Barral, Emiliano. Sepúlveda (Segovia), 1896 – Madrid, 21.XI.1936. Escultor.
Había nacido en el seno de una familia de canteros con siete hijos, entre ellos cuatro hombres, Emiliano, Pedro, Martín y Alberto, que rompieron los dientes entre piedras, labrando, con el abuelo, con el padre y con los tíos, la cantería que da carácter a tantas casonas sepulvedanas. Pero Emiliano, cantero, nunca pensó en ser escultor, vocación que le llegó tarde y de modo fortuito.
Responder al llamado de la escultura fue el más bello remate que pudieron soñar sus novelescas andanzas de adolescente. Ganado para el anarquismo, cuando apenas tenía quince años asumió su primer compromiso político marchándose de casa en compañía de un portugués llamado Couceiro, también anarquista y trabajador en las canteras de Sepúlveda, que influyó en el muchacho para que le acompañara a Riotinto, donde había planeado organizar una huelga de mineros.
Al llegar a Ayamonte, fueron detenidos por la guardia civil y Barral, menor de edad, fue devuelto a Sepúlveda, donde no permaneció mucho tiempo.
Como contaba a su amigo I. Carral algunos años después: “Había visto un pedazo de mundo y comprendía que en mi pueblo no tenía nada que hacer. No es que en el resto del mundo tuviese nada que hacer. En suma, yo no sabía lo que quería, pero quería algo. Por de pronto, marcharme. Y me marché. Un día salí de mi pueblo sobre una bicicleta, a pagar los jornales de una contrata de obras que mi padre tenía en un pueblo de al lado, y no volví. Con el dinero y la bicicleta me fui hasta Valencia”.
De Valencia a Barcelona, donde según confesión propia conoció al Noi del Sucre; de Barcelona a Lyon, para volver a ser detenido por la policía, y de Lyon a París. Allí, al verse solo y sin dinero, acudió al consulado español. Se presentó como cantero y consiguieron colocarle en un taller de escultura cuyo maestro, que apreció enseguida su habilidad, le encomendó las labores más delicadas y la talla de piedras duras.
Y así, con un trabajo bien pagado y de oscuro modo, podría haber concluido la peripecia de Emiliano Barral, si no es porque aquel París fue el revulsivo que estaban esperando sus innatas cualidades artísticas para salir a la superficie. Conoció el barrio latino y se hizo amigo de pintores y escultores con quienes acudía a galerías y exposiciones y Barral, sin esculpir, se convirtió en escultor. Así lo contaba él, pasado algún tiempo, al crítico V. Sánchez Ocaña: “Me hice punto fuerte en las tertulias del Quartier. Mis amigos me despreciaban. Decían: parece mentira que te humilles hasta el punto de trabajar: ¡el artista debe ser libre! Y yo que quería ser artista a todo trance, pues deserté del taller [...]. Hice lo que los otros. Me dejé crecer el pelo, me puse un sombrero grande, me até al cuello una chalina grasienta [...]. Y empecé a gritar por los cafés que Rodín era un idiota y a no pagar a los camareros”.
El Barral que se retrataba a sí mismo como figura escapada de un cuadro de Toulouse-Lautrec, aguantó en París cuanto pudo pero a los seis u ocho meses de llevar aquella vida bohemia, sin dinero, harto de privaciones y amenazado por la anemia y la tuberculosis, decidió regresar a su casa y plantearse en firme, esculpiendo, aquello de ser escultor.
Su vocación, decidida ya, se afirmó al llegar a Madrid para cumplir el servicio militar el año 1917, pues en el cuartel conoció al escultor andaluz Juan Cristóbal, que le brindó la oportunidad de trabajar en su taller, donde realizó diversas experiencias que le permitieron descubrirse a sí mismo, poniendo frente a frente sus conceptos estéticos y las cualidades de la materia.
