caridad, la parroquia de Castelgandolfo (Italia), el Hospital General de Panamá, la Universidad de La Habana (Cuba), St. Thomas University (Miami, Florida), Villanova University (Pensilvania), alguna de ellas regentada por comunidades de agustinos, quienes proclamaron a santo Tomás como patrón de los estudios de la Orden, proponiéndolo como modelo: por el estudio se llega a Dios y una vez que se posee a Dios hay que tornar a la sociedad para mostrarlo, en el lugar donde se viva. Y este camino se enriquece y afianza con la oración, la sobriedad de vida y la austeridad de costumbres.

 

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Francisco Javier Campos y Fernández de Sevilla, OSA

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