Quiles, Domingo. Obón (Teruel), c. 1570 – Monasterio de Poblet (Tarragona), c. 1635. Abad cisterciense (OCist.), doctor en Teología.
Ingresó en su juventud en el monasterio cisterciense de Poblet, habiendo recibido el hábito monástico en 1589 de manos del abad fray Francisco Oliver, y recibido la científica en el colegio que el monasterio tenía abierto en Lérida, en el que obtuvo el doctorado en Teología. Comenzó bien pronto a prestar servicios a la Orden, a través de diversos puestos de responsabilidad. En 1611 aparece como procurador en el propio monasterio en tiempos del abad fray Simón Trilla, dicho abad le confió la gestión de diversos asuntos delicados.
Antes de crearse la Congregación de Aragón, los abades del Císter confiaban a los de Poblet “el gobierno de la Orden en estos reinos por el capítulo general de Císter y fueron siempre tan favorecidos de los reyes y nuncios de España, que satisfechos de la singular observancia que florecía en Poblet, les encargaban la reforma de los demás”. Pero sucedió que tal prerrogativa despertó susceptibilidades en otros monjes de la Orden quienes, “disfrazados con capa de celo de la religión, tiraron a menoscabarle los créditos, informando al nuncio de su Santidad que en este monasterio no sólo no había observancia que se decía, antes bien se vivía con harta relajación a causa de que no había sido visitado desde que sus abades tenían el mando de la Orden”.
La Nunciatura tomó cartas en el asunto e intentó poner remedio, nombrando dos visitadores extraños para investigar los hechos sobre el terreno. Se trataba del abad de Veruela, fray Juan Álvaro, y el maestro fray Lorenzo de Zamora, abad que había sido de Santa María de
Terminada esta misión delicada, Domingo Quiles aparece en 1623 al frente del priorato de San Vicente de la Roqueta y mayoral de Quart, en Valencia, de donde fue arrancado para regir el propio monasterio en 1628, en cuyo año se reunió el capítulo provincial en el monasterio, al que asistieron además de los abades y procuradores de cada monasterio el vicario general de la Congregación, fray Nicolás Talavera, abad de Valldigna y comisario especialmente nombrado por el abad del Císter, fray Pedro Nivelio, asistiendo de parte del Rey el nuevo arzobispo de Tarragona, Juan de Guzmán. En este capítulo hubo nombramiento de vicario general de la Congregación, recayendo la mayoría de votos sobre el abad de Rueda, fray Miguel Descartín, futuro obispo de Barbastro. Este nuevo vicario trató por todos los medios de revitalizar el colegio de San Bernardo de Huesca, suprimiendo o restando vitalidad al de Lérida, sostenido por Poblet desde hacía medio siglo. Quería a toda costa que este monasterio enviara los estudiantes al de Huesca, dejando el de Lérida; mas chocó con el carácter enérgico de fray Domingo Quiles, quien, a favor del colegio de Lérida, por haberse formado en él, se opuso tenazmente al proyecto no consintiendo que se le arrebatara esta única prerrogativa, ya que le habían quitado la de vicario del abad de Císter, ostentado durante muchos años. No sólo se opuso a las pretensiones del nuevo vicario de enviar sus monjes a estudiar a Huesca, sino que continuó enviándolos a Lérida, nombrando él mismo un nuevo rector de toda su confianza en la persona de fray Pedro Motilva. Fue más allá: deseando evitar contiendas y sinsabores, recurrió al general del Císter exponiéndole la situación, así como los intentos de obligar a los estudiantes catalanes a ir a Huesca. Poco tardó en contestar el propio vicario general de la Congregación, diciéndole que concedía al abad de Poblet facultad para enviar a sus estudiantes al estudio de Lérida, por estar más próximo y serle más fácil atender a sus necesidades. Con estas recomendaciones se terminaron las disensiones y siguieron funcionando los dos colegios.
En 1630, el arzobispo de Tarragona convocó un sínodo diocesano y no pudiendo asistir fray Domingo por hallarse indispuesto, envió en su nombre a fray Pedro Motilva, rector —según queda insinuado— del colegio de Lérida. Más tarde, en noviembre, volvió el prelado a personarse en Poblet para recrearse con los monjes quienes habían cobrado gran afecto desde que presidió el capítulo provincial en 1628. Felipe IV, que había celebrado cortes en Barcelona, en el año 1627 y que quedaron suspendidas, quiso terminarlas en 1632, escogiendo para ello la villa de Montblanch, y no teniendo allí alojamiento adecuado para la corte, pensó en el monasterio de Poblet, poniéndose al habla con fray Domingo. Se intentaba ampliar el palacio de Martín V y se hicieron los estudios y preparativos pertinentes con objeto de llevar a cabo las obras, pero las alteraciones políticas surgidas, precisamente en Cataluña, dieron al traste con aquel proyecto y todo se quedó como estaba.
Antes de finalizar su mandato, quiso el abad Quiles dejar bien asegurada la jurisdicción criminal sobre los vasallos. Es cierto que Paulo V había dado un breve concediendo que tanto el abad como cualquier monje elegido por él podían mezclarse en causas criminales relativas a los vasallos del monasterio, sin incurrir por eso en censura alguna, pero no estando clara la doctrina, nuevamente recurrió fray Domingo a Urbano VIII, quien se dignó a dirigir un breve a los monjes de Poblet en agosto de 1632, en el cual se reiteraba la facultad de poder ejercer jurisdicción aquel monje a quien el abad nombrara procurador o gobernador de las baronías del monasterio. En los cuatro años que continuó rigiendo la abadía, dio quince hábitos a otros tantos pretendientes. Finalizó su cometido el 14 de septiembre de 1632, habiendo sido elegido en el mes de octubre visitador de las casas de Cataluña. Finestres, que es quien más datos ofrece sobre él no señala la fecha de su muerte.
Bibl.: J. Finestres, Historia del Real Monasterio de Poblet, t. V, Barcelona, Orbis, 1949, págs. 47-52; A. Masoliver, Orígenes y primeros años (1616-1634) de la Congregación Cisterciense de la Corona de Aragón, Poblet, Abadía, 1973, passim; D. Yáñez Neira, “Presencia del Císter en Aragón a través de sus monjes ilustres”, en El Císter. Órdenes religiosas zaragozanas, Zaragoza, Instituto Fernando el Católico, 1987, págs. 292-295.
Damián Yáñez Neira, OCSO