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Sancho IV Garcés

Biografía

Sancho IV Garcés. El de Peñalén. ?, c. 1040 – Peñalén (Funes, Navarra), 4.VI.1076. Rey de Pamplona, último de la dinastía de los “Jimenos” o, mejor “Sanchos”, fundada algo más de siglo y medio atrás por Sancho I Garcés.

Primogénito de García III el de Nájera y su esposa Estefanía, parece que fue reconocido y “ordenado” rey sobre el propio campo de batalla de Atapuerca (Burgos) donde acababa de perder la vida su padre. Contó presumiblemente con la conformidad del vencedor, su tío el rey Fernando I de León y Castilla, pero no hay pruebas para confirmar la hipótesis de que le prestara homenaje, ni siquiera por las tierras de la (Castella Vetula) antiguamente enmarcadas en el Reino de León. El nuevo Soberano estaba a punto de alcanzar la mayoría de edad de catorce años y durante algunos meses expidió sus diplomas junto con su madre Estefanía, aunque no conviene olvidar que durante su minoridad había estado en concepto de ayo a “eitán” bajo la tutela de Fortún Sánchez, el más fiel de los magnates del Reino desde los tiempos de Sancho el Mayor.

Como cabía esperar, no tardaron en hacerse sentir las consecuencias lógicas del enfrentamiento de Atapuerca. En los distritos, “mandaciones” o commissa de la herencia de su abuela doña Mayor y, especialmente, los de la citada “Castilla Vieja” y sus aledaños marítimos resultaba imposible ya seguir cohonestando el principado o potestas del Monarca pamplonés con los intereses y relaciones de linaje de una aristocracia local que desbordaban la reciente línea de división interna del espacio condal castellano. Se trataba además de una zona en la que formalmente no había decaído el supremo dominio originario (auctoritas) del Rey leonés y por esto seguramente la presión del círculo nobiliario debió de contribuir al reajuste entre ambos espacios de poder político. El corrimiento de fidelidades se produjo tempranamente en la franja de “mandaciones” limítrofes, entre el Arlanzón y Trasmiera, incluido el Monasterio de Oña, y pronto se extendió hacia 1057-1058 a las comarcas de Mena, Lantarón, Bureba central y Oca. Un diploma de Leire parece acusar tal encogimiento de los confines occidentales de la Monarquía pamplonesa al consignar con énfasis, en la Navidad de 1061, que Fernando reinaba “en toda Castilla”, aunque ya el año anterior constaba Pancorbo en algún documento navarro como una extremidad del dominio regio pamplonés y. quedaban además en esta órbita Álava, Vizcaya y Guipúzcoa.

La vinculación del espacio alavés también desde la reina Mayor al Rey de Pamplona sin que éste llegara a poseer villas de su señorío directo, pudo ajustarse a las pautas de encomendación vasallático-beneficial de la nobleza local que, como en Aragón, parece dotada de fuerte entidad corporativa propia (barones y, milites Alavenses), acrisolada desde la época en que el territorio había constituido a finales del siglo ix un condado de la marca oriental del reino ovetense, con el que coincidió pronto un obispado conforme a la adecuación tradicional de la geografía eclesiástica a la política. En esas relaciones de dependencia personal el Monarca debió de respetar y aún confirmar, como en casos semejantes de la época, la estructura social y la ordenación eclesiástica anteriores, y lo ponen de manifiesto las alusiones al cabeza de linaje más sobresaliente en cada momento, por ejemplo, don Munio Gundesalbiz “conde” en Álava (1042), el “señor” (señor) don Marcelo en Alaba (1064-1066) y mandatario o “tenente” además de Marañón y Grañón (1071), o bien también Orbita Aznárez “señor” en Álava (1068). Por otro lado, resaltan en términos análogos la subordinación al Rey pamplonés del conde Íñigo López de Vizcaya y Durango, casado con la hija de Fortún Sánchez, el mencionado ayo o “eitán” del Soberano, y así como la concesión otorgada por García III Sánchez del privilegio de ingenuidad a favor de los monasterios o “iglesias propias” de la aristocracia en tales comarcas. En cuanto al espacio guipuzcoano nuclear, el tramo medio del Oria, basta recordar que en 1055 tenía Guipúzcoa (Ipuscoa) por mano de Sancho IV Garcés el “señor” (senior) aragonés García Aznárez, arraigado allí probablemente por razón de su matrimonio con doña Galga de Ipuçcha, seguramente la más distinguida por su patrimonio en aquella tierra. Por otra parte, en toda la franja alavesa, vizcaína y guipuzcoana de la anterior acumulación condal castellana proliferaron precisamente en este período los dominios de los grandes monasterios aragoneses, pamploneses y najerenses seguramente para incrementar su colonización. En todo caso, a la aristocracia local le venía interesando mantener su fidelidad al primogénito de doña Mayor y a su sucesor en el Reino de Pamplona, dispuestos a respetar sus intereses colectivos.

