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Álvaro de Bazán y Benavides

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Biografía

Bazán y Benavides, Álvaro de. Marqués de Santa Cruz (II). Nápoles (Italia), 15.IX.1571 – Madrid, 17.VIII.1646. Marino, consejero de Estado, consejero de Guerra, gobernador del Milanesado, mayordomo mayor.

Fue segundo marqués de Santa Cruz, señor de las villas de Valdepeñas y del Viso, grande de España, caballero de la Orden de Santiago, comendador de la encomienda de las villas de la Alhambra y de Solana, administrador con goce de la encomienda de la Peña de Martos en la Orden de Calatrava, alcaide perpetuo de las fortalezas de Gibraltar y Fiñana, consejero de Estado y Guerra de Felipe IV, gentilhombre de la Cámara de Felipe IV con ejercicio, gentilhombre y mayordomo mayor de la reina Isabel de Borbón, mayordomo mayor del príncipe y las infantas hijos de los reyes Felipe IV e Isabel de Borbón, mayordomo mayor del infante don Carlos, mayordomo mayor de la infanta doña Isabel, mujer del archiduque Alberto y mayordomo mayor del infante don Fernando, hermano de Felipe IV. Hijo de Álvaro de Bazán y Guzmán, primer marqués de Santa Cruz y de María Manuela de Benavides, hija de Francisco de Benavides y de Isabel de la Cueva, condes de Santisteban. Nació en la cabecera marítima de las galeras de Nápoles mandadas por su padre, quien después de embarcar en Barcelona los tercios de la infantería española, hizo entrada en Nápoles en la primera quincena del mes de septiembre de 1571 con el cometido de preparar la tropa y demás aprestos y comunicar a Doria y Cardona las órdenes de Juan de Austria, para que en sus respectivas galeras embarcasen los tudescos y los italianos previstos antes de partir para Mesina, punto de reunión de todas las escuadras que habían de formar la gran armada de la Liga contra el turco. En el día siguiente al del nacimiento de don Álvaro, se puso en marcha el dispositivo operativo de la Liga en dirección a Corfú (16 de septiembre).

Casó con Guiomar Manrique de Lara (murió el 14 de enero de 1652), con la que tuvo tres hijos: el primogénito, Álvaro Bazán y Manrique de Lara, que murió sin dejar sucesión, con él se extinguió el apellido Bazán (fue el tercer marqués de Santa Cruz); María Eugenia, casada con Jerónimo Pimentel (fue la cuarta marquesa de Santa Cruz), y María Ana, dama de la reina Isabel de Borbón, casada con Fernando Quesada Mendoza, conde de Garcies (1631).

Cuando tan sólo contaba diecisiete años, falleció su padre en Lisboa (9 de febrero de 1588). El cuarto Álvaro de Bazán comunicó la triste noticia de su muerte al rey, quien le contesto literalmente: “Por vuestra carta del 9 deste e entendido el fallesçímíento del marqués vuestro padre, que lo e sentido mucho por las causas que para ello ay. Sus serviçios tengo muy presentes y de vos quiero creher que aureis de procurar paresçerle y que correspondereis á vuestras obligaciones. De mi podeys esperar que en lo que se offreciere terné con vos y vuestros ermanos y las cosas que os tocaren la cuenta y memoria que merecen los servicios de vuestro padre. Madrid 15 de hebrero de 1588. Yo el Rey A D. Álvaro de Bazán”.

Álvaro de Bazán solicitó la apertura del testamento, publicó su contenido y llevó a cabo las cláusulas que su padre le dejó asignadas (1589). Fueron tutores y curadores de él y de sus hermanas Juan de Zúñiga, conde de Miranda; Francisco de Guzmán, marqués de Algava; Diego Benavides, conde de Santisteban, y su tío Alonso de Bazán, todos ellos por designación testamentaria. Se le nombró capitán general de las galeras de la escuadra del reino de Portugal (1597) y consejero del colateral del reino de Nápoles (1598), año en que España perdió el norte de los Países Bajos y se cedió la parte católica a Isabel Clara Eugenia (5 de mayo); meses más tarde murió Felipe II (13 de septiembre), y comenzó el reinado de su hijo Felipe III. A Bazán se le nombra consejero del reino de Nápoles (1603). Se designan los mandos de la fuerza naval (Valladolid, 28 de febrero de 1603), capitán general de las galeras de España, a Manuel Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, conde de Niebla; capitán general de la escuadra de Sicilia, a Juan de Padilla Manrique de Acuña, conde de Santa Gadea, adelantado mayor de Castilla; de la escuadra de Nápoles, a Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz; de la escuadra de Portugal, a Pedro Antonio Coloma, conde de Elda. Se les dan instrucciones para el desempeño de los cargos y orden de concentración para servir en la jornada de Berbería. Reunidas treinta y ocho galeras, salieron a navegar sin sus jefes principales, Padilla y Bazán, que se excusaron diciendo que, siendo grandes de España no podían estar a las órdenes de un general que no lo era; el duque de Tursi alegó enfermedad. La razón fundamental de todos ellos era que no querían estar subordinados a un mando naval que en la vida vio orientar un trinquete de galera.

