Ruiz, Juan. Arcipreste de Hita. ?, f. s. XIII – m. s. XIV. Escritor castellano, autor del Libro de buen amor.
La documentación histórica coetánea permanece muda en lo que se refiere a la identidad de este personaje, sin que la tarea de identificarlo se presente fácil por la irrelevancia de nombre y apellido, lo que obliga a poner en cuarentena las menciones que no aparezcan claramente enlazadas a la obra.
Sin contar con esa prudencia, T. Calleja Guijarro (1973) lanzó la hipótesis de un origen segoviano y hasta pretendió establecer a Valdevacas como su pueblo natal, tras sumar una ristra de hipótesis gratuitas al error de homologar al poeta y al protagonista. En el mismo año, J. Filgueira Valverde insinuó la asimilación del escritor con un maestro de canto del monasterio burgalés de Las Huelgas, compositor de varias piezas del Codex musical del convento, colegido durante el segundo mandato de la abadesa María González de Agüero; pero fue incapaz de mostrar su conexión con la autoría del Libro. También en 1973, E. Sáez y J. Trenchs postularon reconocer al escritor en un hijo natural del ricohombre palentino Arias González, llamado Juan Ruiz (o Rodríguez) de Cisneros, quien, nacido en la España musulmana, desempeñó diversos cargos eclesiásticos entre 1318 y 1353. Mas las investigaciones de los profesores Sáez y Trenchs, a las que nada nuevo añade el folleto de Juan Lovera y Toro Ceballos (1995), no iluminan los posibles lazos entre ese Juan Ruiz de Cisneros y la villa de Hita, ni llenan el vacío que interesa de manera especial, ya que no aportan ninguna noticia entre 1327 y 1330, por una parte, y entre esa fecha y 1343, por otra; además, tampoco facilitan un hilo que vincule a tal persona con el Libro de buen amor, si bien el contacto de ese Juan Ruiz con Gil de Albornoz es digno de interés.
En suma, no hay otros datos ciertos sobre el autor que los deducibles de su obra: su nombre, es decir, Juan Ruiz; su cargo eclesiástico: arcipreste de Hita; y el hecho de que su vida debe situarse en la primera mitad del siglo XIV, un período de turbulenta relajación de costumbres y de profunda crisis, que hallará reflejo en su libro. Aunque estas informaciones se admiten casi sin disenso como únicas seguras y fiables, no han faltado críticos para quienes el nombre se trataría de un seudónimo, por más que semejante idea no casa con lo que se sabe sobre la Edad Media, donde esa práctica no fue corriente, aunque sí el apodo. Piénsese, además, que la elección de un seudónimo, frente a la anonimia, llevaría consigo una conciencia de perpetuación, en cuyo caso, ¿cómo iba a haber optado por un apellido y un nombre tan poco distintivos? En cuanto a su dignidad de arcipreste de Hita, un lugar entonces perteneciente a la diócesis de Toledo, con cuyas circunstancias se ha intentado ligar recientemente la escritura del libro (Pérez López, 2000, 2001, 2002), se indicó, durante mucho tiempo, que no la desempeñaba en 1351, basándose en una escritura de Gil de Albornoz (a la que se refirieron ya T. A. Sánchez [1790] y F. Janer [1864]), según la cual, en ese año, era arcipreste de la villa un tal Pedro Fernández. Pero Sáez y Trenchs (art. cit.: 367) hicieron ver que Fernández no fue arcipreste de Hita sino mayordomo o administrador de los bienes de don Gil en España, mientras que el arciprestazgo lo ejerció su sobrino, Pedro Álvarez de Albornoz, que murió antes del 3 de marzo de 1353, para pasar luego al mismo don Gil. En cualquier caso, como aspecto de interés crucial para la intelección de la obra, debe retenerse que, entre las funciones de un arcipreste, figuraba hacer cumplir en su jurisdicción la norma eclesiástica del celibato. Puede añadirse aún que la multiplicidad de elementos integrados en el libro revelan un hombre de copiosa cultura que conoce la Biblia, el oficio litúrgico, autoridades eclesiásticas, obras de teología y de derecho canónico y civil; algún poeta clásico, como Ovidio; la poesía latina coetánea; y, en fin, fabularios, comedias elegíacas y otras obras anteriores y coetáneas, en latín y romance.
