Álvarez de Toledo, Fernando. Duque de Alba de Tormes (III). Piedrahíta (Ávila), 29.X.1507 – Lisboa (Portugal), 12.XII.1582. Diplomático, gobernador de los Países Bajos y del Milanesado, virrey de Nápoles y Portugal.
El que fue III duque de Alba, conocido como el Gran Duque, también sucedió en el título de marqués de Coria (III) y en los condados de Salvatierra y Piedrahíta, y asimismo fue señor de Valdecorneja (VII). Era hijo de dos personajes de la alta nobleza: Beatriz de Pimentel, hija del conde de Benavente, y García Álvarez de Toledo, primogénito del II duque de Alba, Fadrique Álvarez de Toledo.
El Gran Duque nació el 29 de octubre de 1507 en Piedrahíta (entonces de la provincia de Salamanca), lugar donde la comitiva que acompaña a Beatriz debió hacer un alto, camino de Alba de Tormes, porque la gran dama se ve acometida por las ansias del parto.
En su niñez, el Gran Duque se vería pronto acompañado por un hermano, Bernardino, y dos hermanas, Catalina y María. Una familia que vive alegre y confiada en el espléndido palacio ducal de Alba de Tormes, hasta que en 1510 su padre es llamado por Fernando el Católico para acometer una empresa en el norte de África, donde debía unirse a las tropas que mandaba el famoso soldado Pedro Navarro, para seguir conquistando las principales plazas fuertes norteafricanas, siendo su primer destino Bugía. A poco, en la lucha por la isla de Djerba, el ejército que manda García sufre una gran derrota, con muerte de casi todos aquellos soldados cristianos, incluido García, que perecen a manos de los musulmanes. En 1510, cuando el futuro Gran Duque sólo tenía tres años de edad. Por lo tanto, crece huérfano de padre, si bien pronto su abuelo Fadrique, II duque de Alba, lo toma bajo su amparo y patrocinio.
Poco más se sabe de la infancia de Fernando Álvarez de Toledo. Ya de mozo tenía como preceptor a un fraile del que sólo se conoce su nombre, fray Severo.
Y ya en la adolescencia, Fadrique pondrá a su lado a uno de los humanistas más destacados de aquella España de principios del reinado de Carlos V: el Boscán (Juan Boscán y Almogáver), que ayudaría a completar su formación como heredero de uno de los linajes más destacados de la España imperial. Además, con Boscán le vino al futuro Gran Duque su amistad con Garcilaso de la Vega. Se sabe que por esos años Garcilaso pasaría temporadas como huésped del palacio ducal de Alba de Tormes, de lo que queda testimonio en la propia obra poética de Garcilaso. Esas dos amistades, la de Boscán y la de Garcilaso, permiten suponer que Fernando Álvarez de Toledo se convirtió en el perfecto joven cortesano, conforme a las directrices marcadas por un libro que entonces era el más leído en los círculos de la alta nobleza, El cortesano, de Baltasar de Castiglione; obra que precisamente había traducido del italiano el mismo Boscán.
Pero también hay que destacar la pronta inclinación a las armas del futuro Gran Duque, hasta el punto de aprenderse de memoria un tratado sobre la estrategia militar que venía de la antigüedad: la obra De re militari de Vejecio, un escritor de la Roma antigua.
Y también dio pronto muestras de esa afición militar, así como de su patriotismo, cuando al tener noticia de la invasión del País Vasco por el ejército de Francisco I de Francia, que había puesto riguroso cerco a la plaza de Fuenterrabía en el año de 1524, Fernando Álvarez de Toledo acudió a su defensa cuando sólo tenía diecisiete años; lo que produjo la cólera de su abuelo Fadrique, temeroso de perder a su nieto tal como había perdido a su hijo primogénito García, pero con gran satisfacción del gran emperador Carlos V, que le honró en aquella ocasión nombrándole corregidor de la plaza sitiada, pese a su juventud.
Poco se sabe de su lance amoroso del futuro Gran Duque. Él, que se había mostrado tan valiente en el campo de batalla, parecía que era capaz de afrontar también otros combates, y en este caso los amorosos.
De hecho, se sabe que por aquellas fechas tuvo un hijo natural de una hermosa pero humilde muchacha de Piedrahíta, la hija del molinero. Y ese hijo, Hernando, será criado en la casa ducal de Alba de Tormes como un miembro más de aquella familia. Pero, acaso por ello, su abuelo Fadrique decide la pronta boda de aquel fogoso muchacho. Y así se casaría el 27 de abril de 1529, cuando contaba veintiún años, con su prima carnal María Enríquez.
