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Rosa Figueroa Tercero

Biografía

Figueroa Tercero, Rosa. Rosa del Patrocinio. Córdoba, 1603 – Monasterio del Císter (Córdoba), 21.I.1640. Religiosa cisterciense (OCist.), mística.

Descendiente del matrimonio formado por Juan de Figueroa y Felipa Tercero, apareció desde el primer momento con indicios manifiestos de que llegaría a ser un alma de selección, como en efecto lo fue. El Espíritu Santo la escogió para morar en ella como en un verdadero templo y la fue guiando con celestiales carismas, de manera que ella, correspondiendo a sus gracias, logró pasar por la vida con el alma limpia de manchas graves. Era muy pequeña cuando sintió una fuerza interior que la llamaba a retirarse del mundo para consagrarse a Dios en el claustro. Puesta de acuerdo con otra hermana suya, un poco mayor, las dos solicitaron el ingreso en el monasterio del Císter, sito en la misma ciudad de Córdoba. Rosa sólo contaba trece años, y es admirable cómo se abrazó con aquella vida de retiro total del mundo, con la misma ansiedad que un hidrópico se arroja sobre el agua cristalina.

Las dos hermanas recibieron juntas el hábito blanco del Císter el 13 de mayo de 1615.

Se reproducen algunos conceptos de los biógrafos que se ocuparon de consignar los recuerdos más salientes de la vida de Rosa Figueroa en aquel lugar.

“Trasplantada a este fecundo vergel de santidad —se escribe en su vida—, fueron colmadísimos los frutos que produjo con la divina gracia. En estos primeros años eran sus comuniones fervorosísimas y frecuentes; su oración mucha y devota, su lección de libros gustosa y santa; su semblante a todos edificaba con su modestia y en esto fue exquisito su cuidado, y tanto porque oyó que se atribuía la blancura de la tez del rostro de que la naturaleza la había dotado, de algún modo especial cuidado suyo muchas veces humedecía rostro y manos se ponía a los ardientes rayos del sol en siestas de verano”. Como la reprendieran por este, al parecer, exceso, entonces rogó a Dios, quien le hizo desaparecer la brillantez de su rostro, trocándolo en una palidez tan llamativa que le duraría toda la vida. Fue amantísima de la mortificación, y considerando a Jesús esposo de sangre, quiso corresponder de alguna manera vertiendo la suya casi a diario en los crueles golpes de disciplinas que se propinaba con cilicios acerados.

La castidad fue cultivada y anidaba en su pecho como el mejor de los obsequios para ofrecer al divino Esposo. No se contentaba con amarla, sino que ponía todo su afán en fomentarla y defenderla de todos los peligros. Uno de sus principales propósitos era no mirar a persona alguna que pudiera ser incentivo de pecado. Antes de acudir al locutorio, se prosternaba a los pies del Sagrario pidiendo auxilio al Señor para conservarse intacta y no desagradarle lo más mínimo.

La devoción que profesaba a la Virgen Inmaculada era entrañable, devoción que no pocas veces se vio correspondida por la Madre del Amor Hermoso. Cuentan que se le apareció en una ocasión acompañada de santa Inés, su santa predilecta. Esta santa le dijo con voz muy clara y dulce que la siguiera a la gloria. Rosa Figueroa la respondió sin titubeos y llena de nostalgia: “Luego, luego”, pero la santa le respondió que todavía no había llegado la hora, que no tardaría en llegar.

Quedó tan consolada de esta visión que sus deseos de padecer se acrecentaron: intensificó su vida de oración, redobló sus austeridades y penitencias, se alejó por completo de todo trato y conversación mundanos y todo su afán era prepararse para recibir al Esposo, suspirando más y más cada día por estar con Él y con la Virgen Madre. Se le recrudecieron los padecimientos físicos, y por fin le llegó el último trance de su vida en plena juventud, cuando sólo contaba treinta y siete años de edad. Una pena honda la afligía en aquella hora: saber que dejaba en la tierra a su madre terrena muy anciana, la cual sufriría lo indecible con este golpe de ver desaparecer a su hija.

Por eso, exhortó a su confesor que tratara por todos los medios de consolarla en aquel trance. El 20 de enero, víspera de santa Inés, a la cual veneraba con fervor singular, sor Rosa entró en agonía y al poco rato exhaló su postrer suspiro y fue a recibir el premio del Señor para todos aquellos que lo dejan todo por servirle. Uno de los confesores que la trató durante muchos años, al enterarse de su muerte, aseguró que no dudaba lo más mínimo que esta religiosa había volado de caella ad coelum (de la celda al cielo), testimonio confirmado por sus hermanas de hábito, testigos constantes de sus virtudes.

 

Fuentes y bibl.: Archivo del Monasterio del Císter (Córdoba), documentación inédita.

D. Yáñez Neira, “Catálogo de monjes santos desconocidos (s. xviii-xx) ‘Madre Rosa del Patrocinio (1703-1740)’”, en Cîteaux (Abbaye de Cîteaux), año 19 (1988), págs. 339-340.

 

Damián Yáñez Neira, OCSO