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Pedro Arrupe Gondra

Biografía

Arrupe Gondra, Pedro. Bilbao (Vizcaya), 14.IX.1907 – Roma (Italia), 5.II.1991. Jesuita (SI), misionero, 28.º prepósito general de la Compañía de Jesús.

Su familia procedía de Munguía, entonces pequeño municipio, no lejos de Bilbao, la villa que iniciaba una gran expansión. Su padre, Marcelino, fue arquitecto y empresario de minerales. Dolores, su madre, hija de médico y ama de casa. El matrimonio era religiosamente muy cristiano; económicamente, pudiente y políticamente, ajeno al recién creado partido Nacionalista Vasco. De ahí que colaborase a la aparición de La Gaceta del Norte (1901), periódico diario católico de temple españolista. Aposentados ya en Bilbao, los Arrupe tuvieron cuatro hijas, Catalina, Margarita, María e Isabel, y Pedro, único varón.

Tal situación, unida al pronto fallecimiento de la madre (1915), modeló el temperamento del chico en clima de ternura y predilección. Tras su educación primaria y secundaria en el colegio de los Escolapios en la capital vizcaína (1914-1922), el joven bachiller inició su carrera de Medicina en la Universidad de Valladolid (1922-1923). Luego pasó a la Universidad Central (Madrid), hasta el cuarto curso inclusive (1925-1926), donde también obtuvo calificaciones excelentes. Al acabar el primer trimestre del último curso y ante la sorpresa de sus profesores y compañeros, abandonó los estudios, se fue a Loyola (Guipúzcoa) e ingresó en el noviciado de la entonces provincia de Castilla de la Compañía de Jesús (15 de enero de 1927).

Los jesuitas eran muy conocidos de la familia. El adolescente Pedro había sido miembro de la Congregación Mariana (Bilbao) y, de joven, participó activamente con varios compañeros de su residencia en la vida universidad y el apostolado de Vallecas (Madrid).

En su decisión pudo influir la ordenación sacerdotal de un jesuita, amigo de la casa, o el viaje a Lourdes a raíz de fallecer su padre (1926), donde presenció dos curaciones. Con todo, es más probable que, en unos ejercicios espirituales ignacianos, dirigidos por el jesuita José A. de Laburu, decidiera seguir la vocación ya madurada.

La Compañía de Jesús, donde ingresaba el joven postulante, estaba en fase de restauración, tras los avatares del siglo XIX y la tensión eclesial, a comienzos del siglo XX. Las confrontaciones religiosas (integrismomodernismo) y políticas (carlismo-liberalismo) no estaban bien resueltas. La honda formación espiritual de los jesuitas tenía como devociones preferentes las cristológicas (Eucaristía, Sagrado Corazón) y mariológicas (Concepción Inmaculada). La vida regular era muy uniforme. Se fomentaban grupos juveniles y adultos, enseñanza media y superior, apostolados de la oración y de la pluma, predicación culta y popular y misiones lejanas. Había acercamiento a la clase media y alta en unas claves más de caridad que de justicia. No faltaban la aproximación a las clases deprimidas. Las simpatías políticas se decantaban, en general, hacia los partidos conservadores con gran alergia a los izquierdistas, teñidos de anticlericalismo y marxismo. Era la opinión papal contemporánea y la del general jesuita, Wlodimir Ledochowsky (1915-1942), austríaco de familia noble polaca y de gobierno centralista tradicional.

Arrupe asimiló con entusiasmo tales orientaciones en el bienio de noviciado. Al cumplirlo, hizo sus primeros votos (1929), pasando a estudiar humanidades, según la ratio de estudios de la Orden. Entonces pidió directamente al padre general el destino a la misión de Japón, encargada a la Compañía años atrás (1908). Como no obtuvo respuesta positiva, al terminar los estudios clásicos, marchó a Oña (Burgos) para estudiar filosofía escolástico-tomista (1931- 1932), seis meses después del fin de la monarquía borbónica y de la proclamación de la Segunda República (14 de abril de 1931). Al decidir las Cortes republicanas expulsar a la Compañía de Jesús de España y enajenar sus bienes (24 de enero de 1932), de los 3.700 jesuitas distribuidos por el territorio nacional en cinco provincias jurídicas, Andalucía, Aragón, Castilla, León y Toledo, quedaron en la patria unos mil, en una situación semiclandestina. A las tres semanas del decreto de expulsión (15 de febrero de 1932), Arrupe y sus compañeros dejaron Oña camino del destierro en Marneffe (Bélgica), siendo acogidos fraternalmente por sus compañeros belgas. Los estudiantes de otras provincias fueron a distintas casas de Bélgica, Holanda e Italia.