Eran frecuentes, en aquella época, los enlaces entre familiares muy cercanos, por el afán de mantener el nivel del linaje. Y así, la novia escogida para Fernando Álvarez de Toledo fue aquella María Enríquez, hija del conde de Alba de Liste y de Leonor, hermana del fallecido García; por lo tanto, los novios eran primos carnales. Un matrimonio que tendría cuatro hijos: García, Beatriz, Fadrique y Diego. Una tropa infantil que crecería en la villa de Alba de Tormes, junto con su hermano natural Hernando, al que ya se ha aludido.
En 1531 moría Fadrique Álvarez de Toledo, y Fernando, su nieto, se convertía en el III duque de Alba.
Al poco, el emperador Carlos V, enfrascado entonces en la guerra contra el Turco, con vistas a la defensa de Viena, llama a su lado al ya flamante III duque de Alba. Comenzaba la brillante carrera como soldado de la España imperial del Gran Duque, bajo la sombra del emperador Carlos V.
En efecto, cuando Carlos V se vio en la necesidad de defender Viena, amenazada por Solimán el Magnífico, en 1532, quiso tener a su lado al nuevo representante de la casa ducal de Alba. Por desgracia para él, ya no puede contar con Fadrique, al que tanto apreciaba. Pero puesto que el nuevo duque Fernando, su nieto, ya había dado muestras de su valor en la lucha por Fuenterrabía, Carlos V quiere tenerlo a su lado. Y le llama con tanta urgencia que Fernando Álvarez de Toledo tiene que dejar el grueso de su comitiva para adelantarse a uña de caballo, cabalgando por la posta y llevando consigo tan sólo a uno de sus fieles seguidores: Garcilaso de la Vega. Los dos franquean los Pirineos en pleno invierno, con los montes cargados de nieve, atraviesan toda Francia y llegan a París, donde el duque cae enfermo. A poco, una vez recuperado, alcanza la ciudad de Ratisbona, donde Carlos V iba reuniendo su ejército, pero se vio apartado de su gran amigo Garcilaso, castigado por el Emperador, que lo desterró a una isla del Danubio; si bien, por intercesión de Fernando, el poeta vería cambiado su destierro por el de la Corte de Nápoles, gobernada entonces por el virrey Pedro de Toledo, tío del duque.
Y en cuanto a Fernando Álvarez de Toledo, se sabe que el Emperador le confió alguna misión arriesgada, para conseguir información de cómo preparaba el Turco su ofensiva sobre Viena. Como es sabido, Solimán el Magnífico acabó retirándose y el Emperador pudo entrar victorioso en Viena, liberando ya a la ciudad imperial de aquel formidable enemigo. Y de allí pasó a Bolonia, para entrevistarse con el papa Clemente VII, regresando en 1533 a España. En todo ese despliegue, tanto militar como diplomático, tuvo a su lado al nuevo joven duque de Alba.
Por lo tanto, a fines de 1533 el Gran Duque está de nuevo en su villa ducal de Alba de Tormes, donde puede reunirse con su mujer, la duquesa María Enríquez y con sus hijos. Un amoroso reencuentro que tendrá su feliz fruto, de modo que en 1534 nace una hija, Beatriz, que venía a recordar así con su nombre a la madre del duque.
1534 sería un año tranquilo. Pero pronto el panorama internacional cambiaría. En este caso, porque Barbarroja, el almirante del imperio turco que operaba desde Argel, había hecho una audaz incursión sobre Túnez, apoderándose de aquel reino. Y desde Túnez amenazaba constantemente las costas italianas, robando, saqueando y poniendo espanto en la misma Roma. Era algo que el emperador Carlos V no podía consentir, máxime cuando el depuesto rey de Túnez era su aliado. De forma que en 1535 el César aprestó un formidable ejército y toda su armada en Barcelona, reforzada por otras naves de la cristiandad, entre ellas las que le envió su cuñado y amigo Juan III, rey de Portugal. Y Carlos V volvió a llamar otra vez a lo mejor de la nobleza castellana, para que combatieran codo con codo bajo su mandato. Y entre esos nobles castellanos, como el más destacado, el duque de Alba.