La política mediterránea de la monarquía hispánica entre 1598 y 1620 no se redujo sólo al escenario italiano.

Un conjunto de operaciones frenaron el poderío turco y las acciones de los piratas berberiscos.

La diplomacia española se apuntó un gran éxito al inducir al sah de Persia a atacar la frontera oriental turca (1602), mientras que España lo haría por Europa y África. La embajada surtió el efecto deseado. El persa declaró la guerra al gran turco, pero lo único que hizo Felipe III fue ordenar al marqués de Santa Cruz salir con su escuadra (1603). De resultas apresó algunas embarcaciones de corsarios, acometió las islas de Zante, Pathmos y saqueó algunas otras, destacando la notable victoria alcanzada por Álvaro de Bazán en la isla Longo (16 de julio de 1604), muy rica y fuerte: la saqueó y cautivó ciento ochenta esclavos y esclavas. Durante la acción se produjo la muerte de Fátima, nieta de Alí-Bajá, general del Gran Turco, muerto en Lepanto. Estas acciones demostraron el escaso poder militar de la armada turca. Álvaro de Bazán volvió a actuar al año siguiente, esta vez intentó castigar a los corsarios de Durazo (Albania), que eran los que hostigaban las costas de Calabria. Partió de Otranto con catorce galeras y tropa de infantería, desembarcó (noche del 3 de agosto) y acometió de madrugada la ciudad. Un explosivo colocado en la puerta les dio acceso, provocando que los turcos tratasen de encerrarse en el castillo sin conseguirlo al no poder levantar el puente levadizo. El botín fue de importancia: embarcaron cuarenta piezas gruesas de artillería, muchas armas, cautivos, caballos y ganado vacuno, además de incendiar las casas.

Se le concedió patente de ciudadano de la república de Nápoles (1605). Pidió autorización al rey para armar corsarios por su cuenta, lo cual le fue denegado al haberse firmado una orden que prohibía a los particulares el corso. Esta orden no fue bien recibida, aunque sí obedecida, por considerar que se favorecía a los turcos, quedando muy comprometida la navegación de los cristianos.

Con objeto de dar cumplimiento a la orden de expulsión de los moriscos (1609), motivada por la amenaza hecha de levantar ciento cincuenta mil hombres armados, participaron las galeras de España, mandadas por el marqués de Villafranca; las de Génova, bajo el mando del duque de Turci; las de Barcelona, dirigidas por Ramón Doms; las del mar océano, por Luis Fajardo; las de Sicilia y Portugal mandadas por Pedro de Leiva y el conde de Elda; las galeras de Nápoles, a las órdenes del marqués de Santa Cruz. El mando lo ostentaba Pedro de Toledo. Se les ordenó aprovisionarse, coordinar las actuaciones con Luis Fajardo, que tendría su armada en Cartagena; tomar los pasos de la Sierra de Espadán, ocupándola con tropa, lo mismo que las posiciones de Onda, Peñíscola y Alfaques, y proceder al embarco de los expatriados en el Ebro, Denia y Alicante con toda rapidez, procurando salir juntos los más que pudieran. Publicado en Valencia el primer bando de expulsión (12 de septiembre), comenzó el embarque en naves y galeras hasta llenarlas.

En el primer viaje condujeron veinte mil personas a Mazalquivir y otros puertos de Berbería; en el segundo, cincuenta mil, sin contar las que en barcos fletados voluntariamente pasaron a Argel y Tetuán.