Aquella situación marcó al estudiante en varios sentidos. Le jerarquizó muchos afectos y le fomentó su sentido universal y su providencialismo. La experiencia se completó en el curso siguiente (1933-1934) al iniciar los estudios de Teología en Valkenburg (Holanda), donde encontró a los compañeros alemanes, desterrados por Bismarck que habían montado un centro de categoría con profesores eminentes.

Aparte del dominio del alemán, la nueva etapa en una facultad distinta y más abierta que las españolas de entonces, aumentó en el teólogo bilbaíno el espíritu universal de su Orden, más allá de regionalismos miopes y racistas, como el del nacionalsocialista con que Hitler acababa de triunfar en la vecina Alemania (1933).

Al terminar su tercer curso teológico, Arrupe fue ordenado sacerdote en Valkenburg (30 de julio de 1936), recién estallada la Guerra Civil española. Su familia, aislada en Bilbao, no pudo asistir al acto. Entonces su provincial, debido a sus brillantes estudios de medicina y moral, pensó destinarlo como profesor de Teología, enviándolo a realizar el último curso de teología (1936-1937) en la facultad de St. Mary’s (Kansas, Estados Unidos). Allí aprendió el inglés y ejerció ministerios pastorales con la población inmigrante hispana de Nueva York y México. Durante el curso final de espiritualidad, en Cleveland (Estados Unidos) (1937-1938), cuando menos lo esperaba, recibió el destino a Japón, diez años después de su petición inicial. El misionero en ciernes era hombre de toque místico, formación sólida, trato alegre, idealista y expresivo.

La situación internacional dificultó su viaje a Japón. Finalmente pudo embarcar en Seattle para Yokohama (15 de octubre de 1938). De allí fue a Nagatsuka, barrio periférico de Hiroshima, para estudiar intensamente el japonés (1938-1939) con los novicios y jóvenes jesuitas. El recién llegado aprendió la lengua suficientemente bien. Por eso, fue destinado el siguiente curso a Tokio. Allí empezó su trabajo y, al año siguiente, ya en plena guerra mundial, fue nombrado párroco de la colonia católica de Yamaguchi (1940-1941). El estallido de la guerra en el Pacífico, provocada por el ataque nipón a Pearl Harbour (16 de noviembre de 1941), aumentó la vigilancia policial sobre los residentes llegados de Estados Unidos.

Poco después (8 de noviembre de 1941), el párroco español sería detenido y encarcelado. A la policía le pareció sospechosa su numerosa correspondencia con el extranjero. El preso tuvo varios careos con los agentes y, a los treinta y tres días de prisión, fue liberado sin cargos (10 de enero de 1942). Entre tanto, había aprovechado aquel tiempo para repetir en su celda los ejercicios espirituales, durante los cuales decidiera ser jesuita.

Algo después, tras emitir su profesión solemne en Hiroshima (2 de febrero de 1943), su superior lo nombró maestro y vicerrector del noviciado (13 de marzo de 1943). Allí empezó su nueva fase de interioridad al tener que iniciar a los jóvenes, algunos de ellos con pocos años de bautismo, en la mística ignaciana y acompañarlos en su vocación. Fue tiempo de briega y austeridad, debida también a la situación bélica. El maestro aprendió de sus novicios el secreto de la cultura “zen”, su método de interioridad, el dominio y los protocolos de la cortesía local.