Y de ese modo, en el verano de 1535, Fernando Álvarez de Toledo, acompañado de su hermano Bernardino, se incorporó al ejército imperial y luchó en el reino de Túnez, asaltando con las tropas imperiales la fortaleza de La Goleta y entrando en la propia capital tunecina.
Ya en esa ocasión el duque de Alba destacó como uno de los principales capitanes del ejército imperial, teniendo la fortuna de poder recuperar en aquellos combates la armadura que veinticinco años antes había perdido, junto con la vida, su padre García.
Siempre acompañando al Emperador, el duque de Alba pasó de Túnez a Sicilia, donde tuvo la desgracia de ver enfermar de muerte a su hermano Bernardino.
En 1536 entró en Roma al lado del César. Y en ese mismo año, siempre militando en el ejército imperial, cruzó Italia, atravesó los Alpes y entró en la Provenza para combatir a Francisco I, rey de Francia. El objetivo del César era la toma de Marsella para castigar al rey francés que se había aliado con Turquía y con Barbarroja, con gran indignación de casi toda la cristiandad.
Pero la práctica bélica seguida por los franceses de tierra quemada entorpecería el avance imperial, obligándole a una retirada, de nuevo a Italia, retirada en la que el duque de Alba vería morir a su gran amigo Garcilaso de la Vega. De modo que, con la doble tristeza del descalabro sufrido y de la pérdida de aquellos dos seres queridos (Bernardino, su hermano, y Garcilaso, su amigo) Fernando Álvarez de Toledo regresa a España en las Navidades de 1536 para buscar de nuevo el refugio familiar de Alba de Tormes, y la entrega de su mujer María Enríquez trae un alivio a sus fatigas y, claro está, también le dará un nuevo hijo, Fadrique.
Pero será en la década de los cuarenta cuando el duque de Alba afianza su protagonismo en la Corte Imperial. Ya, con ocasión de la empresa sobre Argel, en 1541, el Emperador le encarga la organización de todos los efectivos militares que habían de salir de España, con los que el duque se incorpora al ejército imperial; sufre, pues, junto con el César los peligros de aquella campaña tan desastrosa.
De regreso a España, el Emperador tiene que afrontar una ofensiva francesa, centrada sobre todo en la frontera catalana. Y Carlos V encomienda al Gran Duque la defensa de toda la frontera pirenaica con Francia y en particular la de Cataluña; fueron famosas entonces las instrucciones dadas por Fernando Álvarez de Toledo para dejar bien asistidas plazas tan importantes como Pamplona. Además logró rechazar por completo el ataque francés sobre la frontera catalana y concretamente el asedio en que pusieron a la plaza de Salses. En esa ocasión, ya el duque de Alba es nombrado por Carlos V capitán general del ejército imperial.
En 1543, y con motivo de la ausencia del César, que se había visto obligado a presentarse en el imperio para combatir al duque de Cléves, el protagonismo del duque de Alba en la Corte del príncipe Felipe fue aún más destacado. El Emperador le nombró consejero para los asuntos de la milicia y dejó en sus manos la organización de la boda de Felipe II con su primera esposa María Manuela de Portugal; boda realizada en Salamanca en el otoño de aquel año y de la que los duques de Alba fueron padrinos.
La carrera militar y cortesana del Gran Duque, en la época imperial, culminó a finales de los años cuarenta cuando el César le llama a su lado, para la preparación de la guerra contra la poderosa liga alemana de los príncipes protestantes (Liga de Schmalkalden).
Como capitán general del Ejército imperial, el Gran Duque afronta la doble campaña en tierras alemanas de los años 1546 y 1547. Puede decirse que el éxito de aquellos años fue debido al talento militar del duque, que supo esquivar una batalla campal contra los príncipes alemanes en el primer año de 1546, dada la superioridad de efectivos humanos y bélicos del ejército protestante; mientras que suya fue la dirección de la decisiva campaña de la primavera de 1547, culminada en la brillante victoria de Mühlberg. Aplastante victoria sobre el ejército protestante alemán, sin sufrir apenas bajas y consiguiendo un formidable botín de guerra, con la prisión además del príncipe elector Juan Federico de Sajonia, que mandaba las tropas protestantes. Una victoria tan brillante que el Gran Duque querría dejar conmemorada, como recuerdo para la posteridad, en los murales que mandó pintar en su torreón del palacio ducal de Alba de Tormes, donde todavía se pueden admirar.
