López de Osornio de Ortíz de Rosas, Agustina Teresa. Buenos Aires (Argentina), 28.VIII.1769 – 12.XII.1845. Matrona.
Era hija del militar y hacendado bonaerense Clemente López de Osornio y de su segunda esposa María Manuela de Rubio y Díaz.
Siendo adolescente, tuvo que hacerse cargo, por la pérdida de su madre, del cuidado de sus hermanos menores y del gobierno doméstico de la casa. Su madre dejó como albaceas y tutores de los tres hermanos menores a Cecilio Sánchez de Velazco y a Felipe Arguibel.
A los veinte años fue pedida en matrimonio por el teniente de Infantería del Regimiento fijo de la ciudad, León Ortiz de Rosas. Previa solicitud de autorización, contrajeron enlace en 1789. Por sus influencias y relaciones en la Buenos Aires virreinal y por su firme carácter y temperamento, Agustina sería el verdadero motor de la casa de los Ortiz de Rosas. Heredó de su padre el amor por la tierra y la vida en la estancia, incluso se encargó personalmente del trato con los capataces, del rodeo y demás actividades inherentes a un hacendado de la estancia El Rincón de López.
El primer hogar de la pareja sería la casa de los López Osornio. Tuvieron diez hijos: primero fue una niña, Gregoria; después un varón Juan Manuel; luego vendrían Andrea, Prudencio, Gervasio, María Dominga, Manuela, Mercedes, Agustina y Juana. En total Agustina tuvo veinte partos, diez hijos llegaron a la adultez mientras que los demás fallecieron al nacer o en la primera infancia. Respecto de la crianza de sus hijos, sobresale el hecho de que no recurriera al servicio de una nodriza o ama de leche, práctica muy habitual de las familias criollas de la época.
Agustina cumplió con todos los mandatos y deberes sociales que se le demandaban en función de su posición social de privilegio: fidelidad a su esposo, fecundidad, esmero en la educación de los hijos, cumplimiento de las obligaciones religiosas y gestos caritativos hacia la clientela de su familia.
Un aporte fundamental de Agustina a su matrimonio fueron las estancias fundadas por su padre en la línea del río Salado ganada a los indios. La economía rioplatense de ese entonces giraba en torno de la ganadería: el cuero del ganado y la carne, con la nueva industria del tasajo, eran negocios de una enorme rentabilidad gracias a la libre concurrencia por la apertura de los puertos de Buenos Aires y Montevideo. Con el correr del tiempo la pareja se desentendería de estas actividades para cambiar sus campos por casas de renta cuyos alquileres serían inversiones fáciles de controlar e incrementar. La ciudad sería la residencia favorita de esta familia siguiendo las costumbres de los sectores pudientes de la época. Cultivaron el acceso a las mejores familias de la ciudad, contándolas en su lista de relaciones. Como se estilaba, con ellas casaron a gran parte de sus hijos.
En 1836 cuando se agravaron los síntomas de una enfermedad que venía sobrellevando Agustina redactó su testamento, para algunos un tanto arbitrario, poniendo de manifiesto la voluntad de favorecer a los miembros más débiles y desprotegidos de la familia y recordando con especial atención a su esposo.
En agosto de 1839 murió su marido y aunque hacía varios años que se encontraba inmovilizada igual se ocupaba del manejo de la casa, de sus parientes, relaciones sociales, intereses económicos y obras de caridad. Habitaba en esos años una gran casa en la calle Reconquista, actual Defensa, frente al paredón del convento de San Francisco, en pleno barrio de Santo Domingo, el más aristocrático de la ciudad.
Antes de morir, Doña Agustina precisó al detalle el destino de sus restos: mandó que se la enterrase en un cementerio público, en el cajón más común conducido por sus deudos (sólo los hijos varones, parientes y relaciones) y los hermanos de San Benito al convento de San Francisco para la realización de una misa de cuerpo presente. Las autoridades del Estado, cuya cabeza era su hijo Juan Manuel en tanto gobernador de la provincia de Buenos Aires, debieron respetar sus deseos dispuestos en el testamento: una ceremonia humilde y austera. Al entierro concurrió el ministro Arana en representación oficial y el canónigo Miguel García en nombre del sector eclesiástico.
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Gabriela Fernanda Canavese