Pronto la guerra mundial cambió de signo. En Europa acabó con la capitulación de Alemania. Japón, a su vez, inició la retirada de los territorios conquistados en Oriente y los bombardeos de la aviación norteamericana se hicieron frecuentes. A las 8:15 horas del 6 de agosto de 1945, Arrupe y un compañero que despachaba con él se quedaron deslumbrados por un relámpago, seguido de una tremenda explosión y de un huracán. Era el eco de la bomba atómica, lanzada sobre Hiroshima. Aunque el hipocentro de la deflagración se hallaba a unos doce kilómetros de distancia y la casa estaba detrás de una colina, la onda expansiva produjo grandes destrozos: los treinta y cinco moradores del noviciado sólo sufrieron pequeñas contusiones. En cambio, desde al altozano se veían el hongo atómico y un espectáculo infernal. La ciudad ardía. El superior decidió transformar el noviciado en casa de socorro y recibió a unos doscientos heridos, más o menos graves, entre ellos los cinco compañeros alemanes residentes en Hiroshima. Por fortuna, el improvisado médico tuvo a mano suficiente ácido bórico para curar las cicatrices con éxito. La vivencia del “misterio de iniquidad” de la explosión atómica cambió de raíz a Arrupe, haciéndolo hombre del futuro y del más allá.

Sin embargo, el maestro de novicios se equivocó al creer que el pueblo japonés, humillado por la derrota de sus fuerzas armadas, la ocupación de parte de su territorio y la renuncia al carácter “divino” del emperador, se abriría a una evangelización cristiana.

De ahí que, al ser elegido nuevo general de la Compañía (19 de noviembre de 1946) el belga Juan B. Janssens, le expusiera su proyecto de reclutar en toda la Orden misioneros para la gran empresa. Cuando el papa Pío XII (1939-1958) apoyó el plan, el testigo de la primera bomba atómica se lanzó a viajar por el mundo, reclutando a jóvenes para evangelizar Japón.

Aunque el país no se convirtió a Cristo, sino a un capitalismo cada vez más secularizado, en poco tiempo trescientos jesuitas de diversas naciones llegaron como evangelizadores al país del Sol Naciente. Las campañas de propaganda dieron a conocer al jesuita por gran parte del mundo como hombre emprendedor, capaz de movilizar a personas e instituciones. Por eso, fue nombrado viceprovincial de Japón (22 de marzo de 1954), lo cual le permitió actuar con mayor autonomía en el gran desarrollo de la misión.

Sin embargo, no todas sus iniciativas eran bien vistas por varios de sus súbditos. Algunos opinaban que su modo de proceder era muy idealista y que su método de gobierno pecaba de excesiva rapidez. La crítica partía de un grupo de veteranos jesuitas alemanes fundadores de la misión que incluso se sentían responsables de la ayuda económica de las diócesis alemanas y hasta del Gobierno federal. Quizá temían que los nuevos métodos la amenazaran. No obstante las críticas, el viceprovincial fue elegido para representar a Japón en la congregación de procuradores jesuitas (1954) que debía examinar la marcha de la Orden.

La respuesta oficial llegó cuatro años más tarde. Arrupe fue nombrado superior de la nueva provincia japonesa autónoma (10 de octubre de 1958).

Al fallecer Pío XII, el siguiente pontífice, Juan XXIII (28 de octubre de 1958), bendijo también su iniciativa y, poco después, al convocarse el Concilio Vaticano II (25 de enero de 1959), el provincial emprendió su tercer viaje mundial para recabar ayudas a sus proyectos, entre ellos la erección de nuevas casas y del monumento a los veintiséis antiguos mártires de Cristo, en Nagasaki (5 de febrero de 1597). Inaugurado al año siguiente (10 de junio de 1962), es hoy centro de peregrinación. Con el comienzo del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962), las dificultades no amainaron. Debido al carácter internacional de comunidades como en la Universidad Sophia (Tokio), la convivencia no era siempre fácil. A eso se unieron los fallos de algunos jóvenes, enviados por Arrupe a formarse al extranjero que dejaron la vocación.