Al final de aquella victoria, el César encargó al Gran Duque una delicada misión: le nombró mayordomo mayor de la Corte del príncipe Felipe, su hijo, y le envió a España con el encargo de transformar la etiqueta palaciega al uso de la Corte borgoñona. Y además de acompañar al príncipe como su principal asesor en aquel cargo de mayordomo mayor, en el viaje que el príncipe había de llevar a cabo por las tierras de Italia, Austria, Alemania y los Países Bajos hasta encontrarse con el Emperador. Fue un acontecimiento espectacular del que estuvieron pendientes todas las Cortes de la cristiandad y que se prolongó de 1548 a 1551.
De regreso a España, el duque de Alba, tras tantos años de ausencia, se refugia de nuevo en su villa ducal de Alba de Tormes con su mujer María Enríquez y sus cuatro hijos, pues ya le había nacido Diego en 1542, si bien, coincidiendo con su viaje al Imperio, había sufrido la desgracia de la muerte del primogénito García.
Cuando sobreviene la crisis imperial de 1552, con la traición del príncipe elector Mauricio de Sajonia, que estuvo a punto de coger prisionero al propio Emperador, el duque de Alba no duda un momento en ir a socorrer al César, asistiéndole en la contraofensiva llevada a cabo por Carlos V para recuperar la plaza de Metz que le había sido arrebatada por Enrique II de Francia. Un duro asedio en el que el ejército imperial sufre un descalabro, en gran parte debido a la mala salud del César, postrado día tras día en el lecho por un tremendo ataque de gota. La imposibilidad de llevar directamente aquella campaña, por la inmovilización del Ejército imperial debido a la enfermedad de Carlos V, fue ya un duro revés que empañó el prestigio militar del Gran Duque. Fue entonces cuando se produjo un distanciamiento con el Emperador, pese a que el duque se mantuvo a su lado todavía a lo largo de aquel año.
De regreso a España, poco le iba a durar el descanso a Fernando Álvarez de Toledo. En 1554, las bodas de Felipe II con María Tudor de Inglaterra obligan al Gran Duque a dejar una vez más su retiro de Alba de Tormes para acompañar al príncipe-rey en su viaje a Inglaterra; cosa que hará acompañado de su esposa María Enríquez.
En 1556, la gran coalición de las Cortes de París y de Roma contra Felipe II y la amenaza que sobreviene sobre los dominios españoles en Italia, obligan a Felipe II a designar al Gran Duque como el capitán general de todas las fuerzas que tenía en Italia, para que pudiera salvaguardar aquellos Estados de la doble ofensiva pontificia y francesa. Antes de tomar posesión de su nuevo cargo, el duque de Alba reverencia al Emperador, todavía en Bruselas, teniendo con él su última entrevista, en la que aprovecha para decirle lisa y llanamente los muchos agravios que últimamente había sufrido de la Corte imperial, y de los que se hace eco en su correspondencia a la Corte de Felipe II. Pero esos agravios no impiden al Gran Duque llevar cabo, y de modo brillante, la misión que le había sido encomendada: la defensa tanto del Milanesado como del reino de Nápoles. Es más, no sólo rechaza al ejército francés mandado por el mejor soldado que entonces tenía Francia, el duque de Guisa, sino que además de conservar intacto todo el reino de Nápoles, logra presentarse amenazador con sus temibles tercios viejos ante la propia Roma, donde el belicoso papa Paulo IV parecía una amenaza. Allí demostró el duque de Alba que no sólo era el primer soldado de su tiempo, sino que además podía convertirse en un gran diplomático, hasta el punto de aceptar una invitación del Papa, acudiendo desarmado y dejando atrás su poderoso ejército para presentarse en Roma acompañado sólo de algunos fieles seguidores. Era renunciar a un acto de fuerza, al asalto de Roma y a dejar las armas para emplear las negociaciones diplomáticas.
Asume el riesgo de caer prisionero del que se había mostrado enemigo de Felipe II, pero consigue sorprendentemente que Paulo IV se convierta de adversario en amigo, firmando así unas honorables paces con el Vaticano. Y tal fue el éxito del Gran Duque en aquella nueva faceta suya de diplomático que el propio papa Paulo IV le concedió la Rosa de Oro para su mujer, la duquesa María Enríquez.