Otro asunto sobre el que ha corrido mucha tinta es el de un posible encarcelamiento del escritor, acerca del cual se ha disputado tomando como base esencial el colofón del manuscrito de Salamanca (“éste es el libro del Arcipreste de Hita, el qual compuso seyendo preso por mandado del cardenal don Gil, arçobispo de Toledo”), las alusiones que se hacen a una prisión en distintos lugares del texto y en las súplicas a Dios o la Virgen para demandar su liberación (1d, 2d, 3d, 4cd, 5d, 6d, 1671ab, 1674efgh, 1681cdef, 1683ab), y un par de versos en que se habla de supuestos enemigos (7d, 10cd). Durante decenios, todos estos fragmentos se tuvieron como pruebas irrefutables de que Juan Ruiz había sufrido una cárcel real; y, al aparecer sólo en el manuscrito salmantino, se concretaba también que su estancia en la misma la habría provocado una primera versión de la obra, por más que no se descartaban otras causas desconocidas. Pero, sobre todo desde la tercera década del siglo XX —con alguna excepción, como la de O. Tacke (1912)—, el arraigado parecer comenzó a tambalearse y se alegó que tales referencias entrañaban un significado alegórico que podría remitir a la prisión del mundo o del pecado (así, Spitzer [1934], Lecoy [1938], Lida [1940, 1959], Chiarini [ed. 1964], Joset [ed. 1974], entre otros), o incluso a la de la pobreza o la del amor.
Aunque la idea de una prisión alegórica ha logrado una aquiescencia muy extendida, se encuentra, no obstante, muy lejos de la aceptación plena. Distintos investigadores, verbigracia, han remachado la acepción literal de “traidores” (7d) y “mescladores” ‘delatores’ (10cd), que otros críticos interpretan como ‘demonios’, al tiempo que han llamado la atención sobre las expresiones “sin merecer” (1674f) y “sin meresçer, a tuerto” (1683b) como paradigma de que Juan Ruiz menciona una cárcel de cal y canto.
Sin embargo, aunque los razonamientos en pro de una prisión alegórica han resquebrajado considerablemente la certeza en que se tuvo, durante años y años, un encarcelamiento real, no han conseguido arrumbar algunos de los argumentos contrarios, por lo que la doble posibilidad, ante la ausencia de datos biográficos, no deja de ser índice de las muchas dificultades con que todavía tropieza quien pretende acceder a la obra.
Como de tantos otros textos de la Edad Media, no se han preservado autógrafos del Libro de buen amor.
Por un lado, tres manuscritos interesan de manera crucial: los de Gayoso (G), Toledo (T) y Salamanca (S). Los dos primeros, coinciden en ser bastantes incompletos, aun cuando sus abundantes lagunas no siempre responden a la misma causa, ya que, en unas ocasiones, se explican por razones mecánicas y accidentales y, en otras, por motivos morales. El códice de Salamanca fue copiado allí hacia 1417 por un colegial de San Bartolomé, Alfonso de Paradinas, a quien hay que responsabilizar de los leonesismos arbitrarios, también presentes en T; y, aunque representa el texto más amplio, tampoco lo ofrece íntegro, ya que de la numeración antigua se deduce la pérdida de diez folios, quizás arrancados por algún asustadizo de espíritu.
A esos tres manuscritos, hay que sumar una versión portuguesa (P), muy parcial, de fines del siglo XIV, y otros fragmentos tardíos: así, un manuscrito de la Crónica general de España, en letra de la primera mitad del siglo XV, que contiene, junto a otros materiales, unos cuantos versos; y dos manuscritos del siglo XVI que han preservado restos de la obra: se trata, respectivamente, de un volumen con distintos papeles del humanista Alvar Gómez de Castro (1515-1580) y que, en parte, parece aquilatar uno de los huecos del Libro, y de un códice de Argote de Molina (1548- 1596) que guardaba unos pocos versos de una de las cantigas líricas.