Se comentó por algunos que el provincial era débil, más creador que gobernante y demasiado ingenuo, al fiarse sin reservas de todo el mundo. Tales críticas llegaron al general J. B. Janssens, ya enfermo, que pidió a su vicario canadiense, J. L. Swain, enviar un visitador a la provincia de Japón para emitir un informe directo (1964). El designado fue el jesuita holandés George Kester que comenzó pronto su visita.

Arrupe aceptó ejemplarmente aquella “auditoría” de su gobierno.

Entre tanto, el Concilio Vaticano II seguía adelante.

Recién iniciada su tercera fase, falleció J. B. Janssens (5 de octubre de 1964) y fue convocada la 31.ª Congregación General que, siete meses más tarde, eligió a Arrupe superior general al tercer escrutinio, por mayoría de dos tercios de los doscientos treinta delegados presentes (25 de mayo de 1965). Tal elección ocurría en un momento de peculiar agitación eclesial. El concilio se preparaba a su cuarta y última etapa, por decisión de Pablo VI, muy preocupado por las tensiones de la sesión anterior. Arrupe, nombrado padre conciliar, llamó la atención del aula al sumarse a la corriente de apertura con sendas intervenciones sobre la confrontación con el ateísmo en diálogo sin condenas y sobre los cambios de actitud en la evangelización.

La imposición cultural de Occidente debía dar paso al fermento de las culturas (inculturación). Entre los grupos sorprendidos por sus opiniones estaba la mayoría del episcopado español. Al terminar el Concilio Vaticano II (8 de diciembre de 1965), el general jesuita hizo varias innovaciones de gobierno: pidió un estudio sociológico del mundo contemporáneo como base para tomar decisiones pastorales y fomentó el contacto personal con los súbditos. Para esto visitó varias comunidades italianas y otras del Medio Oriente, África, Francia y Estados Unidos (1965 y 1966) que le eran desconocidas.

A ellas seguirían las de otros muchos países. Enunció, como prioridades de su gobierno, la insistencia en la fidelidad apostólica a las tradiciones en un momento de tránsito y la acomodación al tiempo presente. Tales declaraciones contrariaron a los sectores conservadores de la Orden, ya sorprendidos por la marcha conciliar. En tal clima fraguó un grupo de oposición colectiva en el Congreso Internacional de Ejercicios Espirituales (Loyola, 16-27 de agosto de 1966), aun no celebrada la segunda fase de la Congregación General y estando presente J. L. Swain, ex vicario general luego elegido uno de los cuatro asistentes generales.

Sin tratar con él, el grupo disidente recurrió a las denuncias escritas a la curia romana y al mismo Papa.

Arrupe calló ante un método que, si bien era legítimo a nivel individual, como grupo de presión orillaba la obediencia de la Compañía. El temple de apertura de la segunda fase de la 31.ª Congregación General (16 de noviembre de 1966) se mostró en nuevos horizontes, tanto jurídicos como espirituales, sociales y apostólicos que pedían mucho tiento y gran madurez.

Pablo VI en el discurso final habló de “rumores inquietantes sobre el futuro”. Con todo, Arrupe en la conferencia de prensa sobre la misma (otra innovación) dijo una frase que le retrataba: “No queremos defender nuestras equivocaciones, tampoco cometer la mayor de todas: cruzarnos de brazos en vana actitud de espera, por miedo a equivocarnos en la acción” (Acta Romana Societatis Iesu [AR] XIV, 1966: 761 y 762). Muchos la alabaron por valiente. Otros la censuraron, por arrogante.

El general español pasó pronto a ser punto de mira universal, al ser elegido, por mayoría absoluta de los padres generales, presidente de la Unión Superiores Generales (USG) (27 de junio de 1967). Con gran dosis de optimismo, intachable ejemplaridad personal y espíritu de fe, afrontó la renovación de la vida consagrada, querida por el Vaticano II. Era una difícil tarea. El decreto conciliar sobre el tema, fruto de concesiones entre varios grupos, presuponía tácitamente unas condiciones que no se cumplían, como una demografía sostenida, gran calidad media de los religiosos/ as y prudencia en la experimentación. El triple fallo provocó la crisis, ya fraguada antes del concilio.