Sólo por Cartagena salieron 15.189. El marqués de Santa Cruz tomó parte en el puerto de Denia (1609); su infantería ocupó los castillos y los pasos de aquella comarca. Finalizó con las operaciones africanas de limpieza de Larache (1610) y la Mámora (1614), desembarcando tropas contra la insurrección de la sierra de Agucer. Al año siguiente, al frente de cincuenta y cuatro galeras, efectuó el reconocimiento de la rada de Larache. Se reunieron en Mesina, a las órdenes del marqués de Santa Cruz, doce galeras de Nápoles, diez de la escuadra de Génova, siete de la de Sicilia y cinco de Malta con la finalidad de castigar al moro y conseguir remeros para las embarcaciones. Llegaron a la isla de los Querquenes (28 de septiembre de 1611).

Desembarcaron un tercio de infantería con cincuenta caballos ligeros y avanzaron con tres escuadrones, hallando los casares abandonados. Los moros se habían ido a una isleta contigua en la que se habían fortificado.

Fue preciso esguazar el canal para atacarlos, de resultas murieron tres capitanes y varios caballeros, pérdida no compensada con el apresamiento de unos cien árabes y del ganado vacuno que pudieron embarcar en las galeras.

Por aquel entonces se produce una nueva asignación de mandos (15 octubre de 1615): Pedro de Toledo manda las galeras de Milán; las de Portugal, el marqués de Villanueva del Fresno; las de Sicilia, el conde de Elda; las de España, el marqués de Santa Cruz; Fadrique de Toledo, la armada del mar Océano, y Juan Fajardo, almirante general con mando de la escuadra del Estrecho.

La situación de Italia se complicó por la política llevada a cabo por los venecianos, desconocida en Madrid hasta que se tuvo noticias del convenio que firmaron con los holandeses por el cual enviarían un cuerpo de ejército auxiliar de cuatro mil hombres embarcados en veintiuna naves. El gobierno dudó si romper relaciones. Emitió diferentes órdenes, algunas contradictorias. Mandó cerrar el estrecho de Gibraltar al marqués de Santa Cruz con las galeras de España, y alistar las de Sicilia y Nápoles para entorpecer la entrada en el Adriático a la escuadra de las Provincias Unidas. Entablada negociación por el valle de la Valtelina, por consejo del papa Gregorio XV, entre las cortes de Francia y España, en los últimos días de la vida de Felipe III, llegaron a entenderse. Se firmó en Madrid un tratado (25 de abril de 1621) con Felipe IV, nuevo rey de España desde el fallecimiento de su padre (31 de marzo). Este tratado no fue ejecutado por los católicos del valle.

Se nombró a Álvaro de Bazán teniente general de la mar y consejero del príncipe Filiberto. El marqués de Santa Cruz, al mando de una fuerza de catorce galeras, rindió cerca de Faviñana a un navío holandés de veinte cañones y apresó tres grandes galeones (1621).

Tuvo Bazán otro gran combate con las galeras de Bizerta, echando a pique siete de ellas y apresando otras seis. En otra jornada, en el golfo de Venecia, batió a trece galeras de Bizerta, Argel y Rodas, apresando siete e incendiando tres (6 de junio de 1621). Varias otras capturas se hicieron por las referidas escuadras o por las naves de vela armadas por particulares en Nápoles, Sicilia y Malta, siendo las de mayor importancia las conseguidas por el marqués de Santa Cruz, digno sucesor del título y del apellido. El alférez Juan Hurtado comunicó por carta, enviada a la ciudad de Cádiz, la gran victoria obtenida por Pedro de Leyva, capitán general de las galeras de España, en el mar de Levante contra los turcos, junto con Diego Pimentel, general de las galeras de Sicilia, y el marqués de Asiri, general de las de Florencia, y el capitán Esteban Chapa, con tres galeras del duque de Tursi, y la capitana y patrona del marqués de Santa Cruz, con otros grandes señores que iban en su compañía. Acción ordenada por el príncipe Filiberto (1622). Apresaron cuarenta y dos caramuzales y una urca de la caravana de Alejandría.

Álvaro de Bazán fue nombrado capitán general de las galeras de la escuadra de Sicilia, juntamente con el cargo de teniente general de la mar (1623).