Con estas premisas, el estudio del Libro de buen amor presenta unos problemas previos, cuyo origen hay que buscar en los códices tardíos; las omisiones que, en varios casos, no suple ninguno; y los errores de copia derivados tanto de la tradición textual como de la intervención de los distintos amanuenses, a lo que cabe añadir el agregado en el manuscrito de Salamanca de rúbricas o titulillos, más de una vez errados, ante diversos pasajes.
En otro orden de cosas, la obra, como otras muchas del Medievo, aparece innominada en los códices, por lo que sus primeros editores le dieron diversos nombres hasta que, en 1898, R. Menéndez Pidal, con fundamento en algunos pasajes, propuso el título de Libro de buen amor, que ha gozado de un acuerdo crítico casi unánime, si bien algunos estudiosos han defendido el rótulo de Libro del Arcipreste, con el que se le menciona en las escasas referencias antiguas. De cualquier manera, debe constar que el sintagma buen amor, repetido en contextos diversos a lo largo de la obra, no porta una acepción unívoca sino una indudable plurisignificación. Pues si en el prólogo en prosa se equipara expresamente con el amor de Dios, en otros lugares equivale a amor humano, amistad, buena voluntad, fin amor o amor sometido a los preceptos corteses y no faltan paradigmas de significación ambivalente o ambigua.
Un nuevo problema preliminar plantea la datación, ya que en la copla que pone broche a las piezas epilogales (1634) el manuscrito de Toledo asegura que “fue acabado este libro” en “era de mill e trezientos e sesenta e ocho años” (vale decir, 1330), mientras que el códice salmantino establece haberse “compuesto el rromançe” en “era de mill e trezientos e ochenta e un años” (o sea, 1343). Sin entrar en menudencias, esa disparidad de datas se ha interpretado como consecuencia de dos redacciones del texto, realizadas sucesivamente en aquellas fechas, opinión que, aunque con precedentes, apuntaló R. Menéndez Pidal en 1901 y gozó de pleno asenso durante muchísimos años. Sin embargo, en 1964, Chiarini alegó la existencia de un único arquetipo, del que procederían dos familias, representadas por G y T, por un lado, y S, por otro, lo que conducía a negar la doble redacción; sus opiniones las consideraron evidentes algunos y otros como muy probables, al tiempo que algún estudioso se distanciaba cautelosamente de ambas posturas, hablando de “una pluralidad de versiones”. La diferente posición ante este asunto ha conducido a la mayoría de los críticos a defender que el Libro se redactó en 1330, aunque precisamente quienes más han trabajado sobre el mismo texto lo consideran redactado en 1343, ya que el examen ecdótico refuerza la existencia de una versión única (así, Joset y A. Blecua en sus ediciones), si bien quedan aspectos que impiden decantarse tajantemente por una de las dos posturas. En suma, lo que cabe inferir de las investigaciones actuales es que el Libro de buen amor se compuso entre 1330 y 1343.
Adentrarse ahora en la obra implica discernir, de antemano, con toda claridad, el hilo de la trama, más complicado y sinuoso de lo imaginable a primera vista. Antes de nada, hay que separar radicalmente el exordio (coplas 1-70) y el epílogo (1626-1634), en los que habla el autor, y el resto del libro, a lo largo del cual se desarrolla la ficción. En el exordio, en efecto, Juan Ruiz, tras una oración en la que implora ayuda a Dios y la Virgen para sus aflicciones, embute un enjundioso prólogo en prosa, donde declara la intención de su escritura, para, retomando el verso, insistir en la misma y enlazar con una copla en la que, además de comunicarnos su nombre y su cargo, se constituye como “comienço e raíz” del texto a la Virgen, en cuya alabanza se insertan unos dobles “gozos de Santa María”, a continuación de los cuales el autor reitera, una vez más, su propósito que ilustra con el ejemplo de griegos y romanos.
