Guzmán y Zúñiga, Francisco Antonio Silvestre de. Marqués de Ayamonte (VI). Ayamonte (Huelva), 1606 – Segovia, 1648. Noble.
Como en uno de esos cuadros barrocos en los que una fortísima luz ilumina algunos rasgos del retratado —medio rostro, un gesto de la mano, la golilla, un adorno del sombrero— dejando todo el resto sumido en una incierta penumbra, la biografía del marqués de Ayamonte sólo tiene un poderoso foco de luz. Incluso —siguiendo la analogía pictórica— la fuerte expresividad de la parte iluminada no carece de misterio. Así, el más conocido de los marqueses de Ayamonte lo es sólo por el fatal episodio de su implicación en la conjura del duque de Medina Sidonia, su pariente, todo el resto de su biografía queda perdido en las sombras de un siglo xvii que conocería el auge y el declive de la villa homónima a su título nobiliario y capital de su estado.
Heredero de una importante casa señorial, distinguida con la Grandeza de España y dotada de unas rentas anuales muy considerables (una descripción de España fechada hacia 1615 le atribuía 30.000 ducados de renta anual), su riqueza se vinculaba a la actividad comercial del puerto de Ayamonte, situado en la ribera andaluza de la desembocadura del Guadiana, justo frente al reino portugués del Algarve.
Aunque perteneciente al linaje de los Zúñiga, el señorío de Ayamonte surge como una escisión del mucho más vasto y vecino estado de los Pérez de Guzmán el Bueno, duques de Medina Sidonia, al recibir la titulación de marquesado en 1510. Las vinculaciones familiares entre las casas de Medina Sidonia y Ayamonte fueron más o menos intensas hasta 1641, incluso, en determinados momentos históricos, existió una especie de tutela de los Medina Sidonia sobre sus parientes de la frontera de Portugal. La gobernación del estado de Milán —ostentado por el abuelo de Francisco Antonio Guzmán y Zúñiga— fue, desde un cierto punto de vista, el cargo de mayor prestigio y honra alcanzado por un titular del marquesado. Sin embargo, precisamente la muerte del marqués en Milán le privó de la posibilidad de recoger los frutos de su servicio en forma de mercedes más duraderas para su mayorazgo o para sus hijos. Francisco de Guzmán y Sotomayor, casado con Ana de Zúñiga y Sarmiento de la Cerda y padre de Francisco Silvestre de Guzmán y Zúñiga, por su parte, protegió y favoreció en su corte de Ayamonte un círculo de artistas y literatos que llegó a alcanzar cierta fama en su tiempo, siendo objeto por su condición de mecenas de algunos encendidos versos elogiosos de la pluma de Góngora.
Nacido en 1606, la vida de Francisco Antonio Silvestre de Guzmán y Zúñiga se presenta oscura hasta la designación de su villa de Ayamonte en diciembre 1640 como plaza de armas sobre la frontera de Portugal tras la sublevación del duque de Bragança. Parece ser que, hasta entonces, el marqués no había ocupado cargo alguno al servicio de ninguno de los dos monarcas en cuyo tiempo le tocó vivir —Felipe III y Felipe IV—. Por otra parte, si bien el declive económico y demográfico que se comenzó a manifestar en la Baja Andalucía desde los primeros años del siglo xvii no fue perceptible en el marquesado hasta la década de 1630, parece que en el momento de la sublevación portuguesa era ya notable, a lo que se sumaban entonces las negras perspectivas de una guerra con los antiguos vecinos y correspondientes comerciantes lusos.
En estas condiciones, la cadena de derrotas militares y fracasos del régimen de Olivares alcanzaba una especie de clímax en el plazo de unos meses con la rebelión lusa y tras la pérdida de Cataluña. La debilidad de la Monarquía de Felipe IV, acosada ya en el corazón de su antiguo poder, parecía presagiar la total desmembración de la herencia de Felipe II. Los tiempos, que se pueden calificar sin excesos retóricos como críticos, exigían una actitud decida. En consonancia, Felipe IV reclamó de todos sus vasallos un compromiso sin fisuras con la causa de la recuperación de su soberanía sobre todos los territorios peninsulares, y esa exigencia incluyó muy en particular, claro está, a todos los grandes nobles cuyos estados limitaban con la raya de Portugal. Que esta decisión implicase a súbditos descontentos cuyos intereses señoriales pudiesen no coincidir con los objetivos del Monarca no era razón suficiente para alterar los dictados de la urgencia.
No contar con Medina Sidonia o con el marqués de Ayamonte hubiera significado ofenderles, enajenándose así la Corona de antemano su colaboración en el proyecto de recuperación de Portugal.