Obtuvo otra victoria importante rescatando la capitana de Barcelona que los turcos habían apresado días antes, así como un buen número de presidiarios, a quienes se les puso en libertad (13 de julio de 1624).

Esta operación se efectuó con diecisiete galeras, ocho de Sicilia, seis de Nápoles y tres maltesas. Se reunieron en el golfo de Venecia y fueron en busca de las galeras turcas, de Bizerta, de Argel y Rodas, y las hallaron dentro de una cala llamada Dalmacia, a sesenta millas pasado dicho golfo. Se le confirmó el título de teniente general de la mar, muerto el príncipe Filiberto de Saboya (24 de septiembre de 1624). Llega la noticia de que el marqués de Santa Cruz se queda en el mar de Provenza, donde en la isla de Hyeres había combatido tres naves francesas, echando una de ellas al fondo y quemado las otras dos (1625). Salió de Palermo con catorce galeras, cuatro de España, cuatro de Sicilia y seis de Malta, en dirección a Túnez.

Cerca de la isla Faviñana rindió a un navío holandés de veinte cañones, cuyo capitán resultó muerto. Poco después avistó tres galeones grandes de Alí-Arráez- Rabazin, renegado de Ferrara, gran corsario que había sido esclavo del mismo marqués de Santa Cruz y navegado por las costas de España, haciéndose muy experto. Confiado en el porte y la artillería de sus navíos, poniendo pavesadas rojas y banderas de combate, se acercó hacia las galeras, seguro de castigarlas si abordaba. Lo que hizo fue ganar barlovento, teniendo en crujía cañones de más calibre y alcance que los del corsario, y combatió a distancia, destrozándole cascos y aparejos. Rabazin huyó hacia la costa, que estaba próxima, pero embarrancó y empezaron los moros a escapar por la playa. Abordaron entonces las galeras por las popas, apresando a los tres bajeles y a Alí-Rabazin, herido, con gran botín procedente de los robos que había hecho. Los vencedores pusieron los galeones a flote y los llevaron a Palermo, haciendo entrada pomposa, engalanadas y con las pavesadas, banderas y flámulas mahometanas arrastrando por el agua. Fue nombrado consejero del Consejo de Estado y Guerra de Felipe IV (1625).

En otra jornada derrotó el marqués a las galeras de Bizerta en porfiado combate, hundiendo siete y apresando seis, y todavía persiguió a los corsarios hasta el Adriático y la costa de Dalmacia. Estando juntas seis galeras de Bizerta, cinco de Argel y dos de Rodas, dio con ellas en una cala y las abordó estando al ancla, y después de cañonearlas, capturó siete e incendió otras tres.

La situación de la Valtelina llevó a la corte de España a mandar requisar todos los efectos que los franceses tenían en el reino (9 de abril de 1625), y la de París hizo lo mismo con los bienes que españoles y genoveses poseían en aquellos Estados (22 de mayo).

Ante esta situación, España, perdida la confianza en la mediación del papa, se confederó con los príncipes italianos de Parma, Módena y Toscana, y con las repúblicas de Génova y Luca, consiguiendo movilizar un ejército de veinticuatro mil infantes y seis mil caballos, al mando del duque de Feria, gobernador de Milán, y una armada de noventa velas, al mando del marqués de Santa Cruz con el título de almirante. La fuerza ascendió a un total de ciento cuatro mil hombres de infantería, catorce mil seiscientos caballos, setenta y dos navíos y diez galeras. Se le nombró capitán general de la armada y ejército para la defensa y recuperación del genovesado (1625). El cardenal Richelieu, enterado de tan gigantesca fuerza y con el fin de impedir que entrara en la Valtelina, envió algunas tropas al duque de Saboya, con quien pactó en secreto el reparto de Génova, incluso de todo el Estado de la república. Los holandeses le prometieron poner en el mar veinte galeras bien armadas contra Génova. Entre tanto, con diez mil hombres y dos mil caballos al mando del condestable de Francia, envió al duque de Saboya, quien juntó un ejército de veinticuatro mil infantes, tres mil jinetes y treinta y seis piezas de artillería, con el que invadió el Monferrato y se apoderó de casi todas sus plazas mientras avanzaba hacia la capital. El de Saboya redujo a los genoveses a la capital de la república. Los genoveses confiaban en que sólo España podría salvar su patria y no se equivocaron.