De inmediato, se inicia la ficción: el protagonista, cuyo estado eclesiástico es también el de arcipreste, al igual que el poeta, contará en primera persona varios percances de su vida amorosa, puesto que, como cualquier ser del mundo animal, se ha movido por el instinto sexual (“ove de las mujeres a las vezes grand amor”, 76b). Las tres primeras aventuras eróticas desembocan en un resultado adverso, por lo que el narrador, triste y malogrado, refiere de modo alegórico su disputa con don Amor, que se le aparece y le sugiere distintos medios y ardides de seducción, entre los que se encuentra echar mano de una alcahueta. El personaje, decidido a comprobar tales consejos y después de nuevas amonestaciones de doña Venus, recurre a la vieja Trotaconventos, con cuya ayuda entra en relación con la joven viuda doña Endrina, a la que consigue gozar; con todo, aunque en el pasaje se mantiene la primera persona narrativa, según se avanza en la lectura se sorprende uno al descubrir que el protagonista del episodio no es el de las aventuras anteriores sino que se llama don Melón de la Huerta, disociación que el narrador intenta justificar alegando que ha mechado la historia para procurar un ejemplo al lector, “mas no porque a mí vino” (909b), si bien a renglón seguido parece ahijarse el episodio (910a).
Sin transición, el protagonista habla de sus intentos para conquistar a otras dos damas, meditando entre ambas aventuras sobre la retahíla de nombres que debe evitar quien busque granjearse el favor de una medianera. Mas, ante la cercanía de la primavera y aguijoneado por el deseo de “provar todas las cosas”, abandona la ciudad y emprende una gira por la sierra del Guadarrama, a través de los puertos de Lozoya, Fuenfría y Tablada, durante la cual mantendrá cuatro encuentros con sendas serranas de aspecto salvaje y descomunal, expuestos alternativamente en forma narrativa y en versión lírica. Con dos de ellas (La Chata y Gadea de Riofrío) se ve forzado a mantener contacto sexual, mientras se libra de Alda y no aclara qué ocurre con Menga Llorente, aun cuando de uno de los versos parece desprenderse que pone los pies en polvorosa. A continuación, acudirá como peregrino a la ermita de Santa María del Vado, a cuyo loor dirige una cantiga, a la que se añaden otras dos sobre la pasión de Cristo. Al término del viaje, que coincide con el principio de la Cuaresma, acogida con un universal sentimiento pesaroso, decide regresar a su tierra (Burgos), donde, durante una comida con don Jueves Lardero, recibe una carta de doña Cuaresma, remitida “a todos los arçiprestes e clérigos sin amor”, en la que se ordena divulgar un cartel de desafío contra don Carnal. La misiva le suministra el motivo para contar, de forma alegórica y paródica, la pelea entre Carnal y Cuaresma, asistidos por sus respectivos ejércitos de carnes y pescados, que termina con la victoria de don Carnal, mientras doña Cuaresma, en disfraz de peregrino, se retira hacia Jerusalén. Concurriendo el triunfo de Carnal con la llegada de la Pascua y los días abrileños, el arcipreste narrador, junto a otros clérigos y seglares de las distintas clases sociales, reciben con solemnidad a don Amor, acompañado de don Carnal, en una solemne procesión en que se mezclan árboles, pájaros e instrumentos de todas las clases. En un prado de la villa Don Amor planta su tienda, maravillosamente adornada con una alegoría de los doce meses, y, al día siguiente, marcha en dirección a Alcalá.
En las semanas posteriores, el protagonista requiebra a “una biuda loçana” y a “una dueña fermosa... muy devota”; pero, ante su falta de éxito, decide por consejo de Trotaconventos enamorar a una monja, doña Garoza, contra la que se estrellan las artimañas de la vieja. Como tampoco consigue ni siquiera dialogar con una mora, solo le resta el consuelo de componer cantares; y a su profunda angustia se une la que le depara la muerte de Trotaconventos que provoca un desgarrado planto y un piadoso epitafio. Tal óbito le viene como anillo al dedo para ocuparse de los pecados capitales y de los enemigos del alma (mundo, demonio y carne), así como de los medios que debe utilizar el cristiano para combatirlos (obras de misericordia, dones del Espíritu Santo, obras de piedad y los siete sacramentos). Pero, dispuesto a poner punto final al sermón que se alarga, enuncia la importancia de la brevedad, idea que, aplicada irónicamente a las mujeres, le permite presentar una deliciosa enumeración de “las propiedades que las dueñas chicas an”.
