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Antonio Osorio de Acuña

Biografía

Osorio de Acuña, Antonio de. ?, c. 1460 – Simancas (Valladolid), 24.III.1526. Obispo de Zamora, embajador, comisario general de la Armada, guerrillero comunero.

Hijo de Luis Osorio de Acuña, obispo de Segovia, luego de Burgos. Desde joven, emprendió la carrera eclesiástica, lo que no le impidió perseguir unos ambiciosos proyectos políticos. Empezó por ser arcediano de Valpuesta (Burgos) en 1495. A finales del siglo XV residió en Roma durante varios años. Después de la muerte de Isabel la Católica (1504), tomó partido a favor de Felipe el Hermoso contra Fernando de Aragón.

El 10 de agosto de 1505, fue nombrado embajador en Roma. Allí gestionó con el papa Julio II su nombramiento como obispo de Zamora. El rey Fernando y el Consejo Real se opusieron, pero Acuña tomó posesión por la fuerza de su diócesis (1507). En los años siguientes, tuvo una serie de litigios con el Regimiento de Zamora. Se produjo una reconciliación con el rey Fernando que utilizó sus servicios como emisario en Bearn, tras la invasión española en Navarra.

Al llegar Carlos I a España, le envió una carta a Chièvres para solicitar el puesto de embajador en Roma, pero no tuvo éxito. El 27 de enero de 1519, el Rey lo designó como comisario general de la Armada contra el turco que se había de embarcar en Cartagena. No llegó a ocupar el puesto. Es posible que aquellas decepciones de tipo personal le hubieran empujado hacia la oposición al nuevo régimen. En el verano de 1520, cuando empezó el movimiento de las Comunidades, Antonio de Acuña residía en Toro. El 25 de agosto, al enterarse que el Ejército real, mandado por Antonio de Fonseca, había puesto fuego a Medina del Campo, Acuña y el zamorano Hernando de Porres, también residente en Toro, se pusieron al frente de un grupo de comuneros y saquearon la casa de Pedro de Bazán, regidor, que se había puesto al servicio de Fonseca. Desde entonces, se convirtió en uno de los más ardientes y eficaces partidario de las Comunidades. Echó de Zamora al conde de Alba de Liste. En octubre, preparó una expedición belicosa para entrar en Burgos que acababa de retirar sus procuradores de la Junta comunera. Por las mismas fechas se le vio mucho en Valladolid, “con su caballo y su coselete”, a pesar de tener ya sesenta años, “en el brío y en las fuerzas, como si fuera de veinticinco, era un Roldán”, comentará más tarde el cronista Sandoval.

Se habla de él como de un posible capitán general del Ejército comunero, pero el elegido fue Pedro Girón. Acuña siguió siendo, sin embargo, uno de los más fogosos combatientes. Reclutó a trescientos curas de la diócesis de Zamora que transformó en soldados y a quienes se confió la defensa de la ciudad de Tordesillas contra las tropas reales. Pedro Girón, al traicionar a los comuneros, abrió a los enemigos las puertas de Tordesillas (5 de diciembre de 1520). Malhumorado, Acuña se retiró entonces a Toro, pero volvió pronto a ponerse al servicio de la Junta de Valladolid. Comenzó enseguida a entrenar las tropas y a predicar la revolución. El 23 de diciembre, la Junta le encargó la misión de intentar despertar el fervor revolucionario en la zona de Palencia. Su tarea consistía en desterrar a los sospechosos, percibir los impuestos en nombre de la Junta y organizar una administración devota de la causa comunera. Inauguró su campaña de propaganda en Dueñas, luego, el día de Navidad, en Palencia. En pocos días, enderezó la situación y exaltó los sentimientos revolucionarios de aquella zona. Tras descansar unos días en Valladolid, se puso de nuevo en camino para completar su obra y, el 10 de enero, se hallaba otra vez en Dueñas. Empezó desde allí una gran ofensiva contra los señoríos de la Tierra de Campos. Al paso del obispo —se quejaba el cardenal Adriano— se robaba, se desfiguraba a las gentes, se cometían asesinatos, se saqueaban las iglesias... Entró a saco en fuentes de Valdepero, detuvo a los señores, el doctor Tello, miembro del Consejo Real, y su yerno Andrés de Ribera, y los envió presos a Valladolid, a continuación, se dirigió contra Cordovilla, propiedad del conde de Castro, prendió fuego al castillo. Se ensañó luego contra Paredes de Navas, Trigueros, Becerril y Frechilla, donde se apoderó de los bienes del licenciado Lerma, alcalde de Corte. Intentó apoderarse de la fortaleza de Magaz, defendida por Garcí Ruiz de la Mota, hermano del obispo Mota, no pudo vencer la resistencia, entonces Acuña se ensañó con la población, no dejó ni un brocado, ni un maravedí, ni una cabeza de ganado, escriben sus enemigos, robó los crucifijos, los ornamentos de las iglesias, incluso el manto de la Virgen... Los señores denunciaron la crueldad y el vandalismo del obispo, el populacho veía en él a un libertador. Aquella campaña de Acuña en Tierra de Campos dio a las Comunidades, en la segunda fase de su desarrollo, el aspecto de un violento movimiento antiseñorial.