Ante los alertas postconciliares, Arrupe tocó, en la primera Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos (27 de septiembre-29 de octubre de 1967) la necesidad de unir fe y autoridad en una nueva etapa fecunda, pero peligrosa. A su Orden envió una carta insistiendo en la vida religiosa y la formación del jesuita en un momento renovador. El texto agradó al papa Montini (25 de diciembre de 1967). (AR.XV, 1968: 103-133). Sin embargo, la crisis de un concilio, primero retrasado y luego acelerado, ganó en virulencia al año siguiente, al ritmo de la situación mundial.

El punto culminante eclesial fue la encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), sobre la paternidad responsable. Mientras el Papa invitaba a Arrupe para acompañarle en el avión que se dirigía a la reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), en Medellín (Colombia), el documento fue puesto en sordina por algunas conferencias episcopales y por varios profesores jesuitas. Pablo VI llegó a temer un cisma. La reacción del superior fue ejemplar, al hablar de obediencia eclesial filial, pronta, rápida, abierta y creativa, aunque no siempre fácil ni cómoda (AR.XV, 1968: 217-219, 319-320 y 377-378). Tal vez como agradecimiento, el papa Montini incluyó más tarde a siete profesores de la Orden entre los treinta estudiosos de la primera comisión teológica internacional (29 de enero de 1969). Entre tanto, en Iberoamérica surgían varias corrientes, luego llamadas Teologías de la Liberación. Varios jesuitas figuraban en ellas.

Arrupe las animó, pero no calló serias reservas sobre el uso imprudente del análisis marxista y el recurso a la violencia, condenada por el Papa.

Al año siguiente (6 de enero de 1969), la Congregación de Religiosos publicó una instrucción para acomodar al concilio la vida religiosa. El texto era bueno, pero llegaba tarde y en plena crisis. El general, con todo, lo aplicó pidiendo a la Compañía un balance del trienio postconciliar. El resultado fue alternante.

Había fervor y dinamismo, pero también errores y abusos por corregir en servicio a Dios, a la Iglesia y al Papa (27 de noviembre de 1969) (AR. XV, 1969: 457-462).

Poco después, en la primera Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada por Pablo VI para superar el temido cisma entre papado y episcopado, las dos intervenciones de Arrupe llamaron la atención. Primero, defendió al Papa de la prensa sensacionalista e insistió en el contacto personal para el buen gobierno con discreta censura a ciertas opacidades de la curia romana. Luego, insistió en la relativa autonomía de la vida consagrada, ofreciendo a la Iglesia la colaboración cordial de todos los religiosos, en un momento difícil (11-29 de octubre de 1069).

Mientras que Arrupe se esforzaba en superar las crisis internas, el grupo disidente encontró cierto apoyo en la Conferencia Episcopal española. El grave asunto provocó la dimisión colectiva de los seis provinciales.

El general realizó su visita a España para afrontar la situación (2-19 de mayo de 1970), tratar con quienes quisieran dialogar e informar al Papa y a la Compañía española sin aceptar dimisiones. La crisis amainó (AR. 1970: 514-515 y 666-673).

La siguiente congregación de procuradores (27 de septiembre a 6 de octubre de 1970) dio un voto de confianza al superior general, pero recalcó las tensiones existentes y recomendó, como prioridades apostólicas, la reflexión teológica, la educación y los medios de comunicación. Arrupe entonces consultó a la Orden sobre puntos esenciales como la experiencia de Dios, la misión en el mundo, la unión con Cristo y la comunidad. Al recibir las respuestas, decidió comunicar al Papa su propósito de convocar una Congregación General extraordinaria para 1974. Entre tanto, visitó Iberoamérica y tuvo una importante alocución a los provinciales en Lima sobre la liberación cristiana. Luego, en Valencia, presidió un congreso de antiguos alumnos europeos y les habló de la apertura a los demás y la vinculación de la fe y de la justicia (así lo explica en La Iglesia de hoy y del futuro [IHF], 59-75 y 347-380). En octubre del mismo año participó en la III Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la “Evangelización”. Llamaron la atención sus intervenciones que conectaban el mensaje de Cristo con la promoción y la liberación del mundo (IHF, págs. 207-222, 223-227 y 229-233).