Nada es obstáculo, sin embargo, para interrumpir los proyectos eróticos del protagonista, quien, renovada la primavera, tienta fortuna, una vez más, por medio de don Furón, un “rapaz trainel”, cuya intervención espanta la codiciada pieza y corta, de modo imprevisto e inesperado, el relato amoroso.
Vuelve ahora a hacerse visible el autor en un epílogo donde, con consideraciones semejantes a las del exordio, remacha el mensaje del Libro, lo data y lo entrega al público para que lo enmiende y adicione, de acuerdo con una variante del manoseado tópico de la modestia auctoris. Mas aún, sin nexo directo con la temática de la obra, se copia un ramillete de poemas cortos, de contenido religioso y profano, al que sigue una “Cántica de los clérigos de Talavera”, en la que los canónigos de la villa se quejan, con dolida amargura, de su obispo don Gil de Albornoz, quien se empeña en apartarlos de sus concubinas.
De acuerdo con el resumen precedente, el Libro de buen amor se conforma como un relato en que el protagonista da cuenta en primera persona de la historia de sus amores. Ahora bien, esa forma autobiográfica amorosa resulta un procedimiento poco corriente en la literatura medieval, por lo que se ha intentado aquilatar sus antecedentes, buceando en las literaturas semíticas (tanto en El collar de la paloma como en las maqamat hispanohebreas) y en la tradición occidental (donde unos cuantos textos romances de los siglos XIII y XIV mezclan el autobiografismo erótico con la suma de narrativa y lírica. Lo más probable, con todo, es que la estructura de la obra se relacione con la forma en que se conocieron, durante el Medievo, diversas versiones del corpus eroticum ovidiano (como el Ovidius puellarum o la comedia De Vetula) que, presentadas en primera persona, ofrecen buen número de detalles, temáticos y estructurales, comunes con el Libro de buen amor [Rico, 1967). Pero, al considerar la autobiografía ficticia, una dificultad suplementaria se presenta, ya que en algunos momentos la distinción entre el yo del poeta (que habla en el exordio y el epílogo) y el yo del narrador no aparece tan obvia como se ha indicado sino que ambos parecen superponerse (coplas 575, 845a). Los críticos han buscado interpretaciones varias (desde la introducción de versos espurios por algún amanuense a la inclusión del autor como comentarista de un episodio), si bien me parece que, mientras en el primer caso nos hallamos ante una copla de transición que enlaza dos episodios, con una función irónica y cómica, en el segundo la entrada del yo real asemeja, a primera vista, una anomalía narrativa en la adaptación del Pamphilus de amore que se agrega al cruce producido entre el yo del protagonista y el yo del episodio de don Melón, pues sólo después de ciento y pico de estrofas llegamos a saber que el protagonista del pasaje no es el del resto del Libro sino otro (don Melón de la Huerta), con lo que los dos yo iniciales se han convertido en tres. En cualquier caso, este desdoblamiento del yo no puede disociarse de la multifuncionalidad de la primera persona en el texto [Rey, 1979], porque, amén de los examinados, aparece también, en algunas ocasiones, un yo con función didáctica o moralizadora (coplas 76, 699), de manera que la lectura de la obra enfrenta con un yo flexible o mutable que responde a una tradición medieval, donde “estaba vigente un determinado concepto de la primera persona literaria que propiciaba un uso muy laxo de la misma, uso que, al no pervivir en la literatura moderna, causa perplejidad” (Rey). En suma, no existen incongruencias sino un yo narrador, en el que, a la zaga de otros textos, Juan Ruiz encontró una forma capaz de expresar diferentes puntos de vista, sin olvidar que a las distintas funciones de la primera persona contribuyó también, desde una perspectiva estructural, la diversidad de materiales integrados en la obra, acaso redactados en momentos diversos, así como la singularidad del procedimiento autobiográfico utilizado.