De nuevo en Sepúlveda, realizó el retrato del poeta Rosendo Ruiz y Bazaga, autor del primer artículo dedicado al artista: “El gran escultor sepulvedano, gloria de Castilla, acaba de hacerme un retrato [...]”. Es muy interesante la parte del escrito en la que Barral, que no era gloria de Castilla sino un desconocido principiante, habla de sus motivaciones y de sus conceptos artísticos ante unos hipotéticos visitantes: “Miren: este fue el primer torso que modelé en mi estudio de Madrid; este otro [...] les parecerá algo [...] algo raro ¿eh? ¡Ah!, no les extrañe ver en mis cosas un algo de expresiva franqueza, ¿comprenden? Yo huyo de todo efectismo engañoso y huero que dé sensaciones del momento, en desdoro del verdadero arte. Yo persigo la línea, siento la forma, busco la carne [...]”.
Sabía lo que quería y en sus manifestaciones se evidencian el rechazo a la línea sinuosa y sin objeto, a las formas blandas y deshechas y al añadido arbitrario, pero también conocía sus limitaciones y, en enero de 1920, buscando el modo de superarlas y por consejo de un intelectual segoviano, Mariano Quintanilla, a quien también había conocido en Madrid, acudió a la Diputación Provincial de Segovia solicitando una beca de estudios. No se la concedieron, pero su acercamiento a Segovia le sirvió para ponerse en contacto con un grupo de personas que, en torno a una recién creada Universidad Popular Segoviana, estaba poniendo las bases de un interesante movimiento cultural y artístico del que Barral pasó a participar plenamente, al tiempo que desarrollaba una importante tarea como escultor Asombra contemplar lo que aquel autodidacta llegó a conseguir durante esos años, especialmente la magnífica galería de retratos con los que inmortalizó aquel interesante momento de la historia segoviana. La serie, iniciada con el busto de Ignacio Carral, se continuó con las cabezas del escritor Julián María Otero y del pintor Eugenio de la Torre y se fue ampliando con los retratos de los historiadores Antonio Ibot y José Tudela, el del ceramista Fernando Arranz, el del pedagogo Blas Zambrano y el del poeta Antonio Machado.
No vivía en Segovia de modo permanente, sino que viajaba con frecuencia a Sepúlveda y a Madrid y algunos dibujos fechados en París en 1921 testimonian que aquel año realizó un segundo viaje a la capital francesa, donde volvió a reunirse con algunos viejos amigos entre los que se encontraba el escultor Mateo Hernández.
Al convocarse la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1922, Barral presentó los retratos de Eugenio de la Torre y de Antonio Machado, pero, aunque pasó la prueba de admisión, lo que ya era todo un triunfo, sus obras no merecieron ni la más mínima atención del jurado. Dos años más tarde, la Diputación Provincial de Segovia le encomendaba la ejecución del monumento a Daniel Zuloaga.
Barral, analizándose como escultor era inflexible y mientras trabajaba en el busto del ceramista, volvió a ser consciente de sus limitaciones. El monumento, planteado con una concepción original, es la interpretación del tronco de un árbol resuelto en bloques de sienita recorridos por grafismos e incisiones que les confieren una textura singular y coronado por la patriarcal cabeza del ceramista, a quien es muy probable que Barral no llegara a tratar personalmente y en cuyo modelado encontró algunas dificultades. Y Barral, el cantero, el autodidacta, sintiendo la necesidad de completar su formación, tomó parte en un concurso convocado por la Diputación Provincial para conceder una ayuda de estudios. Ganó la beca y pudo hacer un viaje a Italia, recorriendo Florencia, Roma, Pompeya y Sicilia.
De regresó en Segovia, en septiembre de 1925, presentó el proyecto del panteón para la familia Cernuda- Pedrazuela y pasó a establecerse en la ciudad, trabajando en el estudio que había abierto el ceramista Fernando Arranz, con cuya hermana, Elvira, se había casado. Un año más tarde, en 1926, Arranz emigró a la Argentina y Barral, sintiéndose solo, decidió trasladarse a Madrid.