Durante la 32.ª Congregación General (3 de diciembre de 1974 - 7 de marzo de 1975), que marcó a la Orden el ideal de la conexión fe-justicia, se produjo una fuerte tensión. Pablo VI había indicado que no quería conceder a todos los jesuitas el cuarto voto, reservado por san Ignacio a algunos. La asamblea, movida por un sentido igualitario que el mismo concilio había promovido en los institutos, pensó que debía representar al Pontífice su voluntad mayoritaria de cambio y para ello realizó una votación indicativa. El Papa reaccionó con gran viveza contra el general que obedeció ejemplarmente, tomando sobre sí la responsabilidad (AR XVI. 1975: 504-505, 552-556 y 637- 675). Aunque la crisis se superó y las relaciones del general y el Pontífice octogenario fueron luego excelentes, como se mostró en la VI Asamblea del Sínodo sobre la catequesis (30 de septiembre a 30 de octubre de 1977), seguía llamando la atención el contraste seguido, entre la actitud de freno de la curia romana y la aceleración que practicaba la Compañía en varios puntos. Simultáneamente se produjo en los medios de comunicación un fenómeno de “iconización” de Pedro Arrupe, como hombre progresivo, frente al Papa, como hombre conservador. La contraposición era no sólo inexacta sino peligrosa. El general jesuita no fue advertido a tiempo por sus colaboradores más íntimos de las complicaciones que tal comparación podría ocasionar. Por otra parte, la Orden empezó a disminuir numéricamente. Aumentaron los abandonos y disminuyeron los nuevos ingresos. A veces se produjeron liderazgos políticos equivocados, disidencias doctrinales de profesores y fallos de gobernantes.

Personalidades romanas achacaban la situación a la debilidad del gobierno central y provincial.

El breve pontificado de Juan Pablo I (28 de agosto a 28 de septiembre de 1978) coincidió con una nueva congregación de procuradores jesuitas. El Papa les había concedido audiencia y preparado un discurso, pero al fallecer la víspera, Arrupe tuvo interés en conocer el contenido de su alocución que le fue enviada por la Secretaría de Estado vaticana, semanas después.

Su sorpresa fue grande al ver que el papa Luciani repetía los avisos de Pablo VI y que Juan Pablo II también los hacía suyos.

La elección de Karol Wojtyla (16 de octubre de 1978) fue acogida inicialmente con esperanza por Arrupe, aunque conocía sus preferencias por los movimientos laicales y su deseo de fiscalización de los religiosos por visitadores de las conferencias episcopales.

Así se manifestó en la primera audiencia a la USG (10 de noviembre de 1978), pero sobre todo, en la asamblea del Celam en Puebla de los Ángeles (México) (10 de enero de 1979), donde Juan Pablo II supo de las acusaciones de marxismo, dirigidas por algún periodista contra teólogos jesuitas. La tensión aumentó por declaraciones públicas de algunos compañeros, en opiniones discrepantes de las oficiales, como la ordenación sacerdotal de la mujer y algunos problemas morales y ecuménicos. Hubo también falta de fluidez entre las curias vaticana y jesuítica. Así se llegó a una audiencia papal al grupo de provinciales, reunidos con Arrupe para examinar la relación religiosos-obispos y el discurso no pronunciado de Juan Pablo I (17-21 de septiembre de 1970). El papa Wojtyla habló claramente de una crisis en la vida religiosa y en la Compañía que causaba desorientación en el pueblo cristiano y preocupaciones a la Iglesia y a la jerarquía, incluido él mismo.