No fue un proceder extraño en la Edad Media la técnica de agrupar asuntos más o menos accesorios en torno a un eje central. En esa línea, la autobiografía erótica, además de centrar la trama, funciona, a su vez, como hilo narrativo en torno al cual se injertan otros elementos accesorios que, aun cuando integrados en el relato, poseen su propia autonomía literaria hasta el punto de que muchos podrían desgajarse del texto y leerse por separado sin que se resquebrajara el argumento central. Así ocurre con el prólogo en prosa, embutido entre las coplas 10 y 11 del exordio, donde el Arcipreste expone la intencionalidad de su obra siguiendo el esquema y las pautas de un sermón expuesto con detalle, precisión técnica y saber teológico. Asimismo, a lo largo del Libro se mechan no pocos exempla (historietas, chascarrillos, fábulas de animales) para que sirvan como ilustración o conclusión de una aventura, como símil didáctico o como argumento de discusión entre los personajes, quienes los utilizan para comprobar o autorizar sus puntos de vista, ora mediante una aplicación directa a la cuestión que se dirime, ora por medio de la variante conocida como exemplum ex contrariis; en su empleo Juan Ruiz se integra en la costumbre que los dominicos habían llevado a la predicación desde el siglo XIII y, además de adaptarlos al contexto con maestría, proporciona a cada relato un tratamiento artístico independiente, remodelando las fuentes con un toque personal que afecta al ambiente y a los personajes.
Por otro lado, el autor incluye un conjunto de disquisiciones de carácter didáctico (sobre derecho civil y canónico, sobre la confesión, sobre las armas del cristiano), erudito (acerca de los instrumentos que no son aptos para los cantares arábigos) o satírico (contra el dinero), para apoyar, de modo explícito, la función docente y moralizadora. Algo menos del 10 por ciento de la obra lo compone, a su vez, una colección de poesías líricas que comprende canciones profanas (cuatro canciones de serrana, dos cantigas de escolares, dos cantares de ciego, una trova cazurra y una cantiga contra la Fortuna) y canciones piadosas o sacras (cuatro Gozos y cuatro Loores de la Virgen, un Ave María y dos Pasiones de Jesucristo); tal variedad de contenidos y de metros responde a un afán de experimentación formal, del que el Arcipreste hace gala en distintos momentos. Un largo pasaje acoge, por otro lado, el relato de la Batalla de don Carnal y doña Cuaresma, que, retomando un asunto muy difundido en la literatura europea, sirve para expresar la simbología del peregrino, burlarse de las procesiones de Pascua y, ante todo, parodiar la poesía épica mediante el enfrentamiento de un ejército de carnes y pescados, cuya relación aprovecha el autor para mostrar un hondo conocimiento de golosinas, manjares y hábitos de comer. Por último, el Pamphilus de amore, comedia elegíaca en latín del siglo XII, se adapta, con una perfecta recreación y ajuste artístico, para conformar el extenso episodio de don Melón y doña Endrina.
Formalmente, el Libro de buen amor se integra en el mester de clerecía, un género que, surgido en la primera mitad del siglo XIII, se caracteriza por el empleo de un verso alejandrino de catorce sílabas, una estrofa cerrada y fija de cuatro versos (cuaderna vía o tetrámetro alejandrino) y una rima consonante o total.
Sin embargo, pese a que el propio autor remacha la adscripción a este género [Salvador Miguel, 1979], considera tal métrica alterable y transformable, de modo que la somete a un nuevo sistema que, por más que se discuta en algunos puntos concretos, conduce a abandonar la dialefa mantenida hasta entonces en la versificación y, sobre todo, a integrar hemistiquios heptasilábicos junto a los octosilábicos, con una intencionalidad artística y estilística consciente, fundamento de imitaciones y variaciones en los autores que le siguen; además, supera a los restantes en la riqueza de rimas. Pese a todo, el sistema métrico de Juan Ruiz sigue planteando no pocos problemas [véase Freixas, 2000]. Su anhelo de experimentar con las formas poéticas le lleva a adornar todavía el Libro con composiciones en distintos metros, cuya huella se refleja patente en el Canciller Ayala.