Acudió a la Exposición Nacional de Bellas Artes con tan rotundo éxito de crítica que pronto empezó a recibir encargos de importancia, como el monumento dedicado en Gijón al ingeniero Manuel Orueta y la parte escultórica del mausoleo de Pablo Iglesias, trabajos que no le absorbieron totalmente, por lo que pudo embarcarse en otros proyectos, destacando entre las realizaciones de aquellos años el busto de mujer extraña (Zoé), los retratos del periodista Chaves Nogales y del doctor Blanc Fortacín y la organización, el año 1929, de su primera exposición individual en Madrid que fue verdaderamente triunfal.
El camino que se abría ante el escultor comenzaba a vislumbrarse diáfano y sin dificultades. Pero Emiliano, decía su amigo Eugenio de la Torre, era un hombre marcado por la tragedia, y esta frase, aunque tópica casi siempre, aparece llena de sentido refiriéndose a él, que aquel mismo año, cuando todo parecía sonreírle, hubo de sentir como el revolotear del cuervo negro de Medea se hacía dolorosa realidad cuando su mujer, llevando en brazos a su hijo, se arrojó al metro en la estación de Ríos Rosas. No murieron, pero fue un golpe duro que hubo que superar para seguir adelante con la exposición que, como ya se ha dicho, fue un éxito completo. El Museo Español de Arte Contemporáneo le adquirió el busto dedicada a la mujer de Segovia; el duque de Alba, el busto Zoé, que pasó a ser la primera escultura que entraba en el palacio de Liria desde el siglo xviii, y el doctor Vital Aza le encargó que esculpiera una Maternidad para su clínica de Madrid; sirvió, además, para abrirle las puertas de la buena sociedad madrileña, llegándose a la paradoja de que el escultor revolucionario pasara a ser uno de los más solicitados por muchos miembros de la misma, que quedaron entusiasmados con las calidades que Barral sabía dar a sus obras trabajando directamente la materia definitiva, cuando lo que se llevaba eran las exposiciones organizadas con bocetos de yeso insulsos y sin carácter.
Los años siguientes fueron de una actividad frenética.
Hizo retratos, escultura funeraria, estatuaria animalista —los osos para el doctor Ruiz Senén— y los monumentos a Lope de la Calle en Segovia, a Diego Arias de Miranda en Aranda de Duero, a Núñez de Arce y a Leopoldo Cano en Valladolid y al doctor García Tapia en Riaza.
Su último trabajo fue el monumento dedicado a Pablo Iglesias en la Moncloa, realizado en colaboración con el arquitecto S. Esteban de la Mora y con el pintor Luis Quintanilla. Los tres artistas unieron sus esfuerzos y su capacidad creadora para realizar algo distinto a todo cuanto se había hecho en España en obras conmemorativas, concibiendo un espacio que habría de integrar masa, forma, color y utilidad. La cabeza del fundador del socialismo español, esculpida en un gran bloque de granito de 1,10 metros de altura, varias representaciones de herramientas de trabajo y una alegoría del proletariado en marcha —tres jóvenes avanzando decididos, manos enlazadas en alto y mirada resuelta— fueron la contribución de Emiliano Barral al monumento y, probablemente, sus últimas esculturas.
Nunca se vio libre de sinsabores. La noche del 21 de diciembre de 1931 iba a entrar en su casa cuando fue abordado por dos individuos —atracadores vulgares, dijo él; unos desconocidos, difundieron las noticias de prensa; extremistas políticos que le exigían un impuesto revolucionario, según otras versiones— que le pegaron un tiro. También se cuenta que un día, habiendo salido bien trajeado y con sombrero, sufrió la acometida de unos energúmenos que le dieron una fenomenal paliza mientras le arrastraban por la calle llamándole “señorito”. Finalmente, habiendo estallado la guerra, el que había sido cantero y era escultor se vio convertido en capitán de las milicias de Segovia que lucharon defendiendo la capital de España.
El día 21 de noviembre de 1936, cuando se estaban librando los más cruentos combates de la batalla de Madrid, Emiliano y su hermano Alberto acompañaban a varios periodistas extranjeros que deseaban acercarse a las primeras líneas y cuando la camioneta que los conducía se hallaba próxima a las trincheras de Usera, el campo se vio batido por un cerrado fuego de mortero, un obús estalló cerca de ellos y un trozo de metralla le golpeó en la cabeza causándole una profunda herida, de la que murió al poco tiempo de ser ingresado en el hospital de campaña.