Recomendaba seguir sus indicaciones y las de sus antecesores (AR. XVII, págs. 641-642). Arrupe escribió de inmediato a todos los superiores mayores (19 de octubre de 1979), tomando sobre sí la responsabilidad y urgiendo el cumplimiento de los puntos señalados (AR. XVII, págs. 829-832). El general jesuita pensó entonces que su misión estaba cumplida y que, a sus setenta y dos años, le llegaba el momento de retirarse. De acuerdo con el proceso prescrito por la Orden, consultó con sus cuatro asistentes y, tras obtener su aprobación, pidió el voto secreto a todos los provinciales. Su plan fue aprobado por setenta y cuatro superiores mayores (94 por ciento) y rechazado por cinco (6 por ciento). Entonces él, tras redactar la convocatoria de la nueva Congregación General, sin ninguna obligación jurídica, sino exclusivamente por respeto, solicitó audiencia al Papa, para comunicarle su decisión.

El encuentro (18 de abril de 1980) fue muy breve. Juan Pablo II se sorprendió por el proyecto y, tras asegurarse por el general que sería obedecido puntualmente, se reservó la respuesta. Doce días después (1 de mayo de 1980) comunicó por carta al general el rechazo del plan propuesto. Al quedar también suspendidas las congregaciones de procuradores, el gobierno de la Compañía pasó a un estado de excepción. El general comunicó la situación a toda la Orden, pero continuó su vida con normalidad. Al poco, visitó a sus súbditos de Estados Unidos y Cuba (13-26 de mayo de 1980) y más tarde tomó parte, como presidente de la USG, en la V Asamblea del Sínodo de los Obispos, sobre la familia (26 de septiembre a 25 de octubre de 1980). Sus intervenciones rebosaron misericordia, paciencia y gradualidad pastoral. En nombre de la USG, rechazó la acusación de algún obispo sobre un “magisterio paralelo” de los religiosos, pues sólo eran casos aislados.

Al año siguiente, el papa Wojtyla lo llamó en dos ocasiones (17 de enero y 11 de abril de 1981) sin duda para explicarle su plan. Interiormente, el superior general vivía un proceso de purificación y de espiritualización, expresado en una conferencia sobre el jesuita, cimentado y arraigado en la caridad (6 de febrero de 1981). Más tarde, reanudó sus visitas a comunidades lejanas. La primera (28 de mayo a 5 de agosto de 1981) a África para el encuentro con el Simposio de Conferencias Episcopales Africanas y Malgache. La segunda (26 de julio a 6 de agosto de 1981), a Filipinas e Indonesia, para celebrar los cuatrocientos años de la llegada de jesuitas al archipiélago y asistir a la reunión de la Confederación de Congregaciones Religiosas de Asia Oriental. En el aeropuerto de Roma, al regresar en vuelo nocturno de Bangkog a primera hora de la mañana del 7 de agosto de 1981, Arrupe sufrió un infarto que le produjo hemiplejía y afasia, de la que ya no se recuperó.

La última fase de su vida duró nueve años de reclusión en su casa romana. A duras penas nombró vicario temporal a su primer asistente Vincent O’Keefe.

Sin embargo, antes de que el vicario pudiera convocar la nueva Congregación General, intervino Juan Pablo II, nombrando delegado personal con plenos poderes al anciano jesuita Paolo Dezza, y de ayudante al más joven Giuseppe Pittau (6 de octubre de 1981).

Ambos prepararían la nueva etapa, mientras que Arrupe quedaba como general titular. Al cumplirse un bienio, el Papa autorizó la convocatoria de la congregación.

En ella, el enfermo presentó la dimisión y la asamblea eligió nuevo general, en primera votación, al neerlandés Peter Hans Kolvenbach (13 de septiembre de 1983).

Arrupe fue muy acompañado durante su larga enfermedad, soportada ejemplarmente. Cada vez más debilitado, falleció pacíficamente (5 de febrero de 1991). Tras un solemne funeral, sus restos fueron inhumados en el Cementerio Verano. Actualmente se encuentran en la iglesia del Gesú, junto a la casa donde había muerto el fundador, Ignacio de Loyola, su inspirador y maestro. Allí fueron trasladados solemnemente el mismo día en que Arrupe hubiera cumplido sus noventa años de edad (14 de septiembre de 1997).