El rey Fernando se mostró benévolo con su sobrino huérfano asistiendo, por ejemplo, junto con su hermanastro Ramiro a la consagración de la iglesia de San Pedro de Nájera (1056), presidida por el monarca pamplonés y su madre Estefanía, muerta poco tiempo después (25 de mayo de 1058). Medió luego en el primer conflicto del joven Monarca con la alta nobleza de sus propios “barones” pamploneses (1061), un punto en el que conviene no descartar la hipótesis de que el descontento tuviera su razón de ser en la pasividad del joven e inmaduro Sancho en el juego político de los reinos hispano-cristianos con los llamados reinos de taifas y el correlativo lucro de “parias” o tributos. Hacia 1060 o quizás poco antes, el régulo al-Muqtadir de Zaragoza abandonaba la protección pamplonesa la tutela pamplonesa y se convirtiera en tributario del poderoso Monarca de León y Castilla. Los nuevos roces pudieron sobrevenir con el primogénito de Fernando y su heredero en Castilla, el futuro Sancho II, aunque no parece fiable la noticia de que, siendo todavía infante y acompañado por el joven Rodrigo Díaz de Vivar, luego Cid Campeador, acudiese a la defensa de Graus a favor de al-Muqtadir de Zaragoza y en contra de Ramiro de Aragón (1063). En todo caso, posesionado ya de su reino, Sancho II atravesó acaso los dominios pamploneses para exigir ahora ante los propios muros de Zaragoza (1067) las parias antes abonadas a su padre por el régulo musulmán, aunque éste no tardaría en renovar (abril de 1069) las que también liquidaba al Rey de Pamplona, y existe la posibilidad de que en esta tesitura ocurriese la llamada “guerra de los tres Sanchos”.

Sancho IV Garcés habría requerido la ayuda de Sancho Ramírez de Aragón para rechazar en Viana a su homónimo castellano, primo de ambos, y obligarle a evacuar los dominios que le había arrebatado. En todo caso, el castellano García Ordóñez tuvo a su cargo desde 1070 los distritos o “mandaciones” de Pancorbo y Grañón, y sólo hay noticia de algún incidente fronterizo posterior, como el de los hombres del condado de Lara retenidos y expoliados en su peregrinación a San Millán, aunque no es creíble que diese lugar a un enfrentamiento armado.