Sin embargo, para ambos señores la interpretación de la coyuntura pudo ser bien distinta. La conjura no llegó a una fase activa, sino que fue abortada. Entre las hipótesis plausibles, la que aquí se expone difiere de las que hasta el momento se han ofrecido, por lo que deberá ser contrastada con la bibliografía citada.
Lo que se conoce como la conjura de Medina Sidonia es un episodio que abarca casi una década de agitada historia castellana, desde diciembre de 1640 a la decapitación del marqués en 1648. Cabe distinguir diversas fases. La primera remite a los preparativos bélicos en la frontera portuguesa del Algarve a los pocos meses del golpe del primero de diciembre lisboeta.
Todo parece indicar que, dado el empeño que por entonces mantenía a los ejércitos reales ocupados en la Cataluña sublevada —además de en Francia y Flandes— la idea del Rey y su valido fue apoyarse en la gran nobleza castellana para intentar el sometimiento portugués —o cuando menos dificultar la consolidación de la sedición— aprovechando la absoluta debilidad bélica inicial del Bragança, contando además con la aquiescencia de los grandes nobles portugueses residentes en Madrid. En este sentido, el incumplimiento de Medina Sidonia y Ayamonte en la frontera del Guadiana fue tanto más notable cuanto que el precedente del motín de Évora de 1637-1638 había sido un ejemplo bien diverso.
La desobediencia en tiempos de crisis no es un delito menor, pero sí es muy difícil de probar. Por eso Felipe IV no tuvo más opción a lo largo de la primera mitad de 1641 que apremiar a sus vasallos inobedientes a que colaborasen, sin poder ofrecer a cambio el sostenimiento económico ni el apoyo logístico que aquellos reclamaban para no tener que empeñar todo su patrimonio en la formación del ejército que debía entrar en el Algarve. Desde este punto de vista, la disyuntiva que se planteaba a Medina Sidonia y a Ayamonte era poco alentadora. Empeñar sus ya debilitadas fuentes de riqueza en una guerra en la que acaso no tenían mucho que ganar por el sólo hecho de apoyar a un monarca cuya Corona parecía estar en vísperas de su descomposición final no era una perspectiva muy halagüeña. Más bien, parecía el momento de plantear viejas frustraciones y reivindicaciones, frente a una interpretación de la autoridad real que llevaba algunas décadas exigiendo muchos esfuerzos de los nobles. Desde esta perspectiva, los planes que pudiese contemplar la conjura de Medina Sidonia, en Andalucía, bien podían ir en la dirección del establecimiento de una forma de república señorial en Andalucía bajo su protección, con la excusa de la oposición general en Castilla al valimiento de Olivares.
Lo que Medina Sidonia y Ayamonte tuviesen que ganar, en caso de haber triunfado, o el grado de responsabilidad de cada uno en la elaboración de los planes, es materia de pura especulación, ya que no se tiene más testimonio que sus respectivas confesiones, por lo demás contradictorias. En todo caso, la llamada a la corte de ambos señores en agosto de 1641 frustró cualquier iniciativa. A partir de aquel momento la historia de los dos conjurados se fue separando en función del poder de cada uno de ellos. La confesión de Medina Sidonia le acarreó un inmediato perdón regio con ciertas condiciones tras su confesión, mientras que a Ayamonte la suya no le libró de una prisión sin condena, probablemente a la espera de una decisión regia más firme.
La huida de Medina Sidonia desde Algarrobilla a Sanlúcar en 1642 dio sin embargo un vuelco a la situación de ambos personajes, reabriendo sus procesos.
El duque pudo contar en su defensa con el indulto del Rey —lo que redujo la causa a la desobediencia de la escapada—, mientras que Ayamonte hubo de hacer frente a la acusación de lesa majestad. La caída de Olivares en febrero de 1643 no vino sino a complicar las cosas, ya que la vinculación familiar con Medina Sidonia había, hasta el momento, protegido en alguna medida a los dos conjurados. Desde entonces, la causa del duque se fue dirimiendo bajo la amenaza del Rey de usar alguna figura legal para desdecirse de su indulto y reabrir así toda la causa, mientras que Ayamonte fue condenado a muerte, en un proceso bastante irregular. Finalmente le sería conmutada la pena por la de prisión perpetua en el Alcázar de Segovia.
Medina Sidonia pudo zanjar su caso con la entrega-requisa de Sanlúcar de Barrameda, la joya de su señorío, al Rey, cumpliendo en adelante una condena de destierro de Andalucía. El marqués, por su parte, cuando ya parecía olvidada su causa, pagó con su vida la cólera regia que siguió a la conjura del duque de Híjar en 1647, ya que fue degollado en el patio del alcázar segoviano en 1648.
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Luis Salas Almela