Sin duda el éxito del duque de Alba lleva a Felipe II a llamarle a su lado y a encomendarle una nueva misión: que se integrase en el equipo diplomático que había de firmar las paces con Francia en 1559. La Paz de Cateau-Cambrésis fue tan importante, que dio a España el predominio sobre Italia durante todo el siglo XVI. Con motivo de esa paz el duque de Alba permaneció varios meses en la Corte de París, requerido tanto por el rey Enrique II como después de su muerte por la reina regente Catalina de Médicis, para afianzar la amistad entre las dos monarquías que les permitiera imponer su ley sobre el resto de la cristiandad.
A su regreso a España, y siempre con su cargo de mayordomo mayor de palacio, residirá el Gran Duque con su mujer María Enríquez en la Corte de Madrid.
De hecho, sería la duquesa quien impondría la nota de gravedad y mayor severidad en aquella Corte en la que la Reina era aún una chiquilla, de hecho una adolescente, en aquellos años de 1560 a 1565; y donde la inquietante princesa de Éboli ponía también una nota de excesivo atrevimiento y soltura.
De ese modo, cuando Felipe II tiene que mandar a su esposa, la reina Isabel de Valois, a las Vistas de Bayona para entrevistarse con su madre la reina Catalina de Médicis y con el nuevo rey de Francia, Carlos IX, Felipe II encargará al Gran Duque la difícil tarea de acompañar a Isabel de Valois como el personaje más destacado del séquito que lleva consigo la joven Reina. Sin duda, el hecho de sus anteriores éxitos diplomáticos y de su probada lealtad a la Corona, así como la ventaja del dominio que tenía de la lengua francesa, lo que le permitía negociar directamente con todos los miembros de la Corte parisina, hacían del Gran Duque el personaje ideal para llevar a buen fin el resultado de aquellas comprometidas Vistas de Bayona.
Eso fue en 1565. Y el notorio éxito de aquella operación diplomática puede decirse que supone la culminación de la carrera cortesana del Gran Duque, tanto bajo el punto de vista de ser la primera espada de la Monarquía como de ser también uno de los mejores diplomáticos con los que podía contar el rey Felipe.
A poco, los graves sucesos ocurridos en los Países Bajos iban a cambiar aquel curso de cosas. En el verano de 1566 llega a la Corte de Felipe II una noticia alarmante: los rebeldes calvinistas de los Países Bajos habían asaltado varias iglesias, profanando los templos y provocando graves desórdenes. Al punto, Felipe II reunió a sus consejeros y se tomó una decisión: la represión severa de los amotinados y se encomendó dicha misión al Gran Duque, que debía ir al frente de los tercios viejos.
El plan tenía dos partes: la primera, la severa represión a cargo del duque; la segunda, la de un perdón general concedido por el Rey, que a tal efecto debía trasladarse a los Países Bajos. Fue un plan bien recibido por casi todos los miembros del Consejo de Estado. El duque de Alba creía que era el que pedían aquellas circunstancias, porque dejar sin castigo tal alzamiento era un precedente peligrosísimo para el Imperio. Y aunque le acongojaba el tener que llevarlo a cabo, entendía que era su obligación y lo aceptó. A su vez, sus rivales en la Corte, aunque algunos fueran partidarios de otros métodos más suaves de resolver el conflicto, en todo caso, vieron con agrado la marcha del duque que suponía que estuviera alejado de la Corte durante un tiempo. En la primavera de 1567 el duque de Alba embarcó en Cartagena, rumbo a Génova, para desde allí seguir por tierra su viaje hasta Bruselas.
Fue una operación militar que asombró a Europa entera. Siempre al frente de sus tercios viejos, el duque dirigió aquella expedición guerrera bordeando la frontera de Francia, siempre a sus jornadas precisas, y con un estricto control de sus tropas, para que no abusasen de las poblaciones por las que pasaban. El 22 de agosto hizo su entrada en Bruselas, donde tenía su Corte Margarita de Parma, la hermana del Rey y gobernadora de los Países bajos. Aunque Felipe II no había ordenado el cese en el Gobierno de su hermana, las atribuciones del duque eran tan amplias que prácticamente dejaban a la gobernadora fuera de juego.
Ofendida Margarita de Parma, pidió al Rey su cese y se retiró a sus dominios en Italia. Aquel mismo año el duque metía en prisión a los condes de Egmont y Horn, acusados de complicidad con los rebeldes. Y al año siguiente, el 5 de junio de 1568, los condes eran ejecutados en la Grand Place de Bruselas. Un Tribunal de los Tumultos, presidido por el mismo duque, llevaría a cabo una dura represión sobre miles de inculpados (aunque las cifras exactas son difíciles de precisar, en todo caso no bajarían de seis mil los sentenciados).