A fines de enero de 1521 llegó a España la noticia de que había muerto el cardenal de Croy, sucesor de Cisneros en el arzobispado de Toledo. Los comuneros de Toledo pensaron enseguida en conseguir la dignidad vaca para Francisco de Mendoza, hermano de María Pacheco. Poco después, la Junta de Valladolid envió a Toledo a Antonio de Acuña, probablemente para impedir que las cuantiosas rentas de la mitra pasasen a manos de los anticomuneros, pero Acuña dio a entender que también le interesaba convertirse él mismo en arzobispo de Toledo. En la zona de Toledo, Acuña actuó con suma prudencia y procuró no enemistarse ni con el duque del Infantado ni con el marqués de Villena, poderosos magnates que tenían sus feudos en aquellas tierras. Por todas partes, el obispo de Zamora fue acogido con entusiasmo, sobre todo en Alcalá de Henares donde llegó el 7 de marzo, varios profesores —uno de los más destacados fue Hernán Núñez, “el comendador griego”, así llamado porque era comendador de la Orden de Santiago y catedrático de Griego— y muchos estudiantes de la Universidad se manifestaron entonces a su favor y le aclamaron como arzobispo de Toledo. Desde Alcalá, Acuña pasó a Madrid, Illescas, Yepes, Ocaña, reforzando su tropa con los soldados que reclutó por todas partes, a finales del mes de marzo, se enfrentó, en El Romeral, cerca de Lillo, con la hueste del prior de San Juan. Pocos días después, el 29 de marzo —Viernes Santo—, hizo una entrada triunfal en Toledo, en la plaza de Zocodover. Mientras se iniciaba el oficio de tinieblas, a lo lejos se escuchó un murmullo de gente que iba en aumento. Las puertas de la Catedral fueron abiertas por una muchedumbre que llevaba casi en volandas a Acuña, pidiendo a gritos que fuera nombrado arzobispo de Toledo, sentando a éste en la silla arzobispal, sin poder oponer resistencia, los canónigos escaparon por donde pudieron, quedando el rezo de tinieblas interrumpido.

El 12 de abril, Acuña salió de Toledo al frente de mil quinientos hombres para atacar a las tropas del prior de San Juan. Varios combates se desarrollaron entonces, uno de los más sangrientos tuvo lugar en Mora, donde murieron más de tres mil víctimas, entre hombres, mujeres y niños. Al llegar a Toledo la noticia de la derrota de Villalar y de la muerte de Padilla, Acuña tuvo que enfrentarse con la personalidad de María Pacheco que vio en él un rival. No tuvo más remedio que abandonar discretamente la ciudad, a principios de mayo. Dio por fracasada la revolución e intentó entonces huir a Francia, pero fue detenido en Navarra, tres semanas después. Fue encarcelado en un castillo cerca de Nájera mientras el emperador Carlos V preparaba el proceso que se había de abrir contra él y por el que se solicitaron en Roma las autorizaciones pertinentes. El Papa pretendía resolver personalmente el asunto. El Emperador, al contrario, deseaba que el proceso se celebrase en España. Finalmente, el Papa autorizó al cardenal Adriano a instruir el proceso, pero le impuso dos condiciones: Acuña no sería sometido a tormento y el juicio definitivo se celebraría en Roma. En marzo de 1522, el cardenal Adriano fue elegido Papa y salió para Roma. Unos meses después, volvió el Emperador a España y decidió llevar el asunto personalmente. Ordenó que Acuña fuera trasladado a la fortaleza de Simancas, solicitó del Papa plenos poderes para que obispos españoles pudieran juzgarlo, someterlo a tormento y ejecutar la sentencia. Adriano VI pareció aceptar aquella situación y, a principios de febrero de 1523, el obispo de Burgos, Fonseca, dio comienzo al proceso que fue continuado por Antonio de Rojas, arzobispo de Granada y presidente del Consejo Real. La acción judicial se prosiguió hasta que, en febrero de 1526, Antonio de Acuña intentó huir de Simancas. Con la complicidad de una esclava y del capellán de Simancas, pudo hacerse con un puñal y una piedra que disimuló en una bolsa como si fuera su breviario. El 24 de febrero, mientras Acuña se hallaba conversando con el gobernador de Simancas, Mendo Noguerol, tomó de repente del brasero un puñado de cenizas ardientes y las lanzó a los ojos del carcelero, a continuación, le golpeó con la piedra y lo remató a puñaladas, y, cuando se disponía a abandonar su celda, apareció de improviso el hijo de Noguerol que da en seguida la voz de alarma. Acuña perdió tiempo preparando la cuerda que le había de servir para deslizarse por el muro. Los guardias se precipitaron sobre él y lo detuvieron. Encarcelado otra vez, Acuña fue objeto de un nuevo proceso, que instruyó el alcalde Ronquillo, quien, el 22 de marzo, lo sometió a tormento y pronunció la sentencia de muerte el día siguiente.

Acuña fue ahorcado el 24 de marzo de 1526 en la misma fortaleza de Simancas. Cuando ordenó la reapertura del proceso, Carlos V puso al Papa ante los hechos consumados sin intentar disimular la gravedad de una acción contra un prelado. Se consideró como excomulgado y, a la espera de la absolución papal, se abstuvo de acudir a la iglesia. El breve de absolución no tardó mucho en llegar, en lo que se refería al Emperador; Ronquillo y el verdugo tuvieron que esperar hasta septiembre de 1527, tras una ceremonia de expiación en la Catedral de Palencia, cuando fueron absueltos de todas sus culpas por haber dado muerte a un obispo. Sin embargo, aplicando al caso de Ronquillo una vieja leyenda, que recogerá Zorrilla en su obra El alcalde Ronquillo o el diablo en Valladolid, la imaginación popular se apoderó de la figura del juez, alma en pena destinada e expiar eternamente el pecado de haber dado muerte a un obispo.

 

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Joseph Pérez