El marqués de Santa Cruz se trasladó desde Mesina hasta Nápoles y Génova. Apareció con una imponente escuadra constituida por veintitrés galeras y con los tercios españoles a bordo. Entró en el puerto, alborozando los decaídos espíritus de los ciudadanos, lo que obligó a los franceses a retirarse. Por tierra, el duque de Feria acudió con veinticinco mil hombres y catorce piezas de artillería, acometió el Monferrato y tomó varias plazas ocupadas por los franceses; hubo matanzas horribles. Alentados los genoveses con la protección de los españoles, recobraron sus ciudades y fuertes casi con la misma rapidez con que las habían perdido. La máquina organizativa y militar de España demostró una capacidad de reacción tal que obtuvo, en medio de la más que complicada situación, una serie de éxitos por los cuales se han dado en denominar a 1625 el annus mirabilis del reinado de Felipe IV. Por un lado, la flota, al mando del marqués de Santa Cruz, consiguió socorrer a la aliada Génova y detener las ansias expansivas en la zona, tanto del duque de Saboya como del rey de Francia; por otro, la escuadra de Carlos I de Inglaterra fue rechazada en Cádiz (5 de junio). Ante esta situación, Francia se inclino por la paz y entabló negociaciones por medio de su embajador en Madrid, conde de Targis, con el conde-duque de Olivares. Como también España deseaba la paz, firmaron el tratado en Monzón (enero de 1626), donde acababa de llegar el rey Felipe a celebrar Cortes. Se ratificó después en Barcelona (marzo), con tanto beneplácito del Papa como disgusto y resentimiento por parte del duque de Saboya y de la república de Venecia.

Al poco tiempo cambió nuevamente el escenario de la guerra. Unidas a la escuadra del marqués de Santa Cruz las galeras del duque de Tursi y tres más que condujeron seiscientos hombres de Palermo, tomó Álvaro de Bazán la ofensiva señoreando el mar; destruyó en las islas Hyéres tres naves francesas; sitió y rindió sucesivamente las plazas de Alvenga, Puerto Mauricio, Veintimiglia, Lovan, Gandore, Casanova, Oneglia, Triola, Castelfranco, Bigran, San Remo, Campo Roso, con lo que no quedó en el litoral almena ocupada por los franceses. Avanzando por el interior, el de Feria, el enemigo pronto se volvió a su país y a Turín, el duque de Saboya, cabizbajo, cumpliéndose su vaticinio de que “entraría en Génova su estandarte”, como así ocurrió, pero “arrastrado por el agua”, por haberse apresado la galera capitana en la que lo tenía arbolado. Se le concedió patente de ciudadano de la república de Génova (2 de noviembre de 1626).

Fue nombrado gobernador y capitán general del estado de Milán (1630-1631) y gobernador y capitán general de las armas de los estados de Flandes (1631).

Con respecto a estos últimos, regidos por la infanta de España Isabel Clara Eugenia desde la muerte del archiduque Alberto, su esposo, la situación estratégica cambio rápidamente con la marcha del marqués Ambrosio de Espínola, destinado a la nueva guerra de la Valtelina (1629), quedando Flandes en una situación muy inestable. El conde de Berg, sucesor de Espínola en el mando del ejército, perdió algunas plazas en los Países Bajos. Reemplazado por el marqués de Santa Cruz, que se trasladó de Parma, llegó a Bruselas (21 de abril) y besó la mano de la infanta gobernadora.

Enterado de la situación, partió con el marqués de Aitona a visitar las plazas de Flandes y tras ordenar que se llevaran a cabo algunas reparaciones, regresó a Bruselas al tener noticias de movimientos del ejército enemigo. Álvaro de Bazán ordenó preparar la artillería y demás aprestos para salir en campaña (29 de mayo) y llegó a Amberes con parte del ejército. También acudió de Alemania, en socorro de la infanta gobernadora, el conde de Oppenheim con veinte mil hombres. Fue vencido por el príncipe de Orange delante de Maastricht; perdiéndose esta importante plaza y, tras ella, otras. Oppenheim regresó a Alemania. El marqués de Santa Cruz, por ser necesario en otros cometidos, fue relevado del cargo de gobernador de las fuerzas de Flandes, sin haberse podido distinguir en la conducción de las operaciones terrestres, tal como lo hacía en las navales.