Toda la prensa de Madrid se hizo eco del trágico suceso y todos cuantos tuvieron conocimiento del mismo lamentaron la muerte del artista, al que dedicaron sentidos epitafios. Cabe recordar el que escribió el poeta Antonio Machado: “Era tan gran escultor que hasta su muerte nos dejó esculpida en un gesto inmortal”.
Como si todo aquel cúmulo de desgracias sufridas en carne propia no hubiera sido suficiente, tras la contienda, dos de sus obras más significativas, los monumentos erigidos en honor de Leopoldo Cano en Valladolid y de Pablo Iglesias en Madrid fueron destruidos.
Un intento, inútil, de borrar la memoria de quien había puesto su enorme capacidad artística al servicio de una ideología distinta a la de los vencedores.
Emiliano Barral fue un escultor autodidacta y a pesar de que en su obra se integran motivaciones e influencias muy diversas consciente o inconscientemente asumidas, su peculiar modo de hacer, libre de cualquier condicionamiento de pertenencia a un grupo o de fidelidad a un magisterio, le permitió crear un lenguaje plástico popular, fuerte y sincero, y una escultura de inequívoca originalidad en la que, como características esenciales, pueden destacarse la talla directa de la piedra, la definición del volumen a partir del plano, la sobriedad del rasgo, la sinceridad y el vigor expresivo.
No es fácil, sin embargo, encuadrarle dentro de una única tendencia por más que su permanencia dentro de unas corrientes que pueden estimarse figurativas han llevado a calificarle como escultor realista, su decidida intención de ruptura con lo establecido le sitúa en lo que se ha venido a llamar realismo de vanguardia y varias de sus obras, inspiradas por su ideología y su militancia políticas han contribuido a que se le considere como uno de los más decididos impulsores del realismo social.
Obras de ~: busto de Ignacio Carral; busto del escritor Julián María Otero; busto del pintor Eugenio de la Torre; busto de Antonio Ibot; busto de José Tudela; busto del ceramista Fernando Arranz; busto de Blas Zambrano; busto de Antonio Machado; monumento al ingeniero Manuel Orueta, Gijón; mausoleo de Pablo Iglesias, Madrid; Busto de mujer extraña (Zoé); Mujer de Segovia; Maternidad; osos (para el doctor Ruiz Senén); monumento a Lope de la Calle, Segovia; monumento a Diego Arias de Miranda, Aranda de Duero (Burgos); monumento a Núñez de Arce, Valladolid; monumento a Leopoldo Cano, Valladolid; monumento al doctor García Tapia, Riaza (Segovia).
Bibl.: R. Ruiz y Bazaga, “El arte en Sepúlveda. Un triunfo definitivo de Emiliano Barral”, en El Adelantado de Segovia, 28 de julio de 1919; I. Carral, Las memorias de Pedro Herráez, Madrid, Tipografía de Pérez, 1927; V. Sánchez Ocaña, “La pintoresca bohemia del escultor Emiliano Barral”, en El Adelantado de Segovia, 2 de enero de 1928; B. de Pantorba, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Madrid, 1948; J. A. Gaya Nuño, Escultura Española Contemporánea, Madrid, Editorial Guadarrama, 1957; I. Díaz Pardo, El escultor Emiliano Barral, La Coruña, 1965; J. Marín Medina, La escultura española contemporánea. Historia y evaluación crítica, Madrid, 1978; J. Urrea, La escultura en Valladolid de 1800 a 1936, Valladolid, 1980; J. Brihuega, La vanguardia y la República, Madrid, Cátedra, 1982; J. Alix Trueba, Dos escultores. Emiliano Barral. Francisco Pérez Mateo, Madrid, catálogo de la exposición organizada en el Aula de Artes Plásticas de la Universidad Complutense, 1982; J. M. Santamaría, Emiliano Barral, Segovia, catálogo de la exposición organizada en el Torreón de Lozoya, 1985; Emiliano Barral, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1986.
Juan Manuel Santamaría López