Si en los planos fonológico y morfosintáctico, en la obra del Arcipreste concurren todavía muchas variantes que reflejan el enfrentamiento entre la tradición y la renovación que manifiesta la lengua de su tiempo, el vocabulario se distingue por la copiosidad, así como por la preferencia por el léxico concreto y realista, gracias al cual propende a vivificar las abstracciones y a emplear la lengua cotidiana y coloquial, de la que es índice su maestría en la adaptación al contexto tanto de refranes como de máximas. Atento al valor plurisignifactivo de las palabras, muestra una gran afición al uso de vocablos que, a causa de la pluralidad de connotaciones semánticas, provoquen el choque de imágenes y sugerencias distintas en la mente del lector y se aprovecha del léxico para incluir experimentos estilísticos, paralelos a los métricos. En las recetas codificadas en las artes poeticae aprendió asimismo el empleo de ciertos tópicos, la insistencia en la verosimilitud de lo narrado, el recurso a la digressio o la manera de tratar los diversos géneros que se dan cita en la obra (pastorela, exemplum, vituperatio, planctus, debate, etc.).
Como toda creación genial, imposible de encasillar en una sola lectura, el Libro de buen amor ha suscitado una enorme variedad de interpretaciones, entre las cuales tres se muestran como seguras. Por un lado, es indudable un mensaje didáctico, en el que el autor insiste en el exordio, sin que lo desmienta la fabulosa autobiografía, en cuanto el arcipreste protagonista es un trasgresor más de los mandamientos divinos, representante, por tanto, de la humanidad pecadora y de los clérigos incontinentes. Sin embargo, las aventuras de ese personaje terminan en el fracaso casi sin excepción, mientras que su proceder galante no afecta ni a su fe ni a la seriedad con que comenta asuntos relacionados con la doctrina o la disciplina eclesiástica (el influjo de los astros en la vida o la necesidad de que la confesión la administre el párroco propio). El arcipreste ficticio refleja, por tanto, el universal contraste del momento que hacía chocar la firme creencia religiosa con el apetito vital y unos hábitos más que laxos, de manera que es un didactismo al que se llega a través del exemplum ex contrariis: la conducta rechazable de un personaje, al que no se debe emular. Pero el propio Juan Ruiz indica que la lección moral debe entenderse con humor, puesto que su libro pretende también comunicar “solaz”, en una combinación corriente en la Edad Media, puesto que ya los teóricos del siglo XII (Hugo de San Víctor, Hildeberto de Lavardin, etc.) destacaron el interés de combinar seriis ludrica; así, si incluso la cadena de malogros amorosos del protagonista cabe entenderla en una dimensión cómica, otros muchos detalles deben examinarse dentro de la importancia concedida a la risa, singularmente los numerosos pasajes paródicos, tanto de asuntos eclesiásticos (el habla monástica por signos, las horas canónicas) como de géneros y técnicas de la literatura romance (la pastorela o la épica). No faltan tampoco, en tercer lugar, pasajes en que el autor aparenta dejar al lector una libertad de interpretación, basada en la ambivalencia con que cabe ver un mismo hecho, lección aplicada a la obra de modo inequívoco (coplas 67-70). Pero la comprensión del Libro de buen amor no se agota desde estas perspectivas, pues secundariamente, acoge un poso de crítica eclesiástica, una cierta parodia del amor cortés y una captación extraordinaria de aspectos de las costumbres y la realidad circundante que explican su profusa difusión en la Edad Media, aunque desde el siglo XVI permaneciera casi ignorada hasta su recuperación por Tomás Antonio Sánchez en 1790; desde entonces comenzó a valorarse poco a poco como una de las obras más geniales de la literatura española.
Obras de ~: Libro de buen amor, ms. de Gayoso (G), fines del siglo XIV, Real Academia Española; ms. de Toledo (T), fines del siglo XIV, Biblioteca Nacional de España; ms. de Salamanca (S), c. 1417, Biblioteca Universitaria de Salamanca; y otras versiones y fragmentos tardíos especificados en el texto de la biografía; ed. paleogr. de todos los códices por M. Criado de Val y E. W. Taylor, Madrid, Aguilar, 1976; eds. más recomendables: de G. Chiarini, Milano-Napoli, Riccardi Ricciardi, 1964; J. Corominas, Gedos, 1967; J. Joset, Madrid, Espasa Calpe, 1974, 2 vols.; A. Blecua, Barcelona, Planeta, 1983; N. Salvador Miguel (ed. modernizada) Madrid, Alhambra, 1985 (y varias reimpresiones posteriores).
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Nicasio Salvador Miguel