Establecido un nuevo escenario, Nápoles (abril de 1635), comenzó el embarque de tropas para enviarlas al Principado. Sin embargo, y debido a la imprevista invasión francesa de la Lombardía, hubo que cambiar los planes y se tomó la decisión de enviar las fuerzas a ese nuevo foco de tensión. El marqués de Santa Cruz salió de Nápoles (10 de mayo de 1635) con una armada compuesta por treinta y cinco galeras y diez naos, llevando siete mil quinientos infantes españoles e italianos (cuatrocientos veteranos del Tercio de Sicilia) y doscientos cincuenta caballos. Se informó a la población de que la fuerza se dirigía a castigar desmanes de los berberiscos, aunque su cometido era sostener la rebelión de la Provenza, a lo que no era ajeno el duque de Orleans, hermano de Luis XIII, y tomar las islas Hyéres o cualquier plaza de la costa que sirviera para desembarcar la fuerza. En Nápoles se encontraban también las galeras de España. A causa del mal tiempo tuvieron que guarecerse en Córcega (20 de mayo). Mejoradas las condiciones meteorológicas, el plan falló por no conseguirse el deseado apoyo en tierra y sufrir la escuadra otro fuerte temporal que ocasionó la pérdida de nueve galeras, más de dos mil soldados y casi toda la chusma; se echaron a la mar los caballos, que iban en ellas, y gran cantidad de bastimentos y municiones (21 de mayo). No obstante, se consiguió alcanzar la costa ligur y desembarcar a los supervivientes. La escuadra de galeras de España regresó a Cataluña, donde se empezó a perfilar el proyecto de conquistar las islas de Lerins (enfrente de Cannes), y llevar la guerra a Francia para reducir la presión sobre Lombardía. Estas islas eran pequeñas e improductivas, pero más fáciles de defender que las Hyéres. Pensaron que con esta acción se conseguía la finalidad superior: ocupar algún punto de la costa. El aprovisionamiento y el apoyo a la fuerza desembarcada requerirían el empleo de las galeras, pero también esas islas les servirían de refugio en los numerosos viajes a Italia haciendo escala en la costa francesa, todo ello si los franceses no situaban su escuadra en la zona. La del marqués de Santa Cruz, por su parte, reparó las averías en Génova. Las galeras de España, que mandaba el marqués de Villafranca, zarparon de Collioure (28 de agosto); transportaban, aparte de la infantería propia de las galeras, la fuerza invasora consistente en el tercio de mallorquines del marqués de Santa María de Formiguera, reforzado con ochocientos veteranos de los presidios del Rosellón, a cargo del maestre de campo Juan de Garay. Se reunieron dichas escuadras en Savona (2 de septiembre), donde acordaron ya ambos generales apoderarse de las islas francesas de Lerins. Salieron de Savona (11 de septiembre).

Llegaron las galeras al canal, que separa las islas del continente, de improviso. Diez quedaron en una de las bocas, cinco en la opuesta, suficientes para impedir movimientos de socorro intentados por las fuerzas enemigas de las islas con embarcaciones menores.

A continuación, desembarcó la tropa en la isla Santa Margarita. La resistencia francesa fue breve, la primera isla se rindió el 14 y la segunda, el 15. Quedaron gobernando las dos islas los maestres de campo Miguel Pérez de Egea y Juan de Garay, encargados de mejorar las fortificaciones. Permanecieron en la de Santa Margarita hasta reformar sus defensas, levantando el fuerte que hoy se llama Royal, que rechazó un intento de reconquista francesa (1637) y resistió nueve meses de asedio (1638). En San Honorato se aprovechó el fuerte antiguo, mejorando también sus defensas. La vigilancia de la mar se encomendó al duque de Tursi con dieciséis galeras y catorce naves de la escuadra de Nápoles, y con esto se retiraron las de los marqueses de Santa Cruz y Villafranca, llevándose aprehendidas dieciséis embarcaciones mercantes. No cabe duda de que aquella maniobra de distracción cumplió con creces su objetivo, como así lo reconoció la Corte.