Hay suficientes pruebas de que el Monarca pamplonés se consagraba preferentemente a la acumulación afanosa de riquezas. Por esto probablemente envió a sus caballeros a colaborar ya en 1058 con al-Muqtadir frente a su hermano al-Mużaffar de Lérida y explotó luego a fondo y a toda costa el filón de parias zaragozanas que le llegaron a reportar habitualmente 12.000 monedas de oro anuales, como acreditan sus pactos de paz y alianza con el régulo zaragozano cuya Corte visitó personalmente con todo su séquito. En el primero de estos tratados, ya citado (abril de 1069), una renovación de otros anteriores, se comprometían “en fraternidad y caridad sinceras” a no confabularse con sus respectivos enemigos, cristianos o musulmanes, y se garantizaban mutuamente la estabilidad y seguridad de sus vías de comunicación y fronteras (extrematuras). Tal vez el retraso en alguno de los pagos acordados motivó una ruptura momentánea de hostilidades y la ocupación del castillo de Caparroso por al-Muqtadir y el de Tudején (término actual de Fitero) por parte de Sancho. El segundo tratado, datado el 25 de mayo de 1073, preveía la devolución mutua de tales plazas y la renovación de los pagos y compromisos anteriores. Mas el Monarca pamplonés llegó ahora mucho más lejos, pues suscribió una alianza militar activa frente a cristianos y musulmanes y, en especial, se comprometió a pedir a Sancho I Ramírez de Aragón el abandono de las posiciones ocupadas en tierras oscenses, así como la renuncia a la devastación de los dominios zaragozanos; y en caso de ser desoídas estas admoniciones, aseguraba su colaboración armada en la guerra que por ello pudiese declarar al-Muqtadir, el cual le ayudaría a su vez a recobrar las plazas que le pudiera retener el príncipe aragonés.

La renuncia del Rey a las acciones ofensivas salvo para defender a un régulo musulmán contra un príncipe cristiano, debió de acentuar el desasosiego en las filas de la aristocracia militar pamplonesa que tenía su principal razón de ser en la guerra y las ganancias de botín por los dominios sarracenos, enemigos del nombre de Cristo, de conformidad con el proyecto originario de la Monarquía. Entre tanto se habrían acumulado otros resentimientos por presumibles favoritismos y arbitrariedades del Rey en la distribución de “tenencias” u honores y “parias” y sin duda también por su desconsiderada conducta personal. Muerta la reina Estefanía, hacia 1061 se detectaba ya un evidente conato sedicioso, con motivo probablemente de los reajustes que debió de hacer el joven Soberano en la asignación de distritos tras el citado retroceso de sus dominios en tierra castellana. El clima de tensión y recelos se puso claramente de manifiesto en el convenio juramentado (Iuramentum quod convenerunt et iuraverunt rex domnus Sancius et suos barones) que se vio obligado a suscribir con sus “barones” (13 de abril de 1072) precisamente a la vuelta de su mencionado viaje a la Corte zaragozana de al-Muqtadir, para dar fin “a todos los males” o conflictos que se venían produciendo al menos desde las aludidas turbulencias de la década precedente. El énfasis con que se intenta garantizar los derechos propios del grupo nobiliario y la correcta aplicación del procedimiento judicial que tradicionalmente correspondía a sus miembros, así como asegurar la estabilidad en el desempeño de las “mandaciones” u honores debidamente “tenidas” o regidas “en verdad, recta fidelidad y sin engaño”, constituyen un síntoma muy claro de las frecuentes infracciones cometidas por el Rey en este plano. Lo mismo se deduce de la fórmula de arreglo mediante juramento, el del Monarca significativamente en primer lugar y, a continuación, el de los “barones”, reiterando éstos de forma corporativa en todos sus términos el presumible homenaje que habría prestado cada uno en su momento de serle fieles de palabra y obra en defensa de su persona y su tierra contra todos, cristianos o sarracenos, y especialmente en caso de guerra, disensiones o alfethna. Difícilmente podían enmascarar estos compromisos una actitud personal sin duda psíquicamente irreversible, pues, a pesar de la frialdad de su estilo, la prosa de los escribas regios permite entrever la insaciable voracidad de Sancho, superior a la que en los comienzos de reinado él mismo había atribuido a su padre. La documentación ofrece abundantes muestras de su codicia, por ejemplo, cuando se hacía pagar muy caras sus aparentes donaciones piadosas a establecimientos religiosos o bien en la remuneración de los servicios de sus magnates. Iba haciendo acopio así de valiosas monturas, ganado de carga, tiro y crianza, reservas de vino, pieles selectas, valiosas armaduras, aves de caza y también dinero contante y sonante. Resulta sarcástico que como penitencia por el cruel asesinato de doce personas que había cometido posiblemente en una cacería, hiciera donación de un ínfimo “monasteriolo” o “iglesia propia” a su “maestro” el obispo Gomesano haciéndole entregar de manera falazmente voluntaria dos lorigas y dos caballos sin duda mucho más valiosos. Cerca ya de finales del reinado, la “sedición” que le costó a uno de los magnates, Blasco Ovecoz, la pérdida de todos sus bienes y, por otro lado, la usurpación sin duda abusiva de dos villas del Monasterio de San Juan de la Peña deben considerarse un leve reflejo del descontento existente por tanta arbitrariedad e incluso tiranía acumuladas hasta el desenlace del regicidio. Las informaciones posteriores a este trágico acontecimiento tienden a individualizar a los causantes de la violenta muerte del Monarca (4 de junio de 1076) en el precipicio de Peñalén, paraje del término actual de Funes, pero textos documentales muy cercanos la atribuyen tanto a sus hermanos Raimundo y Ermesinda como a los magnates (principes, mayores) del reino, es decir, en una confabulación generalizada de la comitiva regia de “barones” y la familia más próxima de la víctima. Por lo demás y aparte de la autoría directa del magnicidio, no cabe duda de que Sancho IV Garcés había quebrantado grave y contumazmente los usos y costumbres de los súbditos de toda condición social y, en particular, de la aristocracia nobiliaria, incurriendo en perjurio y una falta absoluta de rectitud que conforme al pensamiento político de tradición hispanogoda e isidoriana lo identificaban como el rey que no debía serlo por sus injusticias (si recte non facies).