El 28.º general de la Compañía de Jesús es una figura de opinión pública en sentido estricto. Por eso, las evaluaciones sobre su persona y su gobierno discrepan en algunos puntos. En general se le reconoce como religioso ejemplar de liderazgo espiritual y toque inspirado. En cambio, hay quienes rebajan su calidad de gobernante. En conjunto fue modélica su aceptación del Concilio Vaticano II, sobre todo en lo que más le afectaba: poner al día la vida religiosa de su Orden. La realización de tal cometido falló en algunos puntos, en parte por las intervenciones de otros responsables, nombrados por él y que carecían de su calidad. Sus tensiones con la autoridad papal fueron resueltas con obediencia ejemplar.

A medida que pasa el tiempo, su importancia como figura postconciliar crece y se perfila entre los grandes de la Iglesia católica en el siglo XX.

 

Obras de ~: Yo viví la bomba atómica, Madrid, Stvdivm de Cultura, 1952; Este Japón increíble. Memorias del P. Arrupe, Bilbao, El Siglo de las Misiones, 1959; Misión y desarrollo, Madrid, Ed. Paulinas, 1969; Nuestra vida consagrada, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1972; Escala en España, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1972; Ante un mundo en cambio, Madrid, Eapsa, 1972; La vida religiosa, un reto histórico, Santander, Sal Terrae imprenta, 1978; Hambre de pan y de Evangelio, Santander, Sal Terrae imprenta, 1978; La identidad del jesuita en nuestros tiempos, Santander, Sal Terrae, 1981; La Iglesia de hoy y del futuro, Bilbao-Santander, 1982; En Él sólo [...] la esperanza: selección de textos sobre el Corazón de Cristo, pról. de Karl Rahner, Bilbao, Mensajero, 1983; Aquí me tienes, Señor: apuntes de sus ejercicios espirituales (1965), intr., transcr. y notas de I. Iglesias, Bilbao, Mensajero, 2002.

 

Bibl.: Acta Romana Societatis Iesu (AR) XIV-XVIII (1965-1982); I. Iglesias, S.I., “La cristología del P. Arrupe”, en Recherches ignatiennes, 4 (1977), págs. 3-12; J. M.ª Guerrero, S.I., “El Padre Pedro Arrupe, un líder espiritual para nuestro tiempo”, en Mensaje, 31 (1982), págs. 325-328; C. Sarrias, S.I., “El Padre Arrupe y los marginados”, en Pueblos del tercer mundo (junio de 1982), págs. 23-26; M. Alcalá (ed.), Pedro Arrupe. Así lo vieron, Santander, Sal Terrae, 1986; E. M. Clemens, Testigo creíble de la justicia, Madrid, Ediciones Paulinas, 1989; M. Alcalá, “Pedro Arrupe y las Teologías de la Liberación”, en Manresa, 62 (1990), págs. 151-164; S. Figueredo, In memoria, Cronología, Roma, 1991; F. García Gutiérrez, El P. Arrupe en el Japón, Sevilla, Guadalquivir, 1992 (2.ª ed.); P. M. Lamet, Arrupe, una explosión en la Iglesia, Madrid, Temas de Hoy, 1994 (2.ª ed.); J. Y. Calvez, El P. Arrupe. La Iglesia después del Concilio, 1998; “El Padre Arrupe: un testigo para la Iglesia de nuestro tiempo”, en Sal Terrae, 86 (1998), págs. 581-591; “Aussi dans”, en Cuadernos de espiritualidad, 84 (1998) págs. 53-62; B. Sorge, “Arrupe”, en Ch. O’Neill y J. M. Domínguez (dirs.), Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús. Biográfico-Temático, Roma-Madrid, Institutum Historicum, S.I.-Universidad Pontificia Comillas, 2001; M. Alcalá, “Pedro Arrupe y la vida religiosa en la Compañía de Jesús”, en Manresa, 73 (2001), págs. 253-272; Gianni La Bella (ed.), Pedro Arrupe, General de la Compañía de Jesús. Nuevas aportaciones a su biografía, Bilbao-Santander, Mensajero de Bilbao-Sal Terrae, 2007.

 

Manuel Alcalá, SI

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