El duque de Alba tuvo que combatir también, con las armas en la mano, contra la principal figura de la nobleza flamenca, el príncipe de Orange, a quien derrotó en campo abierto con suma facilidad. Todo parecía bajo control y el duque podía recibir las felicitaciones no sólo de su Rey sino también del papa san Pío V. Pero aquel panorama tan halagüeño se fue torciendo. Felipe II no cumplió la segunda parte del plan, de presentarse en Bruselas para conceder el perdón general, lo que hubiera permitido al duque de Alba retirarse victorioso a su refugio de Alba de Tormes.
Pero no fue así. El Rey jamás regresó a los Países Bajos, y el duque de Alba tuvo que prolongar su gobierno en aquellas lejanas tierras, cada vez más hostiles, hasta 1573. Y a partir de 1571 con todas aquellas tierras en franca rebelión, llegó el momento en que se pudo decir que el duque apenas si domina la tierra que pisaba. Al fin, dolorido y despechado, el duque de Alba regresó a España en 1573.
Poco tiempo duró su reposo en Alba de Tormes.
Un fastidioso asunto le haría caer en desgracia con el Rey. Pues su hijo Fadrique, que había dado palabra de matrimonio a una dama de la Corte, Magdalena de Guzmán, se casó con María de Toledo sin la licencia regia, tal como se estilaba entonces; lo cual indignó a Felipe II que confinó a Fadrique en un castillo.
El propio Gran Duque se vería también confinado en el castillo de Uceda, por orden del Rey.
La avanzada edad del duque, cercano ya a los setenta años, y su precario estado de salud hacían temer que aquella desgracia cortesana acabase con sus días.
Sin embargo, un suceso inesperado lo alteró todo. Ya en 1576 el Rey le llamó a la Corte para que estuviera presente en la entrevista que Felipe II tuvo en el monasterio de Guadalupe con el rey Sebastián de Portugal; se trataba de que el duque de Alba aceptase acompañar al rey portugués en su empresa contra Marruecos, pero sólo a título de asesor militar; oferta que el duque rechazó altivamente: únicamente si se le daba el mando de general en jefe, aceptaría la propuesta; lo cual volvió a provocar la cólera de Felipe II. Pero las cartas ya estaban echadas. Dos años después, la muerte del rey Sebastián en la desafortunada empresa de Marruecos abría el camino de la sucesión al reino de Portugal. Felipe II era el pretendiente que tenía mejores derechos, pero el cruce de otro pretendiente, el portugués Antonio, el prior de Crato, le obligó a entrar en Portugal con las armas en la mano, para hacer buenos sus derechos. ¿Y a quién elegir para dirigir los tercios viejos castellanos? Sólo había un hombre, pese a sus años y pese a la desgracia que entonces había caído en la Corte: el Gran Duque de Alba. Y de ese modo, en la primavera de 1580, Fernando Álvarez de Toledo salía de su confinamiento del castillo de Uceda y se incorporaba al ejército real que se concentraba en Badajoz para invadir Portugal.
Fue una empresa relativamente fácil, casi una Blitzkrieg, esto es, una guerra relámpago. A mediados de julio el duque de Alba entraba al frente de los tercios viejos en Portugal. Un mes después tomaba Setúbal y el 25 de agosto la propia Lisboa, dejando para su lugarteniente, Sancho Dávila, el resto de la ocupación del reino, lo que haría ese mismo otoño con la ocupación de Coimbra y de Oporto. El Gran Duque pidió entonces permiso al Rey para retirarse, pese a sus años, había cumplido victoriosamente con aquel último mandato regio: la conquista de Portugal. Pero el Rey no le concedió la licencia pedida pese a la grave enfermedad que aquejaba al duque.
De ese modo, el duque de Alba acabaría sus días en Lisboa el 12 de diciembre de 1582, confortado por la asistencia espiritual de fray Luis de Granada, quien escribiría a la duquesa, María Enríquez, dándole cuenta de sus últimos momentos y cómo el duque al conocer su próximo final, medio se incorporó en su lecho de muerte dando una gran voz: “¡Vamos!”. Y ése fue el final del Gran Duque Alba, Fernando Álvarez de Toledo.
Hoy, después de varios traslados, está enterrado en una capilla semiabandonada de la iglesia de San Esteban de Salamanca.
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Manuel Fernández Álvarez