Además de romper la línea de sucesión por vía paterno- filial de primogenitura masculina tal como había funcionado sin fisuras durante las siete generaciones anteriores, su desaparición despojó a la realeza pamplonesa de sus fundamentos de origen sacralizado tal como expresaba, por ejemplo, la “ordenación” del nuevo Soberano mediante la liturgia de la unción, para pasar a convertirse en una Monarquía basada en compromisos personales de carácter vasallático-beneficial. Cambió además totalmente la genuina silueta espacial del reino, quebrándose de manera prácticamente definitiva su eje primordial entre Pamplona y Nájera.

Como sus más directos parientes, la reina Placencia y sus dos hijos, niños todavía, y sus hermanos habían quedado igualmente estigmatizados y excluidos de la sucesión, en la aceptación de nuevo príncipe primaron las opciones de los “barones” de los diferentes espacios históricos. Los linajes que regían los distritos de Vizcaya-Álava y La Rioja debieron de tomar rápidamente partido a favor del monarca Alfonso VI, que tomó posesión de Nájera y Calahorra cuando apenas acababa de producirse el magnicidio. Simultáneamente la nobleza propiamente pamplonesa alzó como caudillo (rex Pampilonensium) al príncipe aragonés Sancho Ramírez, quien por la posesión de la tierra pamplonesa conocida poco después como Navarra debió de prestar entonces al Monarca castellano-leonés un homenaje de carácter feudo-vasallático, como el que pocos años antes había rendido (1068) al pontífice romano por sus dominios de Aragón.

Los hermanos del difunto Monarca, Ermesinda, Ramiro, Mayor y Urraca, se instalaron en tierras riojanas bajo la protección de Alfonso VI, como hizo también la reina Placencia con sus pequeños hijos Sancho y García. De su concubina la ancilla Jimena engendró a su hijo Raimundo y de otra unión extramatrimonial habían nacido otro García y Urraca.

 

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Ángel Martín Duque

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