Álvaro de Bazán murió a los setenta y cinco años de edad en el Palacio Real de Madrid (17 de agosto de 1646), a las veintiuna horas treinta minutos, siendo mayordomo mayor del príncipe y las infantas, hijos de Felipe IV e Isabel de Borbón. El rey se encontraba en Zaragoza con la guerra con Cataluña. Se trasladaron sus restos al Viso del Marqués, donde fueron recibidos por un importante y nutrido séquito local (24 de agosto de 1646). Al día siguiente se celebró una misa funeral en la iglesia parroquial, previa al entierro en el convento de San Francisco de dicha población.

Se trasladaron sus restos, con motivo de la Guerra de Independencia, con los de los otros Bazanes.

Al terminarse la guerra, sus despojos mortales se reunieron en un arca, que quedó depositada en la misma bóveda del convento de San Francisco del Viso, y en ella se conservó hasta que, por haberse derruido el edificio, se trasladó el arca a la iglesia parroquial de dicho pueblo. Más tarde se llevó al palacio del Viso del Marqués, y quedó depositada en la capilla (9 de febrero de 1988).

Felipe IV le nombro dos veces su mayordomo mayor, al morir el duque de Alba, sin que Bazán aceptara tan elevado cargo por estar sirviendo en el mismo a la reina Isabel de Borbón, acción pocas veces vista y que estimaron mucho sus majestades. Por esa causa se nombró mayordomo mayor del rey al almirante de Castilla. Cuando el rey fue al reino de Aragón a las guerras de Cataluña, quedando en Madrid la reina, el marqués de Santa Cruz fue uno de los ministros con quien había de comunicar los negocios tocantes al gobierno.

Fue una persona amable y ejemplar. Señor por su esclarecida virtud y cortesía, dádivas y limosnas que siempre hizo. Fundó el monasterio de San Francisco de su villa del Viso, donde estuvo sepultado y adonde había trasladado los restos de sus antepasados.

Erigió un suntuoso templo a nuestra señora de las Nieves, de quien fue devotísimo, situado a una legua de Almagro donde dotó perpetuamente con renta suficiente una capellanía mayor y doce menores; además dejó adornados este templo y el de San Francisco con ornamentos riquísimos y mucha plata para el servicio del culto, dinero y joyas de gran estima.

Quedó por heredero universal de su estado, mayorazgos y patronazgos Álvaro de Bazán y Manrique de Lara, su hijo primogénito, marqués del Viso, tercer marqués de Santa Cruz, con los cargos de capitán general de las galeras de la escuadra de Nápoles, gentilhombre de la cámara del príncipe y con las encomiendas de las villas de la Alhambra y Solana de la orden de Santiago y por alcalde de las fortalezas de Gibraltar y Fiñana.

El pintor Antonio de Pereda dejó inmortalizado a Álvaro de Bazán en El socorro de Génova por el segundo marqués de Santa Cruz, óleo que actualmente se encuentra en el Museo del Prado, en el que se representa la nave capitana, con su pendón, sus faroles y sus nobles asomados al castillete de popa, resultando majestuosa esta acción de poder contra los franceses.

Fue exaltado por Lope de Vega en su obra Servir a un señor discreto y, junto con su padre por Calderón de la Barca en uno de sus autos sacramentales.

 

Fuentes y bibl.: Archivo Privado de los Marqueses de Santa Cruz, Entierro del II Marqués de Santa Cruz, caja 153, exp. 1; Patente de ciudadano de la República de Génova, caja 37, exp. 1; Patente de ciudadano de la República de Nápoles, caja 36, exp. 5.

F. P. Pavía, Galería biográfica de los Generales de Marina, jefes y personajes notables que figuraron en la misma corporación desde 1700 a 1868, t. I, Madrid, Imprenta de F. García, Madrid, 1873; E. de Navascués, Coronas heráldicas, líricas y épicas en loor de D. Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, Madrid, Imprenta de Fortanet, 1888; M. Lafuente, Historia general de España desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando VII, vol. XI, Barcelona, Montaner y Simón, 1930; C. Fernández Duro, Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón, ts. III y IV, Madrid, Museo Naval, Gráficas Lormo, 1973; L. Ulloa Cisneros y E. Camps Cazorla, “La Casa de Austria (siglos XVI al XVII)”, en L. Pericot García (dir.), Historia de España, gran historia general de los pueblos hispanos, vol. IV, Barcelona, Instituto Gallach, 1978.

 

Alfonso Rivero de Torrejón

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